18

El que tiró de Celia para hacerla bajar de la roca fue El Chaqueta Negra. Huye, le dijo, corre, corre. Y ella corrió. Corrió. Sin mirar atrás y sin esperar a su hermano. Corrió, con el disparo del naranjero de Mateo retumbando en sus oídos. Sin oír nada más. Un disparo, como un grito. Un alarido que la atravesó por dentro, que la atraviesa mientras corre junto a los demás en desbandada. Corre. Apenas unos pocos quedan atrás. Corre monte abajo con la pistola en la mano y la cantimplora vacía en bandolera. Su hermano organiza la fuga instando a los que huyen, gritando que no abandonen las armas, citándolos en el campamento de reserva, la base de retirada para situaciones de emergencia. Pero ella no mira hacia atrás. No oye a su hermano. No oye más que el naranjero de Mateo. Ese disparo, y sólo ése, es el que la hace correr. Corre. Huye de un grito que la desgarra mientras corre. Llora. Corre. Siente que se ahoga. Suda. Tose. Huye hacia El Llano. Tropieza. Cae. Se levanta. Corre. Corre aunque las piernas no aguanten su carrera. Hacia El Llano. Aunque le falte el aire. Hacia El Llano. Corre. Sin mirar a los que han tomado otro camino. Hace calor. Corre. Vuelve la mirada. Y está sola. Corre monte abajo sola. Hacia El Llano. Siguió corriendo. Y sintió que se ahogaba. Las piernas no le respondían. Un golpe de tos. Se metió un pañuelo en la boca. La carrera perdía su fuerza. Cayó al suelo. Se levantó. Corrió unos pasos. Volvió a caer. Unos pasos más. Hacia El Llano. Miró a su alrededor y descubrió unos matorrales. Buscó cobijo y sombra, por un rato. Sólo por un rato. Se agachó. Entre los matorrales. Hacía mucho calor. Tenía sed. Le dolía el pecho y las piernas le temblaban. Oteó la lejanía. Nada. Nadie. Se sentó en la tierra. Se sacó el pañuelo de la boca y volcó su cantimplora en la lengua. Una gota resbaló como un regalo. Una gota. La paladeó. Atisbó de nuevo la lejanía. Nadie. Aprestó el oído. Silencio. Silencio y soledad entre el follaje. Ha de abandonar su escondite. Buscar a los demás. Y cuando estaba dispuesta a levantarse, escuchó el sonido de un búho. Tres veces. Sí, era el sonido de un búho. Ella contestó como abubilla. Tres veces. Los matorrales más cercanos se movieron. Alguien preguntó en voz baja:

—¿Quién eres?

Celia guardó silencio unos momentos antes de contestar:

—¿Y tú?

Las ramas comenzaron a separarse, y Celia vio cómo El Peque asomaba levemente el rostro.

Ella separó con las dos manos el ramaje que la cubría.

Él sonrió al ver a la muchacha pelirroja, que apartaba las ramas como si descorriera una cortina y asomaba poco a poco la cabeza.

—¡Celia!

También Celia sonrió. Una sonrisa triste, tristísima.

—Me he perdido.

El Peque se llevó el dedo índice a los labios. Celia se acercó a su oído.

—Mateo ha muerto.

—Sí, lo sé.

Los dos compartieron el dolor y el refugio.

Y hasta que cayó la noche, soportaron juntos la sed.