Capítulo 11

«Maldición, general —pensó Jane Sagan mientras recorría la Milana, dirigiéndose a la sala de control de aterrizaje—. Deja de esconderte de mí, capullo estirado». Tuvo cuidado de no enviar el pensamiento en el modo de conversación de las Fuerzas Especiales. Debido a la similitud que tenían pensar y hablar para los miembros de las Fuerzas Especiales, casi todos ellos en algún momento dudaban de si habían dicho o sólo pensado sus palabras. Y pronunciar ese pensamiento concreto en voz alta habría causado más problemas de los que valía.

Sagan había estado persiguiendo al general Szilard desde el momento en que recibió la orden de recuperar a Jared Dirac de su aventura sin permiso en Fénix. La orden había llegado con el aviso de que Dirac estaba una vez más bajo su mando, y con un grupo de informes clasificados del coronel Robbins detallando los últimos acontecimientos en la vida de Dirac: su viaje a Covell, su súbita descarga de memoria y el hecho de que su pauta de conciencia era ahora decididamente la de Charles Boutin. Además de este material había una nota de Mattson, que Robbins había hecho llegar a Szilard, donde Mattson instaba feacientemente a Szilard a no devolver a Dirac al servicio activo, sugiriendo que fuera retenido al menos hasta que la inminente ronda de hostilidades relativas a los obin se zanjara de un modo u otro.

Sagan pensaba que el general Mattson era un gilipollas, pero tenía que admitir que había dado en el clavo. Nunca se había sentido cómoda con Dirac bajo su mando. Había sido un soldado bueno y competente, pero saber que tenía una segunda conciencia en su cráneo, esperando a saltar y contaminar la primera, la hacía recelar y ser consciente de la posibilidad de que él se viniera abajo en la misión y matara a alguien, además de a sí mismo. Sagan consideraba una suerte que cuando eso sucedió aquel día en el paseo comercial de la Estación Fénix, él estuviera de permiso. Y no fue hasta que Mattson apareció para liberarla de su responsabilidad hacia Dirac que se permitió sentir lástima hacia él, y reconocer que hasta el momento nada había justificado los recelos que sentía.

«Eso fue entonces», pensó Sagan. Ahora Dirac había vuelto y estaba claramente al otro lado. Había necesitado toda su fuerza de voluntad para no abrirle un nuevo agujero en el culo cuando se le insubordinó en Fénix; si hubiera tenido la pistola aturdidora que usó con él cuando se vino abajo, le habría disparado a la cabeza por segunda vez sólo para recalcar que su actitud trasplantada no le impresionaba. De modo que apenas pudo mostrarse amable con él en el camino de regreso, esta vez por lanzadera correo, directamente a la bodega de atraque de la Milana. Szilard estaba a bordo, reunido con el mayor Crick. El general había ignorado las llamadas anteriores de Sagan, cuando ella estaba en la Milana y él se encontraba en la Estación Fénix, pero ahora que los dos se hallaban en la misma nave, estaba dispuesta a cerrarle el paso hasta que pudiera decirle lo que tenía que decirle. Se dirigió a la escalera, subió de dos en dos los escalones y abrió la puerta de la sala de control.

:::Sabía que venía de camino —le dijo Szilard, cuando ella entraba por la puerta. Estaba sentado delante del panel de control que manipulaba la bodega. El oficial que la manejaba podía hacer casi todas sus tareas a través del CerebroAmigo, naturalmente, y lo hacía de manera habitual. El panel de control estaba allí como salvaguarda. En el fondo, todos los controles de las naves eran esencialmente salvaguardias de CerebroAmigo.

:::Pues claro que sabía que venía —dijo Sagan—. Es usted comandante de las Fuerzas Especiales. Puede localizar a cualquiera de nosotros por la señal de nuestro CerebroAmigo.

:::No es por eso —dijo Szilard—. Es que sé quién es usted. La posibilidad de que no viniera a buscarme, después de haber puesto otra vez a Dirac bajo sus órdenes, ni siquiera se me pasó por la cabeza. —Szilard volvió ligeramente su silla y estiró las piernas—. Estaba tan seguro de que vendría que incluso despejé la sala para que pudiéramos tener algo de intimidad. Y aquí estamos.

:::Permiso para hablar libremente —dijo Sagan.

:::Por supuesto.

:::Está usted como una jodida cabra, señor —dijo Sagan.

Szilard soltó una carcajada.

:::No esperaba que hablara tan libremente, teniente.

:::Ha visto usted los mismos informes que yo —dijo Sagan—. Sabe hasta qué punto Dirac es ahora como Boutin. Incluso su cerebro funciona igual. Y sin embargo, quiere usted meterlo en una misión para encontrar a Boutin.

:::Sí —dijo Szilard.

—¡Cristo! —dijo Sagan, en voz alta. El habla de las Fuerzas Especiales era rápida y eficaz, pero no era muy buena para las exclamaciones. Sin embargo, Sagan se reafirmó, enviando una oleada de frustración e irritación hacia el general Szilard, que él aceptó sin decir palabra.

:::No quiero ser responsable de él —dijo Sagan finalmente.

:::No recuerdo haberle preguntado si quería la responsabilidad —dijo Szilard.

:::Es un peligro para los otros soldados de mi pelotón —dijo Sagan—. Y es un peligro para la misión. Sabe lo que significará si no tenemos éxito. No necesitamos un riesgo adicional.

:::No estoy de acuerdo —dijo Szilard.

:::Por el amor de Dios —dijo Sagan—. ¿Por qué?

:::«Mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca todavía» —dijo Szilard.

:::¿Qué? —dijo Sagan. De repente recordó una conversación con Cainen, meses antes, en la que le dijo lo mismo.

Szilard repitió el dicho, y luego añadió:

:::Tenemos al enemigo tan cerca como es posible. Está en nuestras filas, y no sabe que es el enemigo. Dirac cree que es uno de nosotros porque, por lo que sabe, lo es. Pero ahora piensa como piensa nuestro enemigo y actúa como actúa nuestro enemigo, y nosotros sabremos todo lo que sabe. Eso es increíblemente útil y merece la pena correr el riesgo.

:::A menos que se vuelva contra nosotros —dijo Sagan.

:::Si lo hace, usted lo sabrá. Está integrado con todo su pelotón. En el momento que actúe contra sus intereses, usted lo sabrá y lo sabrán todos los demás componentes de la misión.

:::La integración no permite leer las mentes —dijo Sagan—. Sólo lo sabremos después de que empiece a hacer algo. Eso significa que podría matar a uno de mis soldados o revelar nuestras posiciones o cualquier otra cosa. Incluso con la integración, supone un verdadero peligro.

:::Tiene razón en una cosa, teniente —dijo Szilard—. La integración no permite leer las mentes. A menos que tenga la onda adecuada.

Sagan sintió un toque en su cola de comunicación: una actualización en su CerebroAmigo. Antes de que pudiera dar permiso, empezó a desplegarse. Sagan sintió una desagradable sacudida mientras la actualización se propagaba, causando una inundación momentánea en las pautas eléctricas de su cerebro.

:::¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Sagan.

:::Es la actualización para leer mentes —dijo Szilard—. Normalmente sólo los generales y ciertos investigadores militares muy especializados la tienen, pero en su caso, creo que es de rigor. Para esta misión, al menos. Cuando regrese tendremos que retirársela, y si alguna vez se lo cuenta a alguien tendremos que destinarla a algún lugar muy pequeño y muy lejano.

:::No comprendo cómo esto es posible —dijo Sagan.

Szilard hizo una mueca.

:::Piénselo, teniente. Piense en cómo nos comunicamos. Estamos pensando y nuestro CerebroAmigo interpreta lo que elegimos decirle a alguien cuando lo hacemos. Aparte de la intención, no hay ninguna diferencia significativa entre nuestros pensamientos públicos y los privados. Lo que sería notable es que no pudiéramos leer mentes. Se supone que eso es lo que hace el CerebroAmigo.

:::Pero la gente no lo sabe —dijo Sagan.

Szilard se encogió de hombros.

:::Nadie quiere saber que no tiene intimidad ni siquiera dentro de su propia cabeza.

:::Así que puede usted leer mis pensamientos privados —dijo Sagan.

:::¿Quiere decir, como cuando me llamó capullo engreído? —preguntó Szilard.

:::Había un contexto para eso.

:::Siempre lo hay. Relájese, teniente. Sí, puedo leer sus pensamientos. Puedo leer los pensamientos de todo el que esté dentro de mi estructura de mando. Pero normalmente no lo hago. No es necesario y la mayor parte de las veces es completamente inútil de todas formas.

:::Pero puede leer los pensamientos de la gente —dijo Sagan.

:::Sí, pero la mayor parte de la gente es aburrida —dijo Szilard—. La primera vez que recibí la ampliación, después de que me pusieran al mando de las Fuerzas Especiales, me pasé un día entero escuchando los pensamientos de la gente. ¿Sabe qué piensa la inmensa mayoría de la gente la inmensa mayoría del tiempo? Piensan, tengo hambre. Oh, me estoy cagando. Oh, quiero follarme a ese tío. Y luego vuelta a tengo hambre. Y luego repiten la secuencia hasta que se mueren. Confíe en mí, teniente. Un día con esta capacidad, y su opinión sobre la complejidad y la maravilla del cerebro humano sufrirá un irreversible declive.

Sagan sonrió.

:::Si usted lo dice…

:::Yo lo digo. Sin embargo, en su caso esta capacidad resultará útil, porque podrá oír los pensamientos de Dirac y sentir sus emociones privadas sin que él sepa que está siendo observado. Si piensa en traicionarnos, usted lo sabrá casi antes que él. Podrá reaccionar antes de que Dirac mate a uno de sus soldados o comprometa la misión. Creo que es una compensación suficiente al riesgo de llevarlo.

:::¿Y qué debo hacer si se vuelve contra nosotros? —preguntó Sagan—. ¿Si se convierte en traidor?

:::Entonces tendrá que matarlo, naturalmente —dijo Szilard—. No vacile. Pero asegúrese, teniente. Ahora sabe que puedo meterme dentro de su cabeza, así que confío en que se abstenga de volarle los sesos sólo porque se siente quisquillosa.

:::Sí, general —dijo Sagan.

:::Bien. ¿Dónde está Dirac ahora?

:::Está con el pelotón, preparándose, allá abajo en la bodega. Le comuniqué nuestras órdenes mientras veníamos.

:::¿Por qué no comprueba lo que hace? —preguntó Szilard.

:::¿Con la ampliación? —preguntó Sagan.

:::Sí. Aprenda a usarla antes de la misión. No tendrá tiempo para juguetear con ella más tarde.

Sagan accedió al nuevo recurso, encontró a Dirac, y escuchó.

* * *

:::Esto es una locura —pensó Jared para sí.

:::Tienes toda la razón —dijo Steven Seaborg. Se había unido al Segundo Pelotón mientras Jared estuvo fuera.

:::¿Lo he dicho en voz alta? —preguntó Jared.

:::No, leo las mentes, capullo —dijo Seaborg, y envió un toque de diversión hacia Jared. Lo que había habido entre ellos desapareció tras la muerte de Sarah Pauling: los celos de Seaborg, o lo que fuesen, habían sido superados por la mutua sensación de pérdida. Jared vacilaría en llamarlo amigo, pero el lazo que compartían era más que camaradería, reforzado por su adicional lazo de integración.

Jared contempló las dos docenas de trineos de impulsión de salto que había en la bodega: la flota total de trineos producida hasta el momento. Miró a Seaborg, que se subía a uno para comprobar cómo era.

:::Así que esto es lo que vamos a utilizar para atacar un planeta entero —dijo Seaborg—. Un par de docenas de soldados de las Fuerzas Especiales, cada uno en su propia jaula de hámsteres espacial.

:::¿Has visto alguna vez una jaula de hámsteres?

:::Pues claro que no. Ni siquiera he visto a un hámster. Pero he visto imágenes, y eso es lo que me parece. ¿Qué tipo de idiota viajaría en uno de estos cacharros?

:::Yo he viajado en uno —dijo Jared.

:::Eso lo responde todo. ¿Y cómo es?

:::Me sentí vulnerable —dijo Jared.

:::Maravilloso —contestó Seaborg, y puso los ojos en blanco.

Jared sabía cómo se sentía, pero también veía la lógica que habría tras un ataque de ese tipo. Casi todas las criaturas usaban naves para pasar de un punto a otro en el espacio; los sistemas de defensa y detección planetaria disponían de la energía y los recursos para detectar los grandes objetos que solían ser las naves espaciales. La red de defensa obin en torno a Arist no era diferente. Una nave de las Fuerzas Especiales sería localizada y atacada en un instante; un objeto diminuto de alambre apenas mayor que un hombre, no.

Las Fuerzas Especiales lo sabían porque ya habían enviado los trineos en seis ocasiones diferentes, colándose a través de la red de defensa para espiar las comunicaciones emitidas desde la luna. Fue en la última de esas misiones cuando oyeron a Charles Boutin en un rayo de comunicación, emitiendo en abierto, preguntando de viva voz a Obinur por la llegada de una nave de suministros. El soldado de las Fuerzas Especiales que captó la señal la rastreó hasta su fuente, un pequeño destacamento científico en la orilla de una de las muchas grandes islas de Arist. Esperó a oír una segunda transmisión de Boutin para confirmar su localización antes de regresar.

Al enterarse de este hecho, Jared había accedido al archivo grabado para oír la voz del hombre que supuestamente había sido. Ya había escuchado la voz de Boutin antes, en grabaciones que le habían reproducido Wilson y Cainen; la voz de aquellas grabaciones era la misma que en ésta. Más vieja, más cascada y más tensa, pero era imposible confundir el timbre o la cadencia. Jared fue consciente de cuánto se parecía la voz de Boutin a la suya propia, cosa que era de esperar y resultaba algo más que desconcertante.

«Tengo una vida extraña», pensó Jared, y luego alzó la cabeza para asegurarse de que el pensamiento no se había filtrado. Seaborg seguía examinando el trineo y no dio muestras de haberlo oído.

Jared recorrió el conjunto de trineos y se dirigió hacia otro objeto en la sala, un aparato esférico algo más grande que los trineos. Era una «cápsula de captura», una interesante pieza utilizada por las Fuerzas Especiales en sus artimañas cuando querían evacuar algo o a alguien pero no podían evacuarse a sí mismas. Dentro de la esfera había un hueco diseñado para contener a un único miembro de la mayoría de las especies inteligentes de tamaño medio; los soldados de las Fuerzas Especiales los metían dentro, sellaban la cápsula, y luego se apartaban cuando los elevadores de la cápsula la lanzaban al cielo. Dentro de la cápsula un fuerte campo antigravitatorio entraba en acción cuando lo hacían los elevadores, pues de lo contrario el ocupante habría quedado aplastado. La cápsula era más tarde recuperada por una nave de las Fuerzas Especiales en órbita.

La cápsula de captura era para Boutin. El plan era sencillo: atacar la estación científica donde lo habían localizado y cortar sus comunicaciones. Coger a Boutin y meterlo en la cápsula, que se dirigiría a distancia de salto para que la Milana apareciera el tiempo suficiente para recuperarla y quitarse de en medio antes de que los obin pudieran perseguirla. Tras la captura de Boutin, la estación científica sería destruida con un viejo subterfugio favorito: un meteoro lo suficientemente grande para borrar la estación del planeta, y que caería lo bastante lejos de la misma para que nadie recelara. En este caso sería un impacto en el océano a varios kilómetros mar adentro, de modo que la estación científica sería arrasada por el tsunami resultante. Las Fuerzas Especiales llevaban décadas trabajando con la caída de rocas: sabían cómo lograr que pareciera un accidente. Si todo iba según lo planeado, los obin ni siquiera sabrían que los habían atacado.

Para Jared, había dos fallos importantes en el plan, ambos relacionados. El primero era que los trineos de impulsión de salto no podían aterrizar; no sobrevivirían al contacto con la atmósfera de Arist y, aunque lo hicieran, no serían maniobrables cuando estuvieran dentro de ella. Los miembros del Segundo Pelotón aparecerían en espacio real al filo de la atmósfera de Arist, y luego realizarían un descenso hacia la superficie. Los miembros del Segundo Pelotón lo habían hecho antes (Sagan lo había hecho en la batalla de Coral, y continuaba de una pieza), pero a Jared le seguía pareciendo que era buscarse problemas.

El método de llegada creaba el segundo fallo importante en el plan: no había ninguna manera sencilla de sacar al Segundo Pelotón de allí después de que se completara la misión. Cuando Boutin fuera capturado, las órdenes del Segundo eran descabelladas: alejarse de la estación científica cuanto fuera posible para no morir en el tsunami previsto (la planificación de la misión había tenido el detalle de proporcionar un mapa de un punto elevado cercano que calculaban que debería —debería— permanecer seco durante el diluvio), y luego dirigirse caminando hacia el deshabitado interior de la isla y ocultarse durante varios días hasta que las Fuerzas Especiales pudieran enviar un puñado de cápsulas de captura para recuperarlos. Haría falta más de una ronda de envío de cápsulas para evacuar a los veinticuatro miembros del Segundo que participarían en la misión, y Sagan ya había informado a Jared de que ellos serían los últimos en abandonar el planeta.

Jared frunció el ceño al recordar las palabras de Sagan. La teniente nunca había sido una gran fan suya, lo sabía, y se daba cuenta que era debido a que ella sabía desde el principio que lo habían engendrado a partir de un traidor. Conocía más sobre él que él mismo. Su despedida cuando lo transfirieron a Mattson pareció bastante sincera, pero desde que la había visto en el cementerio y volvía a estar bajo sus órdenes, ella parecía verdaderamente furiosa con él, como si de verdad fuera Boutin. En cierto sentido Jared podía comprenderlo (después de todo, como había recalcado Cainen, ahora se parecía más a Boutin que a su antiguo yo), pero a un nivel más inmediato lamentaba que lo trataran como si fuera el enemigo. Se preguntaba si el motivo por el que Sagan le obligaba a quedarse el último con ella era para poder eliminarlo sin que nadie lo supiera.

Entonces descartó la idea. Sagan era capaz de matarlo, estaba seguro. Pero no lo haría a menos que le diera un motivo. «Mejor no darle ningún motivo», pensó.

De todas formas, no era Sagan quien le preocupaba, sino el propio Boutin. La misión esperaba cierta resistencia por parte de la pequeña presencia militar obin en la estación científica, pero ninguna por parte de los científicos o de Boutin. A Jared esto le parecía un error. Tenía en su cabeza la furia de Boutin y conocía la inteligencia de ese hombre, aunque siguiera sin tener claros los detalles de todo su trabajo. Jared dudaba que Boutin se entregara sin luchar. Eso no significaba que fuera a empuñar las armas (no era, desde luego, un guerrero), pero la principal arma de Boutin era su cerebro. Eran los esquemas mentales de Boutin para encontrar un modo de traicionar a la Unión Colonial los que los habían llevado hasta aquí, en primer lugar. Era un error asumir que simplemente podrían atrapar a Boutin y facturarlo. Casi sin ninguna duda, tendría alguna sorpresa preparada.

Sin embargo, cuál podría ser esa sorpresa era algo que Jared desconocía.

:::¿Tienes hambre? —le preguntó Seaborg—. Porque pensar en la locura que va a ser una misión siempre hace que me entre hambre.

Jared sonrió.

:::Debes tener un montón de hambre.

:::Una de las ventajas de pertenecer a las Fuerzas Especiales —dijo Seaborg—. Eso y saltarte los embarazosos años de la adolescencia.

:::¿Estás estudiando a los adolescentes? —preguntó Jared.

:::Claro. Porque si tengo suerte llegaré a ser uno de ellos algún día.

:::Acabas de decir que nos saltamos los embarazosos años de la adolescencia —dijo Jared.

:::Bueno, cuando yo llegue a ellos no serán embarazosos —respondió Seaborg—. Vamos. Hoy hay lasaña.

Y se fueron a buscar algo de comer.

* * *

Sagan abrió los ojos.

:::¿Cómo le ha ido? —preguntó Szilard, que la había estado observando mientras ella escuchaba a Jared.

:::A Dirac le preocupa que estemos subestimando a Boutin —dijo Sagan—. Que haya planeado ser blanco de un ataque de algún modo que hayamos pasado por alto.

:::Bien —dijo Szilard—. Porque yo pienso lo mismo. Por eso quiero a Dirac en esta misión.

* * *

Arist, verde y nublado, llenaba la visión de Jared, sorprendiéndolo con su inmensidad. Aparecer de pronto en el filo de la atmósfera de un planeta sin nada más que una jaula de fibra de carbono a tu alrededor era profundamente perturbador; Jared sentía como si fuera a caerse. Cosa que era exactamente lo que hacía.

«Ya basta», pensó, y empezó a desconectarse de su trineo. En dirección al planeta, Jared localizó a los otros cinco miembros de su escuadrón; todos habían aparecido antes que él: Sagan, Seaborg, Daniel Harvey, Anita Manley y Vernon Wigner. También divisó la cápsula de captura, y soltó un suspiro de alivio. La masa de la cápsula no llegaba por poco a la marca límite de cinco toneladas; existía la pequeña pero real preocupación de que fuera demasiado grande para usar el mini-impulsor de salto. Todos los miembros del escuadrón de Jared se habían soltado de sus trineos y caían libremente, apartándose muy despacio de los arácnidos vehículos que los habían llevado hasta tan lejos.

Ellos seis eran la avanzadilla; su trabajo era guiar la cápsula de captura y asegurar una zona de aterrizaje para los restantes miembros del Segundo Pelotón, quienes los seguirían rápidamente. La isla en la que se hallaba Boutin estaba cubierta de una densa jungla tropical, lo cual hacía difícil aterrizar; Sagan había elegido un pequeño prado a unos quince kilómetros de la estación científica.

—Dispersaos —ordenó Sagan al escuadrón—. Nos reagruparemos cuando hayamos atravesado lo peor de la atmósfera. Silencio radial hasta que tengáis noticias mías.

Jared maniobró para poder mirar Arist y se regodeó en la visión hasta que su CerebroAmigo, al notar los primeros tenues efectos de la atmósfera, lo envolvió en una esfera protectora de nanobots que fluyeron de la mochila que llevaba a la espalda y lo aseguraron en el centro, para impedir que entrara en contacto con la atmósfera y se friera mientras la atravesaban. El interior de la esfera no dejaba pasar ninguna luz: Jared quedó suspendido en un universo privado, pequeño y oscuro.

Centrado en sus propios pensamientos, Jared regresó a los obin, la misteriosa y fascinante raza cuya compañía frecuentaba Boutin. Los archivos de la Unión Colonial sobre los obin se remontaban a los principios de la Unión, cuando una discusión sobre quién era dueño de un planeta que los colonizadores humanos habían bautizado como Casablanca terminó con los colonizadores eliminados con horrible eficacia; y las Fuerzas Coloniales que tuvieron que atacar para recuperar el planeta, también fueron derrotadas. Los obin no se rendían ni tomaban prisioneros. Cuando decidían que querían algo, continuaban yendo a por más hasta que lo conseguían.

Si te interponías en su camino el tiempo suficiente, acababan por decidir que les interesaba eliminarte personalmente. Los ala, que habían creado la cúpula de diamante del comedor de generales de Fénix, no habían sido la primera raza a la que los obin habían exterminado metódicamente, ni serían la última.

Lo único que podía decirse a favor de los obin era que no eran particularmente ambiciosos, como sí lo eran las demás razas estelares. La Unión Colonial fundaba diez colonias en el tiempo que tardaban los obin en fundar una, y aunque los obin no eran tímidos a la hora de tomar un planeta que estaba en manos de otra raza cuando les venía bien, no les venía bien a menudo. Después de Casablanca, Omagh había sido el primer planeta que los obin habían quitado a los humanos, e incluso así parecía que se trataba más de un caso de oportunismo (se lo quitaron a los raey, quienes presumiblemente habían luchado para quitárselo a los humanos) que de verdadera expansión. La reticencia obin a expandir innecesariamente las posesiones de su raza era uno de los principales motivos por los que las FDC sospechaban que otros habían iniciado el ataque. Si, como se sospechaba, habían sido los raey quienes atacaron Omagh y luego consiguieron conservarlo, la Unión Colonial se habría vengado sin ninguna duda y habrían tratado de recuperar la colonia. Los raey sabían cuándo tenían que rendirse.

La otra cosa interesante de los obin (lo que hacía que su alianza putativa con los raey y los eneshanos resultaran tan sorprendente para Jared) era que, en general, a menos que te interpusieras en su camino o intentaras darles en la cara, a los obin no les interesaban lo más mínimo las otras razas inteligentes. No mantenían ninguna embajada ni tenían comunicación oficial con otras razas; por lo que sabía la Unión Colonial, ni una sola vez habían declarado formalmente la guerra ni firmado ningún tratado con ninguna otra raza. Si estabas en guerra con los obin, lo sabías porque te disparaban. Si no estabas en guerra con ellos, no se comunicaban para nada contigo. Los obin no eran xenófobos; lo contrario implicaría que odiaban a las otras razas. Simplemente, no se preocupaban por ellas. Que los obin, nada menos, se aliaran no con una, sino con otras dos razas era extraordinario; que se aliaran contra la Unión Colonial era siniestro.

Bajo todos los datos sobre las relaciones de los obin (o la falta de ellas) con otras razas inteligentes subyacía un rumor al que las FDC no daban mucho crédito, pero que tenían en cuenta dado que la mayoría de las otras razas sí lo creían: se decía que los obin no desarrollaron la inteligencia, sino que les fue conferida por otra raza. Las FDC descartaban el rumor porque la idea de que cualquiera de las razas ferozmente competitivas de esa parte de la galaxia empleara su tiempo en elevar a unos seres hasta entonces dedicados a hacer entrechocar piedras era inconcebible, si no ridícula. Las FDC conocían razas que habían exterminado a las criaturas casi-inteligentes que habían descubierto en territorios que querían, alegando que nunca era demasiado pronto para eliminar a un competidor. No se conocía a nadie que hubiera hecho lo contrario.

Si el rumor fuera cierto, implicaría que los diseñadores inteligentes de los obin eran los consu, la única especie de la zona que contaba con los medios tecnológicos para intentar hacer evolucionar a toda una especie, y también con los motivos filosóficos, ya que la misión racial de los consu era llevar a todas las especies inteligentes a un estado de perfección (es decir, a ser como los consu). El problema con esa teoría era que el método de los consu para acercar a las demás razas a la perfección cuasi-consu normalmente consistía en obligar a alguna pobre raza indefensa a luchar contra ellos, o bien en enemistar a dos razas inferiores entre sí, como hicieron cuando lanzaron a los humanos contra los raey en la batalla de Coral. Incluso la especie que tenía más puntos para crear a otra especie inteligente era más probable que destruyera a otra, directa o indirectamente, pues ninguna raza cumplía los altos e inescrutables baremos de los consu.

Estos baremos altos e inescrutables eran el principal argumento contra la idea de que los consu hubieran creado a los obin, porque los obin, únicos entre todas las razas inteligentes, casi no tenían ninguna cultura. Los pocos estudios xenográficos que los humanos en otras razas habían hecho sobre los obin revelaron que, aparte de un lenguaje escaso y utilitario y cierta facilidad para la tecnología práctica, los obin no producían nada de valor creativo: ningún arte significativo para ninguno de sus sentidos perceptibles, ninguna literatura, ninguna religión o filosofía que los xenógrafos pudieran reconocer como tales. Los obin apenas tenían política, lo cual era inaudito. La sociedad obin carecía tanto de cultura que un investigador que contribuía al archivo que las FDC mantenían sobre los obin sugirió con toda seriedad que quedaba en el aire que los obin mantuvieran conversaciones casuales…, o que fueran capaces siquiera. Jared no era ningún experto en los consu, pero le parecía improbable que un pueblo tan preocupado por lo inefable y lo escatológico creara a un pueblo incapaz de preocuparse por sí mismo. Si los obin eran el resultado de sus diseños inteligentes, más bien servía para cuestionar el valor de la evolución.

La esfera de nanobots que rodeaba a Jared se desgajó y quedó atrás. Jared parpadeó furiosamente hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz, y entonces buscó a su escuadrón. Los tensorrayos lo encontraron y resaltaron a los otros, sus cuerpos casi invisibles gracias a sus unicapotes sensibles a los impulsos; incluso la cápsula de captura estaba camuflada. Jared flotó hacia la cápsula para comprobar su situación pero Sagan lo disuadió y lo comprobó ella misma. Jared y el resto del escuadrón se agruparon, pero manteniendo la distancia para no entorpecerse cuando desplegaran los paracaídas.

Lo hicieron a la menor altura posible; incluso camuflados, los paracaídas podían ser vistos por alguien que supiera qué buscar. El paracaídas de la cápsula de captura era inmenso y estaba diseñado para soportar la intensa frenada del aire; chasqueó con fuerza cuando el dosel formado por nanobots se formó, se llenó de aire y luego se rompió violentamente para volver a formarse un segundo más tarde. Finalmente la cápsula frenó lo bastante para que se formara el paracaídas.

Jared se volvió hacia la estación científica, a varios kilómetros al sur, y amplió el grado de su caperuza para ver si había algún movimiento que sugiriera que habían sido detectados. No vio nada e hizo que Wigner y Harvey confirmaran su observación. Momentos después todos estaban en tierra, gruñendo mientras empujaban la cápsula de captura hasta la linde del prado y hacia el bosque, y luego actuaron rápidamente para aumentar su camuflaje con hojas.

:::Que todos recuerden dónde hemos aparcado —dijo Seaborg.

:::Silencio —dijo Sagan, y pareció concentrarse en algo interno—. Era Roentgen —dijo—. Los otros se están preparando para desplegar los paracaídas.

Se echó su MP al hombro.

:::Vamos, asegurémonos de que no haya ninguna sorpresa.

Jared notó una sensación peculiar, como si estuvieran hurgando en su cerebro.

:::Oh, mierda —dijo.

Sagan se volvió a mirarlo.

:::¿Qué?

:::Tenemos problemas —dijo Jared, y a la mitad de sus palabras sintió que su integración con el escuadrón se cortaba violentamente. Jadeó y se llevó las manos a la cabeza, abrumado por la sensación de que le habían arrancado del cráneo uno de sus principales sentidos. A su alrededor Jared vio y oyó a los otros miembros del escuadrón desplomarse, gemir y vomitar por el dolor y la desorientación. Cayó de rodillas y trató de respirar. Tuvo una arcada.

Jared se puso en pie con grandes esfuerzos y se dirigió dando tumbos hacia Sagan, que estaba de rodillas, limpiándose el vómito de la boca. La agarró por el brazo y trató de incorporarla.

—Vamos —dijo—. Tenemos que levantarnos. Tenemos que escondernos.

—¿Qué…? —Sagan tosió y escupió, y luego miró a Jared—. ¿Qué está pasando?

—Estamos desconectados —explicó Jared—. Me sucedió antes, cuando estuve en Covell. Los obin nos están impidiendo usar nuestros CerebroAmigos.

—¿Cómo? —Sagan gritó la pregunta, con demasiada fuerza.

—No lo sé.

Sagan se levantó.

—Es Boutin —dijo, aturdida—. Les ha dicho cómo hacerlo. Tiene que haber sido él.

—Tal vez —dijo Jared. Sagan se tambaleó levemente; Jared la sujetó y la miró a la cara—. Tenemos que movernos, teniente. Si los obin nos están bloqueando, eso significa que saben que estamos aquí. Tenemos que hacer que nuestra gente se levante y se ponga en marcha.

—Vienen más de los nuestros —dijo Sagan—. Tengo que…

Se detuvo, y se enderezó, como si algo frío y horrible acabara de recorrerla.

—Oh, Dios mío —dijo—. Oh, Dios mío.

Miró al cielo.

—¿Qué pasa? —preguntó Jared, y alzó también la mirada, buscando las sutiles ondas de los paracaídas camuflados. Tardó un segundo en darse cuenta de que no veía ninguna. Tardó otro segundo más en comprender lo que eso significaba.

—Oh, Dios mío —dijo Jared.

* * *

Lo primero que supuso Alex Roentgen fue que había perdido su conexión por tensorrayo con el resto del pelotón.

«Vaya, mierda», pensó, y cambió su posición, extendiendo sus miembros como un águila y girando unas cuantas veces para dejar que el receptor de tensorrayo buscara y localizara a los otros miembros del pelotón, y que su CerebroAmigo extrapolara sus posiciones basándose en donde se hallaban en la última transmisión. No tenía que encontrarlos a todos; con uno solo le valdría, entonces quedaría reconectado y reintegrado.

Nada.

Roentgen descartó sus preocupaciones. Había perdido la conexión antes: sólo una vez, pero una era suficiente para saber qué sucedía. Había vuelto a conectar cuando llegó a tierra aquella vez; lo haría también ésta. No podía perder más tiempo porque se acercaba a la altura donde tenía que desplegar el paracaídas: lo hacían lo más bajo posible para cubrir sus huellas, así que se trataba de un asunto de precisión. Roentgen comprobó su CerebroAmigo para determinar su altitud y fue entonces cuando advirtió por primera vez que no tenía ningún contacto con su CerebroAmigo.

Roentgen pasó diez segundos procesando el pensamiento; se negaba a procesarlo. Entonces lo intentó de nuevo y esta vez su cerebro no sólo se negó a procesarlo sino que se opuso, expulsándolo violentamente, reconociendo como verdad las consecuencias de aceptar el pensamiento. Intentó acceder a su CerebroAmigo una vez, y luego otra y otra y otra y otra más, combatiendo cada una de ellas la sensación de pánico que aumentaba exponencialmente. Llamó dentro de su cabeza. No respondió nadie. Nadie le había oído. Estaba solo.

Alex Roentgen perdió entonces la mayor parte de su mente, y durante el resto de su caída se retorció y pataleó y arañó el cielo, gritando con una voz que usaba tan rara vez que una parte pequeña y disociada de su cerebro se maravilló ante el sonido dentro de su cráneo. El paracaídas no se desplegó: como casi todos los objetos físicos y los procesos mentales que usaba Roentgen, se controlaba y se activaba con el CerebroAmigo, una pieza de equipo en la que se había confiado durante tanto tiempo que las Fuerzas de Defensa Coloniales simplemente habían dejado de considerarla equipo y la habían dado por segura, como el resto del cerebro y el cuerpo físico de los soldados. Roentgen pasó de largo la línea donde tendría que haber desplegado el paracaídas sin saber, sin sospechar, insensible a las implicaciones de atravesar aquella última barrera.

No fue el conocimiento de que iba a morir lo que lo volvió loco. Fue estar solo, separado, no integrado por primera y última vez en los seis años que había vivido. En ese tiempo había sentido las vidas de sus compañeros de pelotón en cada íntimo detalle: cómo combatían, cómo follaban, cada momento que vivieron, y el momento en que murieron. Sentía cierto consuelo al pensar que al llegar su último momento los otros estarían allí para acompañarlo. Pero no lo estaban, igual que él no estaba para ellos. El terror de su separación era igualado por la vergüenza de no poder consolar a sus amigos, que caían hacia la misma muerte que él.

Alex Roentgen volvió a retorcerse, miró al suelo que lo mataría, y profirió el grito de los abandonados.

* * *

Jared observó aterrado cómo el punto gris que giraba sobre él parecía ganar velocidad en los últimos segundos y, revelado como un humano que gritaba, se estampaba contra el prado con un sonido repulsivo y húmedo, seguido de un horrible rebote. El impacto sacó a Jared de su inamovilidad. Empujó a Sagan, gritándole que corriera, y corrió hacia los demás, aupándolos y empujándolos hacia la línea de árboles, tratando de quitarlos del camino de los cuerpos que caían.

Seaborg y Harvey se habían recuperado pero miraban al cielo, viendo morir a sus amigos. Jared empujó a Harvey y abofeteó a Seaborg, gritándoles a ambos que se movieran. Wigner se negó a moverse y se quedó allí, aparentemente catatónico; Jared lo recogió y lo entregó a Seaborg y le dijo que se moviera. Trató de sujetar a Manley; ella lo rechazó y empezó a arrastrarse hacia el prado, chillando. Se levantó y corrió mientras los cuerpos se destrozaban al impactar a su alrededor. Sesenta metros más allá se detuvo, se dio rápidamente la vuelta y se perdió gritando el resto de su cordura. Jared se volvió y no llegó a ver la pierna del cuerpo que cayó junto a ella golpearle el cuello y el hombro, aplastando arterias y huesos y clavándole en los pulmones y el corazón las costillas rotas. El grito de Manley se apagó con un estertor.

Desde el primer impacto, sólo hicieron falta dos minutos para que el resto del Segundo Pelotón cayera al suelo. Jared y el resto de su escuadrón vieron cómo caían desde la línea de los árboles.

Cuando se terminó, Jared se volvió hacia los cuatro miembros restantes del escuadrón e hizo una valoración. Todos ellos parecían en diversos estados de shock, siendo Sagan quien más respondía y Wigner quien menos, aunque finalmente pareció consciente de lo que le rodeaba. Jared se sentía asqueado, pero por lo demás podía actuar: había pasado suficiente tiempo sin la integración para poder funcionar sin ella. Por el momento, al menos, estaba al mando.

Se volvió hacia Sagan.

—Tenemos que movernos —dijo—. Hacia los árboles. Lejos de aquí.

—La misión… —empezó a decir Sagan.

—Ya no hay ninguna misión. Saben que estamos aquí. Vamos a morir si nos quedamos.

Las palabras parecieron ayudar a despejar la mente de Sagan.

—Alguien tiene que volver —dijo—. Que alguien suba a la cápsula de captura. Que las FDC lo sepan —miró directamente a Jared—. Tú no.

—Yo no —reconoció Jared. Sabía que ella lo decía porque recelaba de él, pero no tenía tiempo para preocuparse por eso ahora. No podía volver porque era el único que funcionaba al completo—. Vuelva usted —le sugirió a Sagan.

—No —respondió ella decidida, tajante.

—Seaborg, entonces —dijo Jared. Después de Sagan, Seaborg era quien respondía mejor: podría comunicar a las FDC lo que había ocurrido, y decirles que se prepararan para lo peor.

—Seaborg —accedió Sagan.

—Muy bien —Jared se volvió hacia Seaborg—. Vamos, Steve. Tenemos que meterte en ese cacharro.

Seaborg se tambaleó y empezó a quitar hojas de la cápsula para llegar a la puerta. Se dispuso a abrirla y entonces se detuvo.

—¿Qué pasa? —preguntó Jared.

—¿Cómo abro? —dijo Seaborg, la voz temblorosa por la falta de uso.

—Usa tu…, joder —dijo Jared. La cápsula se abría a través del CerebroAmigo.

—Bueno, pues de puta madre —dijo Seaborg, y se desplomó furioso junto a la cápsula.

Jared se acercó a él, y entonces se detuvo y ladeó la cabeza.

En la distancia, algo se acercaba, y fuera lo que fuese, no le preocupaba sorprenderlos.

—¿Qué sucede? —preguntó Sagan.

—Viene alguien —dijo Jared—. Más de uno. Los obin. Nos han encontrado.