Los que participamos en la batalla de Coral recordamos dónde estábamos la primera vez que oímos que el planeta había sido tomado. Yo estaba escuchando a Alan explicar cómo el universo que yo creía conocer había desaparecido hacía tiempo.
—Lo dejamos la primera vez que saltamos —decía—. Seguimos subiendo y pasamos al universo de al lado. Así es como funciona el salto.
Esto provocó una educada y muda reacción por mi parte y la de Ed McGuire, que estábamos sentados con Alan en el salón de recreo del batallón. Finalmente, Ed, que se había hecho cargo del escuadrón de Aimee Weber, confesó:
—No te sigo, Alan. Creía que la impulsión de salto nos llevaba más allá de la velocidad de la luz o algo por el estilo.
—Qué va —respondió Alan—. Einstein sigue teniendo razón: la velocidad de la luz es el límite al que puedes viajar. Aparte de eso, no quieras empezar a revolotear por el universo a una fracción real de la velocidad de la luz, porque si golpeas un pegotito de nada mientras vas a un par de cientos de miles de kilómetros por segundo, acabarás con un bonito agujero en tu nave. Es una forma muy rápida de morir.
Ed parpadeó y luego se pasó la mano por la cabeza.
—Uau —exclamó—. Me he perdido.
—Muy bien, mira —dijo Alan—. Me has preguntado cómo funciona la impulsión de salto. Y, como te digo, es simple: coge un objeto de un universo, como la Modesto, y lo pasas a otro universo. El problema es que hablamos de una «impulsión», cuando en realidad no lo es, porque la aceleración no es un factor: el único factor es el emplazamiento dentro del multiverso.
—Alan —le advertí—. Te estás enrollando otra vez.
—Lo siento —dijo él, y reflexionó durante un segundo—. ¿Cómo andáis de matemáticas? —preguntó.
—Me acuerdo vagamente de la aritmética —respondí yo. Ed McGuire asintió.
—Vale —prosiguió Alan—. Bien. Voy a usar palabras sencillas. Por favor, no os ofendáis.
—Intentaremos no hacerlo —lo tranquilizó Ed.
—Muy bien. El universo en el que estáis, el universo en el que estamos en este mismo momento, es sólo uno de un número infinito de universos posibles cuya existencia se permite dentro de la física cuántica. Cada vez que, por ejemplo, localizamos un electrón en una posición concreta, nuestro universo queda funcionalmente definido por la posición de ese electrón, mientras que en el universo alternativo, la posición del electrón es completamente diferente. ¿Me seguís?
—Para nada —dijo Ed.
—Joder con los no científicos. Bien, pues entonces confiad en mí. El tema es el siguiente: universos múltiples. Lo que la impulsión de salto hace es abrir una puerta a otro de esos universos.
—¿Y cómo lo hace? —pregunté yo.
—No tienes un nivel de matemáticas suficiente para comprenderlo —replicó Alan.
—Entonces es magia —concluí.
—Desde tu punto de vista, sí. Pero una permitida por la física.
—No lo pillo —repitió Ed—. De modo que hemos atravesado universos múltiples, y sin embargo cada universo en el que hemos estado era exactamente igual al nuestro. Todos los «universos alternativos» de los que he leído en las historias de ciencia ficción tenían grandes diferencias. Así es cómo uno sabe que está en un universo alternativo.
—Hay una interesante respuesta a esa pregunta —dijo Alan—. Demos por sentado que pasar un objeto de un universo a otro es un hecho fundamentalmente imposible.
—Puedo aceptar eso —dije.
—Pero en términos físicos, es permisible, ya que en su nivel más básico, estamos en un universo de física cuántica y en él puede pasar casi cualquier cosa, aunque en la práctica no sea así. Sin embargo, siendo iguales todas las otras cosas, cada universo prefiere mantener en un nivel mínimo los acontecimientos improbables, sobre todo por encima del nivel subatómico.
—¿Cómo puede un universo «preferir» nada? —quiso saber Ed.
—No tienes un nivel de matemáticas suficiente para comprenderlo —volvió a decir Alan.
—Por supuesto que no —respondió Ed, poniendo los ojos en blanco.
—No obstante, el universo prefiere unas cosas a otras. Prefiere moverse hacia un estado de entropía, por ejemplo. Prefiere tener la velocidad de la luz como constante. Puedes modificar o jugar con esas cosas hasta cierto punto, pero cuestan trabajo. Lo mismo sucede aquí. En ese caso, mover un objeto de un universo a otro es tan improbable que, en general, el universo al que mueves el objeto es exactamente igual que el que dejaste… Podríamos decir que es una conservación de la improbabilidad.
—Pero ¿cómo explica eso que nos movamos de un sitio a otro? —pregunté—. ¿Cómo pasamos de un punto en el espacio en un universo, a otro punto del espacio completamente distinto en otro?
—Bueno, piénsalo —dijo Alan—. Pasar toda una nave a otro universo es una cosa increíblemente improbable. Desde el punto de vista del universo, dónde aparezca esa nave en ese nuevo universo es realmente muy trivial. Por eso decía que la palabra «impulsión» es un error. En realidad no nos impulsan para que vayamos a ninguna parte. Simplemente llegamos.
—¿Y qué sucede en el universo que acabas de dejar? —preguntó Ed.
—Aparece otra versión de la Modesto de otro universo, con versiones alternativas de nosotros dentro —contestó Alan—. Posiblemente. Hay una pequeñísima probabilidad infinitesimal en contra, pero como regla general, es lo que ocurre.
—¿Volvemos alguna vez? —pregunté.
—¿Volver adónde?
—Al universo de donde salimos.
—No —respondió Alan—. Bueno, una vez más, es teóricamente posible, pero en la práctica es enormemente improbable. Los universos se crean continuamente a partir de diversas posibilidades, y los universos a los que vamos son generados casi en el instante antes de que saltemos a ellos… Es uno de los motivos por los que podemos saltar, porque se parecen mucho al nuestro en su composición. Cuanto más tiempo estás apartado de un universo concreto, más tiempo tiene éste para volverse divergente, y menos probable es que vuelvas. Incluso volver a un universo que acabas de dejar un segundo antes es enormemente improbable. Volver al que dejamos hace más de un año, cuando salimos por primera vez de la Tierra para ir a Fénix, queda fuera de toda cuestión.
—Qué deprimente —dijo Ed—. Me gustaba mi universo.
—Bueno, pues escucha esto, Ed —replicó Alan—. Tú ni siquiera vienes del mismo universo original que Alan y yo, ya que no diste ese primer salto cuando nosotros. Es más, incluso la gente que lo dio con nosotros no está ya en nuestro mismo universo, ya que saltaron a universos diferentes porque están en naves diferentes… Cualquier versión de nuestros antiguos amigos que encontremos será una versión alternativa. Naturalmente, se parecerán y actuarán igual, porque, a excepción de la situación ocasional de un electrón aquí y allá, son iguales. Pero nuestros universos de origen son por completo diferentes.
—Así que tú y yo somos todo lo que queda de nuestro universo —dije.
—Podemos seguir apostando a que ese universo continúa existiendo. Pero casi con toda seguridad somos las dos únicas personas de allí que estamos en este universo.
—No sé qué pensar —dije.
—Que no te preocupe demasiado —me aconsejó Alan—. Desde un punto de vista cotidiano, saltar de universo no importa. Funcionalmente hablando, todo es casi igual estés en el universo que estés.
—Entonces ¿para qué necesitamos las naves espaciales? —preguntó Ed.
—Obviamente, para que te lleven a donde quieras una vez estás en tu nuevo universo —explicó Alan.
—No, no —replicó Ed—. Quiero decir, si puedes saltar de un universo a otro, ¿por qué no hacerlo de planeta en planeta, en vez de usar naves espaciales? Hacer que la gente aparezca directamente en la superficie de un planeta. Nos ahorraría tener que ser lanzados al espacio, eso está claro.
—El universo prefiere que se salte lejos de grandes pozos gravitatorios, como planetas y estrellas —dijo Alan—. Sobre todo cuando saltamos a otro universo. Puedes saltar muy cerca de un pozo de gravedad, y por eso entramos en los nuevos universos cerca de nuestros destinos, pero para partir es mucho más fácil alejarte, y por eso viajamos un poco antes de saltar. Hay una relación exponencial que podría mostrarte, pero…
—Sí, sí, lo sé, no tengo un nivel de matemáticas suficiente para comprenderlo —lo cortó Ed.
Alan estaba a punto de responder de manera conciliadora cuando todos nuestros CerebroAmigos se conectaron. La Modesto acababa de recibir la noticia de la masacre de Coral. Y eso fue algo horripilante en cualquier universo que se estuviera.
* * *
Coral era el quinto planeta que colonizaron los humanos, y el primero indiscutiblemente mejor aclimatado para éstos; más incluso que la Tierra misma. Era geológicamente estable, con sistemas climatológicos que se extendían desde una creciente zona templada por sus generosas masas de tierra, repleto de plantas nativas y especies animales lo bastante parecidas genéticamente a la Tierra como para cubrir las necesidades nutritivas y estéticas humanas. Al principio, se habló de llamar a la colonia Edén, pero se sugirió que ese nombre sería un reclamo kármico de problemas.
Se decidió entonces llamarlo Coral, por las criaturas parecidas al coral que gloriosamente creaban diversos archipiélagos y arrecifes submarinos alrededor de la zona tropical del planeta. La expansión humana en Coral se mantuvo, curiosamente, al mínimo, y los humanos que vivían allí eligieron hacerlo de un modo sencillo y casi preindustrial. Era uno de los pocos lugares del universo donde los humanos intentaron adaptarse al ecosistema existente en vez de explotarlo e introducir, por ejemplo, maíz y ganado. Y funcionó; la presencia humana, pequeña y adaptable, se mezcló con la biosfera de Coral y vivió de una manera modesta y controlada.
Por tanto, no estaba preparada para la llegada de la fuerza invasora raey, que descendió en una proporción de un soldado por colono. La guarnición de tropas de la FDC estacionada en Coral y sus alturas plantó una breve pero valiente defensa antes de ser derrotada; los colonos también hicieron pagar a los raey caro su intento. Sin embargo, la colonia fue arrasada, y los colonos supervivientes fueron literalmente troceados, pues los raey habían desarrollado hacía tiempo el gusto por la carne humana cuando podían conseguirla.
Uno de los fragmentos de transmisión que nos llegó vía CerebroAmigo fue un segmento de un programa culinario interceptado, donde uno de los más famosos chefs raey discutía la mejor forma de trinchar un humano para diversos usos culinarios, siendo los huesos del cuello particularmente apreciados para sopas y consomés. Además de asquearnos, el vídeo era una prueba incidental de que la masacre de Coral había sido planeada con tanto detalle que incluso llevaron a famosos raey de segunda fila para participar en los festejos. Claramente, los raey planeaban quedarse.
Después de la invasión, no perdieron tiempo y se dedicaron a su primer objetivo. Tras matar a todos los colonos, los raey desembarcaron plataformas para empezar a explotar las islas de Coral. Los raey habían tratado de negociar con anterioridad con el gobierno colonial para explotar las minas de esas islas: los arrecifes de coral habían sido abundantes en el mundo natal raey hasta que una combinación de contaminación industrial y minería comercial los destruyó. El gobierno colonial negó el permiso de explotación, tanto por los deseos de los colonos de mantener el planeta tal cual, como por las bien conocidas tendencias antropófagas de los raey. Nadie quería a los raey sobrevolando las colonias, buscando humanos desprevenidos que convertir en chicharrones.
El fallo del gobierno colonial fue no reconocer que los raey habían convertido en una prioridad la explotación coralina (más allá del comercio, había un aspecto religioso que los diplomáticos coloniales pasaron por alto), ni hasta dónde estaban dispuestos a llegar. Los raey y el gobierno colonial ya habían discutido un par de veces: las relaciones nunca fueron buenas (¿puedes sentirte cómodo con una raza que te ve como una parte jugosa de un desayuno completo?). Sin embargo, cada uno se ocupaba de sus asuntos. De repente cuando los últimos corales nativos de los raey se encaminaban hacia su extinción, el grado de su deseo por las fuentes de Coral nos golpeó en plena cara. Se habían apoderado del planeta y, para recuperarlo, nosotros tendríamos que devolverles el golpe con más fuerza.
* * *
—La cosa está muy chunga —nos dijo el teniente Keyes a los jefes de escuadrón—, y para cuando lleguemos lo estará todavía más.
Nos encontrábamos en la sala de preparativos, las tazas con el café enfriándose mientras accedíamos a una página tras otra con datos de atrocidades e información de vigilancia desde el sistema de Coral. Las naves robot que no habían sido borradas del cielo por los raey comunicaban una llegada continua de naves raey, tanto para la batalla como para transportar coral. Menos de dos días después de la masacre, casi mil naves raey flotaban en el espacio sobre el planeta, esperando para iniciar sus acciones depredadoras.
—Esto es lo que sabemos —dijo Keyes, e hizo aparecer una gráfica del sistema de Coral en nuestros CerebroAmigos—. Calculamos que la porción más grande de actividad de naves raey en el sistema de Coral es comercial e industrial; por lo que deducimos del diseño de las naves, una cuarta parte de ellas, unas trescientas, tienen capacidades militares ofensivas y defensivas, y muchas de ellas son de transporte de tropas, con escudos y potencia de fuego mínimos. Pero las que son acorazadas, son más grandes y más resistentes que nuestras naves equivalentes. También estimamos que hay unos cien mil soldados raey en la superficie, y que han empezado a atrincherarse para la invasión.
—Esperan que luchemos por Coral, y nuestros datos sugieren que esperan que lancemos un ataque dentro de cuatro o seis días: el tiempo que tardaremos en hacer maniobrar nuestras naves en posición de salto. Saben que las FDC prefieren exhibiciones de fuerza abrumadoras, y que esto va a llevarnos algún tiempo.
—Entonces ¿cuándo vamos a atacar?
—Dentro de once horas —respondió Keyes.
Todos nos agitamos incómodos en nuestros asientos.
—Y ¿cómo vamos a hacerlo, señor? —preguntó Ron Jensen—. Las únicas naves que tendremos disponibles son las que ya están a distancia de salto, o las que lo estarán dentro de las próximas horas. ¿Cuántas podrá haber?
—Sesenta y dos, contando la Modesto —contestó Keyes, y nuestros CerebroAmigos descargaron la lista de naves disponibles. Advertí brevemente la presencia de la Hampton Roads en la lista; era donde estaban destinados Harry y Jesse—. Seis naves más están aumentando su velocidad para alcanzar la distancia de salto, pero no podemos contar con que estén allí cuando ataquemos.
—Cristo, Keyes —dijo Ed McGuire—. Serán cinco naves contra una, y dos contra uno en tierra, suponiendo que podamos desembarcar. Creo que me gusta más nuestra tradición de mostrar fuerzas abrumadoras.
—Cuando tuviéramos suficientes naves para atacar, ellos estarían ya preparados —dijo Keyes—. Es mejor que enviemos una fuerza más pequeña mientras no están listos y así causarles tanto daño como sea posible ahora mismo. Llegará una fuerza de ataque nuestra más grande dentro de cuatro días: doscientas naves dando caña. Si hacemos bien nuestro trabajo, tendrán poco que hacer con lo que quede de las fuerzas raey.
Ed hizo una mueca.
—Nosotros no vamos a estar por allí para apreciarlo.
Keyes sonrió, tenso.
—Qué falta de fe. Mirad, sé que esto no es pan comido, pero tampoco vamos a hacer el tonto. No vamos a ofrecerles el cuello sin más sino a atacar objetivos concretos. Vamos a golpear a los transportes de tropas para impedir que traigan refuerzos. Desembarcaremos soldados para interrumpir las operaciones mineras antes de que éstas empiecen y a dificultar que los raey nos abatan sin llevarse también por delante a sus propias tropas y equipo. Nos iremos cargando objetivos comerciales e industriales según se nos vayan presentando las oportunidades, e intentaremos sacar las grandes naves de la órbita de Coral, para que, cuando lleguen nuestros refuerzos, estemos por delante y por detrás de ellos.
—Me gustaría volver a esa parte del desembarco de soldados —dijo Alan—. ¿Vamos a desembarcar soldados y luego nuestras naves van a intentar alejar a las naves raey? ¿Significa eso que las tropas que desembarquen se quedarán como creo que se quedarán?
Keyes asintió.
—Sí. Estaremos aislados durante al menos tres o cuatro días.
—Cojonudo —opinó Jensen.
—Es la guerra, atontados —replicó Keyes—. Lamento que no os resulte terriblemente conveniente ni cómodo.
—¿Qué pasa si el plan no funciona y nuestras naves son eliminadas del cielo? —pregunté.
—Bueno, entonces supongo que estaremos jodidos, Perry —contestó Keyes—. Pero no continuemos con esa suposición. Somos profesionales, tenemos un trabajo que hacer. Para eso nos han entrenado. El plan tiene riesgos, pero no son riesgos estúpidos, y si funciona, recuperaremos el planeta y les causaremos serios daños a los raey. Supongamos todos que vamos a conseguirlo, ¿qué decís? Es una idea loca, pero puede funcionar. Y si la apoyáis, las posibilidades de que funcione serán mayores. ¿De acuerdo?
Más agitación en los asientos. No estábamos convencidos, pero había poco que hacer. Tendríamos que hacerlo, nos gustara o no.
—¿Cuáles son esas seis naves que tal vez formen parte del grupo? —quiso saber Jensen.
Keyes tardó un segundo en acceder a la información.
—La Little Rock, la Waco, la Muncie, la Gavilán —contestó.
—¿La Gavilán? —dijo Jensen—. No joda.
—¿Qué pasa con la Gavilán? —pregunté. El nombre era poco habitual: las naves de combate tradicionalmente llevaban nombres de ciudades de tamaño medio.
—Brigadas Fantasma, Perry —explicó Jensen—. Las fuerzas especiales de las FDC. Cabronazos de fuerza descomunal.
—Nunca había oído hablar de ellos antes —comenté. En realidad me parecía que sí, pero se me escapaba el cuándo y el dónde.
—Las FDC los reserva para ocasiones especiales —dijo Jensen—. No se andan con chiquitas. Es bueno contar con ellos cuando llegamos a un planeta. Nos ahorra el problema de morir.
—Sería bueno que estuvieran allí, pero probablemente no sucederá —dijo Keyes—. Éste es nuestro espectáculo, chicos y chicas. Para bien o para mal.
* * *
La Modesto saltó a la órbita del espacio de Coral diez horas más tarde, y en sus primeros diez segundos de llegada fue alcanzada por seis misiles disparados a bocajarro por un crucero de batalla raey. Los motores de estribor quedaron destrozados, y la nave empezó a dar volteretas salvajemente. Mi escuadrón y el de Alan estaban en una lanzadera de transporte cuando la nave fue alcanzada por los misiles; la fuerza del súbito cambio de inercia producida por el impacto derribó a varios de nuestros soldados contra los costados del transporte. En la bodega de la nave, equipo y material suelto salieron volando, alcanzando a alguno de los otros transportes pero no al nuestro. Las lanzaderas, sujetas por electroimanes, por suerte no se movieron.
Activé a Gilipollas para que comprobara el estado de la nave. La Modesto había sido severamente dañada y un escaneo activo de la nave raey indicaba que se preparaba para otra andanada de misiles.
—Es hora de irse —le grité a Fiona Eaton, nuestra piloto.
—No tengo permiso de Control —dijo ella.
—Dentro de diez segundos nos va a alcanzar otra andanada de misiles —dije—. Ése es tu puñetero permiso.
Fiona gruñó.
Alan, que también estaba conectado con los controles de la Modesto, gritó desde atrás.
—¡Misiles fuera! —dijo—. ¡Veintiséis segundos para el impacto!
—¿Es tiempo suficiente para largarnos de aquí? —le pregunté a Fiona.
—Ya veremos —respondió ella, y abrió un canal con las otras lanzaderas—. Aquí Fiona Eaton, pilotando el Transporte Seis. Aviso que ejecutaré el procedimiento de apertura de emergencia de la puerta de la bodega en tres segundos. Buena suerte. —Se volvió hacia mí—. Ahora agarraos —dijo, y apretó un botón rojo.
Las puertas de la bodega se recortaron con un brusco destello de luz; el estampido de las puertas al estallar se perdió con el rugido del aire que escapaba. Todo lo que no estaba amarrado salió volando por el agujero; más allá de los escombros, el campo estelar giró de forma mareante a medida que la Modesto giraba. Fiona dio impulso a los motores y esperó el tiempo suficiente a que los escombros despejaran la puerta antes de cortar las ataduras electromagnéticas y hacernos salir disparados por la puerta. Compensó el giro de la Modesto al salir, pero a duras penas: rozamos el techo.
Accedí al vídeo de la zona de atraque. Otras lanzaderas salían por las puertas en grupos de dos y tres. Cinco consiguieron escapar antes de que la segunda andanada de misiles alcanzara la nave, cambiando bruscamente la trayectoria de giro de la Modesto, y destruyendo así varias lanzaderas que intentaban salir. Al menos una explotó; los escombros golpearon la cámara y la destruyeron.
—Corta la conexión de tu CerebroAmigo con la Modesto —dijo Fiona—. Pueden usarla para localizarnos. Díselo a tus soldados. Verbalmente.
Alan se acercó.
—Tenemos un par de heridos ahí atrás —comunicó, señalando a nuestros soldados—, pero ninguno grave. ¿Cuál es el plan?
—He enfilado hacia Coral y he apagado los motores —dijo Fiona—. Probablemente estarán buscando rastros de impulsión y transmisiones de CerebroAmigo para disparar sobre ellos sus misiles, así que mientras parezcamos muertos, puede que nos dejen en paz el tiempo suficiente como para que lleguemos a la atmósfera.
—¿Puede? —preguntó Alan.
—Si tienes un plan mejor, soy toda oídos —replicó Fiona.
—No tengo ni idea de lo que está sucediendo —contestó Alan—, así que me alegra seguir con tu plan.
—¿Qué demonios ha pasado? —dijo Fiona—. Nos alcanzaron cuando salíamos del salto. Es imposible que supieran por dónde íbamos a aparecer.
—Tal vez tan sólo estábamos en el lugar inadecuado en el momento inoportuno —respondió Alan.
—No lo creo —intervine yo, y señalé por la ventana—. Mira.
Señalé un crucero de batalla raey que chispeaba al lanzar sus misiles. En ese momento, por la parte de estribor apareció un crucero de las FDC. Unos cuantos segundos después, los misiles previamente lanzados impactaron en la nave de la FDC alcanzándola de lleno.
—La madre que los parió —dijo Fiona.
—Saben exactamente por dónde van a aparecer nuestras naves antes de que lo hagan —señaló Alan—. Es una emboscada.
—¿Cómo coño lo hacen? —preguntó Fiona—. ¿Qué carajo está pasando?
—¿Alan? —dije yo—. Tú eres el físico.
Alan contempló el crucero de las FDC dañado, ahora escorado y alcanzado por otra andanada.
—Ni idea, John. Todo esto es nuevo para mí.
—Esto apesta —dijo Fiona.
—Tranquilizaos —ordené—. Tenemos problemas y perder los nervios no va a ayudar.
—Si tienes un plan mejor, soy toda oídos —repitió Fiona.
—¿Puedo acceder a mi CerebroAmigo si no intento contactar con la Modesto?
—Claro —dijo Fiona—. Mientras ninguna transmisión salga de la lanzadera, adelante.
Accedí a Gilipollas y convoqué un mapa geográfico de Coral.
—Bien —dije—. Creo que podemos decir que el ataque a las instalaciones mineras de Coral queda cancelado por hoy. De la Modesto hemos logrado escapar los suficientes como para llevar a cabo un ataque realista, y no creo que todos vayamos a llegar a la superficie de una pieza. Ni todos los pilotos van a ser tan rápidos como tú, Fiona.
Fiona asintió, y pude ver que se relajaba un poco. La alabanza es siempre cosa buena, sobre todo en una crisis.
—Muy bien, aquí está el nuevo plan —dije, y le transmití el mapa a Fiona y Alan—. Las fuerzas raey están concentradas en los arrecifes de coral y en las ciudades coloniales, ahí en esa costa. Así que iremos aquí —señalé el grueso centro del mayor continente de Coral—, nos esconderemos en esta cordillera y esperaremos la segunda oleada.
—Si es que vienen —dijo Alan—. Una nave robot tendrá que llegar a Fénix. Se enterarán de que los raey saben que venimos. En ese caso, tal vez no vengan.
—Oh, vendrán —contesté—. Puede que no lo hagan cuando queremos, pero eso es todo. Tenemos que estar preparados para esperarlos. La buena noticia es que Coral es amistosa con los humanos. Podemos vivir del terreno cuanto necesitemos.
—No estoy de humor para dedicarme a colonizar —dijo Alan.
—No es permanente. Y es mejor que la alternativa.
—Buen argumento —asintió Alan. Me volví hacia Fiona.
—¿Qué necesitas para llevarnos a dónde vamos de una sola pieza?
—Una oración —contestó ella—. Ahora tenemos ventaja porque parecemos chatarra flotante, pero todo lo que golpee la atmósfera y sea más grande que un cuerpo humano va a ser localizado por las fuerzas raey. En cuanto empecemos a maniobrar, repararán en nuestra existencia.
—¿Cuánto tiempo podemos estar aquí arriba? —pregunté.
—No mucho —dijo Fiona—. No hay comida, ni agua, e incluso con nuestros cuerpos nuevos y mejorados, somos un par de docenas y nos quedaremos sin aire fresco muy rápido.
—¿Cuánto tiempo después de que lleguemos a la atmósfera para que tengas que empezar a pilotar?
—Poco —contestó—. Si empezamos a dar vueltas, no podré recuperar el control. Caeremos hasta morir.
—Haz lo que puedas —dije. Ella asintió—. Muy bien, Alan. Es hora de alertar a la tropa del cambio de plan.
—Allá vamos —avisó Fiona, y conectó los impulsores. La fuerza de la aceleración me clavó en el asiento del copiloto. Ya no caíamos hacia la superficie de Coral, sino que apuntábamos directamente a ella.
—Vienen curvas —dijo Fiona mientras nos zambullíamos en la atmósfera.
La lanzadera se sacudió como una maraca.
El tablero de instrumentos hizo sonar una alarma.
—Escaneo activo —dije—. Nos están siguiendo.
—Lo tengo —confirmó Fiona, dando un bandazo—. Entraremos en unas cuantas nubes altas dentro de unos pocos segundos. Puede que nos ayuden a confundirlos.
—¿Lo hacen alguna vez? —pregunté.
—No —respondió Fiona, y se lanzó hacia ellas de todas formas.
Salimos de las nubes varios kilómetros al este y nos detectaron otra vez.
—Continúan siguiéndonos —alerté—. Aparato a trescientos cincuenta kilómetros y acercándose.
—Voy a aproximarme lo máximo posible al suelo antes de que nos alcancen —dijo Fiona—. No podemos esquivarlos. Lo mejor que podemos hacer es acercarnos al suelo y esperar que algunos de sus misiles alcancen las copas de los árboles y no a nosotros.
—Eso no es muy alentador —comenté.
—Hoy no estoy para alentar a nadie —respondió ella—. Agarraos. Nos zambullimos.
El aparato raey nos alcanzó al momento.
—Misiles —dije. Fiona viró a la izquierda y se acercó a tierra. Un misil nos pasó por encima y se perdió; otro chocó con la cima de una colina cuando la remontábamos.
—¡Perfecto! —exclamé, y luego estuve a punto de morderme la lengua cuando un tercer misil detonó directamente debajo de nosotros, haciendo que la lanzadera perdiera el control. Un cuarto misil alcanzó y desgarró el costado de la lanzadera: en medio del rugido del aire pude oír gritar a algunos de mis hombres.
—¡Nos caemos! —gritó Fiona, y pugnó por enderezar la lanzadera. Se dirigía a un pequeño lago a velocidad endiablada—. Vamos a chocar contra el agua. Lo siento.
—Lo has hecho muy bien —dije, y entonces el morro de la lanzadera golpeó la superficie del lago.
Sonidos aplastantes y de ruptura cuando el morro de la lanzadera se lanzó en picado, separando el compartimiento del piloto del resto del aparato. Un breve registro de mi escuadrón y el de Alan mientras su compartimiento sale volando: una foto fija de bocas abiertas, gritos silenciosos en medio de todo el otro ruido, el rugido que sobrevuela el estrépito de la lanzadera que ya se hace pedazos mientras gira sobre el agua. Los tensos e imposibles giros mientras el morro desparrama metal e instrumentos. El agudo dolor de algo que golpea mi mandíbula y se la lleva. Borboteos mientras trato de gritar, gris SangreSabia escapa de la herida con fuerza centrífuga. Una mirada involuntaria hacia Fiona, cuya cabeza y brazo derecho están en algún lugar detrás de nosotros.
Un golpe metálico cuando mi asiento se suelta del resto del compartimiento y resbalo de espaldas hacia un macizo rocoso, mi silla me hace girar perezosamente en sentido contrario a las agujas del reloj mientras rebota, rebota, rebota hacia la piedra. Un rápido y mareante cambio de impulso cuando mi pierna derecha golpea el macizo seguido por un estallido amarillo blancuzco de dolor absoluto cuando el fémur se rompe como un palillo. Mi pie derecho se propulsa directamente hacia donde solía estar mi mandíbula y me convierto quizás en la primera persona en la historia que se da una patada a sí misma en el paladar. Toco tierra en algún lugar donde las ramas aún están cayendo porque el compartimiento de pasajeros de la lanzadera acaba de aterrizar. Una de las ramas cae pesadamente sobre mi pecho y me rompe al menos tres costillas. Después de patearme a mí mismo el paladar, esto es extrañamente anodino.
Miro hacia arriba (no tengo más remedio) y veo a Alan sobre mí, colgando cabeza abajo, el extremo roto de una rama sujetando su torso tras habérsele clavado en el lugar donde debería estar su hígado. La SangreSabia gotea de su frente hasta mi cuello. Veo sus ojos agitarse, localizarme. Entonces recibo un mensaje en mi CerebroAmigo.
«Tienes un aspecto terrible», envía.
No puedo responder. Sólo puedo mirar.
«Espero poder ver las constelaciones allá donde voy», envía. Envía otra vez. Envía otra vez. Y ya no vuelve a enviar.
* * *
Parloteo. Unas ásperas manazas me agarran por el brazo. Gilipollas reconoce el parloteo y me envía una traducción.
—Este vive todavía.
—Déjalo. Morirá pronto. Y los verdes no son buenos para comer. Todavía no están maduros.
Un bufido, que Gilipollas traduce como [risas].
* * *
—Joder, ¿quieres ver esto? —dice alguien—. Este hijo de puta está vivo.
Otra voz. Familiar.
—Déjame ver.
Silencio. Otra vez la voz familiar.
—Quítale ese tronco de encima. Nos lo llevamos.
—Cristo, jefa —dice la primera voz—. Míralo. Lo mejor sería meterle una puñetera bala en el cerebro. Sería un acto piadoso.
—Nos dijeron que recogiéramos a los supervivientes —dice la voz familiar—. Y éste ha sobrevivido. Es el único.
—Si consideras que esto es sobrevivir…
—¿Has acabado?
—Sí, señora.
—Bien. Ahora mueve la maldita rama. Los raey se nos van a echar encima de un momento a otro.
Abrir los ojos es como intentar levantar puertas de metal. Lo que me permite hacerlo es el dolor insoportable que siento cuando me quitan la rama del torso. Mis ojos se abren y aspiro en el equivalente sin mandíbula de un grito.
—¡Cristo! —dice la primera voz, mientras aparta la enorme rama—. ¡Está consciente!
Una mano cálida acaricia lo que queda de mi cara.
—Eh —dice la voz familiar—. Eh. Ahora estás bien. Tranquilo. Ahora estás a salvo. Vamos a llevarte con nosotros. No hay problema. Estás bien.
Su rostro aparece ante mi campo de visión. La conozco. Estuve casado con ella.
Kathy ha venido a por mí.
Lloro. Sé que estoy muerto. No me importa. Empiezo a resbalar.
—¿Has visto a este tipo antes? —oigo preguntar al otro.
—No seas estúpido —oigo decir a Kathy—. Por supuesto que no.
Me he ido. A otro universo.