Los Cabezas Planas

Una mañana gris en la gélida humedad de los bosques, y allí sentado estaba el Sabueso, pensando en tiempos mejores. Sentado y ocupado con el asador, dándole de vez en cuando una vuelta, haciendo lo posible para que la espera no le pusiera demasiado nervioso. La actitud de Tul Duru no se lo estaba poniendo nada fácil. Avanzaba a grandes zancadas por la hierba hasta las viejas piedras y luego volvía a empezar, desgastando tontamente sus enormes botas y dando muestras de no tener más paciencia que un lobo en celo. El Sabueso se fijó en los pisotones que pegaba: plom, plom, plom. Había aprendido hace mucho que los grandes luchadores sólo sabían hacer una cosa: luchar. Para todo lo demás, para esperar sobre todo, eran unos perfectos inútiles.

—Oye Tul, ¿por qué no te sientas un rato? —masculló el Sabueso—. Hay un montón de piedras buenas para eso. Aquí arrimado al fuego se está más caliente. Para ya de dar sacudidas con esos pedazos de pies que tienes, me pones nervioso.

—¿Que me siente? —tronó el gigantón, acercándose al Sabueso hasta cernirse sobre él como si fuera un maldito edificio— ¿Cómo quieres que me siente y cómo puedes estar sentado tú? —frunció sus pobladas cejas y lanzó una mirada torva a las ruinas y a los árboles que había detrás—. ¿Seguro que es éste el sitio?

—Seguro —el Sabueso echó una mirada a las piedras derrumbadas. Mierda, ojalá no estuviera equivocado. Claro que tampoco podía negar que de momento nadie había dado señales de vida—. Ya llegarán, no te preocupes. —Mientras no les hubieran matado a todos, pensó, pero tuvo la sensatez de no decirlo. El tiempo que llevaba marchando con Tul Duru, Cabeza de Trueno, le había enseñado una cosa: no era un hombre al que conviniera buscar las cosquillas. A no ser que a uno no le importara acabar con la cabeza rota.

—Sólo te digo una cosa, más vale que vengan pronto —las manazas de Tul se cerraron formando unos puños capaces de partir una roca en dos—. ¡No me hace ninguna gracia estar aquí parado dándole el culo al viento!

—Ni a mí —dijo el Sabueso mostrándole la palma de las manos en un intento desesperado de que las cosas no se salieran de madre—. Venga, grandullón, no te inquietes. No tardarán en aparecer, todo va a salir según lo planeamos. Éste es el sitio —echó un ojo al cebón, que crepitaba sobre el fuego chorreando una grasa de aspecto muy suculento. La boca se le hacía agua y su olfato estaba impregnado del aroma de la carne y… de algo más. Era sólo un olorcillo, pero… Alzó la cabeza y venteó el aire.

—¿Hueles algo? —inquirió Tul, escrutando el bosque.

—Puede ser —el Sabueso se inclinó y posó una mano sobre su arco.

—¿Qué es? ¿Shanka?

—No estoy seguro, puede —de nuevo volvió a olfatear el aire. Olía a hombre, un olor acre y fuerte.

—¡Malditos cabrones, podría haberos matado a los dos!

El Sabueso se volvió tan deprisa que a punto estuvo de desplomarse y de que se le cayera el arco de las manos. Detrás de él, a no más de diez zancadas en la dirección del viento, se encontraba Dow el Negro avanzando sigilosamente hacia la hoguera. Pegado a su hombro venía Hosco, con el mismo semblante inexpresivo de siempre.

—¡Maldita sea! —aulló Tul— ¡No aparezcáis así, casi me cago encima!

—Estupendo —repuso Dow con sorna—. No te vendría mal perder un poco de grasa.

El Sabueso respiró hondo y dejó el arco en el suelo. Era un alivio saber que después de todo sí que estaban en el lugar convenido, aunque desde luego hubiera preferido ahorrarse el susto. Desde que vio a Logen resbalar por el borde del precipicio se sobresaltaba por cualquier cosa. Había caído al vacío sin que nadie pudiera hacer nada para impedirlo. Le podía haber ocurrido a cualquiera; un buen día la palmas y se acabó la historia.

Hosco trepó por las piedras y se sentó en una que había junto al Sabueso, al que saludó con un imperceptible movimiento de la cabeza.

—¿Carne? —ladró Dow y, apartando a Tul, se echó junto al fuego, arrancó una de las piernas del cebón y la desgarró de una dentellada.

Eso fue todo. No hubo más efusiones tras haberse pasado más de un mes separados.

—Está claro, quien tiene un amigo tiene un tesoro —dijo entre dientes el Sabueso.

—¿Cómo dices? —le espetó Dow, girando hacia él sus gélidos ojos, con la boca llena de cebón y su barbilla mal afeitada reluciente de grasa.

El Sabueso volvió a abrir las manos.

—Nada que pueda ofenderte —el tiempo que llevaba con Dow le había enseñado una cosa: antes que enfadar a aquel hijo de la gran puta era preferible rebanarse uno mismo el pescuezo—. ¿Algún problema mientras estuvimos separados? —preguntó para cambiar de tema.

Hosco asintió.

—Alguno.

—¡Los cabrones de los Cabezas Planas! —refunfuñó Dow, salpicando la cara del Sabueso con una lluvia de trozos de carne— ¡Esos hijos de puta andan por todas partes! —blandió la pata del cebón por encima de la hoguera como si fuera la hoja de una espada—. ¡Ya estoy harto de toda esta mierda! ¡Me vuelvo al sur! ¡Aquí hace un frío de cojones y está lleno de Cabezas Planas! ¡Los muy cabrones! ¡Me voy al sur!

—¿Tienes miedo? —inquirió Tul.

Dow se volvió hacia él con una sonrisa biliosa, y el Sabueso hizo una mueca de dolor. A quién se le ocurre hacer una pregunta tan tonta. Dow el Negro no había tenido miedo en su vida. Esa palabra no tenía ningún significado para él.

—¿Miedo de unos cuantos Shanka? ¿Yo? —Y soltó una risa agria—. Mientras vosotros dos roncabais, nosotros estábamos dándoles una buena lección. Les preparamos un lecho bien caliente para que pudieran dormir a gusto. Caliente de cojones.

—Los quemamos —masculló Hosco. Con aquello ya había cumplido su cupo de conversación de un día.

—Quemamos una pila entera de ellos —siseó Dow con una sonrisa, como si imaginar un montón de cadáveres ardiendo fuera el chiste más gracioso del mundo—. Ni me asustan ellos ni me asustas tú, grandullón, pero no pienso quedarme aquí sentado esperando a que a Tresárboles le dé por levantar su fofo culo de la cama. ¡Me voy al sur! —Y, dicho aquello, arrancó con los dientes otro trozo de carne.

—¿Quién has dicho que tiene el culo fofo?

El Sabueso sonrió al ver a Tresárboles acercarse al fuego a grandes zancadas. Se puso de pie y estrechó la mano de su viejo camarada. Forley el Flojo venía con él, y el Sabueso le dio una palmada en la espalda mientras pasaba a su lado. Casi le derriba, pero es que estaba muy contento de ver que todos seguían vivos y que habían logrado sobrevivir un mes más. Además, tampoco les venía mal tener a alguien que pusiera un poco de orden en el campamento. Por una vez se los veía a todos contentos, intercambiando sonrisas, apretones de mano y todo ese tipo de cosas. A todos menos a Dow, por supuesto. Seguía sentado, mirando el fuego, chupando un hueso y con la cara más agria que la leche pasada.

—Es una alegría volver a veros, muchachos, y de una pieza, por si fuera poco —Tresárboles se sacó de los hombros su enorme rodela y la apoyó en los restos de un muro en ruinas—. ¿Cómo estáis?

—Con un frío de cojones —dijo Dow sin molestarse en levantar la vista—. Nos vamos al sur.

El Sabueso suspiró. Apenas llevaban unos segundos todos juntos y ya había empezado la gresca. Ahora que Logen no estaba allí para poner orden iba a ser una cuadrilla muy difícil de gobernar. Muy difícil, y con una peligrosa propensión al derramamiento de sangre. Pero Tresárboles no se apresuró a responder. Se tomó un momento para pensárselo. Era una de esas personas a las que les gusta tomarse su tiempo. Por eso era tan peligroso.

—Al sur dices, ¿eh? —dijo Tresárboles tras haberse pasado cerca de un minuto dándole vueltas al asunto—. ¿Y se puede saber cuándo se ha tomado esa decisión?

—No hay nada decidido —dijo el Sabueso extendiendo una vez más las palmas de las manos. Tenía la impresión de que de ahora en adelante iba a tener que recurrir a ese gesto con mucha frecuencia.

Tul Duru dirigió una mirada torva a la espalda de Dow.

—Absolutamente nada —tronó, indignado de que alguien hubiera decidido por él.

—Si es nada, me vale —dijo Tresárboles con la misma lentitud y firmeza con que crece la hierba—. Si no recuerdo mal, aquí las cosas se deciden votando.

Dow no necesitó ni un instante para pensárselo. No era de los que se tomaban su tiempo. Por eso era tan peligroso. Arrojó el hueso al suelo y, levantándose de un salto, se encaró con Tresárboles lanzándole una mirada retadora.

—¡He dicho… al sur! —gruñó con unos ojos tan hinchados como los borbotones de un potaje.

Tresárboles no dio ni un paso atrás. No era propio de él. Pero se tomó un tiempo y, luego, dio un paso adelante hasta que su nariz y la de Dow casi se tocaron.

—Si querías ser tú el que llevara la voz cantante deberías haber vencido a Logen en lugar de haber perdido como nos ocurrió a todos los demás.

Al oír aquello, el rostro de Dow se tornó tan oscuro como el alquitrán. No le hacía gracia que le recordaran sus derrotas.

—¡El Sanguinario ha vuelto al barro! —le espetó—. El Sabueso lo vio, ¿verdad?

El Sabueso tuvo que asentir.

—Sí, es verdad —masculló.

—¡Así que no hay más que hablar! ¡No hay ninguna razón para que nos quedemos al norte de las montañas mientras los Cabezas Planas andan pisándonos el culo! ¡Nos vamos al sur!

—Puede que Nuevededos esté muerto —dijo Tresárboles con el rostro pegado al de Dow—, pero tu deuda sigue en pie. Nunca entenderé por qué consintió que un inútil como tú siguiera con vida, pero te recuerdo que fue a mí a quien nombró su segundo —y dándose un golpe en el pecho, añadió—, ¡y eso significa que quien lleva la voz cantante soy yo! ¡Yo y nadie más!

El Sabueso dio un paso atrás en previsión de lo que pudiera ocurrir. Aquellos dos no iban a tardar en ponerse a soltar golpes y no quería salir del tumulto con una nariz ensangrentada. No sería la primera vez. Forley terció para intentar mantener la paz.

—Vamos, amigos —dijo con voz suave—, no os pongáis así —es posible que lo de matar no se le diera muy bien, pero Forley era el mejor a la hora de evitar que la gente se matara entre sí. El Sabueso le deseó la mejor de las suertes—. Venga, por qué no…

—¡Cierra la maldita boca! —le espetó Dow apuntando un dedo mugriento a la cara de Forley—. ¡Tú sí que no pintas un carajo, Flojo!

—¡Déjale en paz! —tronó Tul poniendo su gigantesco puño bajo la barbilla de Dow— ¡O te daré una buena razón para que sigas chillando!

El Sabueso casi ni podía mirar. Dow y Tresárboles siempre andaban a la gresca. Se calentaban rápido y se apagaban con idéntica celeridad. Pero Cabeza de Trueno era un bicho de otra especie. Nada podía parar a aquel buey gigantesco cuando se le subía la sangre a la cabeza. Nada que no fueran diez hombres bien fornidos provistos de una buena soga. El Sabueso trató de pensar qué habría hecho Logen en esa situación. Seguro que él habría sabido detener la pelea, de no haber estado muerto.

—¡Joder! —gritó el Sabueso, levantándose del fuego de un salto—. ¡Los malditos Shanka se nos están echando encima! ¡Bastantes problemas tenemos ya como para encima crearnos otros! ¡Logen ya no está, y Tresárboles es su segundo, la suya es la única voz a la que pienso obedecer! —hizo una serie de gestos admonitorios con el dedo, sin dirigirlos a nadie en particular y luego aguardó con la esperanza de que el truco hubiera surtido efecto.

—Así es —gruñó Hosco.

Forley subía y bajaba la cabeza como si fuera un pájaro carpintero.

—¡El Sabueso tiene razón! ¡Pelearnos entre nosotros nos viene tan bien como que se nos pudra la verga! Tresárboles era el segundo de Logen. Y ahora él es el jefe.

Se produjo un instante de silencio, y Dow clavó los ojos en el Sabueso con la misma mirada fría, vacua y asesina con la que un gato contempla al ratón que tiene entre sus garras. Muchos hombres, de hecho la mayoría, ni siquiera se habrían atrevido a sostener la mirada de Dow el Negro. El apodo le venía por tener la reputación más negra del Norte, por su tendencia a presentarse de improviso en medio de la oscuridad de la noche y por su afición a dejar las aldeas por las que pasaba negras como el carbón. Ésos eran los rumores. Ésos eran también los hechos.

El Sabueso tuvo que echar mano de todos sus redaños para no bajar los ojos. Estaba a punto de hacerlo, cuando Dow apartó la vista y se puso a mirar a los demás uno por uno. La mayoría de los hombres no habría aguantado una mirada como ésa, pero aquellos hombres no pertenecían a la mayoría. No sería fácil encontrar en el mundo un grupo de hombres más sanguinarios que aquéllos. Ni uno solo se amilanó o contempló la posibilidad de hacerlo. Exceptuando, desde luego, a Forley el Flojo, que ya se había puesto a mirar la hierba mucho antes de que le llegara su turno.

Una vez que Dow se dio cuenta de que todos estaban en contra de él, su rostro se iluminó con una alegre sonrisa como si allí no hubiera pasado nada.

—Muy bien —dijo dirigiéndose a Tresárboles sin el más mínimo atisbo de resentimiento—. ¿Adónde vamos entonces, jefe?

Los ojos de Tresárboles se volvieron hacia los bosques. Sorbió por la nariz y se repasó los dientes con la lengua. Luego se rascó la barba mientras se tomaba un tiempo para pensarlo. Finalmente, los miró a todos uno por uno con gesto pensativo.

—Al sur —dijo.

Ya los había olido bastante antes de verlos, claro que, tratándose de él, eso no suponía ninguna novedad. Tenía buen olfato el Sabueso, de ahí le venía el nombre. Aunque, para ser honestos, cualquiera los hubiera olido. Apestaban.

Había doce abajo en el claro. Comían sentados, gruñéndose unos a otros en su sucio y repulsivo idioma, enseñando sus dientes amarillentos, vestidos con apestosos retazos de pieles, trozos de cuero hediondo, roñosos restos de armadura. Shanka.

—Malditos Cabezas Planas —dijo para sus adentros el Sabueso. De pronto, oyó un siseo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a Hosco asomado detrás de un arbusto. Alzó una mano para decirle que se detuviera, se palmeó la coronilla para indicarle que se trataba de Cabezas Planas, abrió y cerró el puño y levantó dos dedos para que supiera que eran doce y luego señaló al sendero por donde debía de venir el resto de los compañeros. Hosco asintió con la cabeza y se perdió en el bosque.

El Sabueso echó un último vistazo a los Shanka para asegurarse de que seguían estando desprevenidos. Lo estaban. Se deslizó por el tronco del árbol y se alejó de allí.

—Están acampados en un recodo del camino, he visto doce, pero puede que haya más.

—¿Nos buscan? —preguntó Tresárboles.

—Tal vez, pero no parecen poner mucho empeño.

—¿No podríamos esquivarlos? —preguntó Forley, siempre presto a escaquearse del combate.

Dow, presto como siempre a no perderse ni uno, escupió al suelo.

—¡Doce no es nada! ¡Será coser y cantar!

El Sabueso miró a Tresárboles, que se estaba tomando un tiempo para pensarlo. Doce no era nada, todos lo sabían, y además era mejor ocuparse de ellos ahora que dejarlos campar libremente a sus espaldas.

—¿Qué hacemos, jefe? —preguntó Tul.

Tresárboles encajó las mandíbulas.

—Con armas.

Un guerrero que no tenga sus armas limpias y preparadas es un insensato. El Sabueso ya había estado ocupándose de las suyas hacía menos de una hora. Nadie se va a morir por echarles un ojo y, en cambio, si no se hace, eso es exactamente lo que puede suceder.

Silbaba el acero frotado sobre el cuero, crujía la madera, chacoloteaba el metal. El Sabueso miró a Hosco, que tensaba la cuerda de su arco y revisaba las plumas de sus saetas. Se fijó en Tul Duru, que pasaba el pulgar por el filo de su pesada espada, tan alta casi como Forley, y cloqueaba como una gallina enojada al advertir una pequeña mota de herrumbre. Se fijó en Dow el Negro, que frotaba con un paño la cabeza de su hacha y observaba su filo con una mirada tan tierna como la de un hombre enamorado. Se fijó en Tresárboles, que sacudía el aire con la centelleante hoja de su espada.

El Sabueso exhaló un suspiro, tensó las cuerdas de la muñequera del brazo izquierdo y comprobó que la madera de su arco estaba libre de grietas. Luego se cercioró de que todos sus cuchillos estaban en su sitio. Nunca se tienen suficientes cuchillos, eso era lo que solía decir Logen, y él se lo había tomado muy en serio. Luego miró a Forley, que revisaba torpemente su daga, tragando saliva y con los ojos humedecidos por el miedo. Al verlo, a él mismo se le aceleró el corazón. Echó una mirada a los demás. Una colección de jetas sucias, cicatrices y pobladas barbas. El miedo estaba totalmente ausente de aquellos rostros, pero tampoco era algo de lo que uno tuviera que avergonzarse. Todo hombre tiene su propia forma de hacer las cosas y para tener valor, antes hay que haber tenido miedo, le había dicho Logen en cierta ocasión. También se había tomado eso muy en serio. Se acercó a Forley y le dio una palmada en el hombro.

—Para tener valor, antes hay que haber tenido miedo.

—¿De veras?

—Eso dicen, y confío que sea cierto —el Sabueso se pegó a él para que nadie más pudiera oírle—. Porque yo estoy que me cago. —Suponía que algo así sería lo que habría dicho Logen, y ahora que su jefe había vuelto al barro, era a él a quien le tocaba ocuparse de esas cosas. Forley esbozó una sonrisa, pero casi de inmediato se le borró y pareció aún más asustado que antes. En fin, al menos lo había intentado.

—Atención, muchachos —dijo Tresárboles una vez que todo el equipo estuvo revisado y a punto—, esto es lo que vamos a hacer. Hosco y el Sabueso, uno a cada lado de su campamento, entre los árboles. Esperad a que dé la señal y luego disparad a todos los Cabezas Planas que lleven arco. Y si no es posible, a los que tengáis más cerca.

—Bien pensado, jefe —dijo el Sabueso. Hosco asintió moviendo la cabeza.

—Tul, tú y yo iremos de frente, pero aguarda a que dé la señal, ¿eh?

—Bien —tronó el gigante.

—Dow, Forley y tú iréis por detrás. Cuando nos veáis salir, salís vosotros. ¡Pero por una vez espera a que hayamos salido! —bufó Tresárboles, apuntándole con el dedo.

—Claro, jefe —Dow se encogió de hombros como dando a entender que él siempre obedecía las órdenes.

—Perfecto, eso es todo —dijo Tresárboles—, ¿alguna duda? ¿Algún cabeza hueca alrededor de este fuego? —el Sabueso masculló algo y dijo que no con la cabeza. Los demás le imitaron—. Muy bien. Ah, una cosa más —el viejo guerrero se inclinó hacia delante y los miró a todos uno por uno—: ¡Esperad… a… la… maldita… señal!

El Sabueso se dio cuenta cuando ya estaba oculto detrás de un matojo con el arco en la mano y una flecha lista. No tenía ni idea de cuál era la señal. Miró a los Shanka; seguían desprevenidos, sentados, gruñendo, chillando, armando un buen alboroto. Maldita sea, se estaba orinando. Siempre le venían las ganas antes de entrar en combate. ¿Habrían dado ya la señal? A saber.

—Mierda —susurró, y en ese preciso momento Dow salió lanzado de entre los árboles, blandiendo un hacha en una mano y una espada en la otra.

—¡Cabezas Planas, hijos de puta! —chilló descargando en la cabeza del que tenía más cerca un tajo terrorífico que lanzó una lluvia de sangre sobre el claro. Nunca era fácil adivinar lo que pensaba un Shanka, pero todo parecía indicar que aquéllos se habían llevado una monumental sorpresa. El Sabueso decidió que aquello tendría que valer como señal.

Disparó una flecha contra el Cabeza Plana más cercano, antes de que le diera tiempo de agarrar su maza, y observó satisfecho cómo el venablo se hundía en la axila del enemigo con un ruido seco.

—¡Ja! —exclamó. Vio a Dow ensartando su espada en la espalda de otro, pero también a un Shanka enorme que estaba a punto de arrojarle su lanza. De pronto, una flecha surgió serpenteando del bosque y le acertó en el cuello. El bicho lanzó un aullido y cayó de espaldas. El bueno de Hosco tenía una puntería endemoniada.

Tresárboles salió rugiendo desde los matorrales que había al otro lado del claro y los cogió por sorpresa. Golpeó con el escudo a un Shanka en la espalda, arrojándolo de bruces sobre el fuego, y ensartó a otro con la espada. El Sabueso disparó otra flecha y acertó a un enemigo en la barriga. El Shanka cayó de rodillas y, antes de que se desplomara, Tul le rebanó la cabeza de un tajo.

El combate se había vuelto un tumulto vertiginoso: una caótica sucesión de tajos, gruñidos, roces y golpes de metal. La sangre volaba por todas partes, las armas barrían el aire, los cuerpos se desplomaban a tal velocidad que al Sabueso ya no le daba tiempo a apuntar sus flechas. Finalmente sólo quedaron unos pocos Shanka que aullaban y barboteaban rodeados por los tres guerreros. Tul Duru hacía molinetes con su espada para mantenerlos a raya. Tresárboles, de un mandoble, le segó a uno las piernas, mientras Dow acababa con otro que se había girado hacia su compañero.

El último que quedaba lanzó un alarido y corrió hacia el bosque. El Sabueso le disparó, pero iba tan deprisa que no logró acertarle. La flecha perdida casi alcanza a Dow en la pierna, aunque afortunadamente él no se dio cuenta. El Shanka estaba a punto de perderse en la maleza cuando, de pronto, pegó un chillido y cayó de espaldas retorciéndose. Forley, oculto entre los matorrales, le había apuñalado.

—¡Me he cargado a uno! —gritó.

Durante unos instantes, mientras el Sabueso bajaba al claro y todos echaban vistazos a su alrededor para asegurarse de que no quedaba nadie con quien combatir, reinó el silencio, pero, de pronto, Dow soltó un bramido y agitó sus armas ensangrentadas por encima de su cabeza.

—¡Hemos acabado con esos cabrones!

—¡Y tú, maldito idiota, casi acabas con nosotros! —gritó Tresárboles.

—¿Eh?

—¿Qué te dije de la señal?

—¡Me pareció oírte gritar!

—¡Narices!

—¿No gritaste? —preguntó Dow perplejo— Además, ¿cuál demonios era la señal?

Tresárboles exhaló un suspiró y hundió la cabeza entre las manos.

Forley seguía mirando asombrado a su espada.

—¡Me he cargado a uno! —volvió a decir. Ahora que el combate había acabado, el Sabueso estaba a punto de reventar, así que se dio media vuelta y se puso a orinar en un árbol.

—¡Los hemos liquidado! —exclamó Tul propinándole una palmada en la espalda.

—¡Ten cuidado! —aulló el Sabueso mientras un chorro de orina le mojaba la pierna. Todos se rieron de él. Incluso Hosco dejó escapar una risa.

Tul cogió a Tresárboles por los hombros y le dio una sacudida.

—¡Los hemos liquidado, jefe!

—A éstos, sí —dijo con gesto amargo—, pero habrá muchos más. Muchos miles más. Tampoco a ellos les debe hacer mucha gracia estar aquí arriba, al otro lado de las montañas. Tarde o temprano tirarán para el sur. Tal vez en el verano, cuando los pasos estén transitables, o tal vez un poco más tarde. Dentro de no mucho, en cualquier caso.

El Sabueso miró a sus compañeros: se les veía inquietos y preocupados tras haber oído aquellas palabras. El brillo de la victoria había sido bastante fugaz. Siempre lo era. Se volvió y echó un vistazo a los cuerpos de los Cabezas Planas, que yacían en el suelo: mutilados, ensangrentados, desmadejados, ovillados. Bien pensado, había sido una victoria bastante insignificante.

—¿No deberíamos hacer correr la voz, Tresárboles? —preguntó—. ¿No deberíamos tratar de prevenir a alguien?

—Claro —Tresárboles sonrió apesadumbrado—. Pero ¿a quién?