La Casa del Creador

El día amenazaba tormenta, y a lo lejos, recortada sobre jirones de nubes, se alzaba la lúgubre y adusta silueta de la Casa del Creador. El viento que se colaba entre los edificios barría las plazas del Agriont y hacía ondear los faldones del gabán negro de Glokta mientras renqueaba detrás del capitán Luthar y del presunto Mago, que llevaba al norteño de las cicatrices caminando a su lado. Sabía que los estaban vigilando. No nos han quitado ojo durante todo el trayecto. Tras las ventanas, en los portales, en los tejados. Había Practicantes por todas partes, sentía sus ojos.

Glokta había pensado, casi lo había deseado, que Bayaz y sus acompañantes aprovecharían la noche para salir huyendo, pero no había sido así. Al anciano calvo se le veía tan tranquilo, como si simplemente fuera a abrir un almacén de frutas. A Glokta aquello no le hacía ninguna gracia. ¿Cuándo se va a terminar esta farsa? ¿Cuándo tirará la toalla y reconocerá que el juego ha terminado? ¿Cuando lleguemos a la Universidad? ¿Cuando crucemos el puente? ¿Cuando nos encontremos en las mismísimas puertas de la Casa del Creador y se compruebe que su llave no encaja en ninguna parte? No obstante, en algún rincón de su mente le rondaban otras ideas: ¿Y si no se termina? ¿Y si abre la puerta? ¿Y si realmente es quien dice ser?

Mientras cruzaban el patio desierto en dirección a la Universidad, Bayaz no paraba de hablarle a Luthar. Con la misma naturalidad que un abuelo que estuviera charlando con su nieto favorito, e igual de pesado.

—… hay que ver lo que ha crecido esta ciudad desde la última vez que la visité. Aún me acuerdo de cuando ese barrio tan populoso al que ahora llaman Tres Granjas no lo formaban más que ¡tres granjas! ¡Vaya si me acuerdo! ¡Estaba lejísimos de las murallas de la ciudad!

—Mmm… —masculló Luthar.

—¿Y esa nueva sede que se ha hecho construir el Gremio de los Especieros? Jamás había visto semejante ostentación…

Mientras renqueaba detrás de ellos, la mente de Glokta trabajaba febrilmente, intentando pescar algún significado oculto en aquel mar de naderías, esforzándose por descubrir un orden en aquel caos. ¿Por qué me ha elegido a mí como testigo? ¿No habría sido más lógico elegir al propio Archilector? ¿Pensará el tal Bayaz que soy más fácil de engañar? ¿Y por qué a Luthar? ¿Porque ha ganado el Certamen? ¿Pero cómo lo ha ganado? ¿No será que él también está metido en el ajo? Pero si Luthar estaba complicado en un siniestro plan, lo cierto es que no lo aparentaba. Glokta no había advertido ni el más mínimo indicio de que fuera algo distinto de lo que parecía ser: un joven idiota y ególatra.

Y luego está ese otro enigma. Glokta miró de reojo al gigante del Norte. Tras aquel rostro cubierto de cicatrices no se adivinaba ningún funesto propósito; de hecho, no parecía haber nada ahí dentro. ¿Es muy estúpido o es muy listo? ¿Se le puede ignorar o hay que temerlo? ¿Es el sirviente o es el señor? Ninguna de esas preguntas tenía respuesta. Por el momento.

—Vaya, este lugar no es más que una sombra de lo que fue —dijo sorprendido Bayaz deteniéndose ante la puerta de la Universidad y contemplando la descoyuntada y mugrienta pareja de estatuas. Acto seguido, descargó un par de puñetazos sobre la madera carcomida, y la puerta giró sobre sus goznes. Para gran sorpresa de Glokta, se había abierto casi de inmediato.

—Les están esperando —dijo el anciano portero. Le rodearon y se internaron en la oscuridad—. Les conduciré hasta… —comenzó a decir el anciano mientras cerraba la chirriante puerta con un forcejeo.

—¡No se moleste, conozco el camino! —le dijo Bayaz girando la cabeza y poniéndose a andar a buen paso por el polvoriento pasillo. Glokta se esforzó por seguirlo. Pese al frío que hacía ahí dentro, sudaba a mares y la pierna le estaba martirizando. El esfuerzo que tenía que hacer para mantener aquel ritmo apenas le dejaba tiempo para plantearse cómo era posible que aquel maldito calvo conociera tan bien el edificio. Pero está claro que lo conoce. Avanzaba raudo por el pasillo como si se hubiera pasado allí toda la vida, expresando de vez en cuando su disgusto por el estado del lugar con un chasquido de la lengua y sin parar de parlotear en ningún momento.

»¿Había visto alguna vez tanto polvo junto, capitán Luthar? ¡No me extrañaría nada que no hubieran limpiado desde la última vez que estuve aquí! ¡No llego a comprender cómo es posible que alguien pueda pensar en semejantes condiciones! No llego a comprenderlo… —Los Adeptos fallecidos y merecidamente olvidados a lo largo de los siglos les contemplaban con expresión sombría desde los lienzos como si se sintieran molestos por el ruido que estaban metiendo.

A medida que se iban sucediendo los pasillos, cada vez estaba más claro que la Universidad no era más que un edificio abandonado, vetusto y polvoriento, donde lo único que había eran cuadros mugrientos y libros enmohecidos. A Jezal los libros nunca le habían interesado demasiado. Había leído algún que otro manual de esgrima y de equitación, un par de tratados sobre campañas militares famosas y en cierta ocasión había abierto las tapas de un grueso volumen sobre la historia de la Unión que encontró en el despacho de su padre, pero, tras leer tres o cuatro páginas, lo había dejado, muerto de aburrimiento.

Bayaz seguía con su perorata:

—Aquí fue donde nos enfrentamos a los seguidores del Creador. Jamás podré olvidarlo. No paraban de gritar pidiendo a Kanedias que acudiera en su auxilio, pero él ni se molestó en bajar. Aquel día estas salas se inundaron de sangre, retumbaron con gritos de terror, se llenaron de humo.

Jezal no tenía ni idea de por qué aquel viejo idiota le había escogido a él para hacerle partícipe de sus batallitas, y, encima, no se le ocurría nada que decir.

—Debió de ser bastante… violento —aventuró.

Bayaz asintió:

—Lo fue. Y no me siento orgulloso de ello. Pero también los hombres buenos tienen que recurrir a veces a la violencia.

—Ajá —apostilló el norteño. Jezal ni se había dado cuenta de que estaba siguiendo la conversación.

—En fin, eran otros tiempos. Tiempos violentos. Por aquel entonces, sólo las gentes del Viejo Imperio habían salido del estado de barbarie. Lo crea o no, Midderland, el corazón de la Unión, era poco más que una pocilga. Una tierra baldía habitada por tribus primitivas que se pasaban todo el tiempo guerreando unas con otras. Los más afortunados entraron al servicio del Creador. Pero el resto no eran más que unos salvajes con la cara pintarrajeada que carecían de escritura y de ciencia y que apenas se distinguían de las fieras salvajes.

Jezal lanzó una mirada furtiva a Nuevededos. No resultaba difícil imaginarse un estado de barbarie como ése con aquel bruto al lado, pero era absurdo pretender que su hermoso país había sido en tiempos una tierra baldía y que él descendía de unos seres tan primitivos. Aquel viejo calvo era un mentiroso compulsivo o un demente, pero por la razón que fuera había mucha gente importante que parecía tomárselo en serio.

Y Jezal consideraba que siempre era preferible seguir el criterio de la gente importante.

Siguiendo a los demás, Logen accedió a un patio destartalado, ceñido en tres de sus lados por los ruinosos pabellones de la Universidad y en el cuarto por la cara interna de uno de los imponentes lienzos de las murallas del Agriont. Todo estaba cubierto de musgo, de gruesas matas de hiedra, de zarzas secas. En medio de la maleza, sentado en una silla desvencijada, había un hombre que los miraba acercarse.

—Les estaba esperando —dijo mientras se ponía de pie con cierta dificultad—. Dichosas rodillas. Ya no estoy para muchos trotes —un tipo común y corriente, algo entrado en años, que vestía una camisa raída con varias manchas en la pechera.

Bayaz le miró con el ceño fruncido.

—¿Es usted el Jefe de los Guardianes?

—Así es.

—¿Y dónde está el resto de la guardia?

—Mi esposa está preparando el desayuno, pero, quitándola a ella, aquí no hay más guardia que yo. Hoy hay huevos —dijo alegremente dándose unas palmadas en el estómago.

—¿Cómo?

—Me gusta tomar huevos para desayunar.

—Que a usted le sienten bien —repuso Bayaz con un tono un tanto destemplado—. En tiempos del Rey Casamir, los cincuenta soldados más valientes de la Guardia Real eran nombrados Guardianes de la Casa y se ocupaban de custodiar sus puertas. No había honor más alto que ése.

—De eso hace ya mucho —dijo el único guardián mientras se arreglaba un poco la camisa—. En mis años mozos éramos nueve, pero todos acabaron dedicándose a otros menesteres, o se murieron, y nunca fueron reemplazados. No sé quién se ocupará de esto cuando yo ya no esté. No parece que haya muchas solicitudes.

—En fin, me deja usted pasmado —acto seguido, Bayaz se aclaró la garganta—. ¡Oh, Jefe de los Guardianes! Yo, Bayaz, el Primero de los Magos, solicito su permiso para ascender por las escaleras que conducen al quinto portillo, para traspasar el quinto portillo y acceder al puente, y para cruzar el puente y llegar hasta la puerta de la Casa del Creador.

El Jefe de los Guardianes le miró entornando los ojos.

—¿Habla usted en serio?

Bayaz estaba empezando a perder la paciencia.

—Sí. ¿Por qué?

—Aún recuerdo al último tipo que lo intentó, fue cuando yo no era más que un chaval. Un tipo importante, uno de esos sabios, supongo. Subió por esas escaleras acompañado de diez fornidos obreros provistos de cinceles, piquetas, martillos y no sé cuantas cosas más. Nos dijo que iba a abrir la Casa y a sacar todos sus tesoros. A los cinco minutos ya estaban de vuelta. Se fueron sin decir palabra y con la misma cara que si hubieran visto caminar a los muertos.

—¿Qué les ocurrió? —susurró Luthar.

—Ni idea, pero le puedo asegurar que no llevaban ningún tesoro.

—Un relato bastante desalentador, sin duda, pero de todos modos iremos —sentenció Bayaz.

—En fin, ustedes verán —y, dicho aquello, el anciano se dio media vuelta y, con la espalda encorvada, comenzó a caminar por el destartalado patio. Ascendieron por una angosta escalera, cuyos peldaños estaban bastante desgastados por el centro, accedieron a un pasadizo que había en lo alto de las murallas del Agriont, y, tras recorrerlo, llegaron a un estrecho portillo envuelto en sombras.

Cuando se descorrieron los cerrojos, Logen sintió un extraño ramalazo de inquietud. Encogió los hombros y trató de desembarazarse de aquella sensación. El Guardián le miró y le dirigió una sonrisa.

—¿Ya lo siente, eh?

—¿El qué?

—El aliento del Creador, así es como lo llaman —luego empujó suavemente la puerta. Se abrieron las dos hojas y la luz rasgó la oscuridad—. El aliento del Creador, sí señor.

Glokta renqueaba por el puente con los dientes apretados contra las encías y el ánimo embargado por la dolorosa conciencia del inmenso abismo que se abría bajo sus pies. Se trataba de una elegante construcción de un solo arco, que arrancaba de la parte alta de las murallas del Agriont y desembocaba en la puerta de la Casa del Creador. Más de una vez lo había admirado desde la ciudad, al otro lado del lago, preguntándose cómo era posible que hubiera aguantado en pie tantos años. Una obra notable, espectacular y hermosa. Aunque ahora, desde luego, no me parece tan hermosa. Su anchura, apenas superior a la de un hombre tumbado, no daba ninguna seguridad, sobre todo considerando que a ambos lados se abría un vertiginoso precipicio que terminaba en el agua. Peor aún, no tenía pretil. Ni siquiera una mísera barandilla de madera. Y hoy sopla un aire muy fresco.

Luthar y Nuevededos tampoco parecían tenerlas todas consigo. Y eso que ellos pueden usar las dos piernas sin que les duela. Sólo Bayaz realizaba el largo recorrido sin dar ninguna muestra de inquietud; caminaba con un paso tan seguro como si estuviera dando un paseo por un sendero campestre.

Sobre ellos se alzaba en todo momento la imponente sombra de la Casa del Creador. Cuanto más se aproximaban a ella, más descomunal parecía; incluso su pretil más bajo se encontraba bastante por encima de la muralla del Agriont. Una adusta montaña negra que emergía de las aguas del lago y ocultaba la luz del sol. Un edificio de otras épocas, construido según las escalas de otros tiempos.

Glokta volvió la cabeza y miró hacia el portillo que habían dejado atrás. ¿Qué era eso que se veía entre las almenas de la muralla? ¿Un Practicante vigilando? Perfecto, así verían cómo el anciano fracasaba en su intento de abrir la puerta. Cuando regresaran, le estarían esperando para apresarlo. Pero entre tanto tengo que arreglármelas yo solo. No era un pensamiento demasiado tranquilizador.

Y Glokta estaba muy necesitado de algo que le tranquilizara un poco. A medida que proseguía su renqueante marcha por el puente, se iba sintiendo invadido por el miedo. No se debía sólo a la altura, a la extraña compañía o a la torre que se alzaba imponente ante ellos. Era un miedo primigenio e irracional. El terror animal de las pesadillas. Con cada paso vacilante que daba, el miedo se incrementaba un poco más. Ya distinguía la puerta, un cuadrado de metal oscuro inserto en las lisas piedras de la torre. En su centro tenía grabado un círculo formado por una serie de letras. Por alguna extraña razón, al verlas, tuvo ganas de vomitar, pero a pesar de ello se aproximó para contemplarlas más de cerca. Eran dos los círculos: uno de letras grandes y otro de letras más pequeñas, escritas en un alfabeto de finos caracteres que le era desconocido. Glokta empezaba a sentir un nudo en el estómago. Le pareció ver muchos círculos: una infinidad de letras y trazos demasiado intrincados para poder captarlos. Bailaban ante sus ojos, que empezaban a picarle y a llenársele de lágrimas. No pudo seguir avanzando. Se quedó quieto, apoyado en su bastón, empleando hasta la última gota de su voluntad en refrenar sus deseos de doblar las rodillas, darse media vuelta y alejarse de allí a rastras.

Nuevededos tampoco lo llevaba mucho mejor. Respiraba ruidosamente por la nariz y en su semblante se dibujaba una expresión del más absoluto espanto y repulsión. Pero el estado de Luthar era aún peor: tenía los dientes apretados, la cara pálida y parecía estar paralizado. Mientras Glokta pasaba renqueando a su lado, hincó lentamente una rodilla y se quedó jadeando en el suelo.

Bayaz, en cambio, no parecía sentir ningún temor. Se dirigió directamente a la puerta y pasó los dedos por los símbolos de mayor tamaño.

—Once guardas a un lado y otras once en sentido inverso —luego palpó el círculo de los caracteres más pequeños—. Y once veces once —finalmente, recorrió con un dedo la fina línea que los bordeaba por fuera. ¿Es posible que esa línea esté formada también por unas letras minúsculas?— ¿Quién sabe cuántos cientos habrá aquí? ¡Un conjuro verdaderamente poderoso!

La atmósfera de sobrecogimiento sólo se vio parcialmente aliviada por el ruido que hizo Luthar al vomitar desde el puente.

—¿Qué es lo que dice? —graznó Glokta, que también había tenido que tragar algo de bilis.

El anciano le dirigió una mirada risueña.

—¿Es que no lo siente, Inquisidor? Dice: dense media vuelta. Dice: largo de aquí. Dice: …nadie …podrá …pasar. Pero el mensaje no está dirigido a nosotros —acto seguido, se metió la mano por el cuello de la camisa y sacó la varilla. Estaba hecha del mismo metal oscuro que la puerta.

—No deberíamos estar aquí —gruñó Nuevededos a sus espaldas—. Este lugar está muerto. Sería mejor que nos fuéramos —pero Bayaz no pareció oírle.

—La magia ha desaparecido del mundo —le oyó susurrar Glokta—, y todos los logros de Juvens yacen en ruinas —calibró un instante la llave en la mano y luego la fue alzando poco a poco—. Pero las obras del Creador se mantienen tan firmes como el primer día. El tiempo no ha conseguido menoscabarlas… y nunca lo conseguirá. —Aunque no se apreciaba que hubiera ninguna apertura, la llave se introdujo lentamente en la puerta. Despacio, muy despacio, justo en el centro de los dos círculos. Glokta contuvo el aliento.

Clic.

No pasó nada. La puerta no se abrió. Ya está. El juego ha terminado. Glokta sintió un ramalazo de alivio mientras se giraba hacia el Agriont para hacer una seña a los Practicantes que había distribuidos a lo largo de la muralla. No hace falta ir más allá, no hace falta. Pero, entonces, desde las profundidades del edificio se oyó un eco.

Clic.

Glokta notó que su cara palpitaba al unísono con aquel ruido. ¿Me lo he imaginado? Deseaba con todas sus fuerzas que fuera así.

Clic.

Otra vez. No hay error posible. De pronto, ante su mirada atónita, los círculos de la puerta se pusieron a girar. Glokta, asombrado, retrocedió un paso, y su bastón arañó las losas del puente.

Nada permitía suponer que el metal no fuera de una sola pieza, no había grietas, ni ranuras, ni ningún mecanismo, y, sin embargo, los círculos giraban, cada uno a un ritmo distinto.

Clic, clic, clic.

Cada vez más rápido. Glokta sintió que se mareaba. El círculo interno, el de las letras más grandes, giraba con extremada lentitud. Pero el círculo externo, el más fino, se movía a tal velocidad que sus ojos eran incapaces de seguirlo.

… Clic, clic, clic.

Mientras los símbolos se sucedían unos a otros, comenzaron a aparecer unas formas: líneas, cuadrados y triángulos de una complejidad inimaginable bailaban un instante ante la mirada de Glokta y luego se desvanecían debido al continuo girar de las ruedas.

Clic.

Los círculos se detuvieron en una disposición distinta a la original. Bayaz se irguió y retiró la llave de la puerta. Entonces se oyó un tenue rumor, como un ruido de agua lejana, y, de pronto, en el centro de la puerta apareció una rendija. Poco a poco, muy suavemente, las dos hojas comenzaron a separarse. El espacio entre ellas se iba ampliando cada vez un poco más.

Clic.

Las hojas se insertaron en los lados del arco de entrada. La puerta estaba abierta.

—A esto le llamo yo una obra bien hecha —dijo en voz baja Bayaz.

Del interior no llegaba ningún aire fétido, ningún hedor a podredumbre y descomposición, nada que indicara el largo tiempo transcurrido, sólo una leve brisa de un aire fresco y seco. Y, sin embargo, la sensación es de haber abierto un ataúd.

Exceptuando el ruido del viento que rozaba las oscuras piedras, el susurro del aliento de Glokta en su garganta reseca y el rumor del agua abajo a lo lejos, reinaba el más absoluto silencio. El terror sobrenatural había desaparecido. Lo único que sentía Glokta mientras miraba el arco de entrada era una profunda inquietud. Pero no mayor que la que siento cuando espero fuera del despacho del Archilector. Bayaz se dio la vuelta y los miró con semblante risueño.

—Muchos años han pasado desde que sellé este lugar y, a lo largo del lento transcurrir del tiempo, ningún hombre ha traspasado este umbral. Deben sentirse muy honrados los tres —pero Glokta no se sentía honrado. Se sentía enfermo—. Hay peligros ahí dentro. No toquen nada y sigan en todo momento mis pasos. No se separen de mí, porque los caminos cambian.

—¿Cambian? —inquirió Glokta—. ¿Cómo es eso posible?

El anciano se encogió de hombros.

—Soy el portero —dijo mientras volvía a meterse la llave y la cadena debajo de la camisa—, no el arquitecto —y se internó en aquel mundo de sombras.

Jezal no se sentía bien, nada bien. No se trataba sólo de las incontenibles náuseas que por alguna razón le habían provocado las letras de la puerta, era algo más. Un súbito acceso de espanto y repulsión, como si hubiera cogido una copa y se la hubiera bebido pensando que contenía agua y hubiera resultado ser otra cosa. En este caso, seguramente, orina. La sensación de asco era similar, sólo que daba toda la impresión de que no iba a pasarse al cabo de unos minutos, ni siquiera al cabo de varias horas. De forma súbita, muchas cosas que antes le habían parecido meras sandeces, o simples cuentos de viejos, se presentaban ante sus ojos como hechos incuestionables. El mundo se había vuelto un lugar muy distinto a como era el día anterior, un lugar extraño y perturbador, y le gustaba infinitamente más como era antes.

No entendía qué pintaba él ahí. Jezal apenas sabía nada de historia. Kanedias, Juvens, incluso el propio Bayaz, no eran más que unos nombres que había oído de niño y que ni siquiera entonces le habían interesado en lo más mínimo. Lo suyo era mala suerte, nada más. Había ganado el Certamen y, sin embargo, ahí estaba, deambulando por una absurda y vetusta torre. Porque no era más que eso. Una torre absurda y vetusta.

—Bienvenidos a la Casa del Creador —dijo Bayaz.

Jezal alzó la vista del suelo y se quedó boquiabierto. La palabra «casa» proporcionaba una descripción muy pobre de la inmensidad de aquel ámbito sumido en penumbra. La Rotonda de los Lores habría cabido entera sin ningún problema, e incluso habría sobrado espacio. Los muros estaban compuestos por unas piedras bastas, colocadas a hueso, que se apilaban desordenadamente unas sobre otras y se perdían en las alturas. Sobre el centro de la sala, a bastante altura, había algo colgado. Un objeto enorme, fascinante.

A Jezal le hizo pensar en una reproducción a escala gigantesca de un instrumento de navegación. La estructura estaba compuesta por dos inmensos anillos metálicos entrelazados, que brillaban en medio de la penumbra, y muchos otros anillos más pequeños que se insertaban en ellos o los rodeaban. Debía de haber varios centenares, y en su superficie se distinguían una especie de marcas: un tipo de escritura tal vez o quizás simples muescas carentes de sentido. En medio de todo colgaba una gran bola negra.

Los pasos de Bayaz resonaban en las alturas mientras avanzaba hacia el centro del vasto espacio circular. El suelo se hallaba surcado por unas intrincadas líneas de un metal brillante que se engastaba en la piedra negra. Jezal le seguía andando muy lentamente. Caminar por un espacio tan vasto como aquél producía una especie de sensación de temor, de mareo.

—Esto es Midderland —dijo Bayaz.

—¿Cómo?

El anciano señaló al suelo. De pronto, las enmarañadas líneas comenzaron a cobrar sentido. Representaban costas, montes, ríos, tierras, mares. La silueta de Midderland, que Jezal había visto representada en innumerables mapas, se extendía bajo sus pies.

—La totalidad del Círculo del Mundo —Bayaz hizo un gesto señalando el suelo interminable—. En esa dirección se encuentra Angland y, un poco más allá, el Norte. Gurkhul está a ese otro lado. Ahí están Starikland y el Viejo Imperio; por allí, las ciudades estado de Estiria y, tras ellas, Suljuk y la lejana Thond. Kanedias se dio cuenta de que las tierras del mundo conocido formaban un círculo, cuyo centro se encontraba aquí, en esta misma Casa, y cuyos límites exteriores pasaban por la isla de Shabulyan, en el lejano oeste, más allá del Viejo Imperio.

—Los confines del Mundo —se dijo el norteño, asintiendo lentamente con la cabeza.

—Valiente arrogancia pensar que la casa de uno es el centro de todas las cosas —observó en tono despectivo Glokta.

—Sí, sí —Bayaz recorrió con la mirada la vasta sala—. El Creador nunca anduvo escaso de arrogancia. Y sus hermanos tampoco.

Jezal miraba embobado hacia arriba. La altura de la sala parecía superar incluso a su anchura; su techo, si es que lo tenía, se perdía entre las sombras. A unas veinte zancadas de altura se distinguía una barandilla de hierro que rodeaba las bastas piedras del muro, una galería tal vez. Más arriba todavía, casi indistinguibles, se veía otra y otra y otra. Por encima de todo ello colgaba el extraño artilugio.

De pronto, Jezal pegó un bote. ¡Se estaba moviendo! ¡Todo se estaba moviendo! Lenta, suavemente, sin hacer ruido, los anillos cambiaban de posición, giraban, daban vueltas unos alrededor de los otros. No podía imaginarse qué era lo que los impulsaba. Puede que al girar la llave en la cerradura se hubieran puesto en marcha… ¿o es que no habían parado de dar vueltas durante todos esos años?

Empezaba a marearse. Ahora todo el mecanismo parecía dar vueltas, girando cada vez a mayor velocidad, y lo mismo sucedía con las galerías, que se movían en sentidos opuestos. No parecía que mantener la vista alzada contribuyera a mejorar su estado de desorientación, así que bajó la cabeza y clavó sus ojos doloridos en el mapa de Midderland que tenía bajo los pies. ¡Era aún peor! ¡Ahora parecía que todo el suelo se movía! ¡La cámara entera giraba a su alrededor! Los arcos de los pasadizos, no menos de una docena, le parecían todos iguales. No lograba reconocer por cuál de ellos habían entrado. Se sintió acometido por una intensa sensación de pánico. Lo único que permanecía inmóvil era aquel lejano orbe negro que colgaba en medio del artilugio. Desesperado, fijó en él la vista y se forzó a respirar más lentamente.

La sensación se le fue pasando. La inmensa sala volvía a estar parada, o casi. Aunque de forma casi imperceptible, los anillos continuaban avanzando centímetro a centímetro. Tragó saliva, encorvó los hombros y, manteniendo la cabeza agachada, se apresuró a seguir a los demás.

—¡Por ahí no! —rugió de pronto Bayaz. Su voz rasgó el denso silencio, rebotó contra los muros y su eco se propagó un millar de veces por el cavernoso espacio.

—¡Por ahí no!

—¡Por ahí no!

Jezal dio un salto hacia atrás. El arco, y el oscuro ámbito que se abría al otro lado, parecía idéntico al que habían tomado sus compañeros, pero ahora se dio cuenta de que se encontraban en otro que había un poco más a la derecha. Debía de haberse desviado sin darse cuenta.

—¡Ya le he dicho que me siga a todas partes! —siseó Bayaz.

—¡Por ahí no!

—¡Por ahí no!

—Lo siento —titubeó Jezal con una voz que sonaba miserablemente apagada en medio de aquel inmenso espacio—. Pensé que… ¡todo me parece igual!

Bayaz le posó una mano en el hombro para tranquilizarle y lo empujó suavemente hacia delante.

—No era mi intención asustarle, amigo mío, pero sería una auténtica pena que alguien tan prometedor como usted nos fuera arrebatado a una edad tan temprana —Jezal tragó saliva y volvió la vista hacia el umbral oscuro, preguntándose qué le habría aguardado allí. Su mente le proporcionó un buen número de alternativas, a cual más desagradable.

Los ecos seguían susurrándole al oído mientras se apartaba de allí: …por ahí no, por ahí no, por ahí no…

A Logen le repugnaba aquel lugar. Las piedras tenían una frialdad de muerte, el aire una inmovilidad de muerte, hasta el ruido de sus propios pasos sonaba apagado y mortecino. No hacía ni frío ni calor, y, sin embargo, tenía la espalda empapada de sudor y sentía en el cuello la picazón de un temor inexplicable. A cada pocos pasos se volvía de golpe asediado por la súbita sensación de que le vigilaban, pero nunca había nadie detrás. Sólo aquel chico, Luthar, y el tullido Glokta, que, a juzgar por su aspecto, debían de sentirse tan inquietos y confundidos como él.

—Le perseguimos por estos mismos vestíbulos —susurró Bayaz—. Éramos once. Fue la última vez que estuvimos juntos todos los Magos. Bueno, todos menos Khalul. Zacharus y Cawneil lucharon aquí con el Creador y fueron derrotados. Tuvieron suerte de salir con vida. Anselmi y Dientemellado no tuvieron tanta suerte. Kanedias acabó con ellos. Aquel día perdí dos buenos amigos, dos hermanos.

Bordearon con cautela un estrecho balcón iluminado por una pálida cortina de luz. A un lado, las piedras lisas ascendían formando un escarpado muro; al otro, se precipitaban hacia abajo hasta perderse en la oscuridad. Un pozo negro, lleno de sombras, sin lado opuesto ni límite superior o inferior. A pesar de la inmensidad del espacio, no había eco. El aire no se movía. No se apreciaba ni la más leve brisa. Una atmósfera tan viciada y enrarecida como la de una tumba.

—Seguro que ahí abajo hay agua —musitó Glokta asomándose a la barandilla con el ceño fruncido—. Algo tiene que haber, ¿no? —luego entornó los ojos y miró hacia arriba—: ¿Dónde está el techo?

—Este lugar apesta —se quejó Jezal mientras se apresuraba a taparse la nariz.

Logen, por una vez, estaba de acuerdo con él. Era un olor que conocía muy bien, y, al sentirlo, sus labios se fruncieron con un gesto de asco.

—Huele igual que los cabrones de los Cabezas Planas.

—Claro —dijo Bayaz—, los Shanka también son obra del Creador.

—¿Obra suya?

—Desde luego. Tomó arcilla, metal y restos de carne y los creó.

Logen le miraba fijamente.

—¿Los creó?

—Sí, para que lucharan en su guerra. Contra nosotros. Contra los Magos. Contra su hermano Juvens. Fue aquí mismo donde concibió al primer Shanka; luego los soltó para que crecieran, se reprodujeran y sembraran la destrucción en el mundo. Para eso fueron creados. Muchos años después de la muerte de Kanedias aún seguíamos dándoles caza, pero no pudimos capturarlos a todos. Los empujamos hacia los rincones más recónditos del mundo, allí han crecido, se han reproducido y ahora vuelven para seguir creciendo, reproduciéndose y sembrando la destrucción, que es lo único que saben hacer. —Logen le contemplaba boquiabierto.

—Los Shanka —Luthar dejó escapar una risilla sarcástica y sacudió la cabeza con incredulidad.

Pero Logen consideraba que los Cabezas Planas no eran cosa de risa. Se volvió bruscamente y su imponente figura se alzó ante Luthar en la penumbra, bloqueándole el paso en medio del angosto balcón.

—¿Qué tiene de gracioso?

—Por favor, todo el mundo sabe que no existe nada semejante.

—Me he pasado toda la vida luchando contra ellos con mis propias manos —gruñó Logen—. Mataron a mi esposa, a mis hijos, a mis amigos. El Norte está infestado de esos malditos Cabezas Planas —Logen se inclinó hacia él—. Así que no me diga que no existen.

Luthar había empalidecido. Miró a Glokta en busca de ayuda, pero el Inquisidor se había recostado en la pared y se frotaba la pierna con los labios apretados y su rostro hierático empapado de sudor.

—¡No me interesa si existen o no! —exclamó.

—El mundo está lleno de Shanka —masculló Logen pegando su cara a la de Luthar—. Así que es muy posible que llegue un día en que se encuentre con alguno —luego se dio la vuelta y siguió enojado a Bayaz, que desaparecía ya por el arco que se abría al otro extremo del balcón. No le hacía ninguna gracia quedarse rezagado en un sitio como aquél.

Otro vestíbulo más. Aquél era enorme, y a sus lados, envuelto en penumbra, se alzaba silencioso un bosque de columnas. Desde arriba caían unos haces de luz que dibujaban extrañas formas en el enlosado, un entramado de luces y sombras, de líneas blancas y negras.

Como si compusieran un texto. ¿Algún mensaje oculto? ¿Dirigido a mí tal vez? Glokta se estremeció. Tal vez si me quedo un buen rato mirándolo, consiga desentrañarlo…

Luthar pasó por delante de él y su sombra se proyectó sobre el suelo: las líneas se quebraron y la sensación se desvaneció. Glokta se sacudió. Este maldito lugar va a conseguir que pierda la razón. Debo pensar con claridad. Atente a los hechos, Glokta, nada más que a los hechos.

—¿De dónde proviene esa luz?

Bayaz agitó una mano.

—De arriba.

—¿Hay ventanas?

—Es posible.

Glokta avanzaba lentamente, su bastón repicaba sobre un tramo de luz y luego sobre otro de oscuridad, mientras su bota izquierda se arrastraba por detrás.

—¿Es que aquí sólo hay vestíbulos? ¿Qué sentido tiene eso?

—¿Quién puede conocer la mente del Creador? —salmodió pomposamente Bayaz—. ¿Cómo adivinar sus inescrutables designios? —Se diría que se complacía en no dar nunca una respuesta clara.

A Glokta todo aquel lugar le parecía una obra descabellada:

—¿Cuánta gente vivía aquí?

—En sus mejores tiempos, hace muchos años, varios cientos de personas. Todo tipo de gentes que servían a Kanedias y le ayudaban en sus trabajos. Pero el Creador era desconfiado y se mostraba muy celoso de sus secretos. Poco a poco fue echando a sus colaboradores, enviándolos a el Agriont o a la Universidad. Hacia el final, ya sólo quedaban aquí tres personas. El propio Kanedias, su ayudante Paremias —Bayaz hizo una breve pausa— y su hija, Tolomei.

—¿La hija del Creador?

—Sí, ¿por qué? —le espetó el anciano.

—Por nada, por nada. —Pero parece que durante un instante se le ha desprendido la máscara. Resulta extraño que conozca tan bien todo lo referente a este lugar—. ¿Cuándo vivió usted aquí?

Las cejas de Bayaz se juntaron dibujando un profundo ceño:

—Hace usted demasiadas preguntas.

Glokta se quedó quieto mirando cómo Bayaz proseguía su marcha. Sult estaba equivocado. Después de todo, va a resultar que el Archilector también es un ser falible. ¿Quién es este calvo irritable que puede hacer que el hombre más poderoso de La Unión parezca un simple patán? En medio de las entrañas de aquel lugar sobrenatural la respuesta no sonaba tan descabellada. El Primero de los Magos.

—Aquí está.

—¿El qué? —preguntó Logen. El vestíbulo se prolongaba en todas direcciones, trazando una leve curva y flanqueado por unos muros formados por una sucesión ininterrumpida de bloques de piedra que se perdían en la oscuridad.

Bayaz no le respondió. Estaba palpando las piedras como si buscara algo.

—Sí, aquí está —Bayaz se sacó la llave de la camisa—. Tal vez quieran prepararse.

—¿Para qué?

El Mago introdujo la llave en un agujero invisible. Al instante, uno de los bloques del muro desapareció: salió disparado hacia arriba e impactó en el techo con un tremendo estrépito. Logen se tambaleaba y sacudía la cabeza. Se fijó que Jezal estaba doblado hacia delante tapándose las orejas con las manos. El vestíbulo entero retumbaba con unos ecos atronadores.

—Esperen aquí —dijo Bayaz, aunque el zumbido que tenía Logen en la cabeza apenas le permitió oírle—. No toquen nada. No se muevan —acto seguido se introdujo en la apertura, dejando la llave alojada en el muro.

Logen trató de ver a dónde se dirigía. Una luz trémula iluminaba un estrecho pasadizo por el que se filtraba un rumor parecido al de un chorro de agua. Luego se volvió para mirar a los otros dos. Puede que la advertencia de Bayaz sólo se refiriera a ellos. Se agachó para traspasar el umbral.

Y al alzar la cabeza tuvo que entrecerrar los ojos. Se encontraba en una cámara circular brillantemente iluminada. Tras la oscuridad del resto del edificio, aquella luz cegadora, que caía desde una gran altura, casi hacía daño a la vista. Los muros curvos estaban magistralmente labrados con una impoluta piedra blanca por la que corrían innumerables hilos de agua que caían en un estanque redondo. Logen sentía la frescura y la humedad del aire en la piel. Una estrecha pasarela escalonada arrancaba del pasadizo y ascendía hasta un esbelto pilar blanco que emergía del agua. Bayaz se encontraba allí arriba con la cabeza agachada como si estuviera mirando algo.

Con respiración contenida, Logen se acercó por detrás al Mago. Lo que miraba era un bloque de piedra blanca. Las gotas de agua rebotaban contra el centro de aquella superficie lisa y dura: un plop, plop, plop constante que daba siempre en el mismo punto. Sobre la fina capa de humedad reposaban dos objetos. Uno era una simple caja cuadrada de un metal oscuro, de un tamaño que tal vez fuera suficiente para acomodar la cabeza de un hombre. El otro era bastante más raro.

Quizás fuera un arma, una especie de hacha. El asta era una pieza alargada formada por unos minúsculos tubos de metal que se entrelazaban como las ramas de una viña vieja. Uno de sus extremos acababa en un mango estriado y el otro en una pieza de metal plana horadada que remataba un gancho muy fino. La luz bailoteaba sobre las oscuras superficies del objeto, arrancando destellos a las gotas de humedad. Un objeto extraño, hermoso, fascinante. En la empuñadura refulgía una letra de plata que resaltaba sobre el oscuro metal. Logen la reconoció, era la misma que tenía su espada. La marca de Kanedias. Una obra del Maestro Creador.

—¿Qué es esto? —preguntó alargando la mano hacia el objeto.

—¡No lo toque! —gritó Bayaz apartando de un golpe la mano de Logen— ¿No les dije que esperaran?

Logen retrocedió con paso vacilante. Nunca había visto tan alarmado al Mago, pero de todas formas le era imposible apartar la vista del extraño objeto que había encima de la losa.

—¿Es un arma?

Bayaz realizó una aspiración lenta y profunda.

—La más terrible que pueda existir, amigo mío. Un arma contra la que ningún acero, ninguna piedra, ninguna magia podría proporcionarle protección alguna. No se le ocurra acercarse, se lo advierto. Es muy peligrosa. El Divisor, así la llamaba Kanedias; con ella mató a su hermano Juvens, mi maestro. Recuerdo que una vez me dijo que tenía dos filos. Uno aquí y otro en el Otro Lado.

—¿Qué demonios significa eso? —masculló Logen. No veía que la cosa ésa tuviera nada que se pareciera a un filo que pudiera servir para cortar algo.

Bayaz se encogió de hombros.

—Me imagino que si lo supiera, sería el Maestro Creador en lugar de ser simplemente el Primero de los Magos —acto seguido se inclinó hacia delante y, al tratar de levantar la caja, contrajo el rostro como si pesara mucho—. ¿Le importaría echarme una mano con esto?

Logen rodeó la caja con las manos y dejó escapar un grito ahogado. Ni siquiera un bloque de hierro macizo habría pesado más.

—Vaya si pesa —gruñó.

—Kanedias la forjó para que fuera lo más fuerte posible. Todo lo fuerte que pudo empleando sus grandes dones. Pero no lo hizo para proteger su contenido del Mundo exterior —Bayaz se inclinó hacia él y, bajando la voz, añadió—: lo hizo para proteger al Mundo de su contenido.

Logen contempló la caja con el ceño fruncido.

—¿Qué hay dentro?

—Nada —musitó Bayaz—. Aún.

Jezal estaba intentando decidir cuáles eran las tres personas que más odiaba en el mundo. ¿Brint? No era más que un fatuo patán. ¿Gorst? Lo único que había hecho era un precario intento de derrotarle en un combate de esgrima. ¿Varuz? Sólo era un viejo asno presuntuoso.

No. La lista la encabezaban los tres tipos con los que estaba ahora. El anciano arrogante, con su necia cháchara y su sabiondo aire de misterio. El descomunal bárbaro, con sus repulsivas cicatrices y sus gestos amenazadores. El engreído tullido, con su afición a realizar comentarios petulantes y a dárselas de saberlo todo sobre la vida. Los tres, en combinación con la atmósfera viciada y la oscuridad perpetua de aquel horrible lugar, bastaban casi para que a Jezal volvieran a entrarle ganas de vomitar. Sólo había una cosa que le parecía aún peor que su actual compañía: no tener ninguna.

Echó un vistazo a las sombras que le rodeaban y se estremeció al pensarlo.

Pero al doblar un recodo, se le levantó el ánimo. Arriba se veía un pequeño trozo de cielo. Apretó el paso y adelantó a Glokta, que avanzaba renqueando apoyado en su bastón. Sólo de pensar que no tardaría en hallarse a la luz del día se le hacía la boca agua.

Al entrar en la zona que estaba a cielo abierto cerró los ojos con deleite. Un viento frío le acarició la cara y Jezal abrió la boca para llenarse con él los pulmones. Sentía un tremendo alivio, como si llevara semanas atrapado en aquella oscuridad, como si unos dedos que le apretaban el cuello se hubieran soltado de repente. Dio unos pasos por las grandes losas de piedra desnuda que pavimentaban el amplio espacio abierto. Delante de él, uno al lado del otro, se encontraban Nuevededos y Bayaz asomados a un pretil que les llegaba por la cintura, y más allá…

Se desplegaba una impresionante vista del Agriont. Un mosaico de muros blancos, de tejados grises, de ventanas resplandecientes, de verdes jardines. No estaban ni mucho menos en la cúspide de la Casa del Creador, sólo en uno de los tejados más bajos, encima de la entrada, pero aun así la altura era de vértigo. Jezal reconoció el destartalado edificio de la Universidad, la brillante cúpula de la Rotonda de los Lores, la mole compacta del Pabellón de los Interrogatorios. También se veía la Plaza de los Mariscales, con un cuenco de gradas de madera entre los edificios. Incluso le pareció distinguir en su centro el minúsculo resplandor amarillo del círculo de esgrima. Más allá de la ciudadela, la masa grisácea de la ciudad, ceñida por sus blancas murallas y por el centelleante foso, se extendía bajo un cielo encapotado hasta la orilla del mar.

Jezal reía con una mezcla de incredulidad y placer. Comparado con aquello, la Torre de las Cadenas era una mísera escalera de mano. Se encontraba tan por encima del resto del mundo que le parecía como si todo estuviera inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. Se sentía un auténtico rey. Nadie, desde hacía centenares de años, había contemplado aquella vista. Se sentía un ser descomunal, grandioso, infinitamente más importante que las diminutas personas que debían de habitar y trabajar en los pequeños edificios que se veían allí abajo. Se volvió y miró a Glokta, pero el tullido no sonreía. De hecho, se le veía más pálido que nunca. Contemplaba la ciudad de juguete con una mirada torva y su ojo izquierdo palpitaba nervioso.

—¿Le asustan las alturas? —dijo entre risas Jezal.

Glokta volvió hacia él su rostro lívido.

—No había escalones. ¡Hemos llegado hasta aquí sin tener que subir ni un solo escalón! —la sonrisa comenzó a borrarse del semblante de Jezal—. Ni un solo escalón, ¿lo entiende? ¿Cómo es posible? ¿Cómo? ¡Dígamelo!

Jezal tragó saliva mientras repasaba mentalmente el trayecto que habían recorrido. El tullido tenía razón. Ni escalones ni rampas, en ningún momento habían subido ni bajado. Y, sin embargo, ahora se encontraban muy por encima de la torre más alta del Agriont. Volvía a sentir náuseas. La vista ahora le parecía mareante, repulsiva, obscena. Se apartó del pretil con paso tambaleante. Lo único que deseaba era volver a casa.

—Le seguí en medio de la oscuridad, yo solo, y aquí mismo me enfrenté a él. Sí, aquí estaba Kanedias, el Maestro Creador. Aquí luchamos. Fuego, acero, carne. Aquí mismo estábamos. Arrojó a Tolomei al vacío ante mis propios ojos. Lo vi, pero no pude hacer nada para impedirlo. Su propia hija. ¿Se lo imaginan? Nadie se lo merecía menos que ella. Jamás existió un espíritu más inocente —Logen frunció el ceño. Le faltaban las palabras.

»Aquí luchamos, sí —masculló Bayaz apretando sus gruesos puños contra la piedra desnuda del pretil—. Yo le lanzaba zarpazos de fuego, de acero, de carne, y él me los devolvía. Por fin conseguí arrojarle al vacío. Cayó envuelto en llamas y se estrelló contra el puente. Así fue cómo el último de los hijos de Euz abandonó este mundo, llevándose para siempre consigo muchos de sus secretos. No quedó ninguno de los cuatro hermanos, se destruyeron entre sí. Qué absurdo.

Bayaz miró a Logen.

—Pero, bueno, todo eso ocurrió hace mucho tiempo, ¿eh, amigo? Hace mucho tiempo —luego hinchó los carrillos y encogió los hombros—. Vámonos ya de aquí. Este lugar se parece demasiado a una tumba. De hecho, eso es lo que es. Volvamos a sellarlo una vez más, junto con todos sus recuerdos. Todo esto pertenece ya al pasado.

—Hummm —musitó Logen—. Mi padre solía decir que las semillas del pasado dan sus frutos en el presente.

—Y así es —Bayaz estiró lentamente una mano y deslizó sus dedos por la fría superficie del metal oscuro de la caja que Logen tenía sujeta—. Así es. Su padre era un hombre sabio.

La pierna de Glokta ardía y un río de fuego le recorría la columna desde el trasero hasta el cráneo. Tenía la boca más seca que el serrín, la cara sudorosa y palpitante, y la nariz le silbaba al respirar, pero, a pesar de todo, siguió adelante en medio de la oscuridad, alejándose del inmenso vestíbulo donde se encontraban el orbe negro y el extraño artilugio, hasta que por fin llegó a la puerta abierta. A la luz.

Allí, junto al arranque del angosto puente que había delante de la estrecha puerta, se quedó quieto, con la cabeza echada hacia atrás y la mano temblando sobre el mango del bastón, parpadeando, frotándose los ojos, tragando bocanadas de aire fresco, disfrutando de la gozosa caricia de la brisa. ¿Quién hubiera pensado que el viento pudiera ser algo tan delicioso? Quizás haya sido mejor que no hubiera escaleras. Si llega a haberlas a lo mejor no salgo nunca de ahí.

Luthar iba ya por la mitad del puente y avanzaba a toda velocidad, como si un demonio le pisara los talones. Nuevededos le seguía de cerca, respirando entrecortadamente y farfullando una y otra vez unas palabras en la lengua del Norte —«Sigo vivo», le pareció entender a Glokta—. Sus gruesas manos apretaban con fuerza la caja cuadrada de metal y los tendones se destacaban en sus brazos como si la caja aquélla fuera tan pesada como un yunque. Según parece, el propósito de esta excursión no se limitaba a hacer una pequeña demostración. ¿Qué es lo que han sacado de ese lugar? ¿Qué puede pesar tanto? Volvió la vista hacia la oscuridad que había dejado atrás y se estremeció. No estaba muy seguro de querer averiguarlo.

Caminando tranquilamente, con su habitual expresión de suficiencia, Bayaz apareció por el pasadizo y salió al aire libre.

—Bueno, Inquisidor —preguntó en tono jovial—, ¿qué le ha parecido nuestra pequeña visita a la Casa del Creador?

Una extraña, enrevesada y horrenda pesadilla. No estoy muy seguro de si no hubiera preferido regresar durante un par de horas a las mazmorras del Emperador.

—Una buena forma de emplear la mañana —respondió con brusquedad.

—Me alegro mucho de que le haya resultado amena —dijo entre risas Bayaz, mientras se sacaba de debajo de la camisa la varilla de metal oscuro—. Pero, dígame, ¿todavía piensa que soy un farsante? ¿O al fin se han disipado sus sospechas?

Glokta dirigió una mirada torva a la llave. Luego al anciano. Y finalmente a la abrumadora oscuridad de la Casa del Creador. Mis sospechas crecen a cada minuto que pasa. No se disipan jamás. Sólo cambian de forma.

—Para serle honesto, no sé qué pensar.

—Estupendo. Reconocer la propia ignorancia es el primer paso hacia la luz. Pero, entre usted y yo, creo que debería de pensar alguna otra cosa para cuando tenga que hablar con el Archilector —Glokta sintió una palpitación en un párpado—. En fin, Inquisidor, qué tal si empieza a cruzar, ¿eh? Yo ya voy a cerrar.

La caída hasta las frías aguas de abajo ya no le parecía tan temible como antes. Si me cayera, al menos moriría a cielo abierto. Durante todo el recorrido Glokta sólo miró para atrás cuando oyó un leve clic: las puertas de la Casa del Creador habían vuelto a cerrarse, los círculos habían regresado a su posición original. Todo vuelve a estar como al principio. Giró su dolorida espalda, se chupó las encías al sentir cómo regresaban las viejas náuseas de siempre y, soltando una maldición, reemprendió su renqueante marcha por el puente.

Luthar se encontraba al otro extremo aporreando con desesperación el vetusto portillo.

—¡Ábranos!

Cuando Glokta llegó a su altura, su tono de voz rozaba el pánico y parecía hallarse al borde de las lágrimas.

—¡Ábranos!

El portillo osciló un poco y finalmente se abrió. El Guardián les miraba desde el otro lado con cara de asombro. Una lástima. Apuesto lo que sea a que el capitán Luthar estaba a punto de romper a llorar. El orgulloso vencedor del Certamen, el más bravo de los jóvenes hijos de la Unión, la flor de la virilidad, lloriqueando de rodillas. Una visión como ésa hubiera bastado para hacer que esta maldita excursión valiera la pena. Luthar cruzó la puerta como un rayo y Nuevededos, con gesto serio, le siguió rodeando con los brazos la caja de metal.

El Guardián entrecerró los ojos y miró a Glokta, que se acercaba renqueando a la puerta.

—¿Cómo es que han vuelto tan pronto?

Viejo imbécil.

—¿Pronto? ¿Qué quiere decir?

—Ni me ha dado tiempo a acabarme los huevos fritos. Han estado ahí menos de media hora.

Glokta soltó una tétrica carcajada.

—Medio día, querrá decir —pero al mirar hacia el patio, se le torció el gesto. Las sombras se encontraban prácticamente en la misma posición que cuando entraron. Todavía estamos en las primeras horas de la mañana, ¿cómo es posible?

—En cierta ocasión el Creador me dijo que el tiempo no era más que una percepción mental —Glokta hizo un gesto de dolor al girar la cabeza. Bayaz le había alcanzado y se encontraba detrás de él dándose golpecitos en la calva con uno de sus gruesos dedos—. Podría ser peor, créame. Lo verdaderamente preocupante es haber salido sin llegar a entrar —sonrió, y sus ojos, iluminados por la luz que venía de la puerta, lanzaron un destello. ¿Se hace el tonto? ¿O trata de hacer que yo lo parezca? Sea como sea, estos jueguecitos empiezan a cargarme.

—¿Por qué no se deja de acertijos y me dice de una vez qué es lo que pretende? —le espetó Glokta.

La sonrisa del Primero de los Magos, si es que lo era, se ensanchó.

—Me gusta usted, Inquisidor. De veras. No me sorprendería que fuera usted el único hombre honesto que queda en este maldito país. Llegado el momento, usted y yo deberíamos tener una pequeña charla. Una charla sobre lo que yo pretendo y sobre lo que usted pretende —la sonrisa se le borró de la cara—. Pero no hoy.

Y, dicho aquello, traspasó el umbral, dejando a Glokta solo entre las sombras.