El verdadero rostro de la libertad

La punta de la pala se hincó en el suelo con el característico sonido que produce el metal al raspar la tierra. Un sonido que le era muy familiar. A pesar de la fuerza del impulso, no se hincó mucho, pues se trataba de un terreno pedregoso y endurecido por el sol.

Pero un suelo un poco duro no la iba a arredrar.

Había cavado infinidad de hoyos, incluso en terrenos bastante más difíciles de excavar que aquél.

Cuando el combate acaba, si sigues con vida, te pones a cavar. A cavar las tumbas de los camaradas muertos. Se merecen esa postrer muestra de respeto, aunque tal vez no se lo tuvieras en vida. Cavas todo lo hondo que te apetezca, luego los tiras dentro, les echas un poco de tierra encima, ellos se pudren y tú los olvidas. Siempre se ha hecho así.

Impulsó hacia arriba los hombros, y una paletada de suelo arenoso voló por los aires. Siguió con la mirada los terrones de tierra, las piedrecillas. Vio cómo se esparcían por el aire y luego caían sobre la cara de uno de los soldados. Uno de sus ojos pareció mirarla con un gesto de reproche. El otro estaba atravesado por una de las flechas que le había lanzado. Una pareja de moscas revoloteaba perezosamente en torno a su rostro. Para él no habría entierro, ella sólo cavaba tumbas para los suyos. Ése y los cabrones de sus amigos yacerían al aire bajo la despiadada luz del sol.

También los buitres tienen derecho a alimentarse.

La hoja de la pala silbó en el aire y volvió a hincarse en el suelo. Otro terrón salió dando vueltas. Se irguió y se limpió el sudor de la frente. Luego entrecerró los ojos y miró al cielo. El sol que ardía en lo alto absorbía cualquier vestigio de humedad que quedara en el polvoriento paisaje; la sangre que teñía las rocas comenzaba a secarse. Contempló las dos tumbas que tenía a su lado. Acabaría la que estaba excavando ahora, echaría un poco de tierra sobre esos tres idiotas, descansaría un instante y luego se largaría.

No tardarían en venir otros a buscarla.

Dejó la pala clavada en la tierra, cogió el odre y le quitó el tapón. Tomó un par de tragos de agua tibia e incluso se permitió el lujo de verter un chorrito en sus palmas resecas para salpicarse la cara. Al menos, la prematura muerte de sus camaradas había puesto fin a las interminables peleas por el agua.

Ahora habría de sobra para seguir la marcha.

—Agua… —suspiró un soldado que yacía junto a las rocas. Era sorprendente, pero seguía vivo. No le había acertado en el corazón con su flecha, pero daba igual, lo había matado, sólo que no tan rápido como ella había pretendido. Había conseguido arrastrarse hasta las rocas, pero sus días de bestia reptante habían tocado a su fin. Las piedras que le rodeaban ya estaban cubiertas por una oscura capa de sangre. Por mucho aguante que tuviera, el calor y la flecha no tardarían en dar cuenta de él.

Ella no tenía sed, pero había agua de sobra y no iba a poder cargar con toda. Tomó un par de tragos más, y dejó que rebosaran en su boca y le chorrearan por el cuello. Todo un lujo desperdiciar así el agua en aquellas estepas yermas. Una brillante llovizna de gotas oscureció la tierra reseca. Luego se echó un poco más de agua en la cara, se relamió los labios y miró al soldado.

—Por piedad… —gimió. Tenía una mano apretada junto a la flecha que le sobresalía del pecho y la otra tendida débilmente hacia ella.

—¿Piedad? ¡Ja! —volvió a poner el tapón en el odre y lo tiró junto a la tumba— ¿Es que no sabes quién soy? —volvió a agarrar el mango de la pala e hincó la punta en el suelo.

—¡Ferro Maljinn! —dijo una voz a sus espaldas— ¡Yo sí sé quién eres!

Una nueva e inoportuna complicación.

Mientras volvía a alzar la pala su mente trabajaba a toda velocidad. Desde allí no podía alcanzar el arco, lo había dejado tirado junto a la primera tumba que había excavado. Lanzó una paletada de tierra. Aquella presencia invisible le provocaba una especie de comezón en sus hombros sudorosos. Echó un vistazo al soldado moribundo. Miraba a un determinado punto a espaldas de ella, y eso le permitió hacerse una idea bastante aproximada de dónde se encontraba su nuevo adversario.

Hincó de nuevo la punta de la pala y, de pronto, la soltó, saltó fuera del hoyo, rodó por el suelo, agarró el arco, le metió una flecha y, de un solo movimiento, tensó la cuerda. De pie, a unas diez zancadas, había un anciano. No se movía, no llevaba armas. Simplemente estaba ahí quieto mirándola con una expresión benévola.

La flecha salió disparada.

Pocas personas podían presumir de ser tan letales como Ferro con un arco en las manos. Los diez soldados muertos bien podrían haberlo corroborado, de haber estado en condiciones de hacerlo. Seis de ellos tenían sus flechas clavadas, y en ese combate no había fallado ni una sola vez. Que ella recordara, por más rápido que hubiera tenido que disparar, jamás había fallado en las distancias cortas, y había matado hombres que se encontraban diez veces más lejos que aquel viejo de mierda.

Pero esta vez falló.

Pareció como si la flecha se desviara de su trayectoria mientras surcaba el aire. Una pluma en mal estado, tal vez, pero aun así resultaba bastante raro. El anciano no se movió ni un ápice. Permaneció sonriendo en su sitio mientras la flecha le pasaba rozando y luego se perdía por la ladera de la colina.

Eso concedió a todos un tiempo para reconsiderar la situación.

Un tipo raro, el anciano aquél. Tenía la piel muy oscura, negra como el carbón, eso significaba que provenía del lejano sur, más allá del vasto y desolado desierto de arena. No era un viaje que se pudiera tomar a la ligera, y rara vez había visto Ferro a alguien que viniera de allí. Alto, flaco, de brazos largos, nervudos, y por todo vestido una simple sarga. En los brazos llevaba unos extraños brazaletes que le cubrían desde las muñecas hasta la mitad de los antebrazos. Refulgían bajo la intensa luz solar emitiendo unos destellos de tonalidades claras y oscuras.

El cabello le caía por la cara formando un amasijo de cordeles grises, algunos de los cuales le llegaban casi hasta la cintura, y sus afiladas mandíbulas estaban recubiertas por una barba gris corta. Llevaba un odre de buen tamaño cruzado sobre el pecho y se ceñía con un cinturón del que colgaban varias bolsas de cuero. Eso era todo. Ni rastro de armas. Muy raro en una persona que vagaba por aquellas tierras desérticas. Las únicas gentes que se internaban en aquel lugar dejado de la mano de Dios eran los fugitivos y sus perseguidores. Y tanto los unos como los otros iban siempre armados hasta los dientes.

No era un soldado de Gurkhul, no era un bellaco que venía a por la recompensa que habían puesto por su cabeza. No era un salteador, no era un esclavo fugitivo. ¿Qué era entonces? ¿Y qué hacía allí? Tenía que haber venido a por ella. Sí, tal vez fuera uno de ésos.

Un Devorador.

¿Quién si no vagaría desarmado por aquellas estepas? No sabía que tuvieran tantas ganas de atraparla.

El tipo permanecía inmóvil frente a ella, sonriéndola. Ferro cogió lentamente otra flecha, y los ojos del hombre siguieron su movimiento sin mostrar el más mínimo signo de alarma.

—No hace falta que hagas eso —dijo pausadamente el anciano con voz grave.

Ferro colocó la flecha en el arco. El hombre ni se movió. Ferro se encogió de hombros y esta vez se tomó un tiempo para apuntar. El anciano seguía sonriendo, como si aquello no le preocupara en absoluto. Ferro soltó la cuerda. Otra vez volvió a fallar por unos pocos centímetros, en esta ocasión la flecha se fue por el otro lado y de nuevo se perdió en la ladera.

Fallar una vez entraba dentro de lo posible, pero fallar dos veces ya era demasiado. Si había algo que Ferro sabía hacer, lo único que sabía hacer, era matar. A esas alturas aquel ridículo anciano tenía que estar ya desangrándose en el suelo con dos flechas clavadas en el cuerpo. Pero ahí seguía, quieto, sonriente, como diciendo: «No eres tan lista como te crees, yo soy mucho más listo que tú».

Era exasperante.

—¿Maldito viejo de mierda, quién eres?

—Me llaman Yulwei.

—¡Pues yo te voy a llamar viejo de mierda! —arrojó el arco al suelo y dejó caer los brazos a los costados para que su propio cuerpo impidiera al anciano ver lo que hacía con la mano derecha. Luego giró la muñeca y una daga curva resbaló por su manga y le cayó en la mano. Hay muchas formas de matar a un hombre, y si una de ellas falla, hay que probar otra.

Ferro no era de esas personas que se rinden ante el primer tropiezo.

Pisando suavemente las rocas con sus pies descalzos, Yulwei comenzó a avanzar lentamente hacia ella. A cada paso que daba sus brazaletes tintineaban. Ahora que lo pensaba, aquello sí que era extraño. Si armaba ese escándalo, cómo había podido acercársele tanto sin que ella se diera cuenta.

—¿Qué es lo que quiere?

—Quiero ayudarte —se acercó hasta que estuvo a poco más de un brazo de ella y luego se detuvo y la miró con gesto sonriente.

Con un cuchillo en las manos Ferro era tan rápida como una serpiente y el doble de letal, una circunstancia que el último soldado en morir sin duda habría corroborado, de haber podido hacerlo. Impulsada con toda su fuerza y su rabia, la hoja de la daga surcó el aire convertida en una mancha luminosa. Si aquel hombre hubiera estado donde ella creía, a esas alturas su cabeza se encontraría prácticamente desprendida del tronco. El problema era que el hombre ya no estaba allí. Se encontraba un paso a la izquierda.

Ferro lanzó un grito de guerra y se abalanzó sobre él, apuntando al corazón. Pero la brillante punta de la daga se clavó en el aire. El hombre, inmóvil, sonriente, estaba otra vez en el lugar de antes. Muy raro. Lentamente, con mucha cautela, deslizando sus sandalias por el polvo del suelo, Ferro rodeó al hombre; la mano derecha adelantada trazaba círculos en el aire, la izquierda agarraba la empuñadura de la daga. Había que ir con cuidado: aquello debía de ser cosa de magia.

—No hace falta que te pongas así. Estoy aquí para ayudarte.

—Vete a la mierda con tu ayuda —bufó Ferro.

—Pero la necesitas, y mucho. Vienen a por ti, Ferro. Hay soldados en las colinas, muchos soldados.

—No podrán cogerme, los despistaré.

—Son demasiados. No puedes despistarlos a todos.

Ferro echó un vistazo a los cuerpos asaeteados que yacían en el suelo.

—Pues los convertiré en pasto para los buitres.

—Esta vez no podrás. No están solos. Traen refuerzos —al pronunciar la palabra «refuerzos» su voz se hizo aún más grave.

Ferro torció el gesto.

—¿Sacerdotes?

—Sí, pero no sólo —los ojos del hombre se dilataron—. También hay un Devorador —susurró—. Te quieren viva. El Emperador pretende darte un castigo ejemplar. Ha pensado exhibirte.

Ferro soltó un resoplido.

—Que se joda el Emperador.

—Bastante jodido le tienes ya.

Ferro dejó escapar un gruñido y volvió a alzar la daga, pero ya no había tal daga. Lo que había era una mortífera serpiente, que silbaba y abría sus fauces dispuesta a morderla.

—¡Argh! —se la quitó de encima sacudiendo la mano y, cuando cayó a tierra, le aplastó la cabeza con el pie; pero fue su daga lo que aplastó. La hoja se quebró con un crujido seco y se partió en dos.

—Te cogerán —dijo el anciano—. Te cogerán y después te quebrarán las piernas a martillazos en la plaza mayor para que así no puedas volver a escaparte. Luego, desnuda y con la cabeza rapada, te pasearán por las calles de Shaffa sentada de espaldas a lomos de un asno, y la gente se congregará a lo largo del recorrido para insultarte. —La mujer le lanzó una mirada asesina, pero Yulwei no se interrumpió—. Te encerrarán en una jaula delante del palacio y dejarán que te mueras de hambre y te ases al sol, mientras las buenas gentes de Gurkhul se mofarán de ti y te arrojarán excrementos por entre los barrotes. Si tienes un poco de suerte, te darán orina para beber. Cuando por fin mueras, dejarán que tu cuerpo se pudra y que las moscas lo devoren a pedazos, para que así los demás esclavos vean cuál es el verdadero rostro de la libertad y decidan que prefieren seguir como están.

Ferro ya se había hartado de aquella historia. Que vinieran todos, incluso el Devorador. Jamás moriría enjaulada. Antes se rebanaría su propio pescuezo. Soltó un gruñido y dio la espalda a Yulwei. Luego agarró la pala y se puso a cavar con furia la última tumba. Poco tiempo después ya había alcanzado la profundidad deseada.

Ferro se dio la vuelta. Yulwei se encontraba arrodillado junto al soldado moribundo dándole de beber del odre que llevaba cruzado sobre el pecho.

—¡Mierda! —gritó, y, aferrando el mango de la pala, avanzó hacia él a grandes zancadas.

Antes de que le alcanzara, el anciano se levantó.

—Por compasión… —gimió el soldado estirando una mano.

—¡Ya te daré yo a ti compasión! —Y, acto seguido, le hundió el filo de la pala en el cráneo. El cuerpo dio una sacudida y luego se quedó inmóvil. Ferro se volvió hacia el anciano con una expresión de triunfo. Yulwei la miraba apenado. Había algo raro en sus ojos. Compasión tal vez.

—¿Qué pretendes lograr con eso, Ferro Maljinn?

—¿Cómo?

—¿Por qué lo has hecho? —Yulwei señaló al hombre que acababa de matar— ¿Qué es lo que pretendes?

—Vengarme —la palabra brotó de sus labios como un escupitajo.

—¿De todos ellos? ¿De todo el pueblo de Gurkhul? ¿De todos sus hombres, mujeres y niños?

—¡De todos!

El anciano recorrió con la mirada los cadáveres que había esparcidos por el suelo.

—En tal caso debes estar muy contenta con el trabajo que has realizado hoy.

Ferro se forzó a sonreír.

—Sí —pero no estaba contenta. Ya no sabía en qué consistía eso. Su sonrisa le resultó una cosa rara, desconocida, torcida.

—¿Es vengarte en lo único que piensas a cada minuto del día, es eso lo único que deseas?

—Sí.

—¿Hacerles daño? ¿Matarlos? ¿Acabar con todos ellos?

—¡Sí!

—¿No deseas nada para ti misma?

Ferro permaneció en silencio un instante.

—¿Qué?

—Algo para ti misma. ¿Qué deseas para ti?

Miró al anciano con desconfianza, pero de sus labios no salió ninguna respuesta. Yulwei sacudió la cabeza con pesar.

—Me parece, Ferro Maljinn, que en este momento sigues siendo tan esclava como pudieras serlo antes. O como lo puedas llegar a ser nunca —luego se sentó en una roca con las piernas cruzadas.

Por un instante, Ferro le miró desconcertada. Pero de inmediato una oleada de rabia, caliente y reconfortante, volvió a embargarla.

—¿No dice que ha venido a ayudarme?, pues ayúdeme a enterrarlos —exclamó señalando los tres cuerpos ensangrentados que se alineaban junto a las tumbas.

—Ah, no. Eso forma parte de tu trabajo.

Ferro dio la espalda al anciano, mientras lo maldecía para sus adentros, y se acercó a sus antiguos compañeros. Agarró el cuerpo de Shebed por debajo de los brazos y lo levantó. Mientras tiraba de él hacia la primera tumba, los talones del cadáver se arrastraban por el suelo marcando dos pequeños surcos. Cuando llegó al hoyo, lo empujó dentro. Después le tocó el turno a Alugai. Un reguero de tierra corrió sobre él cuando reposó en el fondo de su tumba.

Luego volvió para coger el cadáver de Nasar. Una espada le había destrozado el rostro. A Ferro le pareció que aquello suponía una notable mejora en su aspecto.

—Ése tiene pinta de buena persona —dijo Yulwei.

—Éste es Nasar —Ferro soltó una risa sin alegría—. Un violador, un ladrón, un cobarde —carraspeó para desprender unas cuantas flemas y las escupió al rostro del cadáver. El gargajo resbaló suavemente por la frente del muerto—. Era, de largo, el peor de los tres —luego bajó la vista hacia las tumbas—. Aunque todos ellos eran basura.

—Te rodeas de gente muy agradable.

—Un fugitivo no se puede permitir el lujo de elegir a sus compañeros —Ferro contempló el rostro ensangrentado de Nasar—. Se coge lo primero que se encuentra.

—Si tanto te desagradan, ¿por qué no se los dejas a los buitres como has hecho con los otros? —el brazo de Yulwei señaló los soldados que yacían mutilados en el suelo.

—A tu gente la entierras —replicó y, acto seguido, metió a Nasar en el hoyo de una patada. El cadáver se giró en el aire y cayó de bruces en la tumba agitando los brazos—. Siempre se ha hecho así.

Ferro agarró la pala y empezó a echar paletadas de tierra sobre la espalda del cadáver. Mientras trabajaba en silencio, el sudor se le acumulaba en la cara y luego caía goteando al suelo. Yulwei la estuvo observando hasta que los hoyos quedaron cubiertos. Tres nuevos montones de tierra emergían en medio de la estepa. Ferro arrojó la pala, que rebotó en uno de los soldados y luego cayó retumbando entre las piedras. El pequeño enjambre de moscas que rodeaba al cadáver zumbó enfurecido y se alejó de su presa, pero al cabo de un instante estaba otra vez de vuelta.

Recogió el arco y las flechas y se los colgó al hombro. Luego agarró el odre, calibró su peso y se lo echó también al hombro. Después se puso a registrar los cadáveres de los soldados. Uno de ellos, el que parecía ser el jefe, tenía un espléndido sable curvo. Su flecha le había atravesado el cuello antes de que tuviera tiempo de desenvainarlo. Ahora fue Ferro quien lo desenvainó y lo probó lanzando un par de mandobles al aire. Una buena arma: bien equilibrada, el filo mortífero de su larga hoja centelleaba y el metal de la empuñadura refulgía al sol. Además, tenía un cuchillo a juego. Cogió las dos armas y se las metió en el cinto. Aunque no parecía que hubiera mucho que pudiera valerle, registró también el resto de los cadáveres. Además, siempre que no resultara demasiado difícil, procuraba arrancar las flechas a los cuerpos. Encontró unas cuantas monedas y las tiró al suelo. Sólo le servirían para añadirle más peso y, además, ¿qué iba a comprar en medio de aquella estepa? ¿Polvo?

Eso era lo único que había allí, y era gratis.

Llevaban encima algunas sobras de comida, que difícilmente les habrían servido para aguantar otro día. Eso significaba que debía de haber más de los suyos, muchos más seguramente, y que no andaban demasiado lejos. Yulwei no le había mentido, pero eso no cambiaba las cosas.

Se dio la vuelta y, dejando atrás al anciano, comenzó a andar en dirección contraria a las colinas, hacia el gran desierto de arena que se extendía al sur.

—Ése no es el camino —dijo él.

Ferro se detuvo y le miró entrecerrando los ojos para protegerse del intenso sol.

—¿No decía que venían soldados?

Los ojos de Yulwei chispearon.

—Hay muchas formas de pasar desapercibido, incluso en un sitio como éste.

Ferro volvió la vista hacia la llanura pelada que se extendía hacia el norte. En esa dirección estaba Gurkhul. No se veía ni una colina, ni un árbol, casi ni un arbusto. Ningún lugar donde ocultarse.

—¿Desapercibido incluso para un Devorador?

El anciano se rió.

—Sobre todo para esos puercos arrogantes. No son ni la mitad de listos de lo que ellos se creen. ¿Cómo piensas que he conseguido llegar hasta aquí si no? Pasé por en medio de ellos, entre ellos, alrededor de ellos, yo voy adonde me place, y llevo conmigo a quien quiero.

Ferro se hizo sombra con la palma de la mano y oteó el sur. Las arenas del desierto se perdían en la distancia. Mal que bien se las había arreglado para sobrevivir en las estepas, pero ¿podría hacerlo en ese crisol de arenas cambiantes y calor implacable?

El anciano pareció leerle los pensamientos.

—Las arenas son interminables. Yo las he cruzado alguna vez. Puede hacerse. Pero tú no lo lograrías.

Aquel viejo tenía razón. Ferro era tan fibrosa y resistente como un buen arco, pero eso sólo significaba que estaría más tiempo vagando sin rumbo antes de caer rendida sobre la arena. Puestos a morir, el desierto estaba mejor que la jaula frente al palacio, aunque tampoco mucho mejor. Y ella quería seguir viva.

Aún le quedaban algunas cosas que hacer.

El viejo seguía sentado con las piernas cruzadas, mirándola con una sonrisa. ¿Qué era ese tipo? Ferro no se fiaba de nadie, pero, si aquel hombre hubiera tenido la intención de entregarla al Emperador, podría haberla derribado de un golpe en la cabeza mientras estuvo cavando, en vez de haber proclamado a los cuatro vientos su presencia. Además, tenía poderes mágicos, bien lo había comprobado ella, y contar con una oportunidad, por pequeña que fuera, era mejor que no tener ninguna.

Pero ¿qué le pediría a cambio? El mundo jamás le había dado nada gratis y no creía que fuera a empezar a hacerlo ahora. Ferro entornó los ojos.

—¿Qué es lo que quiere de mí, eh, Yulwei?

El anciano soltó una carcajada. Aquellas risas empezaban a resultar bastante cargantes.

—Digamos, simplemente, que si te guío te habré hecho un favor. Y que, más adelante, tú puedes devolvérmelo haciéndome otro.

La respuesta era bastante parca en detalles, pero cuando lo que está en juego es la propia vida hay que tomar lo que a uno se le ofrece. No le hacía ninguna gracia ponerse en manos de otra persona, pero no parecía tener otra opción. Al menos, si quería prolongar su vida una semana más.

—¿Qué hacemos?

—Hay que esperar a que se haga de noche —Yulwei echó un vistazo a los cuerpos retorcidos que había esparcidos por el suelo y arrugó la nariz—. Aunque tal vez sea mejor no hacerlo aquí.

Ferro se encogió de hombros y se sentó sobre la tumba del medio.

—Aquí está bien. Quiero ver cómo se alimentan los buitres.

El cielo estaba sembrado de brillantes estrellas y el aire se había vuelto fresco, casi frío. Abajo, en la oscura y polvorienta llanura, ardían varias hogueras: una línea curva de fogatas que parecían acorralarles empujándoles hacia el borde del desierto. Yulwei, los diez cadáveres, las tres tumbas y ella estaban atrapados en la ladera de la colina. Al día siguiente, cuando las primeras luces del amanecer comenzaran a ascender por la tierra árida, los soldados abandonarían las hogueras y avanzarían sigilosamente en dirección a las colinas. Si Ferro seguía aún allí para cuando llegaran, la matarían con total seguridad, o, peor aún, la capturarían. Ni aun en el caso de que no hubieran contado con un Devorador, habría podido enfrentarse ella sola contra tantos enemigos. Le irritaba profundamente reconocerlo, pero lo cierto es que ahora su vida estaba en manos de aquel hombre.

Yulwei oteó el cielo nocturno.

—Ya es hora —dijo.

Descendieron por la pedregosa ladera en la oscuridad, poniendo mucho cuidado de no perderse entre los grandes bloques de roca y los achaparrados matojos que salpicaban el terreno. Avanzaban hacia el norte, en dirección a Gurkhul. Yulwei se desplazaba con una velocidad pasmosa y, para poder seguirle, Ferro casi se veía obligada a correr, a la vez que mantenía la vista baja para que las rocas resecas no le hicieran perder el equilibrio. Al llegar a la base de la colina, levantó la vista y vio que Yulwei avanzaba hacia el extremo izquierdo de la línea, que era el lugar donde la concentración de hogueras era mayor.

—Espere —susurró agarrándolo del hombro. Ferro señaló el lado derecho. Ahí había menos hogueras, así que sería más sencillo colarse entre ellas—. ¿Por qué no vamos por ahí?

A la luz de las estrellas, Ferro alcanzó a ver los dientes blancos de Yulwei, estaba sonriendo.

—Oh, no, Ferro Maljinn. Ahí es donde hay más soldados, por no mencionar a nuestro querido amigo —Yulwei no ponía ningún empeño en bajar la voz al hablar y estaba consiguiendo ponerla nerviosa—. Es por ahí por donde esperan que pases, si decides ir hacia el norte. Pero en realidad no creen que vayas a hacerlo. Piensan que te dirigirás hacia el sur para morir en el desierto porque no querrás arriesgarte a que te capturen, es decir, justo lo que habrías hecho de no haber estado yo aquí.

Yulwei se dio media vuelta y siguió caminando. Ferro lo siguió sigilosamente procurando mantenerse lo más agachada posible. Cuando estuvieron más cerca de las hogueras, constató que el anciano estaba en lo cierto. Había algunas figuras sentadas en torno a ellas, pero estaban bastante desperdigadas. El anciano se dirigió con paso firme hacia un grupo de cuatro hogueras que quedaba a la izquierda y de las que sólo una estaba guarnecida. No se cuidaba de caminar agachado, sus brazaletes se entrechocaban emitiendo un leve campanilleo y las pisadas de sus pies desnudos resonaban con fuerza sobre la tierra reseca. Los tenían tan cerca que casi se podían distinguir las facciones de los tres hombres que había en torno al fuego. De un momento a otro, verían a Yulwei, estaba segura. Le siseó para llamar su atención, convencida de que la iban a oír.

Yulwei se dio la vuelta; su cara, iluminada por la tenue luz de las llamas, tenía una expresión de desconcierto.

—¿Qué pasa? —dijo. Ferro hizo una mueca de dolor. Pensaba que los soldados se pondrían de pie de un salto, pero, para su sorpresa, siguieron charlando como si tal cosa. Yulwei se volvió hacia ellos—. No nos verán ni nos oirán, a no ser que se te ocurra ponerte a chillarles al oído. No corremos ningún riesgo —luego se volvió y reemprendió la marcha, dando un rodeo para esquivar a los soldados. Ferro lo siguió, manteniéndose agachada y en silencio, por pura costumbre.

Al irse acercando a ellos, Ferro comenzó a distinguir las palabras de la conversación que mantenían. Aminoró el paso para escuchar. Y, de pronto, se dio la vuelta y se dirigió hacia la hoguera. Yulwei echó la vista atrás.

—¿Qué haces? —preguntó.

Ferro contempló a sus tres enemigos. Uno era un veterano de aspecto rudo, el otro un tipo flacucho con pinta de comadreja, y, el tercero, un jovenzuelo con cara de buena persona, que apenas parecía un soldado. Sus armas estaban desperdigadas por el suelo, envainadas y envueltas, como si no esperaran tener que usarlas. Los rodeó con cautela, aguzando el oído.

—Dicen que la mujer ésa no está bien de la cabeza —le susurraba el flacucho al joven, tratando de asustarle—. Dicen que ha matado a más de cien hombres. Y que si eres un tipo apuesto, te corta los huevos cuando aún estás vivo —acompañó sus palabras apretándose la entrepierna— y luego se los come delante de ti.

—Cállate de una vez —soltó el grandullón—, por aquí no le vamos a ver el pelo —y señalando al punto donde las hogueras estaban más espaciadas, añadió con un susurro—: Si se le ocurre coger esta dirección, irá por donde esté él.

—Bueno, pues espero que no se le ocurra —terció el joven—. Vive y deja vivir, ése es mi lema.

El tipo flacucho frunció el ceño.

—¿Y qué me dices de toda esa pobre gente a la que ha matado? ¿Mujeres y niños incluidos? ¿Es que no se merecían ellos que se les dejara vivir también? —Ferro apretó los dientes. Que ella recordara, nunca había matado niños.

—Claro que es terrible, yo no digo que no haya que capturarla —el joven miró nervioso a su alrededor—. Sólo que espero que no nos toque a nosotros.

Al oír aquello, el grandullón soltó una carcajada, pero al tipo flaco no pareció hacerle ninguna gracia.

—¿Qué eres tú, un cobarde?

—No —repuso enfadado el joven—, pero tengo mujer e hijos y prefiero salir de ésta con vida, eso es todo —sonrió—. Vamos a tener un hijo. A ver si esta vez es niño.

El grandullón asintió con la cabeza.

—Mi hijo ya está hecho todo un hombre. Crecen tan rápido…

Aquella charla sobre niños, familias y esperanzas hizo que la rabia que ardía en el pecho de Ferro se acrecentara aún más. ¿Por qué podían tener ellos una vida cuando ella no tenía nada, cuando habían sido precisamente ellos y los suyos los que le habían quitado todo lo que tenía? Ferro desenvainó la daga.

—¿Qué haces? —le susurró Yulwei.

El joven volvió la vista hacia ellos.

—¿No habéis oído algo?

El grandullón se rió.

—Sí, me parece que he oído cómo te cagabas encima —el flaco dejó escapar una risita, y el joven, azorado, sonrió. Ferro se puso justo detrás de él. Estaba a sólo dos pasos, iluminada de pleno por la hoguera, pero ninguno de los soldados la miraba. Alzó la daga.

—¡Ferro! —gritó Yulwei. El joven se levantó de golpe y escudriñó la oscura planicie apretando las cejas. Miró a Ferro a los ojos, pero su mirada parecía dirigirse a algún punto lejano situado a sus espaldas. Ferro sentía su aliento en el rostro. La hoja de la daga brillaba a medio palmo del gaznate del soldado.

Ahora. Ahora era el momento. Podía matarlo al instante y luego ocuparse de los otros antes de que tuvieran tiempo de dar la alarma. Sabía que podía hacerlo. Ellos estaban desprevenidos, pero ella estaba preparada. Ahora era el momento.

Pero su mano no quiso moverse.

—¿Qué te pasa? —preguntó el grandullón— Ahí no hay nada.

—Juraría que he oído algo —dijo el joven mirando a Ferro a la cara.

—¡Esperad! —gritó el flaco levantándose de un salto y señalando con el dedo— ¡Ahí está, es ella! ¡Justo delante de ti! —Ferro se quedó paralizada durante un instante, mirando a los ojos del soldado, pero de inmediato el grandullón y el flaco se pusieron a reír. El joven, avergonzado, se dio la vuelta y volvió a sentarse.

—Os aseguro que me pareció oír algo.

—Ahí no hay nadie —dijo el grandullón. Ferro comenzó a retroceder lentamente. Tenía ganas de vomitar, la boca se le había llenado de una saliva amarga y la cabeza le retumbaba. Envainó la daga, se dio media vuelta y reemprendió a trompicones la marcha, seguida de cerca por Yulwei.

Cuando la luz de las fogatas y el sonido de la charla se perdieron en la distancia, Ferro se detuvo y se dejó caer en el duro suelo. Un viento gélido barría la planicie yerma. Una lluvia de polvo le punzó la cara, pero ella apenas lo notó. El odio y la furia se habían evaporado de momento, pero le habían dejado un enorme hueco, y no tenía nada con qué rellenarlo. Se sentía vacía, helada, enferma, sola. Se abrazó a sí misma y se meció de atrás adelante con los ojos cerrados. Pero la oscuridad no le proporcionó ningún alivio.

De pronto, sintió la mano del anciano apoyada en su hombro.

En circunstancias normales, se habría revuelto, lo habría derribado y, de ser posible, habría acabado con él. Pero se había quedado sin fuerzas. Parpadeó y alzó la vista.

—No me queda nada. ¿Qué soy ya? —se apretó la mano contra el pecho, pero apenas la sintió— No tengo nada dentro.

—Me extraña que digas eso —Yulwei miró el cielo estrellado y sonrió—. Porque yo estoy empezando a pensar que a lo mejor sí que hay algo ahí dentro que merezca la pena salvarse.