No hace dos semanas que Mercedes consiguió su primer trabajo, como funcionaria de prisiones. Por ser viuda de guerra lo consiguió, y le gusta. Lleva el pelo cardado, recogido en un moño alto con forma de plátano que deja ver la cabeza de multitud de horquillas a lo largo de su recorrido, desde la nuca a la coronilla. Ella prefiere no hundirlas del todo, prefiere que se vean, y las cuenta una a una cuando se peina. Siente que le favorece ese peinado, y también le favorece el uniforme. Se ciñe el cinturón apretándolo al máximo para marcar su cintura, y siempre, al acabar de ponerse su capa azul, se da una vuelta frente al espejo.
Antes de conducir a las mujeres al taller de costura, se acerca a la cabecera de Elvira y le pregunta a Tomasa cómo sigue la niña:
—¿Cómo sigue la niña?
—¡Cómo va a seguir, mal!
Tomasa endurece la expresión de su rostro. Las arrugas se hunden como surcos en su piel color de aceituna al fruncir el ceño. Sus ojos rasgados se achinan para mirar con desprecio. Hortensia la observa. Sentada sobre su petate enrollado, cierra su cuaderno azul y le dirige una mirada de «No seas tan bruta». Mercedes le entrega a hurtadillas unas píldoras que ha traído a escondidas, mientras toca la frente de la enferma.
—Dele una por la mañana y otra por la noche.
A Tomasa no se le ablanda el corazón, por mucho que Hortensia la mire así, por mucho que sepa que Mercedes se arriesga a ser descubierta por la chivata, que acecha sus movimientos desde el primer lugar de la fila, ávida por encontrar cualquier información que le sirva de moneda de cambio. No se ablanda, porque a ella no se la dan, nadie se la da, y la nueva sólo pretende hacerse la buena. Toma las pastillas que Mercedes le ofrece y las esconde en la mano bajo su toca de lana sin darle las gracias, en el momento en que Elvira abre los ojos, despejados y atentos por primera vez desde que comenzó su delirio.
—¿Estamos en Valencia?
—No, hijita.
—Creía que estaba en Valencia.
Mercedes se alegra al verla despertar. La arropa, y vuelve a tocarle la frente.
—Tiene menos fiebre. Pero, de todas formas, dele la medicina.
Dice, dirigiéndose a Tomasa y bajando la voz, porque se ha acostumbrado a hablar de este modo con las internas. Ya encabezando la fila, ordena:
—Que se abrigue bien.
La extremeña de piel cetrina asiente sin pronunciar palabra.
—¿Tienes frío, Elvirita?
—¿Me voy a morir?
Tomasa busca con la mirada a Hortensia y a Reme para sonreírles. Sonríe, con la boca abierta. Reme y Hortensia entienden el motivo de su sonrisa y sonríen también.
Reme camina hacia el taller de costura. En fila, en silencio y en orden, sigue a Mercedes y a las demás, mirando atrás, a Tomasa. Y Hortensia toma de nuevo su lápiz sin dejar de sonreír.
Elvirita no va a morirse, dicen aquellas sonrisas cómplices.
No. Elvira no va a morir.