La luz de la torre está encendida. Don Fernando escucha el taconeo de su esposa desde el piso inferior. Por el ritmo de sus pasos, sabe que ha estado esperando inquieta su llegada. Sabe que camina de un lado a otro, y que lo hará durante un rato más, pisando fuerte, hasta que considere que él se da por enterado de que es tarde. Es tarde. Y ella está despierta. Es tarde, para llegar a casa. El sonido de sus tacones se aplacará poco a poco. Después, cesará. Y don Fernando la oirá llorar, como otras veces. Él se acercará a la escalera, le dará cuerda al reloj de pared del pasillo, y hará el ruido necesario, el justo, para que doña Amparo sepa que la está oyendo llorar. A él le gustaría subir, decirle que aún la ama. Y a ella, bajar. Pero ninguno de los dos romperá el pacto. Dormirán separados, sabiendo que la distancia entre ellos es cada día mayor, y esperarán al domingo para cogerse del brazo. Ambos llevan casi dos años esperando al domingo.
Ella escribirá esta misma noche una nota: No sé con quién has estado, ni me importa. Y él la leerá mañana. Y volverá a cuestionarse su trabajo en la platería. Volverá a pensar que quizá se ha equivocado. Le gustaba la medicina. Y sentirá una opresión en el pecho que le obligará a aspirar una bocanada de aire. La ansiedad le impedirá respirar, aunque tenga henchidos los pulmones. Porque recordará de inmediato a Kolstov, el corresponsal del Pravda que se hacía llamar Miguel Martínez, y era, se decía, el agente personal de Stalin en España. El día que se conocieron, rieron juntos. Don Fernando no sabe si fue Kolstov quien dio la orden. Dicen que fue él, eso dicen. Y dicen que a su cargo estuvo la evacuación de los prisioneros políticos de la cárcel Modelo. Más de mil. El Gobierno había huido a Valencia. Habían huido, por mucho que se empeñaran en maquillar esa fuga. Madrid estaba sitiado. Y el capitán médico Ortega se ahoga en Paracuellos del Jarama. Se ahoga. Porque él no detuvo la masacre. El capitán médico Ortega salió corriendo y, en la carretera de Barajas, saludó a Kolstov y fue incapaz de mirarle a la cara. Se ahoga. El vio morir a los prisioneros. No se alejó de los guardianes que disparaban. No se alejó, hasta que terminó la matanza. Miró. Y es culpable. Miró. Y no dijo ¡Basta! ni una sola vez. ¡Basta! Miró cómo caían los cuerpos. Y se ahoga. Miró cómo brotaba la sangre. Miró. Y le gustó mirar. Y lo sabe. Miró brotar la sangre. La sangre. Arterias. Venas. La yugular, la carótida, la femoral, la aorta, la ilíaca, la safena. Es más oscura la sangre venosa. Claro, esa bala ha perforado la safena. Miró. Y sólo echó a correr cuando cayó en la cuenta de que estaba observando el brotar de la sangre como si estuviera diagnosticando la procedencia de una hemorragia. Miró. No pestañeó ni una sola vez. Y ahora siente repugnancia. Es posible que fueran casi mil muertos y él no vio la cara de ninguno.
No sé dónde estuviste anoche, ni con quién. Ni me importa.
Leerá. Mañana. Y será igual que siempre. Porque él era cirujano. Y no quiere volver a serlo. No quiere más sangre. Y se ahoga, aunque hoy haya sido capaz de extraer una bala. Y no ha temblado. Hoy ha sostenido un bisturí sin acordarse de la sangre de Paracuellos del Jarama.
Leerá, por la mañana, la nota que doña Amparo dejará en el aparador antes de irse a misa.
Querrá esperar a que su esposa regrese de la iglesia, para decirle que ha vuelto a ser médico. Y que esta noche también llegará tarde, que no se preocupe, que va a visitar al paciente que operó ayer. Pero no lo hará. Se irá a la platería envuelto en su capa española y dejará en un platillo del aparador el dinero que doña Amparo le reclama en un papel:
No me dejaste lo de Pepita, ni para el pavo, y tus padres vienen a comer en Navidad.