Dos cartas. Pepita tiene en su mano dos cartas de Paulino. La primera se la entregó él mismo, después de besarla en la estación de Delicias. Pepita la leyó muchas veces, durante muchos días, y muchas noches. La segunda se la metió Amalia en el bolsillo del abrigo, en la puerta de la prisión, y también la ha leído muchas veces, muchos días y muchas noches. Siempre sonríe cuando las lee, y siempre llora al guardarlas. Ella no sabe que Paulino también sonreía al escribir la segunda carta. Ella no sabe que Paulino controló las lágrimas al meterla en el sobre. No sabe que después sacó un pañuelo doblado del bolsillo y doblado se lo pasó por la nariz a espaldas de Felipe antes de entregarle el sobre a Amalia:
—Cuando vayas a ver a tu madre, dale esta carta a Pepita. Procura que nadie te vea dársela. Hazme este último favor.
—Descuida, nadie me verá.
Al tiempo que Paulino guardaba su pañuelo, Felipe se acercó a él.
—¿Lleva Pepita el mismo interés en ti que tú en ella?
—El mismo.
—Estáis buenos, chiquillo. ¡Válgame el momento para amoríos nuevos!
Se llevó la mano a la cabeza, se rascó. Después le pidió también un favor a Amalia:
—¿Puedes llevar este cuaderno? Es para Tensi, le gusta mucho escribir, y me figuro que ya lo anda necesitando.
Un cuaderno azul. Felipe había comprado otro cuaderno azul, para Hortensia.
—Claro.
—Pero no se lo des a Pepita. Se lo puedes pasar a tu madre, si me haces el favor, y que tu madre se lo dé a Tensi, así le evitamos un susto a Pepita, que a esa chiquilla le da susto de todo.
Eran las diez. Y sonaron tres golpes en la puerta.
—Abre tú, Amalia.
Abrió Amalia.
Sin que le invitaran a entrar, un sacerdote soltó un Ave María Purísima y se coló aprisa en el vestíbulo. Llevaba las cédulas de identificación para Felipe y Paulino. Y salvoconductos válidos para seis meses. Insistió en que debían repetir sus nombres en voz alta.
—Los papeles no servirán de nada si antes os preguntan vuestros nombres y titubeáis un solo instante. Sin pensarlo, hay que decirlo sin pensar. ¿Cómo te llamas?
—Mateo Bejarano.
—¿Y tú?
—Jaime Alcántara.
Un leve movimiento de cabeza, una mínima indicación del sacerdote, fue suficiente para que volvieran a contestar:
—Mateo Bejarano.
—Jaime Alcántara.
—Bien, grabaos en la memoria a conciencia vuestros nombres. Hay compañeros que han caído sólo por eso.
Amalia se despidió de ellos con un abrazo y deseándoles suerte.
—Suerte, Mateo. Suerte, Jaime.
Felipe salió de casa de Amalia llamándose Mateo.
Paulino hizo suyo el nombre de Jaime. Y le gustó. Durante el trayecto hacia la estación, Mateo se quejó de que no le hubieran permitido llevarse las armas:
—Ir desarmado es lo mismo que ir indefenso.
Lo repitió en la estación, cuando el sacerdote se despidió de ellos. Volvió a repetirlo en Medina del Campo, cuando su tren se detuvo y tuvieron que esperar al que llegaba de Salamanca, que traía demora. Lo repitió en San Sebastián, al tomar el tranvía número siete y al apearse en la última parada. Y lo repitió muchas veces durante las tres horas que estuvieron esperando con el sombrero en la mano.
—Ir indefenso, mismamente.
Tres horas.
Y nadie llegaba a decirles Madrid.
De pie, apoyados contra la tapia, sin perder de vista la parada del tranvía, Mateo Bejarano y Jaime Alcántara fumaron un cigarro tras otro. Apagaron las colillas con el tacón del zapato. Dejaron las maletas en el suelo. Las cogieron. Volvieron a dejarlas. Y se sintieron extraños en sus nuevos nombres, perdidos en sus trajes grises, en su sombrero en la mano, en Pasajes. El que antes se llamaba Paulino le dio la razón a su compañero aplastando otra colilla contra el suelo:
—Teníamos que haber traído las armas.
—Eso ya te lo dije yo.
El Cordobés apagó también su cigarro, miró hacia la parada del tranvía. Dio unos pasos por la acera. Regresó junto a su compañero y repicó su sombrero contra su pierna a ritmo de taranto:
—¿Qué hacemos si no aparecen?
Ahora es Jaime el que se golpea la pierna con el sombrero.
—Esperaremos un poco más.
—Al pulso que lleva esto, me da a mí que, aparecer, no van a aparecer.
—Si no aparecen, cruzaremos la frontera como sea.
La inquietud de los dos hombres desarmados se centró en un tercero que bajaba del tranvía. Cruzó la calle. Se acercaba. Les miró. Miró después a un lado y a otro. Se colocó junto a ellos, observó sus maletas, se quitó el sombrero y dijo Madrid.
¡Madrid!, contestaron Mateo y Jaime liberando la angustia retenida, entonando a dúo la palabra Madrid como si cantaran un himno. Madrid, volvieron a decir, soltando el aire que les quedaba en los pulmones. Y esta vez pronunciaron Madrid como si se les escapara un suspiro.
—Síganme.
Mateo se puso el sombrero, cogió su pequeña maleta del suelo y se la entregó al hombre que les había hecho esperar tres horas:
—Aguarde usted una mijita, y sujéteme esto que voy a echar una meada.
—Dese prisa, nos están esperando.
Al cabo de un instante, el hombre que había tardado tres horas en llegar tenía la maleta de Jaime en la otra mano.
—Sujétemela, yo también tengo ganas.
Los dos compañeros le dieron la espalda al hombre que llevaba una maleta en cada mano. Se alejaron de él unos pasos calándose el sombrero, y vaciaron su necesidad contra la tapia.
Un gesto. No era más que una protesta. Un gesto que los dos reconocieron pequeño e inútil. Hablaron de ello en el pequeño barco de motor que los llevaba a Francia, cuando la tarde perdía su última luz y oscurecía el mar. Acodados en la barandilla de estribor, observaron cómo se alejaba la costa española, mientras escuchaban al hombre que había sostenido sus maletas. Era la primera vez que les hablaba, y fueron las únicas palabras que les dirigió durante la travesía:
—Ya estamos en aguas francesas.
A la derecha, Jaime y Mateo observaron la silueta de una montaña.
—Chiquillo, lo último que hemos hecho en España ha sido mear.
—Contra una tapia.