Capítulo 4

—Muy bien, vamos a ver —dijo el doctor, mirando un PDA bastante grande mientras yo entraba en la consulta—. Es usted John Perry, ¿correcto?

—Así es.

—Soy el doctor Russell —se presentó él, y entonces me miró de arriba abajo—. Parece como si se le acabara de morir el perro.

—En realidad, ha sido mi compañero de camarote.

—Oh, sí —exclamó él, mirando de nuevo su PDA—. Leon Deak. Tendría que haberlo reconocido después de usted. Mal momento. Bueno, quitémoslo de la lista de citas, entonces. —Tecleó en la pantalla del PDA unos segundos y sonrió tenso al terminar. Los modales del doctor Russell dejaban bastante que desear—. Bien —dijo, dedicándome toda su atención—, vamos a echarle un vistazo.

La consulta consistía en el doctor Russell, yo, una silla para el doctor, una mesita y dos nichos. Los nichos eran ergonómicos, y cada uno se cerraba mediante una puerta transparente y curva. En lo alto de cada uno de ellos había un brazo extensible, con una especie de casquete en el extremo. Parecía lo bastante grande para encajar en una cabeza humana. Sinceramente, me estaba poniendo un poco nervioso.

—Adelante, por favor, póngase cómodo y empezaremos —dijo el doctor Russell, abriendo la puerta del nicho que tenía más cerca.

—¿Tengo que quitarme algo? —pregunté. Por lo que recordaba, un reconocimiento físico requería que te reconocieran físicamente.

—No, pero si hace que se sienta más cómodo, adelante.

—¿De verdad la gente se desnuda si no es necesario?

—Lo cierto es que sí. Cuando a uno le dicen que haga algo durante bastante tiempo, luego resulta un hábito difícil de romper.

Me dejé la ropa puesta. Deposité el PDA sobre la mesa, entré en el nicho y me aposenté en él. El doctor Russell cerró la puerta y dio un paso atrás.

—Espere un segundo mientras ajusto las medidas —dijo, y pulsó su PDA. Sentí que la forma humana del nido cambiaba, y luego se adaptaba a mis contornos.

—Da escalofríos —dije.

El doctor Russell sonrió.

—Va a notar una pequeña vibración —me advirtió, y tenía razón.

—Dígame —pregunté mientras el nido zumbaba suavemente debajo de mí—, toda esa otra gente que estaba conmigo en la sala de espera, ¿adónde fueron después de pasar por aquí?

—Salieron por esa otra puerta. —Señaló con una mano sin apartar la mirada de su PDA—. Es la zona de recuperación.

—¿Zona de recuperación?

—No se preocupe. Parece que el reconocimiento sea peor de lo que en realidad es. De hecho, casi hemos terminado con el escaneo. —Volvió a pulsar su PDA y la vibración cesó.

—¿Qué hago ahora?

—Espere —contestó el doctor Russell—. Tenemos que hacer una cosa más y esperar a los resultados de su análisis.

—¿Quiere decir que ya ha terminado?

—La medicina moderna es maravillosa, ¿verdad? —dijo él. Me mostró la pantalla del PDA, que descargaba un resumen de mi escaneo—. Ni siquiera hace falta decir «Aaahhhh».

—Sí, pero ¿hasta qué punto puede ser detallado?

—Bastante detallado. Señor Perry, ¿cuándo se hizo el último reconocimiento?

—Hace unos seis meses —respondí.

—¿Cuál fue el diagnóstico de su médico?

—Dijo que estaba en buena forma, aparte de que mi tensión sanguínea era un poco más alta de lo normal. ¿Por qué?

—Bueno, básicamente tenía razón —dijo el doctor Russell—, aunque parece que pasó por alto el cáncer de testículos.

—¿Cómo dice?

El doctor Russell volvió a mostrarme la pantalla del PDA; esta vez mostraba una representación con colores falsos de mis genitales. Era la primera vez que tenía mi propio paquete delante de las narices.

—Aquí —dijo, indicando una mancha oscura en mi testículo izquierdo—. Ése es el nódulo. Bastante grande, por cierto. Es cáncer, en efecto.

Miré al médico.

—¿Sabe, doctor Russell?, la mayoría de los médicos habrían encontrado un modo de decirlo algo más delicado.

—Lo siento, señor Perry. No quiero parecer despreocupado, pero en realidad no es ningún problema. Incluso en la Tierra, el cáncer de testículo es fácilmente tratable, sobre todo en las primeras etapas, como es el caso. Como mucho, perdería el testículo, pero eso no es un contratiempo importante.

—A menos que el testículo sea suyo —gruñí.

—Es más un asunto psicológico —explicó él—. En cualquier caso, aquí y ahora, no quiero que se preocupe al respecto. Dentro de un par de días recibirá una puesta a punto física completa, y entonces trataremos su testículo. Mientras tanto, no debería haber ningún problema. El cáncer sigue localizado sólo ahí. No se ha extendido a los pulmones ni los nódulos linfáticos. Está usted bien.

—¿Voy a perder la pelota? —dije. El doctor Russell sonrió.

—Creo que podrá quedársela por ahora. Si alguna vez la pierde, sospecho que será la menor de sus preocupaciones. Ahora, aparte del cáncer, que como digo no es realmente problemático, está usted en una forma tan buena como la de cualquier hombre de su edad. Esa es la buena noticia: no tenemos que hacer nada más con usted en este punto.

—¿Qué harían si encontraran algo realmente malo? —pregunté—. Quiero decir, ¿y si el cáncer hubiera sido terminal?

—«Terminal» es un término muy impreciso, señor Perry —dijo el doctor Russell—. A la larga, todos somos casos terminales. En el caso de este reconocimiento, lo que en realidad pretendemos es estabilizar a cualquier recluta que esté en peligro inminente, para así saber que aguantarán los próximos días. El caso de su desgraciado compañero de habitación, el señor Deak, no es tan desacostumbrado. Tenemos un montón de reclutas que consiguen llegar hasta aquí y luego se mueren antes de ser evaluados. Eso no es bueno para nadie.

El doctor Russell consultó su PDA.

—Ahora bien, en el caso del señor Deak, que murió de un ataque al corazón, lo que probablemente habríamos hecho habría sido eliminar la acumulación de placa en las arterias y proporcionarle un compuesto para reforzar las paredes arteriales e impedir rupturas. Es el tratamiento más común. A la mayoría de las arterias de setenta y cinco años les viene bien una pequeña ayuda. En su caso, si hubiera tenido cáncer en estado avanzado, habríamos reducido los tumores hasta un punto en que no supusieran ninguna amenaza inminente para sus funciones vitales, y atendido las regiones afectadas para asegurarnos de que no tuviera ningún problema en los próximos días.

—¿Por qué no curarlo? —pregunté—. Si pueden «atender» una región afectada, parece que probablemente podrían arreglarlo por completo si quisieran.

—Podemos, pero no es necesario —contestó el doctor Russell—. Recibirá una puesta a punto más completa dentro de unos pocos días. Sólo necesitamos mantenerlo en funcionamiento hasta entonces.

—¿Qué significa una «puesta a punto», por cierto?

—Significa que, cuando termine, se preguntará por qué le preocupaba una manchita de cáncer en el testículo. Es una promesa. Queda una cosa más por hacer. Adelante la cabeza, por favor.

Obedecí. El doctor Russell extendió la mano y atrajo el temido brazo extensor con el casquete hasta mi coronilla.

—Durante el siguiente par de días, será importante que obtengamos una buena imagen de su actividad cerebral —dijo, retirándose—. Para ello, voy a implantar un grupo de sensores en su cráneo.

Mientras lo decía, pulsó la pantalla de su PDA, una acción de la que yo empezaba a no fiarme. Hubo un leve sonido de absorción mientras el casquete se adhería a mi cráneo.

—¿En qué consiste eso? —pregunté.

—Bueno, ahora mismo, probablemente sentirá un pequeño cosquilleo en el cuero cabelludo y en la nuca —dijo el doctor Russell, y así era—. Son los inyectores situándose. Son como pequeñas agujas hipodérmicas que insertarán los sensores. Estos son en sí mismos muy pequeños, pero hay un montón. Unos veinte mil, más o menos. No se preocupe, son autoestériles.

—¿Me va a doler? —pregunté.

—No mucho —respondió él, y pulsó de nuevo la pantalla del PDA. Veinte mil microsensores se clavaron en mi cráneo como si cuatro hachas me golpearan simultáneamente.

—¡La madre que me parió! —Me agarré la cabeza, y mis manos chocaron contra la puerta del nicho al hacerlo—. ¡Hijo de puta! —le grité al doctor Russell—. ¡Dijo que no dolería!

—Dije que no dolería mucho —contestó el doctor Russell.

—¿Mucho como qué? ¿Como si me pisara la cabeza un elefante?

—No tanto como cuando los sensores se conecten entre sí. La buena noticia es que en cuanto están conectados, el dolor cesa. Aguante ahora, sólo durará un minuto.

Volvió a pulsar el PDA. Ochenta mil agujas salieron disparadas en todas direcciones dentro de mi cráneo.

Nunca he sentido más ganas de pegarle a un médico.

* * *

—No sé —estaba diciendo Harry—. Creo que es interesante.

Y al decirlo, Harry se frotó la cabeza, que como todas nuestras cabezas era ahora de un gris moteado, con veinte mil sensores subcutáneos midiendo la actividad cerebral.

El grupo del desayuno se había vuelto a reunir de nuevo para almorzar, esta vez también con Jesse y su compañera de habitación Maggie. Harry había declarado que ahora constituíamos una pandilla oficial, nos bautizó como los «Vejestorios» y propuso que iniciáramos una guerra de comida con la mesa de al lado. La propuesta fue rechazada, en parte debido a que Thomas advirtió que toda comida que lanzáramos no se podría comer, y el almuerzo era aún mejor que el desayuno, si eso era posible.

—Menos mal —dijo Thomas—. Porque después de la pequeña inyección cerebral de esta mañana, me sentía tan jodido que casi no tenía ganas de comer.

—No puedo creerlo —dijo Susan.

—Advierte que he dicho «casi» —contestó Thomas—. Pero os diré una cosa: ojalá hubiera tenido uno de esos nichos en casa. Habría recortado el tiempo de mis consultas en un ochenta por ciento. Más tiempo para jugar al golf.

—Tu devoción hacia tus pacientes es abrumadora —comentó Jesse.

—Bah —le quitó importancia Thomas—. Jugaba al golf con la mayoría. A todos les habría encantado. Y por mucho que me duela decirlo, mi médico hizo un reconocimiento mucho mejor que el que yo podría haber hecho. Ese aparato es el sueño de un diagnosticador. Detectó un tumor microscópico en mi páncreas. Es imposible que yo lo hubiera detectado en mi consulta a menos que fuera muchísimo más grande o el paciente empezara a mostrar síntomas. ¿Alguien más tiene algo sorprendente?

—Cáncer de pulmón —dijo Harry—. Manchitas.

—Quiste de ovarios —dijo Jesse—. Maggie también.

—Artritis reumática incipiente —dijo Alan.

—Cáncer de testículos.

Todos los hombres de la mesa dieron un respingo.

—Ouch —exclamó Thomas.

—Me han dicho que viviré.

—Andarás un poco zambo —opinó Susan.

—Ya basta —dije.

—Lo que no comprendo es por qué no han arreglado esos problemas —reflexionó Jesse—. Mi doctor me mostró un quiste del tamaño de una bola de chicle, y me dijo que no me preocupara. Pero creo que no estoy hecha para no preocuparme por algo así.

—Thomas, se supone que eres médico —dijo Susan, y se tocó la cabeza—. ¿Qué pasa con estos pequeños hijos de puta? ¿Por qué no hacernos simplemente un escaneo cerebral?

—Si tuviera que suponer, cosa que tengo que hacer puesto que no tengo ni idea —contestó Thomas—, diría que quieren ver nuestros cerebros en acción mientras ejecutamos nuestro entrenamiento. Pero no pueden hacerlo con nosotros conectados a una máquina, así que conectan la máquina a nosotros.

—Gracias por la clara explicación de algo que ya había supuesto —dijo Susan—. Lo que estoy preguntando es, ¿a qué propósito sirve este tipo de medida?

—No lo sé —respondió Thomas—. Tal vez nos están equipando para darnos nuevos cerebros, después de todo. O tal vez disponen de alguna manera de añadir nuevo material cerebral, y tienen que ver qué partes de nuestros cerebros necesitan un empujoncito. Espero que no sea preciso colocar otro grupo de esas malditas cosas. El primero casi me ha matado de dolor.

—Hablando de muertes —dijo Alan, volviéndose hacia mí—, he oído que has perdido a tu compañero de habitación esta mañana. ¿Te encuentras bien?

—Me encuentro bien —contesté—. Aunque es deprimente. Mi médico dijo que si hubiera conseguido llegar a la cita de esta mañana, probablemente habrían impedido su muerte. Le habrían puesto un eliminador de la placa o algo por el estilo. Siento que tendría que haberlo obligado a ir a desayunar. Eso lo habría mantenido lo suficientemente activo para llegar a su cita.

—No te sientas responsable —dijo Thomas—. No tenías modo de saberlo. La gente se muere.

—Claro, pero no cuando les falta nada para recibir una «puesta a punto general», como dijo mi médico.

—No es por ser insensible, pero… —intervino Harry.

—Preparémonos… —dijo Susan.

—… Pero cuando yo iba a la universidad —continuó Harry, lanzándole un trozo de pan a Susan—, si tu compañero de habitación se moría, en general te permitían librarte de los exámenes finales de ese semestre. Ya sabes, por el trauma.

—Y, extrañamente, tu compañero de habitación se libraba también —dijo Susan—. Por el mismo motivo.

—Nunca lo había visto de esa forma —dijo Harry—. De todos modos, ¿crees que te dejarían librarte de las evaluaciones programadas para hoy?

—Lo dudo —dije—. Y aunque lo hicieran, no aceptaría la oferta. ¿Qué otra cosa iba a hacer, sentado en mi camarote todo el día? Eso sí que sería deprimente. Alguien se ha muerto allí, ¿sabes?

—Siempre puedes mudarte —dijo Jesse—. Tal vez también haya muerto el compañero de cuarto de otro.

—Qué idea tan morbosa. Y además, no quiero mudarme. Lamento que Leon haya muerto, desde luego. Pero ahora tengo un camarote para mí solo.

—Parece que el proceso de curación ha empezado —dijo Alan.

—Sólo estoy intentando dejar atrás el dolor —dije.

—No hablas demasiado, ¿no? —le dijo de pronto Susan a Maggie.

—No —respondió Maggie.

—Eh, ¿qué tenéis los demás a continuación en vuestro horario? —preguntó Jesse.

Todos echaron mano a sus PDA, luego se detuvieron, sintiéndose culpables.

—Consideremos que ha sido una reacción típica de chicos de instituto —dijo Susan.

—Bueno, qué demonios —exclamó Harry, y sacó su PDA de todas formas—. Ya que hemos formado una pandilla para el comedor, bien podemos seguir con el resto.

* * *

Resultó que Harry y yo tuvimos juntos nuestra primera sesión de evaluación. Nos acompañaron a una sala de conferencias en la que habían colocado sillas con mesas.

—Santo cielo —susurró Harry mientras nos sentábamos—. Es verdad que hemos vuelto al instituto.

Esa impresión quedó reforzada cuando nuestra colonial entró en la sala.

—Ahora se examinarán de lenguaje básico y habilidades matemáticas —dijo—. Su primera prueba está siendo descargada en sus PDA. Es de elección múltiple. Por favor, respondan a tantas preguntas como puedan dentro del límite de treinta minutos de tiempo. Si terminan antes de que se consuman sus treinta minutos, quédense sentados en silencio o repasen sus respuestas. Por favor, no hablen con los otros examinandos. Por favor, comiencen ahora.

Miré mi PDA. Había una pregunta de analogía de palabras.

—Tienen que estar bromeando —comenté.

Otras personas de la sala también estaban riéndose. Harry levantó la mano.

—¡Señorita! —llamó—. ¿Qué puntuación necesito para entrar en Harvard?

—Ésa ya la he oído antes —respondió la colonial—. Por favor, pónganse todos a trabajar en sus pruebas.

—Llevo sesenta años esperando mejorar mi puntuación en matemáticas —dijo Harry—. A ver cómo me sale ahora.

* * *

Nuestra segunda prueba fue aún peor.

—Por favor, sigan el cuadrado blanco. Usen sólo los ojos, no la cabeza.

La colonial apagó las luces de la sala. Sesenta pares de ojos enfocaron un cuadrado blanco en la pared. Éste, empezó a moverse lentamente.

—No puedo creer que haya venido al espacio para esto —dijo Harry.

—Tal vez las cosas mejoren —contesté—. Si tenemos suerte, nos darán otro cuadrado blanco que mirar.

Un segundo cuadrado blanco apareció en la pared.

—Tú has estado aquí antes, ¿verdad? —dijo Harry.

* * *

Más tarde, Harry y yo nos separamos, e hice algunas actividades solo.

La primera sala a la que entré, estaba decorada con un colonial y una pila de bloques.

—Construya una casa con estos bloques, por favor —dijo el colonial.

—Sólo si me dan un bote de zumo extra —contesté yo.

—Veré qué puedo hacer —prometió el colonial. Hice una casa con los bloques y luego pasé a la siguiente sala, donde el colonial que había dentro sacó una hoja de papel y un bolígrafo.

—Empezando desde el centro del laberinto, intente ver si puede llegar al borde exterior.

—Jesucristo —dije—, una rata drogada podría hacerlo.

—Esperemos que sí. Con todo, inténtelo de todas formas.

Lo hice. En la siguiente sala, el colonial quiso que fuera diciendo números y letras. Aprendí a dejar de preguntarme por qué e hice lo que me pedían.

* * *

Poco más tarde, me cabreé.

—He estado leyendo su archivo —dijo el colonial, un joven delgado que parecía capaz de echar a volar como una cometa si soplara un viento fuerte.

—Muy bien.

—Dice que estuvo usted casado.

—Lo estuve.

—¿Le gustó? Estar casado.

—Claro. Es mejor que la alternativa.

Él sonrió.

—Entonces ¿qué sucedió? ¿Divorcio? ¿Un folleteo de más?

La poca gracia que tenía el tipo se estaba agotando rápidamente.

—Ella está muerta —dije.

—¿Sí? ¿Cómo sucedió?

—Tuvo una embolia.

—Una embolia tiene que ser cojonuda —dijo él—. Bam, y el cerebro se te convierte en mantequilla; así de fácil. Menos mal que no sobrevivió. Ahora sería un vegetal en cama, ¿sabe? Tendría que darle de comer con una pajita o algo parecido. —Hizo un sonido de succión.

Yo no dije nada. Una parte de mi cerebro estaba intentando descubrir a qué velocidad podía moverme para partirle el cuello, pero el resto de mi persona estaba allí sentado, lleno de sorpresa e ira ciega. Simplemente, no podía creer lo que estaba oyendo.

En el fondo de mi cerebro, alguien me decía que empezara a respirar de nuevo pronto, o iba a desmayarme.

El PDA del colonial trinó de repente.

—Muy bien —dijo, y se levantó rápidamente—. Hemos terminado. Señor Perry, permítame pedirle disculpas por los comentarios que he hecho referidos a la muerte de su esposa. Mi trabajo consiste en generar una respuesta airada de los reclutas lo más de prisa posible. Nuestros modelos psicológicos mostraron que respondería usted más negativamente a comentarios como los que acabo de hacer. Por favor, entienda que por mí mismo yo nunca habría hecho esos comentarios sobre su difunta esposa.

Parpadeé estúpidamente durante unos segundos. Entonces rugí.

—¿Qué clase de prueba retorcida y gilipollas es ÉSA?

—Reconozco que es una prueba en extremo desagradable, y una vez más le pido disculpas. Estoy haciendo mi trabajo, tal como se me ordenó, nada más.

—¡Santo Dios! —dije—. ¿Tiene idea de lo cerca que ha estado de que le partiera el puñetero cuello?

—La verdad es que sí —contestó el hombre con una voz calmada y controlada que indicaba que, en efecto, la tenía—. Mi PDA, que estaba siguiendo su estado mental, sonó justo antes de que usted saltara. Pero aunque no hubiera sido así, lo habría sabido. Sé lo que cabe esperar.

Yo todavía estaba intentando dominar mi furia.

—¿Le hace esto a todos los reclutas? —pregunté—. ¿Cómo es que sigue vivo?

—En cuanto a eso —contestó el hombre—, de hecho, me eligieron para este trabajo porque mi pequeña constitución da al recluta la impresión de que puede darme una paliza. Soy un «pequeño cabroncete» muy bueno. Sin embargo, soy capaz de contener a un recluta si es necesario. Aunque normalmente no tengo que llegar a tanto. Como decía, hago esto muy a menudo.

—No es un trabajo muy agradable —comenté. Por fin había conseguido recuperar un estado racional.

—«Es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo» —citó el hombre—. Lo encuentro interesante, en tanto cada recluta tiene algo distinto que lo hace estallar. Pero tiene usted razón. Es un trabajo lleno de tensión. No es para todo el mundo.

—Apuesto a que es muy popular en los bares.

—La verdad es que dicen que soy muy simpático. Cuando no estoy jodiendo intencionadamente a la gente, quiero decir. Señor Perry, hemos terminado aquí. Si quiere entrar por esa puerta a su derecha, empezará su siguiente evaluación.

—No van a fastidiarme otra vez, ¿no?

—Puede que se fastidie, pero si lo hace, será cosa suya. Sólo hacemos esta prueba una vez.

Me dirigí a la puerta, entonces me detuve.

—Sé que estaba haciendo su trabajo —dije—. Pero de todas formas quiero que lo sepa: mi esposa era una persona maravillosa. Se merece algo mejor que ser utilizada de esta forma.

—Lo sé, señor Perry —convino el hombre—. Lo sé.

Atravesé la puerta.

En la siguiente habitación, una joven muy atractiva, que daba la casualidad de que estaba completamente desnuda, quiso que le contara todo lo que pudiera recordar de la fiesta que celebramos cuando cumplí siete años.

* * *

—No puedo creer que nos pasaran esa película justo antes de cenar —dijo Jesse.

—No fue justo antes de cenar —dijo Thomas—. Luego vinieron los dibujos animados de Bugs Bunny. Además, no estuvo tan mal.

—Sí, bueno, tal vez a ti no te repugne una película sobre una operación de intestino, señor doctor, pero a los demás nos pareció bastante asquerosa.

—¿Significa eso que no quieres tus chuletas? —preguntó Thomas, señalando su plato.

—¿A alguien más le tocó la mujer desnuda que preguntaba por la infancia? —pregunté.

—A mí me tocó un hombre —dijo Susan.

—Una mujer —dijo Harry.

—Un hombre —dijo Jesse.

—Una mujer —dijo Thomas.

—Un hombre —dijo Alan. Todos lo miramos.

—¿Qué? —preguntó Alan—. Soy gay.

—¿Qué sentido tiene? —quise saber—. Lo de la persona desnuda, quiero decir, no que Alan sea gay.

—Gracias —replicó éste escuetamente.

—Están intentando provocar respuestas concretas, eso es todo —dijo Harry—. Todas las pruebas de hoy han sido sobre respuestas emocionales o intelectuales básicas, la base de emociones y habilidades intelectuales más complejas y sutiles. Están intentando calcular cómo pensamos y reaccionamos a nivel primario. La persona desnuda estaba obviamente tratando de evaluaros sexualmente.

—Pero lo que estoy diciendo es qué tiene eso que ver con preguntar por la infancia.

Harry se encogió de hombros.

—¿Qué es el sexo sin un poco de culpa?

—Lo que me jodió fue el tipo que intentó joderme —dijo Thomas—. Juro que estuve a punto de machacarlo. Dijo que los Cubs deberían haber sido descendidos a las ligas menores después de dos siglos sin ganar un campeonato mundial.

—A mí me parece razonable —dijo Susan.

—No empieces tú también —contestó Thomas—. Tíos, os lo advierto: no os metáis con los Cubs.

* * *

Si el primer día fue sobre hazañas del intelecto, el segundo era sobre hazañas de fuerza, o de su falta.

—Aquí tiene una pelota —me dijo un examinador—. Hágala botar.

Lo hice. Me dijo que me fuera.

Caminé por una pequeña pista de atletismo. Me pidieron que corriera una distancia corta. Hice algunos ejercicios ligeros. Jugué a un videojuego. Me pidieron que le disparara a un blanco en la pared con una pistola de luz. Nadé (me gustó esa parte; me gusta mucho nadar, siempre que mi cabeza esté sobre el agua). Durante dos horas, me dejaron en una sala de recuperación con varias docenas de personas más y me dijeron que hiciera lo que se me antojara. Jugué un poco al billar y una partida de ping-pong. Y, Dios me ayude, también jugué a la petanca.

En ningún momento sudé siquiera.

—¿Qué puñetas de ejército es éste? —le pregunté al resto de los Vejestorios en el almuerzo.

—Tiene sentido —respondió Harry—. Ayer nos dedicamos al intelecto y la emoción. Hoy ha sido movimiento físico básico. Parecen interesados en las bases de actividades superiores.

—No me parece que el ping-pong sea base de ninguna actividad física superior —dije.

—Coordinación mano-ojo —replicó Harry—. Tiempo. Precisión.

—Y nunca sabes cuándo vas a tener que darle un revés a una granada —intervino Alan.

—Exactamente —convino Harry—. Además, ¿qué queréis que hagan? ¿Que nos obliguen a correr una maratón? Todos nos caeríamos muertos antes de cubrir el primer kilómetro.

—Habla por ti, chavalote —dijo Thomas.

—Rectifico. Nuestro amigo Thomas llegaría al kilómetro cinco antes de que le explotara el corazón. Si no le daba primero un calambre.

—No seas tonto —le espetó Thomas—. Todo el mundo sabe que hay que aumentar la dieta de hidratos de carbono antes de una carrera. Así que voy a por más fettucini.

—No vas a correr una maratón, Thomas —dijo Susan.

—El día es joven —respondió él.

—Lo cierto es que mi horario de actividades está vacío —dijo Jesse—. No tengo nada planeado para el resto del día. Y mañana, lo único que hay es «Concluir las mejoras físicas» desde las 0600 a las 1200 y una asamblea general de reclutas a las 2000, después de la cena.

—Mi horario ha terminado también hasta mañana —intervine yo. Una rápida mirada a la mesa mostró que todos los demás también habían terminado con sus obligaciones—. Bien, ¿qué vamos a hacer para divertirnos?

—Siempre podemos seguir jugando a la petanca —propuso Susan.

—Tengo una idea mejor —intervino Harry—. ¿Alguien tiene planes para las 1500?

Todos negamos con la cabeza.

—Cojonudo —dijo Harry—. Entonces reuníos conmigo aquí. Los Vejestorios vamos a ir de excursión.

* * *

—¿Podemos estar aquí? —preguntó Jesse.

—Claro —respondió Harry—. ¿Por qué no? Y aunque no podamos, ¿qué van a hacer? Todavía no somos militares. No pueden someternos a una corte marcial.

—No, pero pueden lanzarnos por una escotilla.

—No seas tonta. Eso sería una pérdida de aire perfectamente bueno —zanjó él.

Harry nos había conducido hasta una cubierta de observación en la zona colonial de la nave. Y, en efecto, aunque a los reclutas no nos habían dicho específicamente que no podíamos ir a las cubiertas coloniales, tampoco nos habían dicho que sí podíamos (o que debíamos). Allí, en la cubierta desierta, los siete parecíamos escolares que hacen novillos y se escapan a un show porno.

Cosa que, en cierto sentido, era cierta.

—Durante nuestros pequeños ejercicios de hoy, he entablado conversación con uno de los coloniales —dijo Harry—, y me ha dicho que la Henry Hudson va a dar el salto hoy a las 1535. Le he preguntado desde dónde podía verse bien, y me ha mencionado este lugar. Como supongo que ninguno de nosotros ha visto nunca un salto, pues aquí estamos, con —Harry miró su PDA—, cuatro minutos de adelanto.

—Lo lamento —se disculpó Thomas—. No pretendía retrasaros a todos. Los fettucini estaban excelentes, pero al parecer mi intestino delgado no era de la misma opinión.

—Por favor, siéntete libre de no compartir ese tipo de información en el futuro, Thomas —dijo Susan—. Todavía no te conocemos tan bien.

—Bien, pero ¿cómo pues vais a conocerme mejor? —se extrañó Thomas.

Nadie se molestó en contestar.

—¿Alguien sabe dónde estamos ahora mismo? En el espacio, quiero decir —pregunté, después de unos momentos de silencio.

—Todavía estamos en el sistema solar —respondió Alan, y señaló el ventanal—. Puede verse porque todavía se distinguen las constelaciones. Mirad, allí está Orión. Si hubiéramos recorrido una distancia importante, las estrellas habrían cambiado su posición relativa en el cielo. Las constelaciones se habrían quedado atrás o serían completamente irreconocibles.

—Y ¿adónde se supone que vamos a saltar? —quiso saber Jesse.

—Al sistema Fénix —respondió Alan—. Pero eso no te dirá nada, porque «Fénix» es el nombre del planeta, no de la estrella. De hecho, hay una constelación llamada «Fénix», está allí —la señaló en el cielo—, pero el planeta Fénix no órbita alrededor de ninguna de las estrellas de esa constelación. Si recuerdo bien, está en cambio en la constelación de Lupus, que se halla más al norte —señaló otro conjunto de estrellas más lejanas—, pero no podemos ver su estrella desde aquí.

—Sabes mucho sobre constelaciones —comentó Jesse, admirada.

—Gracias —contestó Alan—. Cuando era más joven quise ser astrónomo, pero los astrónomos cobran una miseria. Así que me dediqué a la física teórica.

—Y ¿se gana mucho estudiando las nuevas partículas subatómicas? —preguntó Thomas.

—Bueno, no —admitió Alan—. Pero desarrollé una teoría que ayudó a la compañía para la que trabajaba a crear un nuevo sistema condensador de energía para los barcos. Según el plan incentivador de beneficios compartidos me correspondió un uno por ciento de los beneficios, lo que resultó ser más dinero del que podía gastar, y, creedme, me esforcé seriamente para conseguirlo.

—Debe de ser bonito ser rico —reflexionó Susan.

—No está mal —admitió Alan—. Naturalmente, ahora ya no soy rico. Cuando te enrolas, renuncias a todo. Y pierdes también otras cosas. Quiero decir que, dentro de un minuto, todo el tiempo que invertí memorizando las constelaciones habrá sido un esfuerzo baldío. No hay ningún Orión, ni ninguna Osa Menor ni ninguna Casiopea a donde vamos. Puede parecer estúpido, pero es muy posible que eche más de menos las constelaciones que el dinero. Siempre se puede ganar más dinero, sin embargo, no vamos a regresar aquí. Es la última vez que veré a estas viejas amigas.

Susan se acercó y le pasó un brazo por el hombro. Harry miró su PDA.

—Allá vamos —dijo, y empezó una cuenta atrás. Cuando llegó al uno, todos miramos por el ventanal.

No fue dramático. Un segundo estábamos mirando un cielo lleno de estrellas. Al siguiente, estábamos mirando otro. De haber parpadeado, nos lo habríamos perdido. Y, sin embargo, se notaba que era un cielo completamente distinto. Tal vez no tuviéramos el conocimiento de Alan sobre las constelaciones, pero la mayoría de nosotros sabía localizar Orión y la Osa Mayor en el cielo. Ahora no se veían por ninguna parte, una ausencia sutil y sin embargo sustancial. Miré a Alan. Permanecía de pie, como una columna, la mano en la mano de Susan.

—Estamos virando —nos hizo notar Thomas.

En efecto, vimos cómo las estrellas se deslizaban en sentido contrario a las agujas del reloj mientras la Henry Hudson cambiaba de rumbo. De repente, el enorme brazo azul del planeta Fénix flotó sobre nosotros. Y por encima (o por debajo, según nuestra orientación) había una estación espacial tan grande, tan enorme, y tan repleta de actividad, que lo único que pudimos hacer fue quedarnos mirando boquiabiertos.

Finalmente, alguien habló. Y, para sorpresa de todos, fue Maggie.

—¿Habéis visto eso? —dijo.

Todos nos volvimos a mirarla. Lo que claramente la incomodó.

—No soy muda —espetó—. No hablo mucho, pero esto se merece algún tipo de comentario.

—Y que lo digas —convino Thomas, volviéndose a mirarlo—. Hace que la Estación Colonial parezca un montón de vómito.

—¿Cuántas naves ves? —me preguntó Jesse.

—No sé —contesté—. Docenas. Podría haber cientos, por lo que parece. Ni siquiera sabía que existieran tantas naves espaciales.

—Si alguno de nosotros pensaba todavía que la Tierra es el centro del universo —dijo Harry—, ahora sería un momento excelente para revisar esa teoría.

Todos nos quedamos mirando el nuevo mundo a través del ventanal.

* * *

Mi PDA sonó y me despertó a las 0545, cosa que era llamativa, porque lo había programado para que me despertara a las 0600. La pantalla destellaba; mostraba un mensaje que decía urgente. Lo pulsé.

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ANUNCIO:

Desde las 0600 a las 1200 llevaremos a cabo el régimen de mejora física para todos los reclutas. Para facilitar el proceso, se requiere que todos los reclutas permanezcan en sus camarotes hasta que lleguen los oficiales coloniales que los escoltarán hasta sus sesiones de mejora física. Para facilitar este proceso, las puertas de los camarotes se cerrarán a las 0600. Por favor, aprovechen el rato hasta entonces para hacer todo lo que requiera el uso de los lavabos y otras áreas fuera de sus camarotes. Si después de las 0600 necesitan usar los lavabos, contacten con el personal colonial de su cubierta a través de sus PDA.

Se les notificará su cita con quince minutos de antelación; por favor, estén vestidos y preparados cuando los oficiales coloniales lleguen a su puerta. No se servirá el desayuno; el almuerzo y la cena se servirán a la hora habitual.

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A mi edad, no hay que decirme dos veces que haga pis; fui a los lavabos y esperé que mi cita fuera más temprano que tarde, para no tener que pedir permiso para ir al baño de nuevo.

Mi cita no fue ni temprano ni tarde: a las 0900, mi PDA me alertó, y a las 0915 llamaron bruscamente a mi puerta y una voz de hombre pronunció mi nombre. Abrí y me encontré con dos coloniales. Me dieron permiso para hacer una paradita rápida en el lavabo, y luego los seguí hasta la sala de espera del doctor Russell, donde aguardé brevemente antes de que me permitieran pasar a la sala de reconocimiento.

—Señor Perry, me alegro de volver a verlo —dijo él, extendiendo la mano. Los coloniales que me acompañaban se marcharon por la otra puerta—. Por favor, acomódese en el nicho.

—La última vez que lo hice, me clavó varios miles de trozos de metal en la cabeza —le recordé—. Perdóneme si no me entusiasma demasiado la idea de volver a meterme ahí dentro.

—Comprendo —dijo el doctor Russell—. Sin embargo, hoy va a ser indoloro. Y andamos cortos de tiempo, así que, por favor… —Señaló el nicho.

Obedecí, reacio.

—Si siento, aunque sea una cosquillita, le pegaré —advertí.

—Muy justo —dijo el doctor Russell mientras cerraba la puerta del nicho. Advertí que, al contrario de la última vez, el doctor Russell echó el cerrojo: tal vez se estaba tomando la amenaza en serio. No me importó—. Dígame, señor Perry —preguntó mientras cerraba la puerta—, ¿qué le han parecido este último par de días?

—Han sido confusos e irritantes. Si hubiera sabido que iban a tratarme como a un parvulito, probablemente no me habría enrolado.

—Es lo que dice todo el mundo. Así que déjeme explicarle un poco lo que intentamos hacer. Les instalamos el grupo de sensores por dos motivos. Primero, como puede haber imaginado, estamos siguiendo su actividad cerebral mientras ejecuta varias funciones básicas y experimenta ciertas emociones primarias. Todos los cerebros humanos procesan la información más o menos del mismo modo, pero al mismo tiempo, cada persona usa ciertos caminos que son únicos. Digamos que es lo mismo que decir que todos los humanos tienen cinco dedos, pero cada uno tiene su propio conjunto de huellas dactilares. Lo que hemos intentado hacer es aislar su «huella» mental. ¿Tiene sentido?

Asentí.

—Bien. Ahora ya sabe por qué lo tuvimos haciendo cosas ridículas y estúpidas durante dos días.

—Como hablar con una mujer desnuda de mi fiesta de cuando cumplí siete años.

—Obtuvimos un montón de información útil de ese día —dijo el doctor Russell.

—No veo cómo.

—Es algo técnico —zanjó él—. En cualquier caso, el último par de días nos ha dado una buena idea de cómo usa su cerebro los caminos neuronales y procesa todos los estímulos, y ésa es una información que podemos usar como molde.

Antes de que yo pudiera preguntar «como molde de qué», el doctor Russell continuó:

—Segundo, el grupo de sensores no se limita a registrar lo que hace su cerebro, también puede transmitir una representación en tiempo real de la actividad del mismo. O, por expresarlo de otra forma, puede transmitir su conciencia. Esto es importante, porque, al contrario de los procesos mentales específicos, la conciencia no se puede grabar. Si va a transferirse, tiene que estar viva.

—¿Transferirse? —me extrañé.

—Eso es.

—¿Le importa que le pregunte de qué demonios está hablando?

El doctor Russell sonrió.

—Señor Perry, cuando usted firmó para unirse al ejército, pensó que le devolveríamos la juventud, ¿verdad?

—Sí —dije—. Es lo que piensa todo el mundo. No se puede librar una guerra con viejos, y sin embargo los reclutan. Tienen que tener algún medio para hacer que vuelvan a ser jóvenes.

—¿Cómo cree que lo hacemos? —preguntó el doctor Russell.

—No lo sé. Terapia genética. Partes clonadas. Cambian partes viejas y de algún modo las sustituyen por otras nuevas.

—Tiene razón a medias —asintió el doctor—. Usamos terapia genética y recambios clónicos. Pero no cambiamos nada, excepto a usted.

—No comprendo —dije. Sentí mucho vértigo, como si me estuvieran quitando el suelo de debajo de los pies.

—Su cuerpo es viejo, señor Perry. Está gastado y no funcionará mucho más tiempo. No tiene sentido intentar salvarlo o mejorarlo. No es algo que gane valor con la edad o tenga partes sustituibles que puedan seguir funcionando como nuevas. Lo único que un cuerpo humano hace cuando envejece es envejecer. Así que vamos a librarnos de él. Vamos a librarnos de todo. Sólo vamos a salvar lo que no se ha deteriorado: su mente, su conciencia, su sentido del yo.

El doctor Russell se acercó a la puerta del fondo por donde se habían marchado los coloniales, y llamó. Entonces se volvió hacia mí.

—Eche un buen vistazo a su cuerpo, señor Perry —me aconsejó—. Porque está a punto de decirle adiós. Va a irse a otra parte.

—¿Adónde voy a ir, doctor Russell? —pregunté. Apenas tenía suficiente saliva como para hablar.

—Va a ir aquí —dijo, y abrió la puerta.

Desde el otro lado, los coloniales volvieron de nuevo. Uno de ellos empujaba una silla de ruedas con alguien sentado. Estiré el cuello para echarle un vistazo, y empecé a temblar.

Era yo.

Hacía cincuenta años.