Capítulo 3

—No sé vosotros dos —nos decía Jesse a Harry y a mí—, pero hasta ahora esto no es lo que esperaba del ejército.

—No está tan mal —la consolé—. Toma, cómete otro donut.

—No necesito otro donut —respondió ella, apartándolo—. Lo que necesito es dormir un poco.

La comprendía perfectamente. Habían pasado más de dieciocho horas desde que dejé mi casa, casi todas consumidas viajando. Me apetecía echar una cabezada. En cambio, estaba sentado en el enorme comedor de un crucero interestelar, tomando café y donuts con un millar de otros reclutas, esperando a que alguien viniese y nos dijera qué se suponía que teníamos que hacer a continuación. Eso era lo mínimo que esperaba de los militares.

* * *

La prisa y la espera nos recibieron al llegar. Primero, en cuanto salimos del transbordador, dos funcionarios de la Unión Colonial nos informaron de que éramos los últimos reclutas y que nos esperaba una nave que partiría en seguida, así que por favor teníamos que seguirlos de prisa para que todo fuera según lo previsto. Entonces uno se puso a la cabeza y otro a la cola y, de manera bastante insultante, nos llevaron como si fuéramos ganado. Varias docenas de viejos ciudadanos recorriendo la estación hasta llegar a nuestra nave, la FDCS Henry Hudson.

Jesse y Harry se sentían claramente disgustados por semejante prisa; igual que yo. La Estación Colonial era enorme: casi dos kilómetros de diámetro (1800 metros, en realidad), y era el único puerto de transporte, tanto para reclutas como para colonos. Ser conducido por ella sin poder detenerte y mirarla era como tener cinco años y que un padre con prisa te paseara por una tienda de juguetes en Navidad. Me apeteció tirarme al suelo y montar un numerito hasta salirme con la mía. Por desgracia era demasiado viejo (o alternativamente, no lo bastante viejo) como para conseguir nada con ese tipo de conducta.

Lo que vimos en nuestro recorrido a toda velocidad fue un aperitivo atrayente. Mientras nuestros funcionarios nos empujaban y tiraban de nosotros, pasamos una enorme zona de carga llena hasta los topes de lo que supuse eran paquistaníes o indios musulmanes. La mayoría esperaba pacientemente para entrar en las lanzaderas que los llevarían a las inmensas naves coloniales de transporte, una de las cuales era visible en la distancia, flotando ante el ventanal. Otros discutían con oficiales de la UC sobre una cosa u otra en un inglés con fuerte acento, consolaban a niños que estaban claramente aburridos, o rebuscaban en sus pertenencias algo de comer. En un rincón, un grupo de hombres estaba arrodillado sobre una zona alfombrada y oraba. Me pregunté brevemente cómo habían decidido dónde estaba La Meca a treinta y cinco mil kilómetros de altura, pero luego me empujaron para que avanzara y los perdí de vista.

Jesse me tiró de la manga y señaló a nuestra derecha. En una pequeña zona de descanso logré ver algo azul y con tentáculos que sujetaba un martini. Alerté a Harry; se sintió tan intrigado que volvió atrás y miró, para gran disgusto del funcionario de cola, que empujó a Harry hacia el resto del rebaño con una expresión agria en la cara. Harry, en cambio, sonreía como un tonto.

—Un gehaar —dijo—. Se estaba comiendo unas alitas de pollo picantes cuando me asomé. Repugnante.

Se echó a reír. Los gehaar eran una de las primeras razas alienígenas inteligentes que habían encontrado los humanos, en los días anteriores al monopolio sobre el viaje espacial de la Unión Colonial. Gente bastante simpática, pero comían inyectando ácido a su comida a través de docenas de finas cabezas tentaculares y luego sorbían ruidosamente la masa resultante por un orificio. Asqueroso.

Pero a Harry no le importaba. Había visto a su primer alienígena vivo. Nuestra excursión terminó cuando nos acercamos a una bodega con las palabras «Henry Hudson/Reclutas FDC» brillando en una pantalla. Nuestro grupo, agradecido, tomó asiento mientras los funcionarios iban a hablar con un colonial que esperaba junto a la puerta de la lanzadera. Harry, que se veía a las claras que era muy curioso, se acercó al ventanal para mirar nuestra nave. Jesse y yo nos levantamos con esfuerzo y lo seguimos. Un pequeño monitor de información en el ventanal nos ayudó a encontrarlo entre el resto del tráfico.

La Henry Hudson no estaba en realidad atracada ante la puerta, claro; es difícil hacer que una nave interestelar de cien mil toneladas se mueva al compás de una estación espacial que gira. Como sucede con los transportes coloniales, mantenía una distancia razonable mientras los suministros, los pasajeros y la tripulación eran transportados por medio de lanzaderas y barcazas, mucho más manejables. La Henry Hudson estaba estacionada a varios kilómetros de distancia sobre la estación, y no tenía el feo y funcional diseño de los transportes coloniales, sino que se trataba de una nave estilizada y plana, y, cosa importante, no era cilíndrica ni tenía forma de rueda. Se lo mencioné a Harry, quien asintió.

—Gravedad artificial completa —dijo—. Y estable en un campo grande. Muy impresionante.

—Creí que habíamos usado gravedad artificial al subir —dijo Jesse.

—Y lo hicimos —contestó Harry—. Los generadores de gravedad del transbordador aumentaban su potencia a medida que íbamos ascendiendo.

—Entonces ¿qué tiene de distinto usar gravedad artificial en una nave espacial? —insistió ella.

—Pues que es extremadamente difícil —explicó Harry—. Hace falta una enorme cantidad de energía para crear un campo gravitatorio, y esa cantidad de energía aumenta exponencialmente con el radio del campo. Lo más probable es que recurran a algún truco para originar campos múltiples más pequeños en vez de un solo campo grande. Pero incluso así, producir por ejemplo los campos de las plataformas de nuestro transbordador debió de necesitar mas energía que la que hace falta para iluminar tu ciudad natal durante un mes.

—No sé —dudó Jesse—. Soy de San Antonio.

—Bien. Pues entonces de su ciudad natal —dijo Harry, señalándome con el pulgar—. La cuestión es que es un gasto de energía increíble, y en la mayoría de situaciones en las que se requiere gravedad artificial, es más sencillo y mucho menos caro crear una rueda, hacerla girar y dejar que la gente y las cosas se peguen al borde interior. Cuando empieza a dar vueltas, sólo hace falta añadir una energía adicional mínima al sistema para compensar la fricción, mientras que crear un campo gravitatorio artificial necesita un flujo constante y significativo de energía.

Señaló a la Henry Hudson.

—Mirad, hay una lanzadera junto a la Henry Hudson. Usándola como escala, yo diría que la Henry Hudson tiene doscientos cuarenta metros de largo, sesenta de manga y cuarenta y cinco de eslora. Crear un campo gravitatorio artificial alrededor de esa nave, sin duda dejaría sin luz a San Antonio. Incluso con campos múltiples, sería una merma descomunal de energía. Así que o bien tienen una fuente que puede mantener la gravedad en marcha además de todos los demás sistemas de la nave, como la propulsión o el soporte vital, o han encontrado un nuevo modo de bajo consumo energético para crear gravedad.

—Probablemente no sea barato —dije yo, señalando un transporte colonial a la derecha de la Henry Hudson—. Mirad la nave colonial. Es una rueda. Y la Estación Colonial también gira.

—Las colonias reservan para los militares la mejor tecnología —dijo Jesse—. Y esta nave se utiliza para recoger a los nuevos reclutas. Creo que tienes razón, Harry. No tenemos ni idea de dónde nos hemos metido.

Harry sonrió, y se volvió para mirar la Henry Hudson, que giraba perezosamente mientras la Estación Colonial se movía.

—Me encanta que la gente acabe pensando como yo.

* * *

Nuestros funcionarios nos reagruparon de nuevo y nos pusieron en fila para subir a la lanzadera. Presentamos nuestras tarjetas de identidad al oficial de la UC de la puerta de la lanzadera, y él nos fue introduciendo en una lista mientras un compañero nos ofrecía un procesador de datos personal.

—Gracias por venir de la Tierra, aquí tienen un bonito regalo de despedida —dije. No pareció pillarlo.

Las lanzaderas no disponían de gravedad artificial. Nuestros funcionarios nos ataron y nos advirtieron que, bajo ninguna circunstancia, teníamos que intentar soltarnos; para asegurarse de que los más claustrofóbicos de nosotros no lo hacían, los cierres de los arneses no estarían bajo nuestro control durante el vuelo. Así que problema resuelto. Los funcionarios repartieron también redecillas de plástico para los que tenían el pelo largo: en caída libre, el pelo largo al parecer se dirige a todos lados.

Si alguien se mareaba, nos dijeron, tenía que usar las bolsas para vomitar que había en el bolsillo lateral de nuestros asientos. Nuestros funcionarios recalcaron la importancia de no esperar al último segundo para usar las bolsas. En ingravidez, el vómito flotaría e irritaría a los otros pasajeros, haciendo que el vomitador fuera muy impopular durante el resto del vuelo y, posiblemente, durante el resto de su carrera militar. Estas palabras fueron seguidas de un sonido crujiente cuando varias personas prepararon la suya. La mujer que tenía al lado agarró con fuerza la bolsa. Me preparé mentalmente para lo peor.

Pero afortunadamente no hubo vómitos, y el trayecto hasta la Henry Hudson fue tranquilo. Después de la señal inicial «mierda, me estoy cayendo» que envió mi cerebro cuando la gravedad desapareció, fue más bien como un suave y prolongado viaje en montaña rusa. Llegamos a la nave en unos cinco minutos; hubo un minuto o dos de negociaciones para el atraque mientras una compuerta se abría, engullía a la lanzadera, y volvía a cerrarse. Siguieron otros pocos minutos de espera mientras el aire entraba de nuevo. Luego un repentino cosquilleo, y la súbita reaparición del peso: la gravedad artificial había regresado.

La puerta de la lanzadera se abrió y entró una funcionaría nueva.

—Bienvenidos a la FDCS Henry Hudson —dijo—. Por favor, desabrochen sus cinturones, recojan sus pertenencias, y sigan el camino iluminado para salir de la bodega de atraque. El aire será extraído de esta zona dentro de exactamente siete minutos, para que esta lanzadera despegue y otra pueda atracar, así que por favor sean rápidos.

Todos fuimos sorprendentemente rápidos.

A continuación nos condujeron al enorme comedor de la Henry Hudson, donde nos invitaron a tomar café y donuts y relajarnos. Un oficial vendría a informarnos. Mientras esperábamos, el comedor había empezado a llenarse de otros reclutas que al parecer habían llegado antes que nosotros; después de una hora, había cientos de personas. Yo nunca había visto a tantos viejos en un sitio al mismo tiempo. Harry tampoco.

—Es como si fuera miércoles por la mañana en el mayor Denny’s[1] del mundo —dijo, y se sirvió más café.

Justo cuando mi vejiga me estaba informando de que me había pasado con el café, un caballero de aspecto distinguido, vestido con el color azul de los diplomáticos coloniales, entró en el comedor y se dirigió a la parte delantera de la sala. El nivel de ruido empezó a remitir; se notaba que la gente se sentía aliviada de que por fin vinieran a decirles qué demonios pasaba.

El hombre se quedó allí de pie unos cuantos minutos hasta que la sala permaneció en silencio.

—Saludos —dijo finalmente, y todos dimos un brinco. Debía de tener un micrófono corporal: su voz llegaba a través de altavoces instalados en la pared—. Soy Sam Campbell, adjunto de la Unión Colonial a las Fuerzas de Defensa Coloniales. Aunque técnicamente hablando no soy miembro de las Fuerzas de Defensa Coloniales, la FDC me ha dado poderes para encargarme de su orientación, así que durante los próximos días pueden considerarme su oficial superior. Sé que muchos de ustedes acaban de llegar en la última lanzadera y están ansiosos por descansar un poco; otros llevan en esta nave un día entero y están igualmente ansiosos por saber qué viene a continuación. Por bien de ambos grupos, seré breve.

»Dentro de una hora, la FDCS Henry Hudson saldrá de la órbita y estará lista para su salto inicial al sistema de Fénix, donde nos detendremos brevemente para recoger suministros adicionales antes de encaminarnos hacia Beta Pyxis III, donde comenzarán su entrenamiento. No se preocupen, no espero que nada de todo esto signifique algo para ustedes. Lo que tienen que saber es que tardaremos más de dos días en llegar a nuestro punto de salto inicial, y durante ese tiempo serán sometidos a una serie de evaluaciones mentales y físicas por parte de mi personal. Sus horarios están siendo descargados en sus PDA. Por favor, revísenlo. Su PDA también puede dirigirlos a cualquier lugar donde necesiten ir, así que no deben preocuparse si se pierden. Los que acaban de llegar a la Henry Hudson también encontrarán en sus PDA la asignación de sus camarotes.

»Exceptuando que encuentren el camino hasta ellos, no se espera nada más de ustedes esta tarde. Muchos llevan bastante tiempo viajando, y queremos que estén descansados para las evaluaciones de mañana. A propósito de eso, ahora es un buen momento para que se coordinen con la hora de la nave, que sigue el Tiempo Estándar Colonial Universal. Ahora son —comprobó su reloj—, las 2138 coloniales. Su PDA marca el horario de la nave. Su día comienza mañana con el desayuno de 0600 a 0730, seguido de una evaluación y avance físicos. El desayuno no es obligatorio (todavía no siguen el horario militar), pero tendrán por delante un día largo, así que les recomiendo encarecidamente que lo tomen.

»Si tienen alguna pregunta, su PDA podrá conectarlos con el sistema de información de la Henry Hudson y usar la interfaz IA para ayudarlos; usen el punzón para escribir la pregunta o hablen por el micro de la PDA. También encontrarán personal de la Unión Colonial en cada cubierta; por favor, no vacilen en pedirles ayuda. Basándose en su información personal, nuestro personal médico es ya consciente de cualquier tema, o cualquier necesidad, que puedan tener, y puede que hayan decidido visitarles esta noche en sus camarotes. Comprueben sus PDA. También pueden acudir a la enfermería.

»Este comedor estará abierto toda esta noche, pero empezara a funcionar con normalidad mañana. Una vez más, comprueben en sus PDA horarios y menús. Finalmente, mañana todos deberán llevar el uniforme de recluta de las FDC; ahora se dirigirán a sus camarotes.

Campbell se detuvo un segundo y nos dedicó a todos lo que creo que consideraba una mirada significativa.

»En nombre de la Unión Colonial y las Fuerzas de Defensa Coloniales, les doy la bienvenida como nuevos ciudadanos y nuestros nuevos defensores. Dios los bendiga a todos y los mantenga a salvo en lo que haya de venir.

»Si quieren ver cómo salimos de la órbita, retransmitiremos el vídeo a nuestra cubierta-teatro de observación. El teatro es bastante grande y puede albergar a todos los reclutas, así que no se preocupen por las plazas. La Henry Hudson tiene una velocidad óptima, de modo que mañana, a la hora de desayunar, la Tierra será un disco muy pequeño, y a la hora de la cena, nada más que un puntito brillante en el cielo. Ésta será probablemente su última oportunidad de ver lo que fue su mundo natal. Si eso significa algo para ustedes, les sugiero que se pasen a verlo.

* * *

—¿Qué tal tu nuevo compañero de habitación? —me preguntó Harry, sentándose junto a mí en el teatro de observación.

—No quiero hablar del tema —dije.

Había utilizado mi PDA para dirigirme hasta mi camarote, donde descubrí que mi compañero ya había dejado allí sus pertenencias: Leon Deak. Éste me miró y dijo:

—Oh, vaya, el friki de la Biblia.

Y luego me ignoró deliberadamente, cosa bastante difícil en una habitación de tres por tres. Leon ya había ocupado la cama de abajo (que, al menos para las rodillas de los que tienen setenta y cinco años, es la cama buena); yo lancé mi bolsa a la cama de arriba, cogí mi PDA y me fui a ver a Jesse, que estaba en la misma cubierta. Su compañera de habitación, una simpática señora llamada Maggie, se marchó a ver cómo la Henry Hudson salía de la órbita. Le dije a Jesse quién era mi compañero de habitación; ella se echó a reír.

Se rió de nuevo cuando le relató la historia a Harry, quien me dio una compasiva palmada en el hombro.

—No te sientas demasiado mal. Es sólo hasta que lleguemos a Beta Pyxis.

—Dondequiera que eso esté —puntualicé—. ¿Qué tal tu compañero?

—No podría decirte. Ya estaba dormido cuando llegué. También se ha quedado la cama de abajo, el hijo de puta.

—Mi compañera es encantadora —dijo Jesse—. Me ha ofrecido galletas caseras. Dice que su nieta las había hecho como regalo de despedida.

—A mí no me ha ofrecido ninguna galleta —dije.

—Bueno, no tiene que vivir contigo, ¿no?

—¿Cómo estaba la galleta? —preguntó Harry.

—Parecía una piedra de avena —respondió Jesse—. Pero ésa no es la cuestión. El caso es que tengo la mejor compañera de habitación de todos. Soy especial. Mirad, ahí está la Tierra.

Señaló la enorme pantalla de vídeo del teatro, que cobró vida de pronto. La Tierra flotaba allí con sorprendente fidelidad: quien había construido la pantalla de vídeo había hecho un trabajo cojonudo.

—Ojalá hubiera tenido esta pantalla en mi salón —dijo Harry—. Habría tenido los partidos más populares de la Super Bowl de todo el barrio.

—Mirad —dije yo—, el único lugar donde hemos estado durante toda nuestra vida. Todo lo que hemos conocido o amado está allí. Y ahora la dejamos. ¿No os hace sentir algo?

—Excitación —dijo Jesse—. Y tristeza. Pero no demasiada.

—Definitivamente, no demasiada —convino Harry—. Allí no nos quedaba nada más que envejecer y morir.

—Todavía puedes morir, ¿sabes? —le recordé—. Te has enrolado en el ejército.

—Sí, pero no voy a morir de viejo. Voy a tener una segunda oportunidad para morir joven y dejar un bonito cadáver. Eso compensa haber fallado la primera vez.

—Eres un romántico —dijo Jesse, completamente seria.

—Sí lo soy.

—Escuchad —dije—, nos ponemos en marcha.

Los altavoces del teatro emitieron la conversación entre la Henry Hudson y la Estación Colonial mientras negociaban los términos de la partida. Luego se produjo un zumbido grave y una levísima vibración, que apenas pudimos sentir a través de nuestros asientos.

—Motores —dijo Harry. Jesse y yo asentimos.

Y entonces, lentamente, la Tierra empezó a encogerse en la pantalla de vídeo, todavía enorme, y todavía azul y blanco brillante, pero de manera clara e inexorable iba ocupando una porción cada vez más pequeña de la pantalla. Los varios cientos de reclutas que habíamos ido a mirar, la vimos reducirse en silencio. Me volví hacia Harry, quien a pesar de sus anteriores fanfarronadas, parecía silencioso y reflexivo. Jesse tenía una lágrima en la mejilla.

—Eh —dije, y la agarré por el brazo—. No demasiada tristeza, ¿recuerdas?

Ella me sonrió y me cogió la mano.

—No —dijo roncamente—. No demasiada. Pero aun así. Aun así.

Nos quedamos allí sentados un rato más y vimos cómo todo lo que habíamos conocido en nuestra vida se encogía en la pantalla.

* * *

Ajusté mi PDA para que me despertara a las 0600, cosa que hizo reproduciendo suavemente música en sus altavoces y aumentando gradualmente el volumen hasta que me desperté. Apagué la música, logré bajar de la cama superior en silencio y luego me puse a buscar una toalla en el armario, tras encender una lucecita para ver. En el armario colgaban mi uniforme de recluta y el de Leon: dos conjuntos de sudaderas y pantalones de chándal claro, dos camisetas celestes, dos pares de pantalones azules estilo chino, dos pares de calcetines blancos y calzoncillos, y zapatillas azules. Al parecer, no habría necesidad de vestir formalmente hasta llegar a Beta Pyxis. Me puse los pantalones de chándal y una camiseta, cogí una de las toallas que también colgaban del armario, y me fui pasillo abajo a darme una ducha.

Cuando regresé, todas las luces estaban encendidas pero Leon seguía en su cama: las luces debían de haberse conectado automáticamente. Me puse una sudadera sobre la camiseta y añadí calcetines y zapatillas a mi indumentaria: estaba preparado para correr o, bueno, lo que tuviera que hacer ese día. De momento, a desayunar. Al salir, le di un empujoncito a Leon. Era un capullo, pero incluso los capullos pueden no querer perderse la comida por estar dormidos. Le pregunté si quería desayunar.

—¿Qué? —dijo, adormilado—. No. Déjame en paz.

—¿Estás seguro, Leon? —pregunté—. Ya sabes lo que dicen del desayuno. Es la comida más importante del día, y todo eso. Vamos. Necesitas energía.

Leon gruñó.

—Mi madre lleva muerta treinta años y, por lo que sé, no ha vuelto encarnada en ti. Así que lárgate de aquí y déjame dormir.

Era bueno saber que Leon no se había ablandado conmigo.

—Muy bien —dije—. Volveré luego.

Leon gruñó de nuevo y se dio la vuelta. Yo me fui a desayunar.

El desayuno fue sorprendente, y lo digo yo, que estuve casado con una mujer capaz de hacer unos desayunos que habrían hecho que Gandhi interrumpiera su ayuno. Me tomé dos tortitas belgas doradas, crujientes y ligeras, rociadas con azúcar en polvo y sirope, que sabía a verdadero sirope de Vermont (y si piensan que no sabrían distinguir el sirope de Vermont, es que no lo han probado nunca), con una capa de cremosa mantequilla que se derretía artísticamente para rellenar los huecos de los cuadraditos de la tortita. Añadí huevos a la plancha en su punto justo, cuatro lonchas de grueso bacon curado, zumo de naranja de una fruta que, al parecer, no se había dado cuenta de que la habían exprimido, y una taza de café recién hecho.

Pensé que había muerto y estaba en el cielo. Como estaba oficialmente difunto en la Tierra y volaba por el sistema solar en una nave espacial, supongo que no andaba muy desencaminado.

—Oh, vaya —dijo el tipo junto al que me senté, tras colocar mi bandeja bien repleta sobre la mesa—. Mire toda la grasa de esa bandeja. Está usted llamando a gritos un infarto. Soy médico, ¿sabe?

—Ajá —dije, y señalé su bandeja—. Y lo que usted se está trajinando parece una tortilla de cuatro huevos. Con medio kilo de jamón y cheddar.

—«Haz lo que digo, no lo que hago». Ése fue mi credo como médico —repitió él—. Si más pacientes me hubieran escuchado en vez de seguir mi lamentable ejemplo, ahora estarían vivos. Una lección para todos nosotros. Thomas Jane, por cierto.

—John Perry —dije, estrechándole la mano.

—Encantado de conocerlo. Aunque lo lamento también, ya que si se come todo eso, dentro de una hora habrá muerto de un ataque al corazón.

—No le escuche, John —dijo la mujer que estaba sentada frente a nosotros, cuyo propio plato estaba cubierto de restos de panqueques y salchichas—. Tom está intentando que lo invite a su comida, para no tener que volver a ponerse en la cola. Así es como perdí la mitad de mi salchicha.

—Esa acusación es tan irrelevante como cierta —dijo Thomas, indignado—. Admito que me apetece esa tortita, sí. No lo negaré. Pero sacrificar mis propias arterias prolongará su vida, así que merecerá la pena. Considérelo el equivalente culinario a lanzarse sobre una granada para salvar a mi camarada.

—La mayoría de las granadas no están recubiertas de sirope —dijo ella.

—Tal vez deberían estarlo. Así veríamos muchos más actos de generosidad.

—Tome —cedí, entregándole la mitad de la tortita—. Láncese sobre esto.

—Me lanzaré de cabeza —prometió Thomas.

—Todos nos sentimos profundamente aliviados de oírlo —dije.

La mujer del otro lado de la mesa se presentó como Susan Reardon, de Bellevue, Washington.

—¿Qué le parece hasta ahora nuestra pequeña aventura espacial? —me preguntó.

—Si hubiera sabido que la cocina era tan buena, habría encontrado algún modo de alistarme hace años —respondí—. Quién iba a imaginar que la comida del ejército sería así.

—No creo que estemos en el ejército todavía —dijo Thomas, mientras masticaba la tortita—. Creo que esto es una especie de sala de espera de las Fuerzas de Defensa Coloniales, si entiende lo que quiero decir. La verdadera comida del ejército será mucho más escasa. Por no mencionar que no iremos por ahí en zapatillas, como ahora.

—¿Cree entonces que nos están poniendo las cosas fáciles?

—Así es —dijo Thomas—. Mire, hay un millón de desconocidos absolutos en esta nave, todos los cuales se han quedado de repente sin hogar, sin familia ni profesión. Eso es un shock mental impresionante. Lo menos que pueden hacer es ofrecernos una comida fabulosa que aparte nuestras mentes de todo eso.

—¡John! —Harry me había divisado desde la cola. Le indiqué que se acercara. Lo hizo con su bandeja, acompañado por otro hombre.

—Éste es mi compañero de camarote, Alan Rosenthal —dijo, a modo de presentación.

—También conocido como Bella Durmiente —comenté yo.

—La mitad de la descripción es adecuada —contestó Alan—. Soy, de hecho, devastadoramente bello.

Los presenté a Susan y Thomas.

—Tsk, tsk —chascó Thomas la lengua, examinando sus bandejas—. Dos inminentes ataques más.

—Será mejor que le sirvas a Tom un par de tiras de bacon, Harry —dije yo—. De lo contrario, nunca vamos a acabar con esta historia.

—Lamento que se esté insinuando que se me puede comprar con comida —dijo Thomas.

—No se está insinuando —intervino Susan—. Es la pura verdad.

—Bueno, sé que tu compañero de habitación te ha salido rana —dijo Harry, entregándole dos tiras de bacon a Thomas, quien las aceptó gravemente—, en cambio el mío es cojonudo. Alan es físico teórico. Rápido como una centella.

—Y devastadoramente bello —comentó Susan.

—Gracias por recordar ese detalle —dijo Alan.

—Parece que ésta es una mesa de adultos razonablemente inteligentes —dijo Harry—. ¿Qué creéis que vamos a hacer hoy?

—Tengo un reconocimiento médico previsto para las 0800 —respondí—. Creo que lo tenemos todos.

—En efecto. Pero lo que estoy preguntando es qué pensáis que significa. ¿Creéis que hoy será el día en que empecemos nuestras terapias de rejuvenecimiento? ¿Hoy será el día en que dejemos de ser viejos?

—No sabemos si dejaremos de ser viejos —puntualizó Thomas—. Todos lo hemos supuesto porque pensamos que los soldados son jóvenes. Pero piénsalo. Ninguno de nosotros ha visto nunca a un soldado colonial. Sólo hemos supuesto, y nuestras suposiciones podrían estar muy desencaminadas.

—¿De qué servirían unos soldados viejos? —preguntó Alan—. Si van a llevarme a una batalla tal como estoy, no sé de qué voy a servir. Tengo mal la espalda. Caminar desde la plataforma del transbordador hasta la puerta de embarque ayer estuvo a punto de matarme. No me imagino caminando treinta y cinco kilómetros con una mochila y un fusil.

—Creo que nos esperan algunas reparaciones, obviamente —dijo Thomas—, pero eso no es lo mismo que volver a ser «jóvenes». Soy médico, y sé un poco sobre eso. Se puede conseguir que el cuerpo humano trabaje mejor y consiga una mayor capacidad de funcionamiento a cualquier edad, pero cada edad tiene un cierto límite. A los setenta y cinco años, el cuerpo es inherentemente menos rápido, menos flexible y menos fácil de reparar que en edades más jóvenes. Todavía puede hacer algunas cosas sorprendentes, por supuesto. Por ejemplo, no quiero alardear, pero tenéis que saber que allá en la Tierra participaba regularmente en carreras de diez kilómetros. Corrí una hace menos de un mes. E hice mejor tiempo que el que habría hecho a los cincuenta y cinco.

—¿Cómo eras entonces?

—Bueno, ésa es la cosa —contestó Thomas—. A los cincuenta y cinco años era un gordinflón. Hizo falta un cambio de corazón para que empezara a cuidarme. Lo que digo es que un tipo con setenta y cinco años y que funcione bien puede hacer muchas cosas sin necesidad de ser «joven», sólo con estar en excelente forma. Tal vez eso sea lo que precisa este ejército. Tal vez todas las otras especies inteligentes del universo son hostiles. Suponiendo que ése sea el caso, tiene sentido contar con soldados viejos, porque los jóvenes son más útiles para la comunidad. Tienen toda la vida por delante, mientras que nosotros somos eminentemente sacrificables.

—Así que tal vez seguiremos siendo viejos, pero muy muy sanos —dijo Harry.

—Eso es lo que estoy diciendo —respondió Thomas.

—Bueno, pues deja de decirlo. Me estás deprimiendo —pidió Harry.

—De acuerdo, me callaré si me das tu ración de fruta —respondió Thomas.

—Aunque nos conviertan en setentones de alto rendimiento, como dices —intervino Susan—, seguiremos envejeciendo. Dentro de cinco años, tendremos ochenta. Hay un límite por encima de nuestra utilidad como soldados.

Thomas se encogió de hombros.

—Nuestro acuerdo aquí es para dos años. Tal vez sólo nos necesiten para trabajar ese tiempo. La diferencia entre setenta y cinco y setenta y siete no es tan grande como entre setenta y cinco y ochenta. O incluso entre setenta y siete y ochenta. Cientos de miles de nosotros se enrolan cada año. Transcurridos dos, nos cambian por un grupo de reclutas «nuevos».

—Pueden retenernos hasta diez años —intervine—. Está en la letra pequeña. Eso parece indicar que disponen de tecnología capaz de mantenernos en funcionamiento durante ese período de tiempo.

—Y tienen nuestro ADN archivado —dijo Harry—. Tal vez hayan clonado partes de repuesto o algo así.

—Cierto —admitió Thomas—. Pero cuesta mucho trabajo trasplantar cada órgano, hueso, músculo y nervio de un cuerpo clonado al nuestro. Y todavía tendrían que lidiar con nuestros cerebros, que no pueden ser trasplantados.

Thomas miró alrededor y finalmente se dio cuenta de que nos estaba deprimiendo a todos.

—No estoy diciendo que no puedan volvernos jóvenes. Sólo lo que he visto en esta nave, me convence de que la Unión Colonial tiene una tecnología mucho más avanzada que la que tenemos en casa. Pero hablando como médico, me cuesta trabajo ver cómo invertirán el proceso de envejecimiento de manera tan drástica como todos pensamos que harán.

—La entropía es muy lista —comentó Alan—. Tenemos teorías que lo respaldan.

—Y hay al menos una prueba que sugiere que nos mejorarán de todas formas —dije.

—Dímela rápido —dijo Harry—. La teoría de Tom de que seremos el ejército más viejo de la galaxia me está estropeando el apetito.

—Es muy sencillo —contesté—. Si no pudieran arreglar nuestros cuerpos, no nos darían comida con un contenido graso capaz de matarnos a la mayoría en cuestión de un mes.

—Es cierto —convino Susan—. Es un argumento excelente, John. Ya me siento mejor.

—Gracias. Y basándome en esa prueba, tengo tanta fe en que las Fuerzas de Defensa Coloniales me curen de todos mis achaques, que ahora mismo voy a servirme un segundo plato.

—Tráeme algunas tortitas, ya que te has levantado —dijo Thomas.

* * *

—Eh, Leon —dije, dándole un empujoncito a su grueso corpachón—. Despierta. Se acabó el dormir. Tienes una cita a las ocho.

Leon yacía en la cama como un tronco. Puse los ojos en blanco, suspiré, y me agaché para empujarlo con más fuerza. Entonces advertí que tenía los labios azules.

«Oh, mierda», pensé, y lo sacudí. Nada. Lo agarré por el torso y lo arrastré hasta el suelo. Fue como mover un peso muerto.

Cogí mi PDA y llamé pidiendo ayuda médica. Luego me arrodillé junto a él, le hice la respiración boca a boca, y le apreté el pecho hasta que un par de médicos coloniales llegaron y me apartaron de él.

A esas alturas, una pequeña multitud se había congregado ante la puerta abierta; vi a Jesse y le indiqué que pasara. Vio a Leon en el suelo y se llevó una mano a la boca. La rodeé los hombros con el brazo y la estreché.

—¿Cómo está? —le pregunté a uno de los coloniales, que estaba consultando su PDA.

—Está muerto —dijo él—. Lleva muerto una hora. Parece un ataque al corazón. —Soltó el PDA, se levantó y volvió a mirar a Leon—. Pobre hijo de puta.

Llegar hasta aquí para palmarla.

—Un voluntario de última hora para las Brigadas Fantasma —dijo el otro colonial.

Lo miré con desaprobación. Me pareció que hacer un chiste en ese momento mostraba un extraordinario mal gusto.