Capítulo 8

El día en Beta Pyxis tiene veintidós horas, trece minutos y veinticuatro segundos. Dedicábamos dos de esas horas a dormir.

Descubrí este dato encantador en nuestra primera noche, cuando Gilipollas me descargó un toque de sirena tan penetrante que me caí de la cama; naturalmente, la cama de arriba. Después de asegurarme de que no me había roto la nariz, leí el texto que flotaba en mi cráneo.

:::Jefe de Pelotón Perry, la presente es para informarle que tiene —(y aquí había un número que era un minuto y cuarenta y ocho segundos, que se iban restando)— hasta que el sargento Ruiz y sus ayudantes entren en el barracón. Se espera que tenga a su pelotón despierto y firmes cuando lo hagan. Todo recluta que no esté preparado será castigado y constará en su expediente.

Dirigí inmediatamente el mensaje a mis líderes de escuadrón a través del grupo de comunicaciones que había creado para ellos el día antes, envié una señal general de alarma a los CerebroAmigos del pelotón, y encendí las luces del barracón. Hubo unos cuantos segundos divertidos, todos los reclutas del pelotón se despertaron con la andanada de ruido que sólo ellos podían escuchar individualmente. La mayoría saltó de la cama, profundamente desorientados; yo y los jefes de escuadrón agarramos a los que todavía estaban acostados y los tiramos al suelo. Un minuto después los teníamos a todos de pie y firmes, y pasamos los segundos restantes convenciendo a los reclutas particularmente lentos de que aquél no era el momento de orinar ni vestirse ni hacer nada más que esperar allí de pie y no molestar a Ruiz cuando entrara por la puerta.

No es que importara.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó Ruiz—. ¡Perry!

—¡Sí, mi sargento!

—¿Qué demonios has estado haciendo durante los dos minutos de advertencia? ¿Meneándotela? ¡Tu pelotón no está listo! ¡No están vestidos para los ejercicios que pronto se les encomendarán! ¿Cuál es tu excusa?

—¡Mi sargento, el mensaje decía que el pelotón tenía que esperar en posición de firmes cuando usted y su personal llegaran! ¡No especificaba la necesidad de vestirse!

—¡Cristo, Perry! ¿No te da por asumir que estar vestido forma parte de estar preparado?

—¡No presumo de asumir, mi sargento!

—¿«Presumo de asumir»? ¿Te las estás dando de listo, Perry?

—¡No, mi sargento!

—Bien, presume de llevar a tu pelotón al campo de desfile, Perry. Tienes cuarenta y cinco segundos. ¡Muévete!

—¡Escuadrón A! —grité, mientras echaba a correr, esperando que mi escuadrón me estuviera siguiendo. Cuando atravesaba la puerta, oí a Angela gritar al escuadrón B que la siguiera: la había elegido bien. Llegamos al campo de desfile, mi escuadrón formó detrás de mí. El de Angela lo hizo directamente a mi derecha, y Terry y los demás a continuación. El último hombre del escuadrón F formó a los cuarenta y cuatro segundos. Sorprendente. Alrededor del terreno, otros pelotones de reclutas formaban también, sin vestir, igual que el 63°. Me sentí brevemente aliviado.

Ruiz se acercó, seguido de sus dos ayudantes.

—¡Perry! ¿Qué hora es? Accedí a mi CerebroAmigo.

—¡Las cero un minuto hora local, mi sargento!

—Sorprendente, Perry. Sabes decir la hora. ¿A qué hora se apagaron las luces?

—¡A las veintidós horas, mi sargento!

—¡Correcto de nuevo! Alguno de vosotros se preguntará por qué os levantamos y os ponemos a correr después de dos horas de sueño. ¿Somos crueles? ¿Sádicos? ¿Intentamos destrozaros? . Pero ésas no son las razones por las que os hemos despertado. El motivo es simplemente éste: no necesitáis dormir más. ¡Gracias a esos bonitos cuerpos nuevos vuestros, sólo os hace falta dormir dos horas! Habéis estado durmiendo ocho horas por noche porque es a lo que estáis acostumbrados. Pero eso se acabó, damas y caballeros. Todo ese sueño está desperdiciando mi tiempo. Dos horas es todo lo que necesitáis, así que a partir de ahora, dos horas es todo lo que tendréis.

—Bien. ¿Quién puede decirme por qué os hice correr veinte kilómetros en una hora ayer?

Un recluta levantó la mano.

—¿Sí, Thompson? —dijo Ruiz. O bien había memorizado los nombres de todos los reclutas del pelotón, o tenía conectado su CerebroAmigo, el cual le proporcionaba la información. No me aventuraría yo a suponer la respuesta.

—¡Mi sargento, nos hizo correr porque odia individualmente a cada uno de nosotros!

—Excelente respuesta, Thompson. Sin embargo, sólo es correcta en parte. Os hice correr veinte kilómetros en una hora porque podéis hacerlo. Incluso los más lentos terminasteis dos minutos antes del tiempo límite. Eso significa que, sin entrenamiento, sin siquiera un mínimo esfuerzo, cada uno de vosotros, hijos de puta, puede seguir el ritmo de los atletas olímpicos de allá la Tierra.

—¿Y sabéis por qué? ¿Lo sabéis? Porque ninguno de vosotros es ya humano. Sois mejor que humanos. Pero no lo sabéis todavía. Mierda, os habéis pasado una semana folleteando por los rincones de una nave espacial como si fuerais muñecos de cuerda y probablemente todavía no comprendéis de qué estáis hechos. Bien, damas y caballeros, eso va a cambiar. La primera semana de vuestro entrenamiento es para que podáis comprobar lo que podéis hacer. Y lo comprobaréis. No vais a tener más remedio.

Y entonces corrimos veinticinco kilómetros en ropa interior.

* * *

Carreras de veinticinco kilómetros. Esprints de cien metros en siete segundos. Saltos en vertical de dos metros. Saltos a través de agujeros de diez metros en el suelo. Levantar doscientos kilos de peso libre. Cientos y cientos de flexiones, torsiones y abdominales. Como dijo Ruiz, lo difícil no era hacer esas cosas: lo difícil era comprobar (y creer) que podían hacerse. Los reclutas caían y fracasaban a cada paso del camino por falta de valor. Ruiz y sus ayudantes se lanzaban sobre esos reclutas y los asustaban para que se movieran (y luego me obligaban a mí a hacer flexiones; porque yo o mis jefes de escuadrón no los habíamos asustado lo suficiente).

Todo recluta (todo recluta) tenía su momento de duda. El mío se produjo al cuarto día, cuando el 63° Pelotón se reunió en torno a la piscina de la base, cada uno de nosotros con un saco de arena de veinticinco kilos en los brazos.

—¿Cuál es el punto flaco del cuerpo humano? —preguntó Ruiz mientras caminaba alrededor de nuestro pelotón—. No es el corazón, ni el cerebro, ni los pies, ni nada de lo que creéis. Es la sangre. Y la mala noticia es que vuestra sangre está por todo vuestro cuerpo. Transporta oxígeno, pero también transporta enfermedad. Cuando os hieren, la sangre se coagula, pero a menudo no lo suficientemente rápido como para impedir que muráis a causa de la hemorragia. Aunque, en realidad, de lo que se muere la gente en ese caso es por falta de oxígeno; no hay sangre disponible, al estar esparcida por todo el puñetero suelo, donde no sirve para una mierda.

—Las Fuerzas de Defensa Coloniales, en su divina sabiduría, le han dado la patada a la sangre humana, y la han sustituido por SangreSabia. La SangreSabia está compuesta por miles de millones de nano-robots que hacen lo mismo que la sangre, pero mejor. No es orgánica, así que no es vulnerable a las amenazas biológicas. Se coagula en milisegundos… Podríais perder una puñetera pierna y no os desangraríais. Lo más importante para vosotros ahora mismo es que cada «glóbulo» de SangreSabia tiene el cuádruple de capacidad para transportar oxígeno que vuestros glóbulos rojos naturales.

Ruiz dejó de caminar. Tras una pequeña pausa, prosiguió:

—Y es importante para vosotros ahora mismo porque vais a saltar a la piscina con vuestros sacos de arena. Os hundiréis hasta el fondo, donde os quedaréis durante no menos de seis minutos. Es tiempo más que suficiente para matar a un humano medio, pero vosotros podéis permanecer ahí abajo y no perderéis ni una sola célula cerebral. Para que tengáis un incentivo, el primero que salga se encargará de limpiar las letrinas durante una semana. Y si sale antes de que se cumplan los seis minutos, bueno, entonces digamos que cada uno de vosotros va a desarrollar una íntima y personal relación con un cagadero en algún lugar de esta base. ¿Entendido? ¡Al agua!

Nos zambullimos, y como Ruiz nos había prometido, nos hundimos hasta el fondo, a tres metros de profundidad. Empecé a asustarme casi de inmediato. Cuando era niño, me caí en una piscina tapada, resbalé por la cubierta y me pasé varios desorientados y aterradores minutos tratando de salir a la superficie. No tantos como para que pudiera ahogarme, pero sí los suficientes como para desarrollar una aversión de por vida a tener la cabeza bajo el agua. Después de unos treinta segundos, empecé a sentir que necesitaba una gran bocanada de aire fresco. Era imposible que fuera a durar un minuto, mucho menos seis.

Sentí un tirón. Me volví salvajemente, y vi que Alan, que se había zambullido detrás de mí, extendía una mano. A través de la penumbra, pude ver que se daba un golpecito en la cabeza y luego señalaba la mía. En ese momento, Gilipollas me notificó que Alan solicitaba un enlace. Subvocalicé mi acuerdo. Oí un simulacro sin entonación de la voz de Alan en mi cabeza.

«¿Algo va mal?», preguntó Alan.

«Fobia», subvocalicé.

«No te dejes llevar por el pánico —respondió él—. Olvida que estás bajo el agua».

«Me temo que va a ser imposible», repliqué.

«Entonces distráete —respondió Alan—. Comprueba en tus escuadrones a ver si alguien más tiene problemas y ayúdalos».

La extraña calma de la voz simulada de Alan me ayudó. Abrí un canal con mis jefes de escuadrón para comprobar cómo estaban y les ordené que hicieran lo mismo con sus escuadrones. Cada uno de ellos tenía uno o dos reclutas al borde del pánico y se dispusieron a calmarlos. Junto a mí, pude ver que Alan revisaba nuestro propio escuadrón.

Tres minutos, luego cuatro. En el grupo de Martin, uno de los reclutas empezó a agitarse, sacudiendo el cuerpo adelante y atrás mientras el saco de arena que tenía en las manos actuaba como ancla. Martin soltó su propio saco y nadó hasta el recluta, lo agarró con fuerza por los hombros y luego llamó su atención mirándolo a la cara. Conecté con el CerebroAmigo de Martin y le oí decirle «Concéntrate en mis ojos» a su recluta. Pareció ayudar: el recluta dejó de agitarse y empezó a relajarse.

Cinco minutos, y quedó claro que, con suministro extendido de oxígeno o no, todo el mundo empezaba a sentir la presión. La gente empezó a cambiar el peso de un pie a otro, o a dar saltitos, o a agitar sus sacos. En un rincón, pude ver a una recluta golpeándose la cabeza contra el saco de arena. Una parte de mí se rió; otra parte pensó en hacer lo mismo.

Cinco minutos cuarenta y tres segundos, y uno de los reclutas del escuadrón de Mark soltó el saco y empezó a dirigirse hacia la superficie. Mark soltó también su saco y se lanzó en silencio tras él, agarrándolo por el tobillo y utilizando su propio peso para detenerlo. Pensé que el segundo de Mark debería estar ayudando a su jefe de escuadrón con el recluta; una rápida comprobación mediante el CerebroAmigo me informó de que el recluta era su segundo.

Seis minutos. Cuarenta reclutas soltaron sus sacos y se lanzaron hacia la superficie. Mark soltó el tobillo de su segundo y luego lo empujó hacia arriba para asegurarse de que llegaba el primero a la superficie y lo cargaban con el trabajo en las letrinas que había estado dispuesto a conseguir para el pelotón. También yo me disponía a soltar mi saco de arena cuando vi a Alan negar con la cabeza.

«El líder del pelotón debería aguantar», me envió.

«Chúpamela», repliqué.

«Lo siento, no eres mi tipo», respondió él.

Conseguí aguantar siete minutos y treinta y un segundos antes de subir, convencido de que mis pulmones iban a explotar. Pero había superado mi momento de duda. Lo había comprobado. Era más que humano.

* * *

La segunda semana nos presentaron nuestra arma.

—Éste es el fusil de infantería estándar MP-35 de las FDC —dijo Ruiz, mostrando el suyo mientras los nuestros permanecían en el suelo a nuestros pies, donde los habían colocado, todavía envueltos—. La «MP» significa «Multi-propósito». Dependiendo de vuestra necesidad, puede crear y disparar sobre el objetivo seis rayos o proyectiles diferentes. Éstos incluyen balas de fusil y cargas explosivas y no explosivas, que pueden ser disparadas semiautomática o automáticamente, granadas de baja intensidad, cohetes guiados de baja intensidad, líquido inflamable a alta presión, y rayos de energía de microondas. Esto es posible gracias al uso de munición nanorobótica de alta densidad —Ruiz alzó un bloque de algo que parecía metal; un bloque similar estaba colocado junto al fusil a mis pies—, que se monta sólo inmediatamente antes de disparar, lo que permite una arma con máxima flexibilidad y mínimo entrenamiento; un hecho que vosotros, tristes pedazos de carne ambulante, sin duda apreciaréis.

»Aquellos de los reclutas que tengan experiencia militar recordarán cómo se les requería que montaran y desmontaran frecuentemente las armas. No haréis eso con vuestro MP-35. ¡El MP-35 es una pieza de maquinaria extremadamente compleja y no se puede correr el riesgo de que la jodáis al toquetearla! Tiene incorporados sistemas de autodiagnóstico y reparación. También puede conectar con vuestro CerebroAmigo para alertaros de problemas, si los hay, que no los habrá; en treinta años de servicio, todavía no hay un solo MP-35 que haya funcionado mal. ¡Esto es debido a que, al contrario que vuestros capullos científicos militares de la Tierra, nosotros sí sabemos construir una arma que funcione! Vuestro trabajo no es juguetear con vuestra arma; vuestro trabajo es disparar vuestra arma. Confiad en ella: es casi con toda certeza más lista que vosotros. Recordad esto y tal vez podáis sobrevivir.

»Activaréis vuestro MP-35 sacándolo de su envoltorio protector y accediendo a él a través de vuestro CerebroAmigo. Una vez lo hagáis, el MP-35 será verdaderamente vuestro. Mientras estéis en esta base, sólo vosotros podréis disparar vuestro MP-35, pero únicamente con permiso de vuestro jefe de pelotón o vuestros jefes de escuadrón, quienes a su vez deben recibir permiso de sus instructores de maniobras. En las situaciones de combate real, sólo los soldados de las FDC con CerebroAmigos proporcionados por las FDC podrán disparar los MP-35. Mientras no jodáis a vuestros camaradas, no tendréis que temer que vuestra propia arma se emplee contra vosotros.

»A partir de ahora, llevaréis vuestro MP-35 con vosotros a todas partes. Lo llevaréis cuando vayáis a cagar, lo llevaréis en la ducha: no os preocupéis por si se moja, escupirá todo lo que considere extraño. Lo llevaréis a las comidas. Dormiréis con él. Si de algún modo lográis encontrar un momento para echar un polvo, será mejor que vuestro MP-35 esté allí mirando, en primera fila.

»Aprenderéis a usar esta arma. Os salvará la vida. Los marines americanos son un puñado de cretinos integrales, pero una cosa que hicieron bien fue su Credo del Fusil Marine. Dice, en parte: «Éste es mi fusil. Hay muchos como él, pero éste es mío. Mi fusil es mi mejor amigo. Es mi vida. Debo dominarlo como debo dominar mi vida. Mi fusil, sin mí, es inútil. Sin mi fusil, yo soy inútil. Debo disparar mi fusil con precisión. Debo disparar mejor que el enemigo que intenta matarme. Debo dispararle antes de que él me dispare a mí. Y lo haré».

»Damas y caballeros, grabad este credo en vuestros corazones. Éste es vuestro fusil. Cogedlo y activadlo.

Me arrodillé y saqué el fusil de su envoltorio de plástico. A pesar de todo lo que había dicho Ruiz, el MP-35 no parecía especialmente impresionante. Pesaba, pero no era inmanejable, estaba bien equilibrado y tenía un buen tamaño para maniobrar. En un lado de la culata había una pegatina: «PARA ACTIVAR CON CEREBROAMIGO: Inicializar CerebroAmigo y decir Activa MP-35, número de serie ASD-324-DDD-4E3C1».

—Eh, Gilipollas —dije—. Activa MP-35, número de serie ASD-324-DDD-4E3C1.

:::MP-35 ASD-324-DDD-4E3C1 activado para el recluta de las FDC John Perry —respondió Gilipollas—. Por favor, carga la munición ahora.

Un pequeño gráfico apareció en una esquina de mi campo de visión, mostrándome cómo cargar mi fusil. Volví a extender la mano para coger el bloque rectangular que era mi munición… y casi perdí el equilibrio al hacerlo. Era sorprendentemente pesado; no bromeaban con lo de la «alta densidad». Lo metí en mi fusil, siguiendo las instrucciones. Una vez hecho, el gráfico desapareció y ocupó su lugar un texto que decía:

Opciones de Fuego Disponibles

Nota: Usar un solo tipo de munición reduce la disponibilidad de los otros tipos

Balas de fusil: 200

Balas de pistola: 80

Granadas: 40

Misiles: 35

Fuego: 10 minutos

Microondas: 10 minutos

Selección actual: balas de fusil

—Selecciona balas de pistola —dije.

:::Balas de pistola seleccionadas —replicó Gilipollas.

—Selecciona misiles —dije.

:::Misiles seleccionados —replicó Gilipollas—. Por favor, selecciona objetivo.

De repente, todos los miembros del pelotón tuvieron un contorno verde rodeándolos: mirar a uno directamente hacía que destellaran. Qué demonios, pensé, y seleccioné uno, un recluta del escuadrón de Martin llamado Toshima.

:::Objetivo seleccionado —confirmó Gilipollas—. Puedes disparar, cancelar o elegir un segundo objetivo.

—Uau —dije, cancelé el objetivo, y miré mi MP-35. Miré a Alan, que sujetaba su arma a mi lado—. Este trasto da miedo.

—No me extraña —contestó Alan—. He estado a punto de volarte con una granada hace dos segundos.

Mi respuesta a esta sorprendente admisión quedó interrumpida en seco cuando, al otro extremo del pelotón, Ruiz se volvió de pronto ante un recluta.

—¿Qué has dicho, recluta? —exigió Ruiz.

Todo el mundo guardó silencio mientras nos volvíamos para ver quién había incurrido en la ira de Ruiz.

El recluta era Sam McCain; en una de nuestras sesiones durante el almuerzo recordé que Sarah O’Connell lo había descrito con más boca que cerebro. Cosa que no era de extrañar, porque había sido vendedor toda la vida.

Incluso con Ruiz plantado a un milímetro de su nariz, proyectaba estupidez; una estupidez levemente sorprendida, pero estupidez a fin de cuentas. Estaba claro que no sabía qué había cabreado tanto a Ruiz, pero fuera lo que fuese, esperaba salir ileso del topetazo.

—Sólo estaba admirando mi arma, mi sargento —dijo McCain, empuñando su fusil—. Y le decía al recluta Flores, aquí presente, que casi me daban lástima los pobres hijos de puta contra los que vamos a usarlas…

El resto del comentario de McCain se perdió cuando Ruiz le arrancó el fusil de las manos y, con un giro enormemente relajado, le golpeó en la sien con la culata. McCain se desplomó como un muñeco de trapo; Ruiz extendió tranquilamente una pierna y le colocó la bota encima de la garganta. Luego le dio la vuelta al fusil; McCain contempló, sorprendido, el cañón de su propia arma.

—Ya no estás tan contento, ¿verdad, mierdecilla? —dijo Ruiz—. Imagina que soy tu enemigo. ¿Sientes lástima por mí ahora? Acabo de desarmarte en menos tiempo del que se tarda en respirar, joder. Ahí fuera, esos pobres hijos de puta se mueven más rápido de lo que serías capaz de creer. Van a asar tu puñetero hígado en la parrilla y se lo van a comer mientras tú todavía intentas ver por dónde andan. Así que, si alguna vez casi sientes lástima por los pobres hijos de puta, recuerda que no necesitan tu piedad. ¿Vas a recordar esto, recluta?

—¡Sí, mi sargento! —jadeó McCain, bajo la bota. Estaba casi sollozando.

—Asegurémonos —replicó Ruiz, y, colocando el cañón entre los ojos de McCain, apretó el gatillo con un seco click. Todos los miembros del pelotón dieron un respingo. McCain se meó encima.

—Capullo —dijo Ruiz después de que McCain se diera cuenta de que después de todo no estaba muerto—. No has escuchado antes. Mientras esté en la base el MP-35 sólo puede ser disparado por su dueño, y ése eres tú, gilipollas.

Se irguió y lanzó con desprecio el fusil a McCain. Luego se dio media vuelta para encararse a todo el pelotón.

—Sois aún más estúpidos de lo que había imaginado, reclutas —declaró Ruiz—. Ahora, escuchadme. Nunca ha habido un ejército en toda la historia de la humanidad que haya ido a la guerra equipado con más de lo mínimo necesario para combatir al enemigo. La guerra es cara. Cuesta dinero y cuesta vidas, y ninguna civilización tiene una cantidad infinita de ambas cosas. Así que, cuando se lucha, se trata de conservar ambas cosas. Usad vuestro equipo sólo cuanto tengáis que hacerlo, nada más.

Nos miró, sombrío y prosiguió:

—¿Os estáis enterando de algo? ¿Comprende alguno de vosotros lo que estoy intentando deciros? No tenéis estos flamantes cuerpos y esas bonitas armas nuevas porque queramos daros una ventaja desproporcionada. Los tenéis porque son el mínimo absoluto que os permitirá combatir y sobrevivir ahí fuera. No quisimos daros esos cuerpos, panda de capullos. Es que si no lo hubiésemos hecho, la raza humana ya no existiría.

—¿Lo entendéis ahora? ¿Tenéis por fin una leve idea de a qué os enfrentáis? ¿Os estáis enterando?

* * *

Pero no todo era aire fresco, ejercicio y aprender a matar por la humanidad. A veces, íbamos a clase.

—Durante vuestro entrenamiento físico, habéis estado aprendiendo a superar vuestras suposiciones e inhibiciones relativas a la capacidad de vuestros nuevos cuerpos —dijo el teniente Oglethorpe a un salón lleno de batallones de entrenamiento, del 60° al 63°—. Ahora hay que hacer lo mismo con vuestra mente. Es hora de tirar a la basura algunos prejuicios e ideas preconcebidas tan profundamente arraigados, que algunos de ellos ni siquiera sabéis que los tenéis.

El teniente Oglethorpe pulsó un botón del atril donde estaba. Tras él, dos pantallas cobraron vida. A la izquierda del público apareció una visión de pesadilla: una cosa negra y retorcida, con pinzas de langosta que anidaban pornográficamente dentro de un orificio tan apestoso que casi se podía notar el hedor. Sobre la masa informe que tenía por cuerpo, asomaban tres tallos oculares, tres antenas o lo que fuera. De ellos manaba baba. H.P Lovecraft habría salido corriendo.

A la derecha había una criatura vagamente parecida a un ciervo con manos hábiles y casi humanas, y un rostro inteligente que parecía transmitir paz y sabiduría. Si no se podía dominar a ese tipo, al menos parecía que podría enseñarnos algo sobre la naturaleza del universo.

El teniente Oglethorpe cogió un puntero y señaló la criatura de pesadilla.

—Este tipo es miembro de la raza bathunga. Los bathunga son un pueblo profundamente pacifista; tienen una cultura que se remonta a cientos de miles de años, y una comprensión de las matemáticas que hace que las nuestras parezcan una simple suma. Viven en los océanos, filtrando plancton, y coexisten de manera entusiasta con los humanos en varios mundos. Son los buenos, y éste —indicó la pantalla—, es inusitadamente guapo entre su especie.

Señaló la segunda pantalla, la que mostraba al amistoso hombre ciervo.

—Este pequeño cabrón de aquí es un salong. Nuestro primer encuentro oficial con los salong sucedió después de que localizáramos una colonia rebelde de humanos. La gente no puede colonizar por libre, y el motivo es muy claro en este caso. Esos colonos habían desembarcado en un planeta que también era codiciado por los salong, así que éstos atacaron a los humanos, los vencieron y montaron una granja de carne humana. Todos los varones humanos menos unos cuantos fueron asesinados, y los que mantuvieron con vida fueron «ordeñados» por su esperma. Las mujeres fueron inseminadas artificialmente con él, les quitaron a los recién nacidos, los metieron en corrales y los engordaron como si fueran ternerillos.

»Pasaron años antes de que encontráramos el lugar. Cuando lo hicimos, las tropas de las FDC arrasaron la colonia salong y asaron en una barbacoa a su líder. No hace falta decir que llevamos combatiendo a esos hijos de puta comedores de bebés desde entonces.

»Podéis ver adónde voy a parar con esto —prosiguió Oglethorpe—. Suponer que sois capaces de distinguir a los buenos de los malos os matará. No podéis permitiros tendencias antropomórficas cuando, algunos de los alienígenas que más se parecen a nosotros, prefieren las hamburguesas de humano a la paz.

Otra vez, Oglethorpe nos pidió que dedujéramos qué ventaja tenían los soldados terrestres sobre los de las FDC.

—Desde luego, no son las condiciones físicas ni las armas —dijo—, ya que los de los FDC estamos claramente por delante en ambos casos. No, la ventaja que tienen los soldados de la Tierra es que, al tener lugar allí sus batallas, siempre saben cómo van a ser sus oponentes, y también, hasta cierto punto, cómo se desarrollará el combate: con qué clase de tropas, tipos de armas, y objetivos. A causa de esto, la experiencia de una guerra o un enfrentamiento puede aplicarse directamente a otra, aunque las causas del combate o los objetivos de la batalla sean por completo distintos.

»Las FDC en cambio no tienen esa ventaja. Por ejemplo, veamos una lucha reciente con los efg.

Oglethorpe marcó una de las pantallas, que mostró a una criatura parecida a una ballena, con enormes tentáculos a los lados que acababan en manos rudimentarias.

—Estos tipos miden hasta cuarenta metros de largo y tienen una tecnología que les permite polimerizar agua. Hemos perdido barcos cuando el agua de su alrededor se convirtió en un charco de arenas movedizas que los engulló junto con sus tripulaciones. ¿Cómo se rentabiliza la experiencia de combatir a uno de estos tipos, a, digamos, los finwe —la otra pantalla cambió, revelando un encantador de serpientes—, que son pequeños habitantes del desierto y prefieren ataques biológicos a larga distancia?

»La respuesta es que en realidad no podemos aprovecharla. Los soldados de las FDC pasan de un tipo de batalla a otra constantemente. Éste es uno de los motivos por los que la tasa de mortandad en las FDC es tan alto: cada batalla es nueva, y cada situación de combate, en la experiencia del soldado individual al menos, es única. Si hay una cosa que os tiene que quedar muy clara de estas charlas nuestras, es la siguiente: cualquier idea que tengáis de cómo se debe librar la guerra, hay que tirarla por la ventana. Vuestro entrenamiento aquí os abrirá los ojos a parte de lo que encontraréis ahí fuera, pero recordad que, como infantería, a menudo seréis el primer punto de contacto con nuevas razas hostiles, cuyos métodos y motivos son desconocidos y a veces incognoscibles. Tenéis que pensar rápido, y no asumir que lo que ha funcionado antes funcionará entonces. Ésa es una forma rápida de morir.

En una ocasión, una recluta le preguntó a Oglethorpe por qué los soldados de las FDC debían preocuparse de las colonias o los colonos.

—Nos están repitiendo continuamente que ya no somos humanos —dijo—. Y si ése es el caso, ¿por qué debemos sentir ninguna sintonía con los colonos? Después de todo, sólo son humanos. ¿Por qué no criar soldados de las FDC como siguiente paso en la evolución humana y así obtener una ventaja?

—No creas que eres la primera en hacer esa pregunta —dijo Oglethorpe, lo que arrancó una risa general—. La respuesta corta es que no podemos. Todas las manipulaciones mecánicas y genéticas que se les hacen a los soldados de las FDC los vuelven genéticamente estériles. En el material genético común que se usa en cada uno de vuestros moldes, hay demasiados contrapuntos letales como para permitir que ningún proceso de fertilización llegue muy lejos. Y hay demasiado material no humano como para que sea posible un cruce con éxito con los humanos normales. Los soldados de las FDC son una obra de ingeniería sorprendente, pero en cuanto a camino evolutivo, son un callejón sin salida. Ése es uno de los motivos por el que no debéis sentiros tan orgullosos. Podéis correr un kilómetro y medio en tres minutos, pero no podéis tener hijos.

»Sin embargo, en un sentido amplio, no hace falta. El siguiente paso de la evolución ya se está dando. Igual que la Tierra, la mayoría de las colonias están aisladas unas de otras. Casi toda la gente que nace en una colonia se pasa allí toda la vida. Los humanos también se adaptan a sus nuevos hogares; ya está comenzando también a nivel cultural. Algunos de los planetas coloniales más antiguos empiezan a mostrar derivas lingüísticas y culturales respecto a sus lenguas y culturas de la Tierra. Dentro de diez mil años, habrá también una deriva genética. Con el tiempo, habrá tantas especies humanas como planetas coloniales. La diversidad es la clave de la supervivencia.

»Metafísicamente, deberíais sentiros unidos a las colonias porque, al haber cambiado vosotros mismos, apreciaréis la capacidad humana de supervivencia en el universo. Más directamente: debería importaros porque las colonias representan el futuro de la raza humana y, cambiados o no, estáis más cerca de esos humanos que de ninguna otra especie inteligente de ahí fuera.

»Pero en el fondo, debéis preocuparos porque sois lo bastante mayores como para saber que deberíais hacerlo. Ése es uno de los motivos por los que las FDC seleccionan a personas mayores para convertirlas en soldados: no sólo porque todos estéis jubilados y seáis una carga para la economía, sino también porque habéis vivido lo suficiente como para saber que hay más cosas en la vida además de la propia vida. La mayoría de vosotros ha criado familias y tiene hijos y nietos, y comprende el valor de hacer algo que vaya más allá de los propios objetivos egoístas. Aunque nunca lleguéis a ser colonos, reconoceréis que las colonias humanas son buenas para la raza humana, y que merece la pena luchar por ellas. Es difícil meterle ese concepto en la cabeza a un joven de diecinueve años. Pero vosotros lo sabéis por experiencia. En este universo, la experiencia cuenta.

* * *

Nos entrenamos. Disparamos. Aprendemos. Continuamos. No dormimos mucho.

A la sexta semana, sustituí a Sarah O’Connell como jefe de escuadrón. El escuadrón E se quedaba siempre atrás en los ejercicios de equipo y eso lo estaba pagando el 63° Pelotón al completo en las competiciones entre pelotones. Cada vez que un trofeo iba a parar a otro pelotón, Ruiz apretaba los dientes y la tomaba conmigo.

Sarah lo aceptó con buen humor.

—No es igual que manejar a parvulitos en el jardín de infancia, desgraciadamente —fue su comentario.

Alan ocupó su puesto y puso en forma al escuadrón. Durante la séptima semana, el 63° le ganó un trofeo de tiro al 58°. Irónicamente, fue Sarah, que resultó ser una tiradora de primera, quien nos llevó a la cima.

A la octava semana, dejé de hablar con mi CerebroAmigo. Gilipollas me había estudiado ya lo suficiente como para comprender mis pautas cerebrales y, al parecer, empezó a prever mis necesidades. Lo advertí por primera vez durante un ejercicio simulado de fuego, cuando mi MP-35 pasó de disparar balas de fusil a misiles guiados, localizó, disparó y alcanzó dos objetivos de largo alcance, y luego pasó de nuevo al lanzallamas justo a tiempo de freír a un desagradable bicho de dos metros que salió de las rocas cercanas. Cuando me di cuenta de que no había vocalizado ninguna de las órdenes, sentí que una extraña vibración se apoderaba de mí. Después de unos cuantos días más, advertí que cada vez que tenía que pedirle a Gilipollas que hiciera algo, me molestaba. Qué rápidamente se vuelve común lo extraño.

A la novena semana, Alan, Martin Garabedian y yo tuvimos que administrarle un poco de disciplina a uno de los reclutas de Martin, que había decidido que quería el puesto de éste como jefe de escuadrón y no le hacía ascos a la idea de recurrir a un poco de sabotaje. El recluta había sido una estrella del pop moderadamente famosa en su vida pasada, y estaba acostumbrado a salirse con la suya fuera como fuese. Consiguió alistar a algunos camaradas del escuadrón en su conspiración, pero desgraciadamente para él, no fue lo bastante listo como para advertir que, como jefe de escuadrón, Martin tenía acceso a todos los mensajes que estaba pasando. Martin acudió a mí; yo sugerí que no había ningún motivo para implicar a Ruiz ni a ninguno de los otros instructores en algo que podíamos resolver fácilmente nosotros mismos.

Si alguien advirtió que un hovercraft de la base despegó sin permiso esa noche, no dijo nada. Del mismo modo, si alguien vio a un recluta colgando boca abajo de él mientras pasaba peligrosamente cerca de algunos árboles, sujeto sólo de los tobillos por un par de manos, tampoco dijeron nada. Desde luego, nadie manifestó haber oído ninguno de los desesperados gritos del recluta, ni el crítico examen, no demasiado favorable, que Martin hizo del álbum más famoso de la antigua estrella del pop. El sargento Ruiz sí advirtió en el desayuno, a la mañana siguiente, que yo estaba un poco cansado: repliqué que debía de tratarse de la pequeña carrerita de treinta kilómetros que habíamos hecho antes de comer. A la undécima semana, el 63° y unos cuantos pelotones más fueron soltados en las montañas del norte de la base. El objetivo era sencillo: encontrar y eliminar a todos los demás pelotones y que los supervivientes regresaran luego a la base; todo en cuatro días. Para hacer las cosas interesantes, cada recluta iba equipado con un aparato que registraba los disparos que recibía: si uno lo alcanzaba, el recluta sentiría un dolor paralizante y se derrumbaría (a continuación sería recogido por los instructores que observaban desde cerca). Lo sé porque yo fui el conejillo de Indias en la base, cuando Ruiz quiso mostrar un ejemplo. Le recalqué a mi pelotón que no les gustaría nada sentir lo que yo había sentido.

El primer ataque se produjo casi en cuanto desembarcamos. Cuatro de mis reclutas cayeron antes de que yo divisara a los tiradores y se los señalara al pelotón. Alcanzamos a dos; dos se escaparon. Ataques esporádicos a lo largo de las horas siguientes dejaron claro que la mayoría de los pelotones se habían dividido en escuadrones de tres o cuatro y así daban caza a los demás escuadrones. Yo tuve una idea distinta. Nuestros CerebroAmigos nos posibilitaban mantener contacto constante y silencioso con los demás, estuviéramos cerca o no. Otros pelotones parecían no comprender las ventajas de este hecho, pero peor para ellos. Pedía a cada miembro del pelotón que abriera una línea de comunicación segura en su CerebroAmigo, luego hice que cada miembro se marchara por su cuenta a explorar el terreno y advirtiera de la posición de los escuadrones enemigos que localizara. De esta forma, todos tendríamos un mapa cada vez más amplio del terreno y la situación del enemigo. Aunque nuestros reclutas fueran eliminados, la información que proporcionaran ayudaría a otro miembro del pelotón a vengar su muerte (o al menos a impedir que lo mataran también). Así, cada soldado podía moverse con rapidez y en silencio, vigilar a los escuadrones de los otros pelotones, y seguir trabajando en equipo con sus compañeros de pelotón cuando la ocasión se presentara.

Funcionó. Nuestros reclutas disparaban cuando podían, procuraban no llamar la atención, transmitían información en cuanto era posible, y trabajaban juntos cuando se presentaba la oportunidad. Al segundo día, un recluta llamado Riley y yo detectamos dos escuadrones enemigos: estaban tan ocupados disparándose entre sí que no advirtieron que Riley y yo los abatíamos desde lejos. Él eliminó a dos reclutas, yo a tres, y los otros tres al parecer se eliminaron entre sí. Fue muy sencillo. Después de terminar, no nos dijimos nada, sólo nos perdimos en el bosque y seguimos rastreando y compartiendo información sobre el terreno.

Al final, los otros pelotones dedujeron lo que estábamos haciendo y trataron de imitarlo, pero a esas alturas los del 63° éramos demasiados y ellos no los suficientes. Los barrimos. Eliminamos al último a mediodía, y luego empezamos a correr de vuelta a nuestra base, a unos ochenta kilómetros de distancia. El último de nosotros llegó a las 1800. Al final, perdimos diecinueve miembros del pelotón, incluidos los cuatro del desembarco, pero fuimos responsables de más de la mitad de las muertes totales de los otros siete pelotones, mientras perdimos sólo un tercio de los nuestros. Ni siquiera el sargento Ruiz pudo quejarse. Cuando el comandante de la base le otorgó el trofeo de los Juegos de Guerra, hasta logró esbozar una sonrisa. No quiero ni imaginarme lo que debió dolerle hacer eso.

* * *

—Nuestra suerte no cesará nunca —dijo el recién nombrado soldado Alan Rosenthal mientras subía conmigo hasta la zona de embarque de la lanzadera—. Nos han asignado a la misma nave.

En efecto. Un rápido salto de vuelta a Fénix en el transporte de tropas Francis Drake, y luego de permiso hasta que llegara la FDCS Modesto. A continuación conectaríamos con el Segundo Pelotón, Compañía D, del 223° Batallón de Infantería de las FDC. Un batallón por nave, unos mil soldados. Muy fácil perderse. Me alegraba tener a Alan conmigo una vez más.

Lo miré y admiré su nuevo y limpio uniforme colonial azul… en parte porque yo llevaba uno igual.

—Maldición, Alan —dije—. Menudo buen aspecto tenemos.

—Siempre me han gustado los hombres de uniforme —contestó él—. Y ahora que yo soy el hombre de uniforme, me gusta todavía más.

—Uh-oh —dije—. Ahí viene el sargento Ruiz.

Ruiz me había visto esperando para subir a mi lanzadera. Al acercarse, solté la mochila que contenía mi uniforme de diario y unos cuantos objetos personales y le dirigí un saludo formal.

—Descansa, soldado —dijo Ruiz, devolviéndome el saludo—. ¿Adónde vas?

—A la Modesto, mi sargento —respondí—. El soldado Rosenthal y yo.

—Te estás quedando conmigo —declaró Ruiz—. ¿La 223? ¿Qué compañía?

—La D, mi sargento. Segundo Pelotón.

—De putísima madre, soldado —dijo Ruiz—. Tendrás el placer de servir en el pelotón del teniente Arthur Keyes, si a ese cabrón hijo de puta no le ha devorado el culo algún alienígena. Cuando lo veas, dale mis recuerdos, si puedes. Aparte de eso, puedes decirle que el sargento Antonio Ruiz ha declarado que no eres el pichafloja en que os habéis convertido la mayoría de los reclutas.

—Gracias, mi sargento.

—Que no se te suba a la cabeza, soldado. Sigues siendo un pichafloja. Pero no muy grande.

—Por supuesto, mi sargento.

—Bien. Y ahora, si me disculpas. A veces hay que salir a la carretera.

El sargento Ruiz saludó. Alan y yo le devolvimos el saludo. Ruiz nos miró a ambos, esbozó una sonrisa tensa, tensísima, y luego se marchó sin mirar atrás.

—Ese hombre me acojona —dijo Alan.

—No sé. A mí me cae bien.

—Pues claro. Piensa que casi no eres un pichafloja. En su mundo, eso es un cumplido.

—No creas que no lo sé. Ahora lo único que tengo que hacer es cumplirlo.

—Lo conseguirás —opinó Alan—. Después de todo, sigues siendo un pichafloja.

—Eso es reconfortante —dije—, porque al menos tendré compañía.

Alan sonrió. Las puertas de la lanzadera se abrieron. Cogimos nuestras cosas y subimos a bordo.