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La mirada de Paulino recorre con avidez la extensa cola que se ha formado ante la puerta de la prisión. Busca a Pepita. Ni Paulino ni Felipe ni Amalia, la joven que acaba de llegar de un pueblo de Salamanca y milita en Solidaridad Obrera, sabían que era preciso llegar con tiempo para tener la oportunidad de entrar de los primeros y colocarse en las esquinas del locutorio, el mejor lugar para la visita, donde los familiares y las presas pueden escucharse mejor, aunque apenas lleguen a oírse.

La cola es más larga de lo que hubieran podido imaginar. Cada reclusa puede comunicar con cinco miembros de su familia como máximo. Hoy, al ser día de Navidad, casi todos los familiares vienen de cinco en cinco. Y todos desean entrar los primeros para alcanzar las esquinas.

Las presas entrarán al locutorio en turnos de diez, durante diez minutos. También ellas correrán a las esquinas.

Pepita ha llegado de las primeras, y don Javier, el abuelo de Elvira, y las tres hijas solteras de Reme, el hijo pequeño y el marido, pobre Benjamín. Benjamín no entrará al locutorio, porque ha venido su hijo mayor con su nieto, y Reme no conoce todavía al niño, y vienen desde León. Entre todos suman siete, y los siete no pueden entrar.

—Ay qué lástima, pero eso no puede ser. Usted entra conmigo, y el niño también que con este follón que hay aquí hoy, no nos van a pedir ni los papeles.

—¿Usted cree?

—Se lo digo yo.

El grupo entero ha formado un corro, y Pepita muestra a las hijas de Reme el vestido que le ha hecho a su hermana. No ha visto a Paulino, que se acerca a ella abriéndose paso entre la gente, apretando con la mano una carta que lleva en el bolsillo. No lo ha visto, pero lo verá pronto. Lo verá, cuando don Javier descubra en el joven que se acerca un enorme parecido con su nieto.

—¡No es posible!

No es posible, exclamará. No es posible. El abuelo lo mirará incrédulo. No es un parecido cualquiera. Sí, lo mirará y abrirá los ojos asombrados. Más. Más. No es un simple parecido.

No es un parecido.

Es su nieto Paulino el que se acerca. Y gritará sin poder evitarlo:

—¡Paulino, hijo!

Y extenderá los brazos hacia él. Paulino lo mirará, ahogando su sorpresa. Se agachará, para que su abuelo le tome la cara en las manos. Se abrazarán, sin dar tiempo a las lágrimas. El abuelo le dirá a su nieto que ya es un hombre, mientras lo aprieta con todas sus fuerzas, en tanto el nieto le pregunta si sabe algo de su madre y de su hermana.

—Elvirita está aquí.

—¿Aquí, dónde?

Paulino girará la cabeza a derecha y a izquierda. Buscará a su hermana con impaciencia entre el gentío que forma la cola.

—¿Dónde? ¿Dónde está?

—Dentro, hijo, Elvirita está dentro.

Don Javier señala la puerta de la prisión.

El dolor obliga a Paulino a buscar un punto de apoyo.

Pepita los mira desconcertada. Poco a poco toma conciencia del peligro que corren los dos si alguien más observa aquel encuentro, e indica a la familia de Reme que rodeen al abuelo y al nieto.

—¿Y mi madre?

—Murió en el Campo de Los Almendros.

Busca apoyo, Paulino, y lo encuentra en el hombro de Benjamín.

—Quiero ver a Elvirita.

Pepita se coloca frente a él y le mira a los ojos.

—¿Dónde está Felipe?

—Allí atrás, con la chiqueta de Salamanca.

—Espérate aquí un momento, no te muevas de aquí, entraremos todos juntos.

Pepita fue a buscar a Felipe y a Amalia y, ante las quejas de los que aguardaban la cola, arrastró a la pareja.

—¿De dónde han salido esos dos?

—De mi casa, ¿le parece a usted? Éste es mi hermano, ¿se entera? Y está malo y no puede quedarse dos horas de plantón. Y ésta es su señora. ¿No ve que está malo? Y por eso me adelanto yo a coger sitio, señora, que llevo en la cola lo que va de tarde y para mí se me queda lo que he pasado por los dos, que me duele todo el cuerpo de sujetar el frío.

Los incorporó a su grupo, y organizó en un momento tres familias distintas, para que todos pudieran entrar:

—Tú eres mi marido, Paulino, y con mi marido y conmigo entra este inocente, que es nuestro hijo. Y no te preocupes, Paulino, que nuestro niño parece tontito pero no lo es.

Agarró al hijo pequeño de Reme de la mano, se colgó del brazo de Paulino y, señalando a Benjamín, le dijo a Felipe que era su suegro:

—Y este hombre se llama Benjamín, y Benjamín entra contigo y con tu señora, Felipe, que para eso es tu suegro.

Sus ojos azulísimos se cruzaron con los ojos azulísimos del abuelo de Elvira, que esperaba a que Pepita dispusiera cómo y con quién debía entrar él.

—Usted, señor Javier, entrará solo, como siempre, para despistar. Y las tres hermanas entran con el que ha venido de León y con el niño, y son cinco.

Y abrieron las puertas.

Pepita explicó a La Veneno el parentesco de todos y de cada uno con tanta rapidez y tanta firmeza que a todos los dejaron pasar.