—Esta noche la sacan.
—¿Está segura? ¿Y cómo lo sabe?
Sole y Mercedes estaban arreglando la cama de una enferma. La funcionaria se acercó al oído de la presa cuando remetían las dos una sábana. Así supo Sole que a Hortensia le quedaba una noche.
Y Mercedes lo supo por casualidad. La funcionaria se encontraba en Dirección para pedir un cambio de turno, cuando escuchó la orden de labios de la hermana María de los Serafines y oyó cómo la superiora le proponía a La Zapatones asistir a la expedición como testigo. La Zapatones aceptó, y Mercedes cayó desmayada al suelo.
—¿Come usted bien?
—Sí, hermana.
—Ande, váyase a la enfermería. Y que la vea el médico.
Después de recibir unas palmadas en las mejillas, Mercedes se levantó y con el rostro aún pálido, abandonó el despacho olvidando pedir el cambio de turno. Y corrió la voz:
—Esta noche la sacan.
—Esta noche la sacan.
Reme y Elvira se llevaron las manos a la cabeza al enterarse de la noticia y, a pesar de que tenían prohibido acercarse al pabellón de madres, se colaron con Sole para despedirse de Hortensia. Las tres pudieron abrazarla.
Reme cogió un momento a la niña en brazos. Sole envolvió a Hortensia en un abrazo largo, muy largo. Y Elvira le acarició las mejillas:
—No duele.
Las palabras llegaron a los labios de Elvira sin que las hubiera pensado, cuando su terror más íntimo la estremeció al sentir en sus dedos la ternura de Hortensia.
—Me han dicho que no duele.
Todos los comentarios del día siguiente giraron en torno a la niña y a la madre.
—Dicen que la nueva la acompañó a la capilla y se quedó fuera con la hija toda la noche. Y que la niña no paró de berrear de hambre, criaturita.
—Y que el cura la quiso convencer para que confesara y comulgara. Le dijo que su deber era salvarle el alma, y que si se ponía en orden con Dios le dejaba que le diera la teta a la niña. Pero ni confesó ni comulgó, no consintió, esa mujer tenía los principios más hondos que el propio corazón.
—Y dicen que La Zapatones le metió prisa para vestirse. Y ella la encaró diciendo que la dejara tranquila. ¿No ve que me estoy poniendo mi propia mortaja?, dicen que dijo, y se vistió tranquila con un vestido que le había hecho su hermana para Navidad.
Y dicen, y es cierto, que cuando el capellán se marchó de la capilla, Hortensia escribió una carta. Y en el momento en que acabó de firmarla, Mercedes entró y permitió que la madre amamantara a la hija.
—Gracias.
Gracias, le dijo la mujer que iba a morir. Amamantó a la niña, la besó, y luego le pidió a Mercedes que se la entregara a Pepita.
—Me han dicho que viene a por ella todas las mañanas.
Había llegado la madrugada, cuando sonó el motor de un camión. Hortensia se quitó los pendientes y se los dio a Mercedes, ocultó en la toquilla sus dos cuadernos azules y el documento de su sentencia, y le rogó a la funcionaria que recogiera su bolsa de labor por la mañana y se lo entregara todo a su hermana. Es para la niña, le dijo.
Era el día seis de marzo de mil novecientos cuarenta y uno. En el libro de inscripción de defunciones del cementerio del Este anotaron el nombre y dos apellidos de diecisiete ajusticiados. Dieciséis hombres y una mujer. Una sola: Isabel Gómez Sánchez. Hortensia no figura en la lista. El nombre de Hortensia Rodríguez García no consta en el registro de fusilados del día seis de marzo de mil novecientos cuarenta y uno. Pero cuentan que aquella madrugada, Hortensia miró de frente al piquete, como todos.
—¡Viva la República!
Y dicen, y es cierto, que una mujer se acercó a los caídos y se arrodilló junto a Hortensia.
Llevaba unas tijeras en la mano. Le cortó un trocito de tela del vestido que se había puesto para morir.
Y le cerró los ojos.
Y le lavó la cara.