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Aún se pregunta Pepa cómo ha reunido el valor suficiente para enviarle un mensaje a Hortensia. Y sigue estando nerviosa, a pesar de que hace horas que regresó del penal. Hace horas que se ha despedido del abuelo de Elvira. Hace horas que vio caminar a don Javier bajo la lluvia, con la cabeza baja, alejándose de ella abrazado a su lata vacía. Hace horas que ha llegado a casa de los señores. Y ya le ha preparado la sopa a don Fernando.

Tiembla.

Ha de tener cuidado.

Porque ella no es valiente, como lo es su hermana, que no dudó en incorporarse a las milicias. Porque Hortensia fue miliciana. Y guerrillera también, se fue a la guerrilla poco después de la muerte de su padre, aun estando embarazada de cinco meses.

Le ha mentido al abuelo de la niña pelirroja.

Le ha mentido al caballero que tiene unos apellidos tan raros, porque en los tiempos que corren hay que guardarse algunas verdades. A su padre no lo cogieron por estar con la República, lo cogieron porque sabían que el marido de Hortensia estaba en el monte; y lo mataron porque no quiso decir dónde estaba. Su padre era valiente. Su padre era tan valiente como Hortensia. Porque a ella también se la llevaron para interrogarla cuando a su padre ya no le podían interrogar. Casi a diario se la llevaban, creyendo que un día les iba a decir que su marido estaba con El Chaqueta Negra, creyendo que un día les iba a decir dónde estaba. Un día, Hortensia se iba a cansar de tanto ir y venir con el miedo a cuestas. Pero no se cansó. Ella soportó lo suyo. Y se fue detrás de su hombre porque un somatén que había venido de Barcelona le dio una patada en el vientre. Sólo temió perder al hijo que esperaba. Hortensia era valiente.

Pero Pepa no resistiría ni una sola patada. Ella no. Si a ella la cogen, los cogen a todos. Ella es igual que su madre, que no soportó un invierno detrás de un parto prematuro, el suyo. Menuda, indefensa, débil y rubia, como sin hacer, como su madre.

Ha de tener cuidado.

Piensa.

Y vigila la bandeja porque aún le tiemblan un poco las manos y no quiere derramar la sopa que lleva para don Fernando. Camina despacio, mirando hacia el frente y luego hacia el plato de sopa, y después al suelo y luego al frente y después al plato y al suelo.

Procura no mirar el pan.

Camina despacio y tarda en llegar al comedor lo que no ha tardado nunca. Los cubiertos tintinean cuando deposita la bandeja en la mesa. Pero no ha derramado ni una gota de sopa. Ni una sola gota.

—Pepa.

La voz de don Fernando llega de la sala. Ella acude a la llamada retirándose el mechón que le resbala en la frente y se sitúa junto a la chimenea encendida para aprovechar un poco de calor mientras pregunta:

—¿Mande?

Don Fernando deja el periódico sobre sus rodillas y se quita las gafas para mirarla:

—Hace frío. Hoy voy a cenar aquí.

Pepa abandona el calor de las llamas y regresa a la bandeja y a la sopa, decidida a controlar su temblor.

No quiere ver el pan. Pero lo mira. Lo mira y sonríe mientras alza de nuevo la bandeja. Lo mira.

Sonríe.

Tiembla.

Y piensa en Hortensia. Imagina su estremecimiento cuando muerda su pan, cuando sus labios rocen el mensaje de Felipe. La carta que ella misma recogió en el camino de Cerro Umbría, bajo la tercera piedra después del poste de luz con un tajo en el medio, una piedra bien grande y bastante plana que tiene un matorral delante que la oculta del camino. La misma piedra que le señaló su cuñado Felipe cuando se llevaron a Hortensia:

—Mira, y fíjate bien. Aquí debajo, dentro de una lata que hay aquí debajo, te dejaré mañana una cosa. La coges sin que nadie te vea, y se la llevas a Tensi.

Porque él la llamaba siempre Tensi. La coges sin que nadie te vea. Pepa le miró a los ojos, y no quiso decirle que se sentía desfallecer de miedo. Le dijo que había ido al cerro para avisarle de que en las granjas de El Altollano la Guardia Civil contaba los animales por la noche, y obligaba a los paisanos a entregar las llaves de los corrales, y que por la mañana devolvía las llaves y contaba de nuevo los animales para saber quién vendía provisiones a la guerrilla. Y que así había caído Hortensia, cuando se disponía a comprar una gallina. Ella sólo había ido a contárselo, para que no la esperara. Y querría haberle dicho que había ido con el miedo aplastándole el cuerpo y que mientras esperaba a Felipe junto al matorral, cuando escuchó los tres golpes de piedra de la contraseña, casi se olvida de que tenía que contestar con otros tres golpes. Y que no volvería nunca al cerro, eso querría haberle dicho. Pero no se lo dijo. Le miró a los ojos y vio en ellos la mirada de su hermana, la misma mirada que Hortensia le puso al pedirle que fuera al cerro a decirle a Felipe que no la esperara. La misma mirada tenía Felipe, y Pepa le prometió llevarle a Hortensia lo que él quisiera mandarle.

Pero la primera vez fue más fácil. Aquel día dejaron de temblarle las piernas en cuanto levantó la piedra casi plana escondida detrás del matorral y abrió la caja de lata. Porque lo que Felipe había dejado para Hortensia no estaba prohibido que se lo llevara. Y lo entregó al llegar a la cárcel de Ventas, en la puerta, a la monja que se encargaba de recoger los paquetes. Era sólo un cuaderno en blanco.

Un cuaderno azul.