El Sanguinario

Digamos una cosa de Logen Nuevededos: estaba contento. Por fin se iban. Pese a haber oído algunos comentarios imprecisos sobre el Viejo Imperio y los confines del Mundo, no tenía ni la más remota idea de a dónde iban, pero tampoco le importaba. Cualquier sitio le parecería bien con tal de salir de aquel maldito lugar, y cuanto antes se largaran, tanto mejor.

El último miembro en unirse al grupo no parecía compartir su entusiasmo. Se trataba de Luthar, el joven arrogante de la barbacana. El tipo que había vencido en el jueguecito aquél de las espadas gracias a las trampas de Bayaz. Desde que llegó, apenas había pronunciado más de dos palabras seguidas. Se limitaba a permanecer de pie con la cara rígida y pálida como la cera, mirando por la ventana más tieso que si le hubieran ensartado una lanza en el culo.

Logen se dirigió lentamente hacia él. Si se va a viajar con un hombre, y puede que también a luchar a su lado, es preferible charlar con él y, si es posible, echarse unas risas. Es así cómo surge primero la comprensión y luego la confianza. Es la confianza lo que mantiene unida a una banda, y, en medio de la naturaleza salvaje, eso puede representar la diferencia entre la vida y la muerte. Generar una confianza de ese tipo lleva su tiempo y exige un esfuerzo. Logen pensaba que, puestos a ello, era mejor empezar cuanto antes, y, además, aquel día estaba de muy buen humor. Se puso al lado de Luthar y se quedó mirando al parque mientras trataba de encontrar un terreno común en el que sembrar las semillas de tan improbable amistad.

—Hermoso país el suyo —no lo pensaba, pero andaba escaso de ideas.

Luthar se volvió hacia él y le miró de arriba abajo con gesto altanero:

—¡Qué sabrá usted!

—Siempre he pensado que la opinión de un hombre vale tanto como la de cualquier otro.

—Ja —replicó el joven con gélida sorna—. Ésa debe de ser una de las muchas cosas que nos diferencian —y, dicho aquello, siguió mirando por la ventana.

Logen respiró hondo. Parecía que la confianza mutua iba a tardar algún tiempo en surgir. Dejó a Luthar y probó con Quai, aunque, a decir verdad, el aspecto del aprendiz era de lo menos prometedor: estaba arrellanado en su silla con la mirada perdida y el ceño fruncido. Logen se sentó a su lado.

—Bueno, debes de estar deseando volver a tu país, ¿no?

—Mi país —musitó con desánimo el aprendiz.

—Sí, el Viejo Imperio… o como se llame.

—Ni se imagina cómo son allí las cosas.

—Pues cuéntamelo —dijo Logen esperando oír hablar de la paz de sus valles, de sus ciudades, de sus ríos y todo ese tipo de cosas.

—Allí no hay más que sangre. Sangre y anarquía. La vida vale menos que una mota de polvo.

Sangre, anarquía. Aquellas palabras tenían un regusto desagradablemente familiar.

—¿No hay una especie de Emperador o algo así?

—Hay muchos, y siempre están luchando entre sí, forjando unas alianzas que duran una semana, un día, una hora, pues nada más sellarlas se apresuran a apuñalarse unos a otros por la espalda. Cuando cae un Emperador, surge otro y luego otro y otro, y, entretanto, en los márgenes de la sociedad, los desesperados, los desposeídos, hurgan entre la basura o se dedican al pillaje o al asesinato. Las ciudades menguan, las grandes obras del pasado se convierten en ruinas, las cosechas no se recogen y la gente pasa hambre. Derramamiento de sangre y traiciones, así ha sido desde hace cientos de años. Las raíces de las rivalidades son tan profundas, tan enmarañadas, que ya casi nadie sabe quién es enemigo de quién ni por qué. Ya no se necesitan razones.

Logen hizo un último intento.

—Nunca se sabe. Puede que ahora las cosas vayan mejor.

—¿Por qué? —masculló el aprendiz— ¿Por qué?

Logen trataba de encontrar desesperadamente una respuesta, cuando de pronto se abrieron las puertas. Con gesto preocupado, Bayaz inspeccionó la habitación.

—¿Dónde está Maljinn?

Quai tragó saliva.

—Ha salido.

—Ya veo que ha salido. ¡Pero creo que le dije que la retuviera aquí!

—Sí, pero no me dijo cómo —masculló el aprendiz.

Su maestro le ignoró.

—¿Dónde se habrá metido esa endemoniada mujer? ¡Mañana al mediodía zarpamos! ¡Hace sólo tres días que la conozco y ya me tiene hasta las narices! —apretó los dientes y respiró hondo—. Vaya a ver si la encuentra, Logen, ¿quiere? Encuéntrela y tráigala de vuelta.

—¿Y si no quiere volver?

—¡A mí qué me cuenta, cójala y échesela al hombro! ¡Por mí como si la trae hasta aquí a patadas!

Se decía pronto, pero a Logen no le entusiasmaba en absoluto la idea. De todos modos, ya que había que hacerlo para poder zarpar, mejor hacerlo cuanto antes. Exhaló un suspiro, se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta.

Logen se pegó a las sombras del muro y echó un vistazo.

—Mierda —se dijo en un susurro. Ahora tenía que ser, justo cuando estaban a punto de irse. A unas veinte zancadas de él, con un gesto más torvo de lo habitual, se encontraba Ferro. La rodeaban tres hombres. Unos enmascarados vestidos de negro. Junto a las piernas, apenas visibles, llevaban unas estacas; las tenían bajadas, pero Logen no albergaba ninguna duda sobre cuáles eran sus intenciones. Podía oír lo que estaba diciendo uno de ellos, tras su máscara siseaba algo así como que se fuera con ellos sin armar follón. Logen torció el gesto. No armar follón concordaba mal con el carácter de Ferro.

Se preguntó si no sería mejor escabullirse y avisar a los demás. No podía decirse que aquella mujer le cayera demasiado bien, desde luego no lo bastante como para dejarse abrir la cabeza por ella. Pero eran tres contra uno, y si la dejaba a merced de aquellos tipos, por muy dura que fuera, lo más probable es que para cuando estuviera de vuelta la hubieran hecho picadillo y se la hubieran llevado a rastras a saber a dónde. Y entonces puede que no pudiera salir jamás de aquella maldita ciudad.

Se puso a calibrar la distancia, a pensar en la mejor manera de hacerles frente, a sopesar las distintas alternativas, pero llevaba demasiado tiempo inactivo y su mente había perdido agilidad. Aún seguía dándole vueltas al asunto cuando, de pronto, Ferro lanzó un alarido, se abalanzó sobre uno de los hombres y le soltó un golpe que le hizo caer de espaldas. Tuvo tiempo de descargarle dos brutales puñetazos en la cara antes de que los otros dos la agarraran y la levantaran.

—Mierda —farfulló Logen. Ahora los tres estaban enzarzados, dando bandazos en medio de la calle, chocándose contra las paredes, gruñendo, profiriendo maldiciones, lanzando patadas y puñetazos, formando una maraña de brazos y piernas. El momento de abordar el asunto de una forma inteligente había pasado. Logen apretó los dientes y se lanzó a la carga.

El tipo que estaba caído se había puesto de pie, y, mientras los otros dos se esforzaban por amarrar a Ferro, se sacudió la cabeza para quitarse el aturdimiento. Luego alzó la estaca dispuesto a estrellársela a Ferro en el cráneo. Logen soltó un rugido. El enmascarado, sorprendido, volvió la cabeza.

—¿Eh? —El hombro de Logen se estampó contra sus costillas, levantándolo en vilo y arrojándolo por el aire. Logen vio por el rabillo del ojo una estaca que caía hacia él, pero les había cogido desprevenidos y el golpe venía con poca fuerza. Lo paró con el brazo, se coló por debajo de su oponente y descargó sus puños contra la máscara, dos señores puñetazos, uno con cada mano. El enmascarado se tambaleó hacia atrás agitando los brazos. Antes de que se cayera, Logen le cogió los puños de su gabán negro, lo alzó en volandas y lo arrojó bocabajo contra el muro.

Salió rebotado emitiendo un gorgoteo y se desplomó sobre el adoquinado. Logen se volvió en redondo con los puños cerrados, pero el tercer tipo estaba caído de bruces en el suelo y Ferro estaba montada encima de él, con una rodilla hundida en su espalda, levantándole la cabeza por el cabello y golpeándosela contra el suelo mientras profería un torrente de maldiciones ininteligibles.

—¿Qué habías hecho? —gritó Logen cogiéndola de un codo y apartándola del tipo.

Ferro se zafó y se quedó quieta, jadeando, con los brazos caídos, los puños cerrados y la nariz chorreando sangre.

—Nada —gruñó.

Logen, por precaución, retrocedió un paso.

—¿Nada? ¿Y a qué ha venido todo esto entonces?

Ferro retuvo un instante cada una de las palabras y luego se las escupió con su desagradable acento:

—Yo… qué… sé —luego se limpió la sangre de la boca con una mano y, de pronto, se quedó paralizada. Logen volvió la cabeza para mirar por encima de su hombro. Por la callejuela venían corriendo otros tres enmascarados.

—Mierda.

—¡Mueve el culo, pálido! —Ferro se volvió y salió corriendo. Logen la imitó. ¿Podía hacer otra cosa? Corrió. La angustiosa y jadeante carrera de la presa: los hombros aguardando recibir un golpe por la espalda, el aire entrándole a bocanadas por la boca, el eco de los pasos de sus perseguidores retumbándole en los oídos.

A ambos lados pasaban como una exhalación altos edificios blancos, ventanas, puertas, estatuas, jardines. También gente, que gritaban y se echaban a un lado o se pegaban a las paredes. No tenía ni idea de dónde estaban, no tenía ni idea de a dónde iban. De un portal que tenía justo delante salió un tipo con un fajo de papeles bajo el brazo. Se chocaron, cayeron al suelo, rodaron por una alcantarilla en medio de una nube de papeles.

Intentó levantarse, pero le ardían las piernas. ¡Y no podía ver! Un trozo de papel se le había pegado a la cara. Se lo quitó y sintió que le cogían del brazo y tiraban de él.

—¡Arriba, pálido! ¡Muévete! —Ferro. Aquella mujer ni siquiera jadeaba. Mientras se esforzaba por seguir su ritmo, Logen tenía la sensación de que se le iban a reventar los pulmones, pero ella seguía sin bajar la marcha, la cabeza gacha, los pies volando sobre el suelo.

De pronto, se metió en un pasadizo que había delante, y Logen, dando un patinazo al doblar la esquina, trató de seguirla. Un espacio amplio y sombrío, una elevada estructura de madera, un extraño bosque de vigas cuadradas. ¿Dónde demonios estaban? Al fondo brillaba una luz. Se precipitó hacia fuera y sus ojos parpadearon. Ferro estaba un poco más delante, dándose lentamente la vuelta, respirando entrecortadamente. Se encontraban en medio de un círculo de hierba, un pequeño círculo.

Ya sabía dónde estaba. Era la arena, el lugar donde había estado sentado entre la multitud viendo el juego aquél de las espadas. Las gradas vacías se extendían todo alrededor del perímetro de la plaza. Encaramados a ellas se veían carpinteros, que martilleaban y serraban. Algunas de las gradas de la parte posterior ya habían sido desmontadas y los soportes se erguían en el aire como si fueran el costillar de un gigante. Posó las manos en sus rodillas temblorosas y se agachó tratando de tomar aire, escupiendo saliva.

—¿Y ahora… qué?

—Por aquí —Logen hizo un esfuerzo, se irguió y avanzó detrás de ella a trompicones. Pero Ferro se había dado la vuelta—: No, por aquí no.

Logen los vio. Otro grupo de figuras enmascaradas. La de delante era una mujer, alta, con una mata revuelta de puntiagudos cabellos pelirrojos. Avanzaba en silencio hacia el círculo, caminando sobre la punta de los pies, mientras movía los brazos por detrás indicándole a sus compañeros que fueran por los flancos para rodearles. Logen echó un vistazo a su alrededor, buscando algo que pudiera servirle de arma, pero no había nada, sólo las gradas vacías y los grandes edificios blancos que se alzaban al fondo. Ferro se encontraba a unos cinco metros y retrocedía hacia donde estaba él; un poco más allá otros dos enmascarados, provistos de sendas estacas, avanzaban hacia ellos bordeando sigilosamente los cercados. Cinco. Cinco en total.

—Mierda —dijo.

—¿Por qué demonios se están retrasando tanto? —refunfuñó Bayaz mientras daba vueltas por la sala. Era la primera vez que Jezal veía enfadado al viejo, y, aunque no sabía muy bien por qué, le ponía extremadamente nervioso. Cada vez que pasaba a su lado, Jezal sentía el impulso de apartarse—. Me voy a dar un baño, maldita sea. Quizá pasen meses antes de que pueda volver a hacerlo. ¡Meses! —Bayaz salió de la habitación hecho una furia y cerró la puerta del cuarto de baño de un portazo, dejando a Jezal a solas con el aprendiz.

Debían de ser más o menos de la misma edad, pero, aparte de eso, Jezal no veía que tuvieran nada más en común y, mientras lo miraba, no disimulaba su desprecio. Un ratón de biblioteca, uno de esos tipos enfermizos y enclenques. Esa forma de dar vueltas por la habitación con aspecto enfurruñado y abatido resultaba patética. Y grosera, además. Indignantemente grosera. Jezal echaba humo en silencio. ¿Quién se había creído que era ese crío arrogante? ¿Qué razones tenía él para sentirse tan contrariado? No era a él a quien le habían robado la vida.

Claro que, puestos a tener que quedarse con uno de ellos, las cosas podrían haber sido bastante peor. Podría haberle tocado el norteño tarado, con su cháchara trabada y titubeante. O la bruja gurka, que lo único que sabía hacer era mirar fijamente con sus malignos ojos amarillos. Sólo de pensarlo se estremeció. Gente distinguida, había dicho Bayaz. De no haber sido porque estaba a punto de que se le saltaran las lágrimas, se habría puesto a reír a carcajadas.

Jezal se dejó caer en una silla de respaldo alto que tenía varios almohadones en el asiento, pero ni siquiera así consiguió sentirse cómodo. Sus amigos ya estaban camino de Angland y los empezaba a echar de menos. A West, a Kaspa, a Jalenhorm. Incluso al cabrón de Brint. Camino del honor, camino de la fama. La guerra terminaría mucho antes de que él regresara del pozo al que le iba a conducir ese anciano demente; eso si es que regresaba. Quién sabe cuándo volvería a haber otra guerra, otra oportunidad de alcanzar la gloria.

Habría dado lo que fuera por poder ir a combatir contra los Hombres del Norte. O por poder estar con Ardee. Parecían haber pasado siglos desde la última vez que fue feliz. Su vida era un desastre. Un auténtico desastre. Mientras se arrellanaba un poco más en la silla se preguntó si las cosas podían llegar a ser peor.

—Argh —gruñó Logen al sentir un estacazo en el brazo. Luego recibió otro en el hombro, después en un costado. Retrocedía tambaleándose, medio arrodillado, haciendo todo lo posible por esquivar los golpes. Oía a Ferro chillar a sus espaldas, pero no conseguía distinguir si eran gritos de furia o de dolor, estaba demasiado ocupado recibiendo aquella somanta de palos.

Recibió un golpetazo en el cráneo y salió despedido contra las gradas. Cayó de bruces y su pecho se estrelló contra el primer banco, vaciándole de aire los pulmones. Le chorreaba sangre por el cuero cabelludo, por las manos, por la boca. Los ojos le lloraban debido a un golpe que había recibido en la nariz, tenía los nudillos despellejados y llenos de sangre, tan desgarrados casi como sus ropas. Durante un instante, permaneció inmóvil, tratando de hacer acopio de las pocas fuerzas que le quedaban. Detrás del banco, tirado en el suelo, había un largo trozo de madera. Lo agarró por un extremo. Estaba suelto. Se lo acercó. Le gustó su tacto. Pesaba.

Tomó aire y se dispuso a hacer un último esfuerzo. Movió las piernas y los brazos para probarlos. Nada roto, exceptuando tal vez la nariz, pero no era la primera vez. Oyó unos pasos a su espalda. Unos pasos que se acercaban sin prisas, tomándose su tiempo.

Se fue incorporando poco a poco, tratando de aparentar que aún estaba aturdido. De pronto, lanzó un rugido y se volvió de golpe blandiendo en alto su nueva arma. El madero se partió en dos contra el hombro del enmascarado y una de las mitades voló por encima de la hierba y luego rodó por el suelo. El hombre exhaló un gemido sofocado y se vino abajo; los ojos apretados, una mano aferrada al cuello, la otra caída e inerte, abriendo los dedos, dejando caer la estaca. Logen alzó con ambas manos el trozo de madera que le quedaba y le cruzó la cara con él. La cabeza salió rebotada hacia atrás y el tipo se desplomó sobre el césped; bajo su máscara desgarrada manaba un copioso caudal de sangre.

Una lluvia de estrellas inundó la cabeza de Logen. Dio un traspiés y se hincó de rodillas. Le habían dado un golpe en la nuca. Un buen golpe. Se bamboleó un instante tratando de no caer de bruces y, de pronto, sus ojos recuperaron la visión. La mujer pelirroja se alzaba junto a él y se disponía a levantar de nuevo su estaca.

Logen se puso de pie de un salto, se echó sobre ella dando manotazos y trató de sujetarle el brazo, tirando de ella unas veces, apoyándose en ella otras, mientras le zumbaban los oídos y el mundo entero giraba vertiginoso a su alrededor. Daban bandazos por el círculo de hierba, tirando cada uno de un extremo de la estaca, como dos borrachos que se pelearan por una botella. La mujer le golpeaba en el costado con la mano que tenía libre. Fuertes puñetazos dirigidos contra sus costillas.

—Aargh —gruñía Logen, pero ya se le estaba pasando el aturdimiento y la mujer era bastante menos fuerte que él. Le retorció el brazo con el que sujetaba la estaca y se lo puso a la espalda. La mujer le soltó un puñetazo en la cara, un golpe tan fuerte que hizo que por un instante Logen volviera a ver las estrellas; pero, a pesar de ello, consiguió agarrarla de la muñeca y le inmovilizó también el otro brazo. Luego, ayudándose con una rodilla, la dobló hacia atrás.

La pelirroja se retorcía y pataleaba, apretando los ojos hasta dejarlos reducidos a dos centelleantes ranuras, pero Logen la tenía bien sujeta. Liberó su mano derecha de la maraña de miembros, alzó el puño y se lo incrustó en el estómago. La mujer exhaló un suspiro, desorbitó los ojos y quedó inerte. Logen la lanzó lejos de sí. La pelirroja se arrastró por el suelo, se quitó la máscara y se puso a vomitar en la hierba.

Logen se bamboleaba sobre la hierba, sacudía la cabeza, escupía salivazos de sangre mezclada con tierra. Aparte de la mujer, que seguía en el suelo con arcadas, había otros cuatro bultos negros arrebujados en distintos lugares del círculo. Uno de ellos dejaba escapar leves gruñidos mientras Ferro descargaba sobre él una lluvia de patadas. Aunque tenía la cara teñida de sangre, Ferro sonreía.

—Sigo vivo —masculló Logen—. Sigo… —venían más por el pasadizo. Se volvió y estuvo a punto de caerse. Otros cuatro por el lado contrario. Estaban atrapados.

—¡Muévete, pálido! —Ferro pasó junto a él como una exhalación y se subió de un salto al primer banco del graderío, luego al segundo y al tercero, brincando de uno a otro con grandes zancadas. Estaba loca. ¿Adónde pensaba llegar por ahí? La pelirroja había dejado de vomitar y avanzaba a rastras hacia su estaca. Los otros se aproximaban a toda velocidad, se habían juntado una montonera. Ferro ya había ascendido una cuarta parte de las gradas y no daba muestras de cansancio, seguía saltando de banco en banco haciendo retemblar los tablones.

—Mierda —Logen la siguió. Tras superar una docena de bancos, sintió que las piernas volvían a arderle. Dejó de pegar saltos y continuó la ascensión gateando. Mientras trepaba por encima de los respaldos de los bancos veía a los enmascarados que tenía detrás: le seguían con la mirada, le señalaban y se llamaban a gritos los unos a los otros mientras se iban esparciendo por el graderío.

Ahora avanzaba muy despacio. Cada banco era como una montaña. El enmascarado que tenía más cerca se encontraba ya a sólo dos filas de él. Siguió trepando, alto, cada vez más alto: sus manos ensangrentadas se aferraban a la madera, sus rodillas ensangrentadas se raspaban contra los bancos, el ruido de su propia respiración le retumbaba en la cabeza, la piel le hormigueaba debido al sudor y al miedo. De repente se encontró frente a un hueco. Exhaló un grito ahogado y se quedó oscilando al borde del vacío agitando las manos para no perder el equilibrio.

Estaba cerca de los tejados de los edificios, pero la mayor parte de los asientos de aquella zona ya habían sido desmontados y lo único que quedaba eran los soportes: unos pilares unidos entre sí por estrechas vigas y con mucho espacio vacío entre medias. Vio cómo Ferro saltaba de poste en poste y luego atravesaba corriendo un tablón que oscilaba, sin que pareciera preocuparle en lo más mínimo el vacío que se abría a ambos lados. Finalmente, se plantó de un salto en un tejado plano que había al otro extremo, muy por encima de donde él se encontraba. A Logen le pareció que estaba infinitamente lejos.

—Mierda —Logen estiró los brazos para mantener el equilibrio y avanzó tambaleándose por la viga que le quedaba más cerca, arrastrando los pies como si fuera un anciano. El corazón le martilleaba el pecho como una maza que golpeara un yunque; las rodillas, fatigadas por la ascensión, le temblaban. Intentó abstraerse de los ruidos y de los gritos de los hombres que le perseguían para concentrar su vista en la nudosa superficie de la viga, ya que no podía mirar hacia abajo sin ver el laberinto de madera que tenía debajo y las diminutas losas que se divisaban al fondo. Muy a lo lejos.

Con paso inseguro se plantó en una pasarela que seguía intacta y la cruzó muy deprisa hasta llegar al otro extremo. Luego se aupó a una viga que había por encima de su cabeza, enroscó sobre ella las piernas y comenzó a trepar con el trasero pegado a la madera mientras se repetía una y otra vez: «Sigo vivo». El enmascarado que le seguía más de cerca había llegado ya a la pasarela y la cruzaba corriendo en dirección a él.

La viga moría en lo alto de uno de los postes aislados. Un cuadrado de madera de apenas un metro de superficie. Más allá se abría el vacío. Dos zancadas de vacío. Luego otro cuadrado en lo alto de otro mástil vertiginoso y, finalmente, el tablón que desembocaba en el tejado plano. Ferro le estaba observando desde el pretil.

—¡Salta! —chilló— ¡Salta, pálido de mierda!

Saltó. Sintió la acometida del viento. Su pie izquierdo aterrizó en el cuadrado de madera, pero no hubo forma de frenarse. Se golpeó el pie derecho contra el tablón. Se le torció el tobillo, la rodilla cedió. El mundo dio un vuelco vertiginoso. Su pie izquierdo aterrizó, mitad en la madera, mitad fuera. El tablón traqueteó. Durante un instante eterno se encontró en el aire agitando los brazos.

—¡Uuufff! —Su pecho se estrelló contra el pretil. Intentó agarrarse, pero estaba sin aliento. Empezó a resbalar hacia atrás, poco a poco, centímetro a centímetro. Primero vio el tejado, luego sólo sus manos y finalmente lo único que vio fueron las piedras que tenía pegadas a la cara.

—Socorro —susurró, pero nadie vino a socorrerle.

Debajo tenía una buena caída, lo sabía. Una caída muy, muy prolongada, y esta vez al fondo no había agua. Sólo piedras, duras, planas, letales. Oyó un traqueteo. El enmascarado estaba cruzando el tablón. Oyó también que alguien gritaba, pero nada de eso importaba ya. Resbaló hacia atrás otro poco más, y sus manos trataron de aferrarse desesperadamente al frágil mortero.

—Socorro —masculló, pero no había nadie que pudiera socorrerle. Sólo los enmascarados y Ferro, y ninguno de ellos parecía pertenecer al tipo de personas que suelen socorrer a sus semejantes.

De pronto, oyó un golpe seco seguido de un chillido de pánico. Ferro había dado una patada al tablón y el enmascarado se precipitaba al vacío. Durante un buen rato el chillido se fue desvaneciendo a lo lejos hasta que finalmente se oyó un golpe y se cortó en seco. El enmascarado se había estrellado contra el lejano suelo, y Logen no ignoraba que no tardaría en hacerle compañía. Más vale ser realista con este tipo de cosas. Esta vez no habría ninguna corriente que le depositara en la orilla. Las puntas de sus dedos resbalaban lentamente, el mortero empezaba a desmenuzarse. El combate, la carrera, la ascensión habían consumido todas sus fuerzas. Se preguntó qué ruido haría cuando se precipitara al vacío.

—Socorro —musitó.

Unos dedos fuertes se cerraron en torno a su muñeca. Unos dedos oscuros, sucios. Oyó un gruñido y sintió que tiraban de su brazo con fuerza. Soltó un gemido. El borde del pretil volvió a aparecer. Luego vio a Ferro, con los dientes apretados, los ojos entrecerrados por el esfuerzo, las venas del cuello hinchadas, la cicatriz de su cara morena lívida. Logen se aferró al tablón con la otra mano, pasó su pecho por encima y luego logró montar una rodilla.

Ferro le izó el trecho que quedaba, y Logen rodó hacia el otro lado, cayó de espaldas y se quedó tumbado mirando el cielo blanquecino mientras boqueaba como un pez recién sacado del agua.

—Sigo vivo —masculló al cabo de un instante. Casi no se lo creía. No se habría sorprendido en exceso si Ferro le hubiera pisado las manos y le hubiera hecho caer.

El rostro de ella apareció por encima de él, mirándole fijamente con sus ojos amarillos, enseñándole los dientes en un gesto de furia.

—¡Maldito gordo pálido!

Ferro se apartó de él sacudiendo la cabeza, se acercó a un muro y comenzó a treparlo rápidamente en dirección a un tejado de escasa pendiente que había un poco más arriba. Mientras la miraba, un rictus de dolor se dibujó en el semblante de Logen. ¿Es que no se cansaba nunca? Él tenía los brazos machacados, cubiertos de arañazos, de moratones. Las piernas le ardían y otra vez estaba sangrando por la nariz. Le dolía todo el cuerpo. Se dio la vuelta y miró hacia abajo. A unas veinte zancadas, justo al borde de la última fila de bancos, había un enmascarado mirándole. Otros cuantos buscaban un poco más abajo una forma de seguir subiendo. Muy a lo lejos, en el círculo amarillo de hierba, distinguió una pequeña figura negra de cabello pelirrojo que daba órdenes señalando a uno y otro lado y luego apuntaba hacia donde estaba él.

Tarde o temprano conseguirían subir hasta allí. Ferro estaba encaramada a la cúspide del tejado; su silueta, andrajosa y oscura, se recortaba sobre el cielo resplandeciente.

—Quédate ahí si quieres —le gritó, y, acto seguido, se dio media vuelta y se perdió de vista. Logen soltó un gemido y se levantó, soltó otro gemido y se dirigió hacia el muro arrastrando los pies, suspiró y se puso a buscar un asidero para las manos.

—¿Dónde se ha metido todo el mundo? —inquirió maese Pielargo—. ¿Dónde está mi ilustre patrón? ¿Dónde está maese Nuevededos? ¿Dónde está la encantadora dama Maljinn?

Jezal echó un vistazo alrededor. El enfermizo aprendiz estaba demasiado absorto con sus propias penalidades para molestarse en responderle.

—Los otros dos no sé, pero Bayaz está en el baño.

—Válgame Dios, jamás he conocido un hombre más aficionado al baño. Espero que los otros dos no tarden mucho. Todo está a punto, ¿sabe? El barco está listo. Los pertrechos embarcados. Las demoras no van conmigo. ¡No señor! Si no partimos con la marea, nos tocará quedarnos aquí hasta… —el hombrecillo se interrumpió y miró fijamente a Jezal; una sombra de preocupación asomó a su semblante—. Mi joven amigo, parece usted contrariado. Acongojado, diría yo. ¿Hay algo que el hermano Pielargo pueda hacer por usted?

Jezal estuvo a punto de decirle que no se metiera donde no le llamaban, pero finalmente optó por responder con un destemplado:

—No, no.

—Apuesto a que se trata de una mujer, ¿me equivoco? —Jezal alzó bruscamente la vista, preguntándose cómo era posible que aquel tipo lo hubiera adivinado—. ¿Su esposa, tal vez?

—¡No! ¡No estoy casado! No se trata de eso. Es sólo que, bueno… —intentó dar con las palabras adecuadas pero no lo consiguió—. ¡No tiene nada que ver con eso!

—Ah, entonces se trata de un amor prohibido, un amor secreto, ¿verdad? —dijo el Navegante con una sonrisa cómplice. Abochornado, Jezal se dio cuenta de que se había sonrojado—. ¡Ajá, ya veo que he acertado! No hay fruta más dulce que la fruta prohibida, ¿eh, querido amigo? ¿Eh? ¿Eh? —Pielargo acompañó sus palabras con un movimiento de cejas que a Jezal le resultó profundamente desagradable.

—¿Por qué se estarán retrasando tanto esos dos? —Le traía al fresco, pero tenía que cambiar de tema como fuera.

—¿Maljinn y Nuevededos? Ja —rió Pielargo inclinándose hacia él—. ¿No será que también ellos tienen un amor secreto, eh? ¡A lo mejor se han escabullido a alguna parte para dar rienda suelta a sus impulsos naturales! ¿Se imagina a esos dos…? Debe de ser todo un espectáculo, ¿no? ¡Ja!

Jezal torció el gesto. Ya sabía que el horrendo norteño era un pedazo de animal, y por lo poco que había visto de aquella siniestra mujer, parecía ser aún peor. El único impulso natural que podía asociar con esos dos era la violencia. Sólo de pensar en ello se sentía sucio.

Los tejados no parecían acabarse nunca. Subían uno y bajaban otro. Caminaban con cautela por las aristas, posando un pie a cada lado de las resbaladizas vertientes, avanzaban paso a paso por las cornisas, tratando de no pisar los trozos de muro que parecían más inestables. De vez en cuando, Logen alzaba un instante la mirada. Y tras recorrer un mar interminable de pizarras húmedas, tejas picadas y plomo desgastado, obtenía una mareante vista de la lejana muralla del Agriont, e incluso a veces de la ciudad, que asomaba un poco más allá. Aquello podría haberse parecido bastante a un tranquilo paseo de no haber sido por Ferro, que seguía avanzando a toda prisa, con paso seguro, maldiciéndole, apremiándole e impidiéndole pensar en la vista, en los escalofriantes precipicios que bordeaban o en las negras figuras que sin duda seguían buscándoles por ahí abajo.

En algún momento de la pelea a Ferro le habían desgarrado una manga de la camisa, y el jirón de tela ondeaba en torno a su muñeca incomodándola en la escalada. Soltó un gruñido y se la arrancó a la altura del hombro. Logen sonrió para sí al recordar lo mucho que le había costado a Bayaz convencerla para que cambiara sus apestosos harapos por ropas nuevas. Ahora estaba más sucia que nunca, tenía la camisa empapada de sudor, salpicada de manchas de sangre y recubierta con la mugre de los tejados. Ferro se volvió un momento y vio que la estaba mirando.

—Muévete, pálido —le apremió.

—No distingues los colores, ¿verdad? —Ferro no le hizo caso y siguió trepando; rodeó una chimenea humeante y resbaló sobre su vientre por las sucias pizarras hasta desembocar en una estrecha cornisa que separaba dos tejados. Logen la siguió a trancas y barrancas—. Ningún color en absoluto, ¿no?

—¿Y? —le soltó sin tan siquiera volverse.

—¿Por qué me llamas pálido entonces?

Ferro se volvió:

—¿Es que no eres pálido?

Logen se miró los antebrazos. Dejando a un lado el morado de los cardenales, el rojo de los arañazos y el azul de las venas, el resto, tenía que reconocerlo, era más o menos pálido. Frunció el ceño.

—Lo que yo decía. —Luego se alejó correteando por entre los dos tejados y al llegar al final del edificio miró hacia abajo. Logen la siguió y se asomó cautelosamente al precipicio. En la calle que tenían debajo se veía a un par de tipos deambulando. Estaba muy lejos y no había ningún medio para bajar. Tendrían que regresar por donde habían venido. Ferro ya se había retirado del borde y se encontraba detrás de él.

Una leve brisa rozó la mejilla de Logen. Los pies de Ferro se impulsaron sobre el borde del tejado y un instante después estaba en el aire. Logen contempló boquiabierto cómo Ferro volaba sobre el vacío, la espalda arqueada, los pies y los brazos dando sacudidas en el aire. Aterrizó en un tejado plano, una superficie de plomo gris veteada de musgo, dio una voltereta y luego recuperó suavemente la verticalidad. Logen se humedeció los labios y se señaló el pecho. Ferro asintió. Era posible que el tejado sólo estuviera unos tres metros más abajo, pero el espacio vacío que le separaba de él debía de rondar los seis metros, un largo trayecto. Retrocedió lentamente para tomar la máxima carrerilla posible. Respiró hondo un par de veces y cerró los ojos un instante.

En cierto modo tampoco estaría tan mal caerse. Nada de canciones, nada de historias. Una simple mancha roja en medio de una calle perdida. Logen echó a correr. Sus pasos retumbaron sobre la piedra. El aire soplaba en su boca, azotaba sus ropas desgarradas. El tejado se acercaba volando hacia él. Aterrizó con una sacudida, rodó una vez, igual que Ferro, y luego se levantó a su lado. Seguía vivo.

—¡Ja! —gritó— ¿Qué me dices a eso?

Se oyó un crujido, luego un chasquido y, acto seguido, el tejado cedió bajo los pies de Logen. Antes de caer se agarró desesperadamente a Ferro, que no pudo hacer nada para evitar caer con él. Durante un instante terrible, Logen dio una voltereta en el aire mientras aullaba y lanzaba zarpazos inútilmente, tratando de agarrarse a alguna parte. Luego se estrelló de espaldas.

Tosió, medio asfixiado por el polvo, sacudió la cabeza, comenzó a mover su cuerpo dolorido. Se encontraba en una habitación que parecía sumida en una oscuridad impenetrable por contraste con la luminosidad de fuera. Grandes cantidades de polvo flotaban en el haz de luz que entraba por el agujero del tejado. Debajo tenía algo blando. Una cama. Estaba vencida hacia un lado y las mantas se encontraban cubiertas de trozos de escayola. Encima de sus piernas había un bulto. Ferro. No pudo reprimir una risa. Al fin volvía a estar en la cama con una mujer. Aunque, por desgracia, no se parecía demasiado a como él lo había imaginado.

—¡Maldito pálido de mierda! —refunfuñó Ferro, que acto seguido se levantó de un salto y corrió hacia la puerta soltando un reguero de astillas y pedazos de escayola por su polvorienta espalda. Agarró el pomo y dio un tirón—. ¡Cerrada! Está… —Logen pasó como una centella a su lado, embistió la puerta, la arrancó de cuajo y cayó despatarrado en el pasillo que había al otro lado.

Ferro saltó por encima de él.

—¡Arriba, pálido, arriba! —Del borde de la puerta se había desgajado un trozo de madera con un par de clavos en un extremo. Logen pensó que podía serle útil y arrambló con él. Luego se puso trabajosamente de pie y avanzó con paso tambaleante por el pasillo hasta llegar a una bifurcación. A cada lado se extendía un corredor en penumbra. Unas pequeñas ventanas proyectaban manchas de luz sobre las oscuras esteras del suelo. No había forma de saber hacia dónde había tirado Ferro. Decidió tomar el de la derecha, en dirección a un tramo de escaleras.

Al fondo, avanzando hacia él, divisó una figura que se movía lentamente por el pasillo en penumbra. Una figura espigada y fina como una araña negra que caminaba sobre las puntas de los pies. Un rayo de luz iluminó unos cabellos pelirrojos.

—¿Otra vez tú? —dijo Logen mientras sopesaba en su mano el trozo de madera.

—Sí. Otra vez yo. —Se oyó un cascabeleo y un destello metálico surcó la oscuridad. Logen sintió cómo el trozo de madera se le escapaba de los dedos y luego lo vio pasar volando por encima del hombro de la mujer y rodar estrepitosamente por el pasillo. Volvía a estar desarmado, pero la mujer tampoco le dio tiempo de angustiarse. Tenía algo en la mano, una especie de cuchillo, y lo lanzó contra él. Esquivó su trayectoria y el objeto pasó silbando junto a su oreja, luego la mujer hizo un movimiento brusco con el otro brazo y Logen recibió una cuchillada en la cara, justo por debajo de un ojo. Inmediatamente se pegó a la pared, tratando de comprender a qué clase de magia se estaba enfrentando.

Una especie de cruz de metal, eso era lo que tenía la mujer en la mano, tres hojas curvas, una de ellas con un gancho en la punta. Una cadena colgaba de una argolla que había en el mango y desaparecía en la manga de la mujer.

El extraño cuchillo volvió a salir disparado. Logen ladeó la cabeza y la cosa aquélla le pasó a un centímetro de la cara, luego salió lanzada hacia atrás soltando chispas a lo largo de la pared y regresó suavemente a las manos de la mujer. La pelirroja lo dejó caer; el objeto se balanceó colgado de la cadena, repiqueteó contra el suelo y, luego, cuando la mujer comenzó a avanzar lentamente, se puso a bailotear y a dar botes en el aire. De pronto, la pelirroja dio otra sacudida con su muñeca y aquello volvió a salir lanzado. Logen trató de esquivarlo, pero las cuchillas le rasgaron el pecho y un reguero de su sangre salpicó la pared.

Logen se lanzó hacia delante con los brazos estirados pero no logró atrapar nada. Luego oyó un cascabeleo y sintió que perdía pie: su tobillo, atrapado por la cadena, se retorció dolorosamente mientras la mujer se hacía a un lado. Cayó de bruces, comenzó a levantarse. La cadena se le enrolló al cuello. Justo antes de que se tensara del todo logró interponer una mano. Tenía a la mujer encima, sentía su rodilla apretada contra su espalda, la oía resoplar tras la máscara mientras tiraba y tiraba de la cadena, que cada vez se le clavaba más en la palma de la mano.

Logen soltó un gruñido, logró ponerse de rodillas y se levantó con paso vacilante. La mujer seguía montada a su espalda, descargando todo su peso sobre él, tirando de la cadena con todas sus fuerzas. Logen echó hacia atrás la mano que tenía libre pero no consiguió agarrarla, no podía quitársela de encima, la tenía pegada como si fuera un percebe. Apenas podía respirar ya. Tambaleándose, dio dos pasos adelante y luego se dejó caer de espaldas.

—Uuurgh —oyó susurrar a la mujer junto a su oído mientras su peso la aplastaba contra el suelo. La cadena se aflojó lo bastante para que Logen pudiera ahuecarla y escurrirse fuera. Estaba libre. Rodó por el suelo, agarró el cuello de la mujer con su mano izquierda y empezó a apretar. La pelirroja le golpeaba con las rodillas, le lanzaba puñetazos, pero tenía encima todo su peso y sus golpes llegaban con muy poca fuerza. Gruñían, bufaban, graznaban como animales con las caras prácticamente pegadas. Un par de gotas de sangre se desprendieron del corte que Logen tenía en la mejilla y cayeron sobre la máscara. La mujer alzó una mano y le fue tentando la cara mientras trataba de empujársela hacia atrás. De pronto, le metió un dedo en una de sus fosas nasales.

—¡Aaargh! —aulló Logen. Un dolor punzante le taladró la cabeza. Soltó a su presa y se puso de pie cubriéndose la cara con las manos. La mujer se apartó dando toses y le soltó una patada en las costillas que le hizo doblarse, pero Logen seguía teniendo sujeta la cadena y tiró de ella con todas sus fuerzas. El brazo de la pelirroja se estiró de golpe, soltó un alarido y salió disparada hacia Logen, que la recibió con un rodillazo que le cortó la respiración. Luego la agarró por la parte de atrás de la camisa, la alzó en vilo y la arrojó por las escaleras.

La pelirroja rodó desmadejada dando botes por los escalones y, finalmente, se quedó detenida sobre un costado poco antes de llegar al final de las escaleras. Logen estuvo tentado de bajar para rematar la faena, pero no había tiempo. Seguro que en el lugar de donde venía había más de los suyos. Se dio la vuelta y comenzó a deshacer el camino sin parar de maldecir su tobillo torcido.

Se oían ruidos por todas partes, ecos de procedencia desconocida que llenaban el pasillo de ecos. Lejanos traqueteos y golpes, gritos, chillidos. Logen escrutaba la oscuridad mientras avanzaba cojeando, empapado de sudor y apoyando una mano en la pared para no perder el equilibrio. Al llegar a una esquina, se asomó para ver si el camino estaba despejado. Entonces sintió algo frío en el cuello. Un cuchillo.

—¿Sigues vivo? —le susurró una voz al oído—. No es fácil matarte, ¿eh, pálido? —Ferro. Logen le apartó lentamente la mano.

—¿De dónde has sacado ese cuchillo? —Ojalá tuviera él uno.

—Me lo ha dado ése —en el suelo, aovillado junto a la pared, había un bulto; las esteras que tenía a su alrededor estaban teñidas de sangre oscura—. Por aquí.

Ferro comenzó a avanzar por el pasillo, caminando agachada. Logen seguía oyendo ruidos por debajo de ellos, por los lados, por todas partes. Descendieron un tramo de escaleras y llegaron a un sombrío vestíbulo forrado con paneles de madera oscura. Ferro avanzaba rápidamente saltando de sombra en sombra. Logen no podía hacer otra cosa que seguirla cojeando, arrastrando una pierna y procurando no chillar de dolor cada vez que descargaba su peso sobre ella.

—¡Ahí están! ¡Son ellos! —En el oscuro pasillo que tenían detrás habían aparecido unas siluetas. Logen se volvió para salir corriendo, pero Ferro le detuvo. Por el otro lado venían más. A su izquierda había una puerta grande entreabierta.

—¡Adentro! —Logen entró de un empujón y Ferro le siguió. Al otro lado había un voluminoso mueble, una especie de armario en cuya parte de arriba había unos estantes repletos de platos. Logen lo agarró de un extremo y lo arrastró hasta ponerlo delante de la puerta. Un par de platos cayeron y se hicieron añicos contra el suelo. Luego lo empujó con la espalda. Al menos eso los retendría durante un rato.

Una sala amplia con unos techos abovedados bastante altos. Paredes revestidas con paneles de madera, una de ellas ocupada en su mayor parte por dos enormes ventanas y, frente a ellos, una gran chimenea de piedra. Entre medias, una mesa muy larga, flanqueada por diez sillas, con la cubertería y los candelabros puestos como si estuviera preparada para una comida. Un espacioso comedor con una sola entrada. Y una sola salida.

Al otro lado de la puerta se oían unos gritos sordos. Logen sintió una vibración en la espalda, el armario se movía. Sonó un traqueteo y un plato cayó del estante, rebotó en su hombro y se estrelló contra las losas esparciendo fragmentos de loza por el suelo.

—Vaya un plan de mierda —gruñó Ferro. Logen hacía fuerzas para impedir que el tambaleante armario se viniera abajo, pero los pies se le iban resbalando poco a poco. Ferro corrió hacia la ventana más próxima, forcejeó con los marcos de metal que bordeaban los pequeños paneles, trató de hacer palanca con las uñas, no había manera.

Entonces Logen se fijó en algo. Sobre la chimenea, a modo de adorno, colgaba un viejo espadón. Un arma. Tras dar un último empujón al armario, corrió hacia él, agarró con ambas manos la larga empuñadura y lo arrancó de su soporte. Era tan romo como un arado y la pesada hoja estaba salpicada de herrumbre, pero seguía siendo sólida. Es posible que un golpe con aquel armatoste no sirviera para partir a un hombre en dos, pero bastaría para derribarlo. Se dio la vuelta a tiempo de ver cómo el armario se venía abajo desperdigando trozos de vajilla por el suelo.

Unas figuras negras irrumpieron en la habitación. Enmascarados. El que venía delante blandía un hacha de aspecto brutal y el siguiente una espada corta. El de más atrás era un negro con aros dorados en las orejas. En cada mano llevaba una larga daga curva.

No era el tipo de armas que se emplean para dar a un hombre un golpe en la cabeza, a no ser que se pretenda arrancarle de paso el cerebro. Al parecer, habían renunciado a coger prisioneros. Eran armas para matar, y con ese propósito las iban a usar. Bueno, mejor así, se dijo Logen. Digamos una cosa, sólo una cosa, de Logen Nuevededos: sabía matar. Mientras los enmascarados trepaban por el armario derrumbado y se distribuían con cautela por la pared opuesta, Logen los examinaba atentamente. Luego miró a Ferro: tenía los labios fruncidos, el cuchillo en la mano y sus ojos amarillos echaban chispas. Tanteó con los dedos la empuñadura de la espada que acababa de robar: pesada y brutal. Justo la herramienta que necesitaba, por una vez.

Soltó un aullido y, haciendo molinetes con la espada, arremetió contra el enmascarado más próximo. El tipo trató de esquivar el golpe pero la punta de la hoja le alcanzó en el hombro y lo dejó tambaleante. El que tenía detrás saltó sobre él lanzándole un tajo con su hacha. Logen se echó hacia atrás y soltó un grito ahogado al apoyarse sobre su tobillo lesionado.

Barrió el aire con el espadón, lanzando mandobles a diestro y siniestro, pero eran demasiados para mantenerlos a raya. Uno de ellos saltó sobre la mesa y se interpuso entre Ferro y él. Logen sintió un golpe en la espalda, se tambaleó, giró sobre sí, se resbaló y descargó un tajo que impactó contra una superficie blanda. Se oyó un chillido, pero para entonces el tipo del hacha ya había vuelto a la carga. El combate era un caos de máscaras, hierro, armas que entrechocaban, maldiciones, alaridos, bufidos.

Logen volvió a alzar la espada, pero estaba agotado, dolorido, debilitado. La espada era pesada y cada vez se lo parecía más. El enmascarado esquivó el golpe y la herrumbrosa hoja se estrelló contra la pared, desgajando un trozo de panel y mordiendo la escayola que había debajo. El impacto fue tan brutal que estuvo a punto de arrancarle la espada de las manos.

—Uuuf —resopló al recibir en el estómago el impacto de la rodilla del enmascarado. Luego sintió otro golpe en una pierna y estuvo a punto de desplomarse. Le ardía el pecho y tenía un regusto amargo en la boca. Sangre. Estaba cubierto de sangre. Apenas podía respirar. El enmascarado sonrió y se adelantó un paso, olfateando la victoria. Logen retrocedió tambaleándose hasta la chimenea. Dio un traspié, se le dobló una rodilla.

Todo tiene su final.

Ya no podía levantar el viejo espadón. No le quedaban fuerzas. La habitación empezó a difuminarse.

Todo tiene su final, pero algunas cosas no desaparecen, sólo aguardan inmóviles, olvidadas…

Logen sintió una especie de frío en las entrañas, una sensación que no había experimentado desde hacía mucho tiempo.

—No —murmuró—. Ya me libré de ti —pero era demasiado tarde. Demasiado tarde…

… sí, estaba cubierto de sangre, y le gustaba. Él siempre había estado cubierto de sangre. Pero estaba de rodillas, y eso ya no le gustaba tanto. El Sanguinario no se arrodilla ante ningún hombre. Buscó a tientas las grietas entre las piedras de la chimenea, encajó en ellas los dedos como si fueran las raíces de un árbol centenario y se irguió. El dolor es el mejor combustible para avivar un fuego. Unas figuras borrosas se movían delante de él. Figuras enmascaradas. Enemigos.

O, mejor dicho, cadáveres.

—¡Estás herido, norteño! —los ojos del tipo que tenía más cerca lanzaban chispas detrás de su máscara y la hoja de su hacha bailoteaba en el aire—. ¿A qué esperas para rendirte?

—¿Herido? —el Sanguinario echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada—. ¡Te voy a enseñar lo que es estar herido! —dando una voltereta se lanzó hacia delante, se escurrió por debajo del hacha como un pez en un río y trazó un gran círculo con la pesada hoja. El espadón machacó la rodilla de su oponente, doblándola en sentido contrario a la articulación, y luego le barrió la otra pierna del suelo. El enmascarado exhaló un grito sofocado, se derrumbó y se quedó girando en el suelo como una peonza con sus piernas destrozadas dando sacudidas en el aire.

Un objeto punzante se clavó en la espalda del Sanguinario, pero ya no sentía el dolor. Aquello era una señal. Un mensaje en un código secreto que sólo él entendía. Le indicaba la posición del siguiente hombre que iba a morir. Se volvió como una centella y la espada le siguió, trazando en el aire una parábola feroz, majestuosa, irresistible. Se incrustó en las entrañas de alguien, lo dobló en dos, lo arrancó de sus pies y lo arrojó por el aire. El bulto rebotó contra la pared que había junto a la chimenea y cayó al suelo en medio de una lluvia de trozos de escayola.

Un cuchillo silbó en el aire y se hundió en el hombro del Sanguinario con un golpe seco. El negro de los aros en las orejas era quien lo había lanzado. Estaba al otro lado de la mesa y sonreía, parecía estar muy satisfecho de su lanzamiento. Fue a por él. Otro cuchillo pasó zumbando a su lado y se estrelló contra la pared. El Sanguinario saltó por encima de la mesa seguido de su espada.

El negro esquivó el primer tajo, y el segundo. Un tipo ágil, taimado, listo, pero no lo bastante. El tercer tajo le mordió un costado. Un mordisco de tanteo. Un simple picotazo. Sólo le aplastó las costillas y lo dejó de rodillas aullando. El último estuvo bastante mejor, un movimiento circular de carne y hierro que le penetró por la boca, le arrancó a medias la cabeza y empapó de sangre la pared. El Sanguinario se arrancó el cuchillo del hombro y lo arrojó al suelo. Un chorro de sangre manó de la herida, rezumó a través de la camisa, dibujando sobre ella una hermosa y cálida mancha roja.

Se cayó, se desvaneció en el aire, y, como una hoja volteada por el viento, rodó por el suelo. Un hombre pasó a su lado como una exhalación y lanzó una cuchillada con una espada corta al espacio que acababa de dejar vacío. Antes de que tuviera tiempo de darse la vuelta, el Sanguinario se le echó encima y le aferró ambas muñecas. Forcejó, se revolvió, pero todo era inútil. El pulso del Sanguinario era tan firme como las raíces de una montaña, tan implacable como las mareas.

—¿Envían a luchar contra mí a tipos como tú? —arrojó al hombre contra la pared y se estrujó contra él, apretándole las manos sobre la empuñadura hasta que hizo que la espada girara y se quedara apuntando a su pecho—. ¡Es un maldito insulto! —rugió mientras le ensartaba con su propia espada.

El hombre soltaba chillidos tras su máscara y el Sanguinario se reía y retorcía la hoja. Tal vez Logen se hubiera apiadado de él, pero Logen se encontraba muy lejos, y el Sanguinario era tan inclemente como el invierno. Menos aún. Acuchillaba, y cortaba, y cortaba, y sonreía, hasta que de pronto los alaridos se convirtieron en un borboteo y cesaron; entonces dejó que el cadáver se desplomara sobre las frías losas del suelo. Tenía los dedos pringados de la sangre; se los limpió en la ropa, en los brazos, en la cara: como debe ser.

El tipo de la chimenea estaba sentado flácidamente con la cabeza caída hacia atrás; sus ojos, vueltos hacia el techo, parecían dos piedras humedecidas. Volvía a formar parte de la tierra. El Sanguinario le desgarró la cara con la espada para asegurarse. Mejor que no quedaran dudas. El tipo del hacha, jadeando, gimiendo, reptaba hacia la puerta, arrastrando tras de sí sus piernas retorcidas.

—Quieto —la pesada hoja le machacó el cráneo y las losas de alrededor se cubrieron de sangre.

—Más —susurró el Sanguinario, y la habitación giró en torno a él mientras buscaba a la siguiente víctima—. ¡Más! —bramó, se rió; las paredes le devolvieron su risa y los cadáveres rieron con él—. ¿Dónde os habéis metido?

Vio una mujer de piel morena, con una herida sangrante en la cara y un cuchillo en la mano. No se parecía a los otros, pero serviría. Sonrió y se dirigió lentamente hacia ella, alzando la espada con ambas manos. La mujer retrocedió hasta interponer entre los dos la mesa, mirándole fijamente con sus ojos amarillos de loba. Una vocecilla parecía decirle que era uno de los suyos. Una pena.

—¿Eh, norteño? —le llamó desde el umbral una figura gigantesca.

—¿Quién me llama?

—El Quebrantapiedras.

Era grande el tipo aquél, muy grande, muy duro, muy salvaje. No había más que ver cómo apartaba el armario propinándole una patada con su enorme bota y luego avanzaba con paso retumbante triturando los platos rotos. Pero eso al Sanguinario le importaba bien poco: él estaba hecho para dar cuenta de gente así. Más grande había sido Tul Duru Cabeza de Trueno. Más duro Rudd Tresárboles. Y Dow el Negro era por lo menos el doble de salvaje. El Sanguinario los había vencido a todos ellos, y a muchos más. Cuanto más grande, más duro y más salvaje fuera, más terrible sería su caída.

—¿Quebrantamierdas? ¡A mí qué más me da! —dijo carcajeándose el Sanguinario—. ¡No eres más que el próximo en morir! —alzó su mano izquierda, teñida de sangre, extendió tres dedos y sonrió por el hueco que en tiempos ocupó su dedo medio—. A mí me llaman el Sanguinario.

—¡Bah! —el Quebrantapiedras se quitó la máscara y la arrojó al suelo—. ¡Mientes! El Norte está lleno de hombres a los que les falta un dedo. ¡Y no todos son Nuevededos!

—No. Sólo yo.

Un gesto de rabia deformó la enorme cara del gigante.

—¡Mientes, maldito! ¿Crees que vas a asustar al Quebrantapiedras apropiándote de un nombre que no te pertenece? ¡Voy a marcarte con la cruz de sangre! ¡Voy a mandarte de vuelta al barro, maldito cobarde mentiroso!

—¿Matarme, tú? —el Sanguinario soltó una carcajada ensordecedora—. ¡Iluso, aquí el único que mata soy yo!

No hubo más palabras. El Quebrantapiedras se abalanzó sobre él blandiendo un hacha en una mano y una maza en la otra, dos armas grandes y pesadas que sin embargo manejaba con suma agilidad. La maza barrió el aire y abrió un enorme agujero en el cristal de una de las ventanas. Luego descargó el hacha, que partió en dos uno de los tablones de la mesa, haciendo saltar por los aires los platos y derribando todos los candelabros. El Sanguinario se apartaba dando saltos: aún no había llegado su momento.

Luego rodó sobre la mesa y la maza le pasó rozando el hombro y se hundió en una de las losas del suelo, hendiéndola por la mitad y lanzando al aire una lluvia de esquirlas. El Quebrantapiedras rugió y comenzó a soltar golpes a diestro y siniestro con su hacha: partió en dos una silla, arrancó un trozo de piedra de la chimenea, abrió una profunda grieta en la pared. El hacha se quedó enganchada durante un instante en la madera y entonces la espada del Sanguinario surcó el aire como una centella y partió en dos mitades el mango, dejando al Quebrantapiedras con medio palo en su garra. Se desprendió de él, alzó la maza y, soltando un bramido, la descargó con toda su furia.

El Sanguinario se agachó y, mientras el golpe le pasaba por encima, su espada enganchó la cabeza de la maza y se la arrancó a la enorme mano que la tenía sujeta. El arma salió dando vueltas por el aire y se estrelló contra un rincón. El Quebrantapiedras, alargando sus gigantescas manos, se abalanzó sobre él. Ahora estaba demasiado cerca para poder usar la espada. Mientras sus fornidos brazos rodeaban al Sanguinario, doblándole, estrujándole, el Quebrantapiedras sonreía.

—¡Ya te tengo! —gritó cuando lo tuvo preso en un abrazo asfixiante.

Craso error. Más le hubiera valido abrazar un fuego abrasador.

¡Crack!

La frente del Sanguinario se estrelló contra la boca del Quebrantapiedras. Notó que el abrazo se aflojaba, y, como el topo en su madriguera, se retorció, se retorció y se retorció para hacerse más hueco. Luego echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo. La embestida del macho cabrío. El segundo cabezazo le rompió la nariz. El Quebrantapiedras exhaló un gruñido y sus enormes brazos se aflojaron otro poco más. El tercer topetazo le rompió un pómulo. Los brazos del Quebrantapiedras colgaban inertes. El cuarto le rompió la mandíbula. Ahora era el Sanguinario quien lo sujetaba, y, mientras estrellaba su frente contra la cara destrozada de su enemigo, no paraba de sonreír. El picoteo del pájaro carpintero, toc, toc, toc. Cinco. Seis. Siete. Ocho. El ritmo que marcaban los huesos de la cara al irse quebrando resultaba extremadamente satisfactorio. Al noveno, soltó al Quebrantapiedras, que se derrumbó de lado y cayó desmadejado al suelo con su cara destrozada chorreando sangre.

—¿Qué te ha parecido? —dijo entre risas el Sanguinario. Se limpió la sangre de los ojos y descargó sobre el cuerpo sin vida del Quebrantapiedras un par de patadas. De pronto, la habitación se puso a dar vueltas, a flotar a su alrededor, riendo, riendo—. Qué… te… mierda… —se tambaleó, pestañeó somnoliento, el fuego estaba a punto de extinguirse—. No… todavía no… —se le doblaron las rodillas. Todavía no. Aún había cosas que hacer, siempre las hay.

—Todavía no —rezongó, pero el tiempo se le había acabado…

… Logen soltó un chillido. Se desplomó. Le dolía todo el cuerpo. Las piernas, los hombros, la cabeza. Gimió hasta que la garganta se le inundó de sangre, se atragantó, tosió, rodó sobre sí, arañó el suelo. El mundo se había vuelto una mancha borrosa. Gárgaras de sangre se acumulaban en su garganta; las fue segregando hasta que tuvo la boca lo bastante vacía para seguir gimiendo.

Una mano le cerró la boca.

—¡Maldito pálido, deja de llorar de una vez! Basta, ¿me oyes? —una voz apremiante le susurraba al oído. Extraña, áspera—. Si no dejas de llorar, me largo, ¿entiendes? ¡No lo diré más! —La mano se apartó. Los dientes apretados de Logen dejaron escapar una bocanada de aire acompañada de un lamento agudo, prolongado, aunque no muy alto.

Una mano le rodeó la muñeca, le levantó el brazo. Soltó un grito ahogado al notar un tirón en el hombro, luego sintió que le arrastraban por una superficie dura. Era un suplicio.

—¡Levántate, maldito cabrón, no puedo contigo! ¡Levántate de una vez! No te lo volveré a repetir, ¿me oyes?

Le alzaban poco a poco y él trataba de ayudar haciendo fuerza con las piernas. El aire silbaba y chasqueaba en su garganta, pero podía hacerlo. El pie izquierdo, el derecho. Fácil. La rodilla se le dobló y una punzada de dolor le recorrió la pierna. Volvió a chillar, se derrumbó y se quedó postrado en el suelo. Mejor estarse quieto. Sus ojos se cerraron.

Recibió un bofetón en la cara, luego otro. Gruñó. Algo se deslizó bajo sus axilas, tiraban de él.

—¡Arriba, pálido! Arriba o te dejo aquí tirado. Ya no te lo digo más, ¿me oyes?

Inspirar, espirar. Primero un pie, luego el otro.

Pielargo estaba hecho un manojo de nervios; primero se pasaba un rato tamborileando con los dedos sobre el brazo de la silla y luego se ponía a contar con ellos mientras hacía un gesto negativo con la cabeza y musitaba algo sobre las mareas. Jezal permanecía en silencio, esperando contra toda esperanza que los dos salvajes se hubieran ahogado en el foso y que la empresa se hubiera ido al traste. Todavía estaba a tiempo de partir para Angland. Puede que no estuviera todo perdido…

Oyó cómo la puerta se abría a sus espaldas, y sus sueños se reventaron como un globo. Otra vez estaba hundido en la miseria, pero bastó con que se diera la vuelta para que ese sentimiento se viera reemplazado por otro de horrorizada sorpresa.

En el marco de la puerta se alzaban dos figuras andrajosas cubiertas de mugre y de sangre. Dos demonios escapados del infierno. La mujer gurka entró a trompicones en la habitación profiriendo maldiciones. La cabeza de Nuevededos colgaba hacia delante, uno de sus brazos rodeaba el hombro de la mujer, el otro, inerte a un lado, chorreaba sangre por las puntas de los dedos.

Dieron un par de tumbos y luego el pie vacilante del norteño tropezó contra la pata de una silla y los dos cayeron al suelo. La mujer lanzó un gruñido, se desembarazó del brazo con que se agarraba su compañero, lo apartó a un lado y se puso trabajosamente de pie. Nuevededos rodó por el suelo gimiendo, y un profundo tajo que tenía en el hombro se abrió y empezó a rezumar sangre sobre la alfombra. Una sangre de un rojo muy intenso, como el de la carne cruda de un animal en una carnicería. Jezal tragó saliva, horrorizado y fascinado a un tiempo.

—¡Por el aliento de Dios!

—Venían a por nosotros.

—¿Cómo?

—¿Quiénes?

En ese momento, una mujer se coló por la puerta; una pelirroja vestida de negro con el rostro oculto tras una máscara. Una Practicante, se dijo el cerebro embotado de Jezal, aunque no comprendía cómo es que estaba tan llena de moratones y por qué cojeaba de forma tan pronunciada. Detrás de ella se coló otro Practicante, un hombre armado con una espada enorme.

—Acompáñennos —dijo la mujer.

—¡Oblígame! —Maljinn le escupió. Jezal se quedó helado al verla sacar un cuchillo, y teñido de sangre además. ¡Se suponía que no podía estar armada! ¡No allí!

Se sintió un poco estúpido al darse cuenta de que él llevaba una espada. Pues claro que sí. Forcejeó un instante con la empuñadura y desenvainó con el vago propósito de dar un golpe en la cabeza a aquel demonio gurko antes de que hiciera alguna barbaridad. Si la Inquisición quería llevársela, por él no había ningún problema, y si ya de paso se llevaban a todos los demás, tanto mejor. Por desgracia, los Practicantes interpretaron mal su gesto.

—Tire eso —bufó la pelirroja entornando los ojos y lanzándole una mirada asesina.

—¡Me niego! —dijo Jezal, tremendamente ofendido de que hubieran creído que estaba del lado de aquellos bárbaros.

—Mmm… —masculló Quai.

—Aaargh —gimió Nuevededos mientras agarraba un trozo ensangrentado de la alfombra y tiraba de ella arrastrando la mesa por el suelo.

Un tercer Practicante se deslizó dentro y rodeó a la mujer pelirroja, su mano enguantada blandía una pesada maza. Un arma con un aspecto nada tranquilizador. Jezal no pudo evitar imaginarse el efecto que tendría sobre su cráneo si el tipo ése se la descargaba encima con todas sus fuerzas. Sus dedos juguetearon indecisos con la empuñadura de su espada: tenía una apremiante necesidad de que alguien le dijera qué debía hacer.

—He dicho que nos acompañen —volvió a decir la mujer mientras sus dos compañeros se adentraban lentamente en la habitación.

—Vaya por Dios —murmuró Pielargo, y, acto seguido, buscó refugio detrás de la mesa.

En ese momento la puerta del cuarto de baño se abrió de golpe y se estrelló contra la pared. Bayaz, completamente desnudo y chorreando agua jabonosa, apareció en el umbral. La lenta mirada de sus ojos vio primero a Ferro, que blandía un cuchillo y miraba con gesto torvo; luego a Pielargo, agazapado detrás la mesa; después a Jezal, con la espada desenvainada; a Quai, de pie y con la boca abierta; a Nuevededos, tirado en medio de un charco de sangre, y, finalmente, a los tres enmascarados, con las armas prestas para atacar.

Se produjo un tenso silencio.

—¿Pero qué pasa aquí? —rugió, y, acto seguido, se dirigió al centro de la habitación, chorreando agua por la barba, por la maraña de pelos blancos del pecho, por sus partes, que daban botes mientras caminaba. La visión no podía ser más singular. Un anciano desnudo haciendo frente a tres Practicantes de la Inquisición. Era absurdo, y, sin embargo, nadie se reía. Aun estando desnudo y empapado, aquel hombre tenía algo que imponía. De hecho, fueron los Practicantes quienes dieron un paso atrás, confundidos, asustados casi.

—Acompáñennos —repitió la mujer, pero su voz había adquirido de pronto un tono dubitativo. Uno de sus acompañantes avanzó con cautela en dirección a Bayaz.

Jezal sintió algo raro en el estómago. Una especie de tirón, una succión, una nauseabunda sensación de vacío. Era como volver a hallarse en medio del puente tendido a la sombra de la Casa del Creador. Sólo que peor. El semblante del mago había adquirido una expresión de extrema dureza.

—Se me ha agotado la paciencia —dijo.

Como una botella que hubiera caído desde una gran altura, el Practicante que tenía más cerca se hizo añicos. No se oyó ningún estruendo, sólo una especie de chapoteo. Hacía un momento era un hombre de una sola pieza que avanzaba hacia el anciano blandiendo en alto una espada. Y un instante después se había roto en mil pedazos. Una parte indeterminada de su cuerpo se emplastó contra el enlucido de la pared a la altura de la cabeza de Jezal. La espada del Practicante repiqueteaba en el suelo.

—¿Qué decía? —gruñó el Primero de los Magos.

Las rodillas de Jezal se habían puesto a temblar. La boca se le había quedado abierta. Se sentía desfallecido, mareado, hueco por dentro. Tenía la cara manchada de sangre, pero no se atrevió a moverse para limpiarse. Miraba fijamente al anciano desnudo sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Era como si de repente un bienintencionado payaso se hubiera transformado sin la más mínima vacilación en un asesino brutal.

Durante unos instantes, la mujer pelirroja, salpicada de sangre y cubierta de restos de carne y de huesos, permaneció inmóvil contemplando la escena con los ojos como platos, luego comenzó a retroceder hacia la puerta arrastrando los pies. El otro Practicante la imitó, y, en su prisa por salir de allí cuanto antes, estuvo a punto de tropezar con uno de los pies de Nuevededos. Todos los demás estaban quietos como estatuas. Jezal oyó unos pasos apresurados en el pasillo: los Practicantes huían para salvar la vida. Casi le dieron envidia. Al menos ellos iban a escapar. Pero él estaba atrapado en aquella pesadilla.

—¡Partimos de inmediato! ¡En cuanto me ponga los pantalones! —dijo Bayaz haciendo una mueca como si le doliera algo—. ¡Ocúpese de él, Pielargo! —gritó por encima del hombro. Por una vez, el Navegante parecía haberse quedado sin palabras. Pestañeó, se puso de pie, se acercó al norteño inconsciente, se agachó y arrancó una tira de su camisa desgarrada para usarla a modo de venda. Luego se detuvo un instante, como si no supiera por dónde empezar.

Jezal tragó saliva. Seguía con la espada en la mano, pero ni siquiera tenía fuerzas para volver a envainarla. Esparcidos por la habitación se veían trozos del desdichado Practicante: pegados a las paredes, al techo, a las personas. Jezal no había visto nunca morir a un hombre, y menos aún de una manera tan espantosa y antinatural. Lo lógico hubiera sido sentirse horrorizado, pero en realidad lo único que sentía era un inmenso alivio. En aquel momento sus propias tribulaciones le parecían una insignificancia.

Él, al menos, seguía vivo.