Capítulo 15

La Gavilán era una nave silenciosa. El transporte de tropas normal está lleno de sonidos de gente hablando, riendo, chillando y acompañando verbalmente todos los movimientos de sus vidas. Los soldados de las fuerzas especiales no hacen nada de eso.

El comandante de la Gavilán me lo dejó muy claro cuando subí a bordo.

—No espere que la gente hable con usted —dijo el mayor Crick cuando me presenté.

—¿Señor?

—Los soldados de las fuerzas especiales —aclaró—. No es nada personal, es que no les gusta mucho hablar. Cuando estamos solos, nos comunicamos casi exclusivamente por CerebroAmigo. Es más rápido, y no tenemos tendencia a hablar, como usted. Nacimos con CerebroAmigos. La primera vez que se dirigen a nosotros es con uno de ellos. Así que es la forma en que hablamos la mayor parte del tiempo. No se ofenda. De todas formas, le he ordenado a la tropa que hablen con usted si tienen necesidad de decirle algo.

—No es necesario, señor —dije—. También puedo usar mi CerebroAmigo.

—No podría mantener el ritmo —opinó el mayor Crick—. Su cerebro está preparado para comunicarse a una velocidad, y los nuestros a otra. Hablar con un realnacido es como hablar a media velocidad. Si ha conversado con alguno de nosotros durante bastante tiempo, se habrá dado cuenta de que parecen cortantes y bruscos. Es un efecto colateral de sentir que estás hablando con un niño retrasado. No se ofenda.

—No me ofendo, señor —dije—. Parece que usted se comunica bien.

—Bueno, como comandante paso mucho tiempo con fuerzas no especiales —dijo Crick—. Además, soy mayor que la mayoría de mi tropa. He conseguido desarrollar algunas habilidades sociales.

—¿Qué edad tiene usted, señor?

—Cumpliré catorce años la semana que viene —respondió—. Voy a convocar una reunión de mando mañana a las seis. Hasta entonces, acomódese, coma algo, y descanse un poco. Hablaremos más entonces. —Saludó y me despidió.

Jane me estaba esperando en mi camarote.

—Otra vez tú —dije, sonriendo.

—Otra vez yo —confirmó ella, simplemente—. Quería saber cómo te va.

—Bien. Considerando que llevo en la nave quince minutos.

—Todos hemos estado hablando de ti.

—Sí, lo he notado por el parloteo incesante —dije. Jane abrió la boca para hablar, pero yo alcé la mano—. Era un chiste. El mayor Crick me contó lo de los CerebroAmigos.

—Por eso me gusta hablar contigo —explicó ella—. No es como hablar con los demás.

—Me parece recordar que hablabais cuando me rescatasteis.

—Nos preocupaba que nos localizaran —explicó Jane—. Hablar era más seguro. También hablamos cuando estamos en público. No nos gusta llamar la atención cuando no es necesario.

—¿Por qué has hecho esto? —le pregunté—. Me refiero a conseguir que me destinaran a la Gavilán.

—Eres útil para nosotros —contestó ella—. Tienes experiencia que podría ser útil, en Coral y para otra cosa que preparamos.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—El mayor Crick te lo contará mañana en la reunión —contestó Jane—. Yo estaré presente también. Dirijo un pelotón y hago trabajo de inteligencia.

—¿Esa es la única razón? —pregunté—. ¿Que soy útil?

—No —respondió Jane—, pero es la razón por la que vas en la nave. Escucha, no pasaré demasiado tiempo contigo, tengo demasiado que hacer preparando la misión. Pero quiero saber cosas de ella. De Kathy. Quién era. Cómo era. Quiero que me lo cuentes.

—Te hablaré de ella con una condición.

—¿Cuál? —preguntó Jane.

—Tienes que hablarme de ti.

—¿Por qué?

—Porque durante nueve años he estado viviendo con la idea de que mi esposa está muerta, y ahora tú estás aquí y me lo estás revolviendo todo por dentro —dije—. Cuanto más sepa de ti, más podré acostumbrarme a la idea de que no eres ella.

—No soy tan interesante —contestó Jane—. Y sólo tengo seis años. Apenas es tiempo suficiente para hacer nada.

—Yo he hecho más cosas en este último año que en todos los años anteriores —dije—. Confía en mí. Seis años es suficiente.

* * *

—Señor, ¿quiere compañía? —dijo el amable joven (probablemente cuatro años) de las fuerzas especiales mientras él y cuatro de sus colegas permanecían firmes, las bandejas en la mano.

—La mesa está vacía —contesté.

—Algunas personas prefieren comer a solas —dijo el soldado.

—Yo no soy una de ellas. Por favor, sentaos, todos.

—Gracias, señor —dijo el soldado, colocando la bandeja sobre la mesa—. Soy el cabo Sam Mendel. Estos son los soldados George Linrieo, Will Hegel, Jim Bohr y Jan Fermi.

—Teniente John Perry —dije.

—Bueno, ¿qué le parece la Gavilán, señor? —preguntó Mendel.

—Es bonita y silenciosa.

—Así es, señor —contestó Mendel—. Le estaba mencionando a Linneo que no creo que hayamos hablado más de diez palabras desde hace más o menos un mes.

—Acabas de romper tu récord, entonces.

—¿Le importaría zanjar una apuesta por nosotros, señor? —dijo Mendel.

—¿Implica tener que hacer algo difícil?

—No, señor. Sólo queremos saber su edad. Verá, Hegel apuesta a que su edad es el doble que las edades combinadas de todo nuestro escuadrón.

—¿Qué edad tenéis todos? —pregunté.

—El escuadrón tiene diez soldados, incluyéndome a mí —dijo Mendel—, y soy el mayor. Tengo cinco años y medio. Los demás están entre los dos y los cinco años. La edad total es de treinta y siete años y unos dos meses.

—Yo tengo setenta y seis —aclaré—. Así que tiene razón. Aunque cualquier recluta de las FDC le habría permitido ganar su apuesta. No podemos alistarnos hasta los setenta y cinco años. Y déjame deciros que hay algo profundamente perturbador en ser el doble de viejo que todo vuestro escuadrón combinado.

—Sí, señor —asintió Mendel—, pero por otro lado, nosotros llevamos en esta vida el doble que usted. Así que estamos igualados.

—Supongo que así es.

—Debe de ser interesante —dijo Bohr, sentado un poco más allá en la mesa—. Tuvo usted una vida entera antes que ésta. ¿Cómo fue?

—¿Cómo fue qué? —pregunté a mi vez—. ¿Mi vida, o haber tenido una vida antes que ésta?

—Ambas cosas —quiso saber Bohr.

De pronto me di cuenta de que ninguno de los otros cinco miembros de la mesa habían cogido siquiera sus tenedores para empezar a comer. El resto del comedor, que resonaba con el tableteo telegráfico de los utensilios golpeando las bandejas, también se había quedado en silencio. Recordé el comentario de Jane de que todo el mundo estaba interesado en mí. Al parecer, tenía razón.

—Me gustaba mi vida —dije—. No sé si sería excitante o incluso interesante para quien no la ha vivido. Pero para mí fue una buena vida. En cuanto a la idea de tener una vida antes que ésta, en realidad no lo pensé en su momento. Nunca pensé en cómo sería esta vida antes de estar en ella.

—¿Por qué la eligió, entonces? —preguntó Bohr—. Debía de tener alguna idea.

—No, no la tenía. No creo que ninguno de nosotros la tuviera. La mayoría nunca había estado en la guerra ni en el ejército. Ninguno de nosotros sabía que cogerían lo que éramos y lo pondrían en un cuerpo nuevo que sólo parcialmente sería lo que éramos antes.

—Eso parece un poco estúpido, señor —dijo Bohr, y recordé que tener dos años o la edad que tuviera, no te daba muchas oportunidades para adquirir tacto—. No sé por qué nadie elegiría enrolarse sin tener ni idea de dónde se metían.

—Bueno —dije—, tampoco has sido nunca viejo. Una persona sin modificar, a los setenta y cinco años está mucho más dispuesta a dar un salto de fe de lo que tú podrías estarlo.

—¿Qué diferencia puede haber? —preguntó Bohr.

—Hablas como un niño de dos años que nunca envejecerá.

—Tengo tres —dijo Bohr, un poco a la defensiva. Alcé una mano.

—Mira —propuse—. Vamos a darle la vuelta un momento. Yo tengo setenta y seis años, e hice mi salto de fe cuando me uní a las FDC. Por otro lado, fue mi decisión. No tenía que hacerlo. Si te cuesta trabajo imaginar cómo debió de ser para mí, piénsalo desde mi punto de vista. —Me dirigí a Mendel—. Cuando tenía cinco años, apenas sabía atarme los zapatos. Si no podéis imaginar cómo era tener mi edad y enrolarte, imaginad lo difícil que es para mí imaginar ser adulto a los cinco años y no conocer nada más que la guerra. Al menos, tengo una idea de cómo es la vida fuera de las FDC. ¿Cómo es para vosotros?

Mendel miró a sus compañeros, que se lo quedaron mirando.

—No es algo en lo que solamos pensar, señor —respondió Mendel—. No nos parece que haya nada extraño. Todos los que conocemos «nacieron» de la misma manera. Desde nuestra perspectiva, los extraños son ustedes. Tener una infancia y vivir toda una vida antes de entrar en ésta, parece una forma ineficaz de hacer las cosas.

—¿No os preguntáis nunca cómo sería no estar en las fuerzas especiales? —pregunté.

—No puedo imaginarlo —dijo Bohr, y los otros asintieron—. Todos somos soldados. Es lo que hacemos. Es lo que somos.

—Por eso le encontramos a usted interesante —dijo Mendel—. La idea de que esta vida sea una elección. La idea de que haya otra forma de vivir. Es extraño.

—¿Qué hacía usted, señor? —preguntó Bohr—. ¿En su otra vida?

—Era escritor —dije. Todos se miraron entre sí—. ¿Qué? —pregunté.

—Extraña forma de vivir, señor —dijo Mendel—. Cobrar por unir palabras.

—Había trabajos peores.

—No pretendíamos ofenderle, señor —se disculpó Bohr.

—No me siento ofendido. Tan sólo tenéis una perspectiva diferente de las cosas. Pero me hace preguntarme por qué lo hacéis.

—¿Hacer qué? —preguntó Bohr.

—Combatir —dije—. Veréis, la mayoría de la gente en las FDC son como yo. Y la mayoría de la gente de las colonias son aún más diferentes de vosotros que yo. ¿Por qué lucháis por ellos? ¿Y con nosotros?

—Somos humanos, señor —afirmó Mendel—. No menos que usted.

—Dado el actual estado de mi ADN, eso no es decir mucho.

—Usted sabe que somos humanos, señor —insistió Mendel—. Y nosotros también. Usted y nosotros estamos mucho más cerca de lo que cree. Sabemos cómo escogen a sus reclutas las FDC. Usted combate por unos colonos a quienes no ha visto nunca…, colonos que en un momento dado fueron enemigos de su país. ¿Por qué lucha por ellos?

—Porque son humanos y porque dije que lo haría —contesté—. Al menos, por eso lo hacía al principio. Ahora no lucho por los colonos. Quiero decir, lo hago, pero cuando se trata de hacerlo, lucho (o luchaba) por mi pelotón y mi escuadrón. Cuidaba de ellos, y ellos cuidaban de mí. Luchaba porque hacer menos habría sido dejarlos tirados.

Mendel asintió.

—Por eso luchamos nosotros también, señor —explicó—. Es algo que hace que todos seamos humanos unidos. Es bueno saberlo.

—Lo es —coincidí. Mendel sonrió y cogió su tenedor para comer y, al hacerlo, la sala cobró vida con el entrechocar de los utensilios.

Alcé la cabeza con el ruido, y desde un rincón lejano, vi que Jane me estaba mirando.

* * *

El mayor Crick fue directo al grano en la reunión de la mañana siguiente.

—Los servicios de inteligencia de las FDC creen que los raey son unos tramposos —dijo—. Y la primera parte de nuestra misión es averiguar si tienen razón. Vamos a hacer una pequeña visita a los consu.

Eso me despertó del todo. Al parecer, no fui el único.

—¿Qué demonios tienen que ver los consu con todo esto? —preguntó el teniente Tagore, que estaba sentado justo a mi izquierda.

Crick le hizo un gesto con la cabeza a Jane, que estaba cerca de él.

—A petición del mayor Crick y otros investigué algunos de los otros encuentros de las FDC con los raey para ver si ha habido alguna indicación de evolución tecnológica —explicó Jane—. A lo largo de los últimos cien años, hemos tenido doce encuentros militares significativos con los raey y varias docenas de choques menores, incluido un encuentro importante y seis choques más pequeños en los últimos cinco años. Durante todo este tiempo, la curva tecnológica de los raey ha estado sustancialmente por detrás de la nuestra. Ello es debido a una serie de factores, sin olvidar sus propias tendencias culturales contra los avances tecnológicos sistemáticos y su falta de relación positiva con razas tecnológicamente más avanzadas.

—En otras palabras, son retrógrados y palurdos —dijo el mayor Crick.

—En el caso de la tecnología de la impulsión de salto especialmente —añadió Jane—. Hasta la batalla de Coral, la tecnología de salto raey iba muy por detrás de la nuestra. De hecho, su comprensión de la física de salto se basa directamente en información proporcionada por las FDC hace poco más de un siglo, durante una misión comercial abortada ante los raey.

—¿Por qué fue abortada? —preguntó el capitán Jung desde el otro lado de la mesa.

—Los raey se comieron a un tercio de los delegados comerciales —contestó Jane.

—Ouch —exclamó el capitán Jung.

—El tema es que, dado quiénes son los raey y cuál es su nivel de tecnología, es imposible que puedan habernos adelantado tanto de golpe —dijo el mayor Crick—. La mejor suposición es que no lo hicieron… Simplemente consiguieron la tecnología para predecir el salto de alguna otra cultura. Conocemos a todos los que conocen los raey, y sólo hay una cultura que suponemos que tiene la capacidad tecnológica para hacer algo así.

—Los consu —intervino Tagore.

—Los consu, en efecto —confirmó Crick—. Esos hijos de puta tienen una enana blanca a su entera disposición. No es irracional asumir que puedan tener también dominada la predicción del impulso de salto.

—Pero ¿por qué iban a querer tener ninguna relación con los raey? —preguntó el teniente Dalton, sentado casi al extremo de la mesa—. Sólo tratan con nosotros cuando quieren un poco de ejercicio, y nosotros estamos mucho más avanzados tecnológicamente que los raey.

—Pensamos que los consu no están tan motivados por la tecnología como nosotros —dijo Jane—. Para ellos, nuestra tecnología tiene tan poco valor como pudieran tenerlo para nosotros los secretos de la máquina de vapor. Creemos que los motivan otros factores.

—La religión —mencioné yo. Todos los ojos se volvieron hacia mí, y de repente me sentí como un monaguillo que acaba de tirarse un pedo durante la misa—. Lo que quiero decir es que, cuando mi pelotón estaba combatiendo a los consu, empezaron con una oración que bendijo la batalla. En ese momento, le dije a un amigo que me parecía que los consu creían estar consagrando el planeta con la batalla. —Más miradas—. Naturalmente, podría estar equivocado.

—No se equivoca —dijo Crick—. En las FDC se ha debatido por qué luchan los consu, ya que está claro que, con su tecnología podrían eliminar a todas las demás culturas espaciales de la zona sin pensarlo dos veces. La idea dominante es que lo hacen para divertirse, igual que nosotros jugamos al béisbol o al fútbol.

Nosotros nunca jugamos al fútbol ni al béisbol —dijo Tagore.

—Otros humanos lo hacen, capullo —le respondió Crick con una sonrisa, luego volvió a ponerse serio—. Sin embargo, una minoría significativa de la división de inteligencia de las FDC cree que sus batallas tienen un significado ritual, tal como acaba de sugerir el teniente Perry. Puede que los raey no sean capaces de comerciar con los consu en pie de igualdad, pero tal vez tengan algo que los consu quieren. Podrían entregarles sus almas.

—Pero los raey son también unos fanáticos religiosos —dijo Dalton—. Por eso atacaron Coral.

—Tienen varias colonias, algunas menos deseables que otras —explicó Jane—. Fanáticos religiosos o no, puede que consideren buen negocio cambiar por Coral una de sus colonias menos atractivas.

—Algo no demasiado bueno para los raey o la colonia en cuestión —dijo Dalton.

—Como si me preocupara por ellos —repuso Crick.

—Los consu les han dado a los raey tecnología que los pone muy por delante del resto de las culturas en esta parte del espacio —observó Jung—. Pero incluso para los poderosos consu, alterar el equilibrio de poder en la región tiene que tener sus consecuencias.

—A menos que los consu engañaran a los raey —apunté yo.

—¿A qué se refiere? —preguntó Jung.

—Estamos dando por hecho que los consu les han dado a los raey la experiencia tecnológica para crear un sistema de detección de la impulsión de salto —expliqué—. Pero es posible que les dieran una sola máquina, con un manual de instrucciones o algo por el estilo, para que pudieran manejarla. De esta forma, los raey tienen lo que quieren, que es una forma de defender Coral, mientras que los consu evitan alterar sustancialmente el equilibrio de poder en la zona.

—Hasta que los raey descubran cómo funciona la maldita máquina —dijo Jung.

—Dado el estado de la tecnología de su planeta natal, eso podría requerir años —contesté—. Tiempo suficiente para que les demos la patada y les arrebatemos la tecnología. Si es que los consu en efecto se la dieron. Si es que los consu les dieron una máquina. Si es que a los consu en realidad les importa un rábano el equilibrio de poder en la región. Un montón de «si es que».

—Y para averiguar la respuesta a todos esos «si es que», vamos a abordar a los consu —dijo Crick—. Ya hemos enviado una nave robot para hacerles saber que vamos de camino. Veremos qué podemos sacar de ellos.

—¿Qué colonia vamos a ofrecerles? —preguntó Dalton. Era difícil saber si estaba bromeando.

—Ninguna colonia —respondió Crick—. Pero tenemos algo que podría inducirles a concedernos una audiencia.

—¿Qué tenemos?

—Lo tenemos a él —contestó Crick, y me señaló.

—¿A mí?

—A usted —confirmó Jane.

—De repente me siento confuso y aterrado.

—Su solución del disparo doble permitió a las FDC matar rápidamente a miles de consu —dijo Jane—. En el pasado, los consu se han mostrado receptivos a embajadas de las colonias cuando incluían a un soldado FDC que hubiera matado a gran número de consu en batalla. Como fue específicamente su solución de disparo lo que permitió el rápido fin de esos guerreros consu, sus muertes se le atribuyen a usted.

—Tiene en sus manos la sangre de 8433 consu —dijo Crick.

—Magnífico.

Es magnífico —confirmó Crick—. Su presencia nos va a permitir franquear la puerta.

—¿Y qué me va a pasar a mí después de que franqueemos la puerta? —pregunté—. Imaginen lo que le haríamos nosotros a un consu que hubiera matado a ocho mil de los nuestros.

—Ellos no piensan igual que nosotros en ese aspecto —dijo Jane—. Debería estar a salvo.

Debería —repetí.

—La alternativa sería ser eliminados del cielo en cuanto aparezcamos en el espacio consu —dijo Crick.

—Comprendo. Ojalá me hubieran dado un poco más de tiempo para acostumbrarme a la idea.

—Fue todo muy rápido —dijo Jane tranquilamente. Y de repente recibí un mensaje vía CerebroAmigo. «Confía en mí», decía. Miré a Jane, que me miraba plácidamente. Asentí, reconociendo un mensaje mientras parecía aceptar el otro.

—¿Qué haremos después de que terminen de admirar al teniente Perry? —preguntó Tagore.

—Si todo sale según los encuentros pasados, tendremos la oportunidad de hacerles a los consu hasta un total de cinco preguntas —dijo Jane—. El número de preguntas se determinará por una competición que implicará una lucha entre cinco de los nuestros y cinco de los suyos. Combate singular. Los consu luchan desarmados, pero nuestros guerreros podrán llevar un cuchillo para compensar nuestra falta de brazos golpeadores. Lo que hay que tener en cuenta es que, en los casos anteriores en que se ha llevado a cabo este ritual, los consu con los que combatimos eran soldados caídos en desgracia o criminales a quienes esa lucha podía devolver el honor. Así que no hace falta decir que tienen mucha motivación. Podemos hacerles tantas preguntas como victorias obtengamos.

—¿Cómo se vence en esa competición? —preguntó Tagore.

—Matas al consu, o el consu te mata —aclaró Jane.

—Fascinante.

—Un detalle más —añadió Jane—. Los consu escogen a sus contrincantes de entre aquellos que llevamos con nosotros, así que el protocolo requiere al menos tres veces el número de combatientes seleccionables. El único miembro de la delegación que queda exento es su jefe, que es, por cortesía, el único humano que está por encima de tener que luchar con criminales y fracasados consu.

—Perry, usted debería ser el jefe de esa delegación —dijo Crick—. Ya que es usted quien ha matado a ocho mil de esos cabrones, según sus entendederas es el líder natural. Además, es el único soldado que no pertenece a las fuerzas especiales, y carece de la velocidad y la modificación de fuerzas que todos los demás tenemos. Si lo eligieran, es posible que acabaran matándolo.

—Me emociona su preocupación.

—No es eso —aclaró Crick—. Si nuestra atracción estrella cayera a manos de un criminal de segunda fila, la posibilidad de que los consu cooperaran podría correr peligro.

—Muy bien —convine—. Durante un segundo, he llegado a pensar que se estaba volviendo blando.

—Ni hablar —respondió Crick—. Bien, tenemos cuarenta y tres horas hasta alcanzar distancia de salto. Habrá cuarenta de nosotros en la delegación, incluidos todos los jefes de pelotón y escuadrón. Elegiré al resto de entre la tropa. Eso significa que cada uno de ustedes se entrenará con soldados en combate mano a mano hasta entonces. Perry, le he descargado los protocolos de la delegación; estúdielos y no meta la pata. Después del salto, usted y yo nos reuniremos para que pueda darle las preguntas que queremos hacer, en el orden en que queremos hacerlas. Si somos buenos, tendremos cinco preguntas, pero hay que estar preparados por si son menos. Pongámonos manos a la obra. Pueden retirarse.

* * *

Durante esas cuarenta y tres horas, Jane se enteró de cosas de Kathy. Aparecía donde yo estaba, preguntaba, escuchaba y desaparecía, a menudo para atender sus deberes. Era una extraña forma de compartir una vida.

—Háblame de ella —me pidió mientras yo estudiaba el informe de protocolo en una sala de proa.

—La conocí cuando estábamos en primer curso —dije, y entonces tuve que explicarle qué era el primer curso. Luego le conté el primer recuerdo que tenía de Kathy, una vez que compartíamos pegamento en un proyecto de construcción con papel durante la clase de plástica que se daba conjuntamente a primero y segundo cursos. Como me pilló comiendo un poco de pegamento, me dijo que era un guarro. Cómo le pegué por decir eso, y el puñetazo que ella me atizó en el ojo. La expulsaron durante un día. No volvimos a hablarnos hasta el instituto.

—¿Qué edad se tiene en primer curso? —preguntó ella.

—Seis años —contesté—. La edad que tú tienes ahora.

* * *

—Háblame de ella —dijo de nuevo, unas cuantas horas más tarde, en un sitio diferente.

—Kathy estuvo a punto de divorciarse de mí una vez —le expliqué—. Llevábamos diez años casados y tuve un lío con otra mujer. Cuando Kathy lo descubrió, se puso furiosa.

—¿Por qué le importó que te acostaras con otra? —preguntó Jane.

—En realidad no fue por el sexo —dije—. Fue por el hecho de haberle mentido. Acostarte con otra persona, para ella, sólo contaba como debilidad hormonal. Mentir era una falta de respeto, y no quería estar casada con alguien que no sentía ningún respeto por ella.

—¿Por qué no os divorciasteis?

—Porque a pesar de aquel lío yo la amaba y ella me amaba —dije—. Lo resolvimos porque queríamos estar juntos. Y, de todas formas, ella tuvo un lío unos años más tarde, así que podríamos decir que acabamos igualados. Lo cierto es que nos llevamos mejor después de eso.

* * *

—Háblame de ella —me pidió Jane, más tarde.

—Kathy hacía unas tartas increíbles —le conté—. En particular la tarta de fresas era para chuparse los dedos. Un año, Kathy se presentó a un concurso en la feria estatal, y el gobernador de Ohio era el juez. El primer premio era un horno nuevo de Sears.

—¿Ganó? —preguntó Jane.

—No, quedó segunda. Le dieron un vale por cien dólares en una tienda de muebles de cocina y baño. Pero una semana más tarde recibió una llamada telefónica de la oficina del gobernador. Su secretaria le explicó a Kathy que, por motivos políticos, había tenido que darle el primer premio a la esposa del mejor amigo de un contribuyente importante, pero que desde que el gobernador había probado aquel trozo de tarta, no podía dejar de hablar de lo buena que estaba, y si por favor podía hacerle una tarta para que dejara de hablar de lo mismo de una vez.

* * *

—Háblame de ella —dijo Jane.

—La primera vez que supe que estaba enamorado de ella fue en mi segundo año de instituto —expliqué—. Nuestro colegio iba a representar Romeo y Julieta, y ella fue seleccionada como Julieta. Yo era el ayudante de dirección de la obra, lo que significaba construir decorados la mayor parte del tiempo o ir a por café para la señorita Amos, la profesora que dirigía la obra. Pero cuando Kathy empezó a tener problemas con sus líneas, la señorita Amos me pidió que las repasara con ella. Así que, durante dos semanas, después de los ensayos Kathy y yo íbamos a su casa y trabajábamos su papel, aunque sobre todo hablábamos de otras cosas, como hacen los adolescentes. Todo era muy inocente en aquella época. Luego hubo el ensayo general vestidos de época y oí a Kathy decirle todas aquellas líneas a Jeff Greene, que interpretaba a Romeo, y me puse celoso. Se suponía que debía decirme aquellas palabras a mí.

—Y ¿qué hiciste? —preguntó Jane.

—Soporté todas las representaciones de la obra, cuatro pases entre el viernes por la noche y el domingo por la tarde, y evité a Kathy cuanto fue posible. Luego, en la fiesta del domingo por la noche con el reparto, Judy Jones, que interpretaba al ama de Julieta, me buscó y me dijo que Kathy estaba sentada en la puerta de mercancías de la cafetería, llorando. Creía que yo la odiaba, porque llevaba cuatro días ignorándola y no sabía por qué. Judy añadió entonces que si no salía y le decía a Kathy que estaba enamorado de ella, iría a buscar una pala y me mataría a golpes con ella.

—¿Cómo supo que estabas enamorado? —preguntó Jane.

—Cuando eres adolescente y estás enamorado, es obvio para todo el mundo menos para ti y la persona de la que estás enamorado —dije—. No me preguntes por qué. Así funciona. De modo que fui a la puerta de mercancías, y vi a Kathy allí sentada, sola, haciendo oscilar los pies por el borde de la plataforma. Había luna llena y la luz le daba en la cara, y creo que jamás la vi más hermosa que en ese momento. Y mi corazón rebosaba porque sabía, sabía de verdad, que estaba tan enamorado de ella que nunca podría decirle cuánto la quería.

—¿Qué hiciste?

—Hice trampas. Porque, verás, daba la casualidad de que había memorizado párrafos enteros de Romeo y Julieta. Así, mientras me acercaba a ella, sentada allí en lo alto, le recité la mayor parte del Acto II, Escena II. «¿Qué es esa luz que en el cielo brilla? Es el este, y Julieta es el sol. Despierta, dulce sol…», y todo eso. Sabía las palabras desde antes, pero esa vez las decía de verdad. Y después de terminar de recitarlas, me acerqué a ella y la besé por primera vez. Ella tenía quince años y yo dieciséis, y supe que nos casaríamos y que pasaríamos toda la vida juntos.

* * *

—Cuéntame cómo murió —pidió Jane, justo antes del salto al espacio consu.

—Estaba haciendo barquillos un domingo por la mañana y sufrió un colapso mientras buscaba la vainilla —dije—. Yo estaba en el salón en ese momento. Recuerdo que se estaba preguntando dónde había puesto la vainilla y un segundo más tarde oí un golpe y algo que caía. Entré corriendo en la cocina y ella estaba tendida en el suelo, sacudiéndose y sangrando por el golpe que se había dado en la cabeza con la encimera. Llamé a urgencias mientras la abrazaba. Traté de detener la hemorragia del corte, y le dije que la amaba y seguí diciéndoselo hasta que llegaron los enfermeros y se la llevaron, aunque me permitieron cogerle la mano en la ambulancia, camino del hospital. Le estaba sosteniendo la mano cuando murió. Vi la luz de sus ojos apagarse, pero seguí diciéndole cuánto la amaba hasta que, al llegar al hospital me la arrebataron.

—¿Por qué hiciste eso?

—Necesitaba asegurarme de que lo último que oía era mi voz diciéndole cuánto la amaba.

—¿Cómo es cuando pierdes a alguien a quien amas? —preguntó Jane.

—Tú también te mueres —dije—. Y esperas que tu cuerpo te siga.

—¿Es eso lo que estás haciendo ahora? ¿Esperar que tu cuerpo te siga?

—No, ya no —respondí—. Al final, acabas por volver a vivir. Sólo que vives una vida diferente, eso es todo.

—Así que ahora estás en tu tercera vida.

—Supongo que sí.

—¿Qué te parece esta vida? —quiso saber Jane.

—Me gusta —contesté—. Me gusta la gente que hay en ella.

Más allá del ventanal, las estrellas volvieron a reagruparse. Estábamos en el espacio consu. Permanecimos allí, sentados en silencio, fundiéndonos con el silencio del resto de la nave.