Se acerca la Nochebuena. Y doña Amparo ha dejado un mensaje sobre la mesa del comedor, a su marido, a don Fernando. Quiere que le traiga musgo porque va a poner un nacimiento. Y le pide, de paso, que le deje algo de dinero, que ya ha gastado el que le da para la semana y no le queda para comprar el pavo de Navidad y darle un aguinaldo a Pepita.
Don Fernando lee deprisa, rastreando el cariño de su esposa en las palabras escritas en el papel que tiene en la mano. Pero no lo encontrará, no, ni un resto del cariño de su esposa. Se despide de él diciendo que pasado mañana, domingo, no oirán misa en San Francisco El Grande, sino en San Sebastián. Que recuerde que San Francisco, por fin, está en obras, que por fin van a restaurar el altar que destruyó el bombardeo.
Casi dos años lleva don Fernando sin hablar con su esposa. Ya hace casi dos años que se ven tan sólo los domingos. Él la toma del brazo en la puerta de casa y caminan hacia la iglesia mirando al frente, devolviendo los saludos de los que se cruzan con ellos, y la sonrisa, como obliga la cortesía. Ése fue el pacto. Don Fernando acompañaría a misa los domingos a doña Amparo, para no dar lugar a rumores. Y ella viviría en el piso de arriba. Mandarían a Felisa a su pueblo, y meterían una muchacha por horas.
—No quiero que duerma aquí nadie. No quiero un testigo que pueda ir diciendo lo que hacemos y lo que no hacemos.
No quiero, aprendió a decir doña Amparo.
—No quiero verte en la parte de arriba. Y no quiero bajar mientras tú estés abajo. No quiero cruzarme contigo por los pasillos.
No quiero, se acostumbró enseguida a repetir.
—No quiero que me cuentes nada. Nada, ¿me entiendes? No quiero hablar contigo nunca más en la vida.
Ése fue el pacto acordado, cuando el doctor Ortega le comunicó a su mujer que le habían ofrecido un puesto de contable en la platería de Moratín y que abandonaba la medicina.
—He visto demasiada sangre, Amparo.
—La guerra es la guerra, y en la guerra hay sangre, eso fue lo que yo le dije a tu padre para que no te denunciara. ¿Qué vas a decirle tú ahora, que a estas alturas le tienes miedo a la sangre?
Le recordó que conservaba la vida gracias a ella, que fue ella la que persuadió a su padre para que no lo mencionara en la Causa General.
—Ya le has avergonzado bastante.
Y repite doña Amparo que don Fernando ha avergonzado a su padre:
—Yo creo que ya le has avergonzado bastante.
Y lo dice sabiendo que es cierto. Porque el padre de don Fernando también es médico. Y es amigo personal de Francisco Franco, y durante la guerra le siguió hasta Burgos, para ejercer en la zona nacional, mérito suficiente para que el mismo jefe del Estado le asignara el puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación una vez acabada la guerra. El padre nunca le perdonó al hijo que permaneciera fiel a la República prestando sus servicios en el Hospital de Sangre de Chamartín. Le avergonzó durante la contienda, y le avergonzó aún más cuando el Generalísimo presidió el primer Desfile de la Victoria en el paseo de la Castellana de Madrid, y su hijo se negó a asistir a la ceremonia. La familia entera estaba invitada al palco de honor, junto al Cuerpo Diplomático. La guardia mora custodiaba la tribuna donde el general Varela le impuso al Generalísimo la Gran Cruz Laureada de San Fernando, y su hijo se negó a verlo.
—Ve tú, yo no pienso participar en semejante farsa, ¿sabes cómo ha conseguido la Laureada?
—No me hables de farsas, Fernando, no me hables tú de farsas. Tú, la honestidad en persona, el capitán médico Ortega, el héroe de Paracuellos.
—Te he dicho muchas veces que no estuve en Paracuellos.
Doña Amparo le recuerda a su marido aquella discusión, y añade que ella consiguió convencer a su suegro de que él no estuvo en Paracuellos del Jarama.
—Mi padre nunca se convenció de eso.
—Pero no te denunció. Y yo tampoco. A mí no me importó lo que hubieras hecho.
—Amparo, tienes que entenderlo. Me repugna la sangre, me asquea.
—¿Cómo voy a entenderlo? Yo me casé con un cirujano, eso es lo que entiendo yo, con un cirujano, y si dejas de ser cirujano, ya te puedes ir a Rusia con tus amigos los comunistas, porque te vas a arrepentir. A mí no me haces pasar por la vergüenza de explicarle a nadie que has dejado de ser médico porque te da asco la sangre. Y no pienso decirle a nadie que ahora quieres ser un simple empleado de pacotilla. Ni hablar, yo no pienso hacer el ridículo de esa forma, ¿te enteras?, y no voy a consentir que lo hagas tú.
Durante meses, don Fernando intentó aplacar la ira de su esposa. Continuó ejerciendo la medicina, y le juró que no volvería a hablar del tema. Consiguió que, al llegar a casa, ella le recibiera con un beso. Don Fernando la amaba. Consiguió que ella le ofreciera su ternura en el dormitorio. La amaba, pero sentía que la entrega de su esposa exigía de su parte una sumisión total que le rendía, una entrega más íntima, una claudicación que lo postró en un estado de melancolía del que era incapaz de reponerse.
—No puedo seguir así, Amparo, tenemos que hablar.
—No hay nada de que hablar. Yo no quiero hablar de nada.
—Voy a trabajar en la platería.
Le costó decirlo, pero lo dijo. Y su esposa no lo aceptó, como era de esperar. Trasladó a la torre todas sus cosas y le gritó que no hablaría con él nunca más en la vida.
—En la vida, ¿lo oyes? Nunca más en la vida.
Añadió que no se le ocurriera subir esas escaleras, jamás:
—Jamás, so pena de que vengas a decirme que eres médico. Y yo no bajaré mientras tú estés abajo y sigas siendo un contable de pacotilla.
Esa misma tarde, Felisa fue a despedirse de doña Celia. Y doña Celia visitó a don Fernando en nombre de El Chaqueta Negra.
—La hermana de una camarada presa necesita trabajo.
En contra de la costumbre, que señalaba que la señora de la casa contrataba al servicio, don Fernando admitió a la sirvienta sin consultar siquiera a su mujer.
A las diez en punto de la mañana del día siguiente, don Fernando abría la puerta de su casa a una muchacha de ojos azulísimos.