La fiebre no es más que otra forma de delirio. Delirar es soñar. Y soñar es sentirse lejos. Soñar es estar de nuevo en casa. Lejos. Huele a mandarinas. Elvira está en casa. Y le fascina la música que escucha en la radio.
Ojos verdes, verdes como la albahaca…
A Elvira le apasiona Miguel de Molina, y Celia Gámez, y la zarzuela, también le gusta mucho la zarzuela, y Antoñita Colomé y doña Concha Piquer. A ella le gustaría ser cantante, y que los maestros Valverde, León y Quiroga le compusieran unos Ojos verdes sólo para ella, con brillo de faca.
… y el verde, verde limón.
Pero su padre ha prohibido terminantemente a su madre que aliente las fantasías de la niña. Y su madre, doña Martina, apaga la radio en cuanto siente llegar a su marido. Ella no cree que las canciones sean obscenas, aun así, apaga la radio para que él no se enfade.
—Mamá.
Doña Martina ha apagado la radio. Y Reme regresa para decir que no hay sitio en la enfermería, que la guardiana le ha dicho que la enfermería está llena.
Y que no tiene entrañas, ha dicho:
—Esa guardia civila no tiene entrañas en las entrañas.
La extremeña de piel cetrina expresa un «Ya te lo dije» sin pronunciar palabra, bajando a la vez la barbilla y las pestañas al tiempo que tuerce los labios, bien apretados. No ha permitido que Hortensia se acerque al petate de Elvira, por temor a un mal parto si llega a contagiarse.
—No te arrimes, no vaya a ser, que ya tenemos bastante con lo que tenemos de sobra.
Y continúa aplicando paños de agua fría en la frente que arde, en los brazos que arden, y en la nuca, y en el cuello.
—Mamá.
Pero la fiebre no baja. El delirio mantiene el sueño en los ojos abiertos de Elvira y, a escondidas de su padre, canta un cuplé para su madre y para su hermano Paulino. Ellos aplauden. Ella se siente artista. Nunca entenderé de dónde te viene la chispa, le dice su madre mientras coloca una fuente de mandarinas en el centro de la mesa. Nunca lo entenderé, repite.
—No me lo explico.
Y no se lo explica doña Martina, porque ella es hija de un militar más bien soso, nacida en Pamplona, y esposa de otro militar, más soso si cabe, casada en Burgos, y jamás ha conocido gracia o cascabel alguno, ni en ella ni en su familia ni en la familia de su marido.
—Ha sido Valencia, mamá. El sol. Las flores. El clima. Valencia tiene la culpa. Y tú, por haberla parido aquí, como a una naranja.
Sonríe Paulino. Paulino. Su hermano mayor. Su héroe, aunque aún no se haya marchado a la guerra. Elvira adora a Paulino, que se ríe de ella, y de su madre, de las dos, y Elvira se queja:
—Mamá.
Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Escribe a Felipe. Le escribe que siente las patadas de la criatura en el vientre, y que si es niño se llamará como él. Escribe que piensa que Elvirita se muere, como se murió Amparo, y Celita, sin dejar de toser, como se murieron los hijos de Josefa y Amalia, las del pabellón de madres. Escribe que la chiquilla pelirroja tiene una calentura muy mala. Y que lo único que pueden hacer por ella es darle el zumo de las medias naranjas que les dan a cada una después del rancho. Escribe que no sacan mucho porque están muy secas.
—Mamá.
Reme y Tomasa se miran, y miran a Hortensia. Reme recuerda a su madre. Muchas veces le hubiera gustado llamarla, así, como Elvira llama a la suya, aunque su madre esté muerta desde hace más de veinte años, muchas veces, pero no se ha atrevido nunca. Tomasa incorpora a la niña y le da a cucharadas el zumo de las medias naranjas del postre de todas. Elvira traga. Y entre cucharada y cucharada se queja:
—Mamá.
Tomasa añora también a su madre, al igual que Hortensia, que levanta la vista de su cuaderno azul.
—Mamá.
Y el quejido de Elvira es el quejido de todas.