Capítulo 7

En una lejana llanura de Beta Pyxis III, Beta Pyxis, el sol local, iniciaba su viaje hacia el este en el cielo; la composición de la atmósfera le daba a éste un tinte acuoso, más verde que el de la Tierra pero todavía reconocible como azul. En la llanura, la hierba, púrpura y naranja, se agitaba con la brisa de la mañana; podían verse animales parecidos a pájaros con dos conjuntos de alas jugando en el cielo, probando las corrientes y remolinos con salvajes y caóticas zambullidas y picados. Ésa era nuestra primera mañana en un nuevo mundo, el primero que yo o cualquiera de mis antiguos compañeros de la nave habían conocido. Y era hermoso. Si no hubiera habido un sargento enorme y furioso gritándome al oído, habría sido casi perfecto.

Por desgracia, lo había.

—¡Por Cristo en patinete! —exclamó el sargento Antonio Ruiz después de mirar a los sesenta reclutas del pelotón, que permanecíamos más o menos firmes (eso esperábamos) en la pista del espaciopuerto de la Base Delta—. Está claro que ya hemos perdido la batalla por el maldito universo. Os miro y las palabras «tremendamente jodidos» saltan de mi puñetero cráneo. Si sois lo mejor que la Tierra tiene que ofrecer, es hora de que nos inclinemos y dejemos que nos metan un tentáculo por el culo.

Eso causó una risa involuntaria en algunos reclutas. El sargento Antonio Ruiz podía haber salido de un molde. Era exactamente lo que uno esperaba de un sargento instructor: grande, furioso y pintorescamente abusivo desde el principio. Sin duda en los siguientes segundos se plantaría ante la cara de los reclutas que se habían reído, les gritaría obscenidades y los pondría a hacer cien flexiones. Eso es lo que uno aprende después de setenta y cinco años viendo dramas bélicos.

—Ja ja ja —dijo el sargento Antonio Ruiz, mirándonos—. ¿Creéis que no sé lo que estáis pensando, tontos del culo? Sé que os está gustando mi actuación. ¡Qué placer! ¡Soy igualito que todos esos instructores que habéis visto en las películas! ¿No soy una puñetera monada?

Las risas de diversión cesaron de golpe. Esta última parte no estaba en el guión.

—No comprendéis —dijo el sargento Antonio Ruiz—. Tenéis la impresión de que hablo así porque es así como tienen que hacerlo los sargentos instructores. Tenéis la impresión de que, después de unas cuantas semanas de entrenamiento, mi fachada gruñona pero justa empezará a desaparecer y pronto demostraré que sois capaces de impresionarme. Y al final de vuestro entrenamiento os habréis ganado mi respeto a regañadientes. Tenéis la sensación de que pensaré en vosotros con aprecio cuando estéis protegiendo el universo para la humanidad, seguros de que os he convertido en mejores luchadores. Pues vuestra impresión está completa e irrevocablemente equivocada.

El sargento Antonio Ruiz dio un paso adelante y recorrió la fila.

—Y lo está, porque, al contrario que vosotros, yo he estado ahí fuera en el universo, y he visto contra qué nos enfrentamos. He visto a hombres y mujeres a los que conocí personalmente, convertidos en jodidos trozos de carne caliente que todavía podían gritar. En mi primer servicio, convirtieron a mi oficial en jefe en un puñetero buffet libre. Vi cómo aquellos cabrones lo cogían, lo clavaban al suelo, lo cortaban a trozos, se los repartían y se los tragaban… Y luego volvían a meterse bajo tierra antes de que ninguno de nosotros pudiera hacer nada.

Se oyó una risita ahogada de alguien detrás de mí. El sargento Antonio Ruiz se detuvo y ladeó la cabeza.

—Oh. Uno de vosotros cree que estoy bromeando. Uno de vosotros, jodidos capullos mamones, siempre lo hace. Por eso siempre llevo esto encima. Actívate ahora —dijo, y de repente, delante de cada uno de nosotros apareció una pantalla de vídeo; tardé un desorientado segundo antes de darme cuenta de que Ruiz había conseguido activar por control remoto mi CerebroAmigo, y lo había conectado a un vídeo. La conexión parecía proceder de una pequeña cámara colocada en un casco. Vimos a siete soldados agazapados en una trinchera, discutiendo planes para el siguiente día de viaje. Entonces, uno de ellos se calló durante un segundo y colocó una mano en la tierra. Alzó la cabeza asustado y gritó «¡Vienen!», una décima de segundo antes de que el suelo estallara debajo de él.

Lo que sucedió a continuación fue tan rápido, que ni siquiera el giro instintivo dictado por el pánico del dueño de la cámara fue lo bastante rápido como para no filmarlo en parte. Y no fue agradable. Alguno de nosotros vomitaba, a la par con el dueño de la cámara. Por fortuna, la conexión de vídeo se acabó justo después de eso.

—Ahora ya no soy tan gracioso, ¿eh? —prosiguió el sargento Antonio Ruiz, burlón—. Ya no soy ese ufano y estereotipado sargento instructor, ¿verdad? Ya no estáis en una comedia militar, ¿a que no? ¡Bienvenidos al puñetero universo! El universo es un sitio jodido, amigos míos. Y no os hablo así porque esté representando la divertida rutina de un instructor típico. Ese hombre a quien habéis visto hacer pedazos y repartirse, era uno de los mejores combatientes que he tenido el privilegio de conocer. Ninguno de vosotros os acercáis a él. Y sin embargo, acabáis de ver lo que le ocurrió. Pensad en lo que os sucederá a vosotros. Hablo así porque creo sinceramente, en el fondo de mi corazón, que si sois lo mejor que puede ofrecer la humanidad, estamos total y absolutamente jodidos. ¿Me creéis?

Algunos consiguieron murmurar un «Sí, señor», o algo parecido. El resto estábamos repasando todavía la escena del desmembramiento que acabábamos de presenciar en nuestras cabezas; ahora sin la ayuda del CerebroAmigo.

—¡¿Señor?! ¡¿Señor?! ¡Yo soy un jodido sargento, caraculos! ¡Trabajo para vivir! Responderéis «Sí, mi sargento» cuando tengáis que contestar en afirmativo, y «no, mi sargento» cuando vuestra respuesta sea negativa. ¿Comprendido?

—¡Sí, mi sargento! —respondimos.

—¡Podéis hacerlo mejor que eso! ¡Repetidlo!

—¡Sí, mi sargento! —gritamos. Algunos de nosotros estábamos claramente al borde de las lágrimas a juzgar por el sonido de ese último grito.

—Durante las próximas doce semanas, mi trabajo es intentar entrenaros para soldados, y por Dios que voy a hacerlo, y lo voy a hacer a pesar de que ya puedo ver que ninguno de vosotros, cabronazos, está a la altura del desafío. Quiero que penséis en lo que os estoy diciendo. Éste no es el antiguo ejército de la Tierra, donde los sargentos instructores tenían que poner en forma a los gordos, sacar músculo de los débiles o educar a los estúpidos… Cada uno de vosotros viene de una vida de experiencia y un cuerpo nuevo que está en condiciones óptimas. Cabría pensar que eso haría mi trabajo más fácil. Pero no lo hace.

»Cada uno de vosotros tiene setenta y cinco años de malas costumbres y la arraigada creencia de que sois alguien, y todo eso tengo que purgarlo en tres puñeteros meses. Y también cada uno de vosotros piensa que vuestro nuevo cuerpo es una especie de juguetito. Sí, sé lo que habéis estado haciendo durante la última semana. Folleteando como monos rabiosos. Pues ¿sabéis qué? Que se acabó el recreo. Durante las próximas doce semanas, tendréis suerte si os da tiempo a haceros una paja en la ducha. Vuestro juguetito nuevo va a ser puesto a trabajar, ricuras. Porque tengo que convertiros en soldados. Y eso va a ser un trabajo a tiempo completo.

Ruiz volvió a caminar delante de los reclutas.

—Quiero dejar una cosa clara. Ninguno de vosotros me gustáis ni me gustaréis. ¿Por qué? Porque a pesar del buen trabajo que mi personal y yo hacemos, inevitablemente nos haréis quedar mal. Eso me duele. No me deja dormir por las noches saber que, no importa cuánto os enseñe, inevitablemente fallaréis a aquellos que combaten con vosotros. Lo máximo que puedo hacer es asegurarme de que, cuando os vayáis, no os llevéis con vosotros a todo vuestro jodido pelotón. Eso es: ¡si conseguís que sólo os maten a vosotros, lo consideraré un éxito! Os puede parecer que es una especie de odio generalizado que siento hacia vosotros. Dejadme aseguraros que no es el caso. Todos fracasaréis, pero cada cual lo hará de un modo único, y por tanto os desprecio uno a uno. Incluso ahora, cada uno de vosotros tiene cualidades que me tocan las pelotas y me irritan. ¿Me creéis?

—¡Sí, mi sargento!

—¡Mentira! Alguno de vosotros sigue pensando que sólo voy a odiar al tipo de al lado —Ruiz extendió un brazo y señaló hacia la llanura y el sol—. Usad vuestros bonitos ojos nuevos para enfocar aquella torre de transmisión: casi no podéis verla. Está a diez kilómetros de distancia, damas y caballeros. Voy a descubrir algo de cada uno de vosotros que me fastidiará, y, cuando lo haga, correréis hacia esa puñetera torre. Si no volvéis dentro de una hora, todo el pelotón volverá a correr mañana por la mañana. ¿Comprendido?

—¡Sí, mi sargento!

Noté que la gente hacía cálculos mentales: nos estaba diciendo que corriéramos casi un kilómetro por minuto entre ir y volver. Tuve la impresión de que nos iba a tocar correr de nuevo al día siguiente.

—¿Cuáles de vosotros estuvieron en el ejército en la Tierra? Un paso al frente —ordenó Ruiz.

Varios reclutas se adelantaron.

—¡Maldición! —exclamó Ruiz—. No hay nada que odie más en todo el puñetero universo que un recluta veterano. Hay que invertir tiempo y esfuerzo extra en vosotros, hijos de puta, para que olvidéis todas las puñeteras tonterías que aprendisteis allá en casa. ¡Allí lo único que tuvisteis que hacer fue combatir contra humanos! ¡E incluso eso lo hicisteis mal! Oh, sí, vimos esa guerra subcontinental vuestra. Mierda. Seis puñeteros años para derrotar a un enemigo que apenas tenía armas de fuego, y encima tuvisteis que hacer trampas para ganar. Las armas nucleares son propias de nenazas. Nenazas. Si la FDC luchara como lo hicieron las fuerzas de los Estados Unidos, ¿sabéis dónde estaría hoy la humanidad? En un asteroide, rascando algas de las puñeteras paredes de un túnel. ¿Y cuáles de vosotros, gilipollas, sois marines?

Dos reclutas dieron un paso al frente.

—Pues vosotros, mamones, sois lo peor —les espetó Ruiz, plantándose directamente ante sus caras—. Vosotros, bastardos presumidos, habéis matado a más soldados de las FDC que ninguna especie alienígena… haciendo cosas al puñetero estilo marine en vez de como se supone que hay que hacer las cosas. Probablemente teníais tatuajes con frases patrióticas en alguna parte de vuestro antiguo cuerpo, ¿verdad? ¿Verdad?

—¡Sí, mi sargento! —replicaron los dos.

—Tenéis mucha suerte de haberlos dejado atrás, porque os juro que os habría cogido y os los habría arrancado yo mismo. Oh, ¿creéis que no? Bien, al contrario que en vuestros preciosos y puñeteros marines, o en cualquier otra rama militar de allá abajo, aquí, el sargento instructor es Dios. Podría convertir vuestras tripas en tarta de salchichas y lo único que me sucedería es que me enviarían a uno de los otros reclutas para que limpiara la mierda. —Ruiz dio un paso atrás para mirar a todos los veteranos—. Éste es un ejército de verdad, damas y caballeros. No estáis en el ejército de tierra, la armada, las fuerzas aéreas o los marines. Ahora sois uno de nosotros. Y cada vez que lo olvidéis, yo voy a estar allí para pisaros la puñetera cabeza. ¡Empezad a correr!

Lo hicieron.

—¿Quién es homosexual? —preguntó Ruiz.

Cuatro reclutas dieron un paso al frente, incluido Alan, que estaba a mi lado. Vi sus cejas arquearse cuando lo hizo.

—Algunos de los mejores soldados de la historia fueron homosexuales —dijo Ruiz—. Alejandro Magno. Ricardo Corazón de Leon. Los espartanos tenían un pelotón especial de soldados que eran amantes gay, porque pensaban que un hombre combatiría con más fuerza para proteger a su amante que a cualquier otro soldado. Algunos de los mejores combatientes que he conocido eran más raros que un billete de tres dólares. Soldados cojonudos, todos ellos.

»Pero os diré una cosa que me jode de todos vosotros: escogéis los peores momentos para poneros melancólicos. Tres veces distintas he estado combatiendo junto a un gay cuando las cosas se han puesto chungas, y cada vez han escogido ese puñetero momento para decirme que siempre me habían amado. Maldición, eso es inadecuado. ¡Un alien está intentando sorberme el puñetero cerebro, y mi compañero de escuadrón quiere hablar sobre nuestra relación! Como si no tuviera otra cosa que hacer. Hacedle a vuestros camaradas un puñetero favor: si os ponéis cachondos, daos gusto o dejadlo, pero nunca cuando un bicho esté intentando sacaros el maldito corazón.

¡Ahora, a correr!

Y allá que se fueron.

—¿Quiénes pertenecen a una minoría? Tres reclutas dieron un paso al frente.

—Chorradas. Mirad a vuestro alrededor, gilipollas. Aquí arriba todo el mundo es verde. No hay minorías. Pero ¿queréis pertenecer a una jodida minoría? Bien. Hay veinte mil millones de humanos en el universo y cuatro billones de miembros de otras especies inteligentes, y todas quieren convertiros en su bocadillo de media mañana. ¡Y eso, sólo las que conocemos! El primero de vosotros que me venga diciendo que pertenece a una minoría recibirá mi verde pie latino en mitad del culo. ¡Moveos!

Corrieron hacia la llanura.

Y así continuó. Ruiz tenía quejas específicas contra los cristianos, los judíos, los musulmanes y los ateos, los funcionarios del gobierno, los médicos, los abogados, los maestros, los currantes, los dueños de animales, los que poseían armas, los que practicaban artes marciales, los fans de la lucha libre, y, extrañamente (tanto por el hecho de que la categoría le molestara como porque hubiera alguien en el pelotón que encajara en ella), los bailarines de claque. En grupos, parejas, y de uno en uno, los reclutas fueron puestos a caldo y obligados a correr.

Al rato, me di cuenta de que Ruiz me estaba mirando directamente.

Permanecí firme.

—¡Que me zurzan! —exclamó Ruiz—. ¡Si aun queda un gilipollas!

—¡Sí, mi sargento! —grité con todas mis fuerzas.

—¡Me cuesta trabajo creer que no encajes en ninguna de las categorías contra las que he despotricado! —dijo Ruiz—. ¡Sospecho que lo que intentas es evitar una agradable carrerita matutina!

—¡No, mi sargento! —grité.

—Me niego simplemente a aceptar que no hay algo en ti que desprecie —insistió Ruiz—. A ver, ¿de dónde eres?

—¡De Ohio, mi sargento!

Ruiz hizo una mueca. Nada por ese lado. La completa falta de significación de Ohio había funcionado por fin a mi favor.

—¿Cómo te ganabas la vida, recluta?

—¡Trabajaba por mi cuenta, mi sargento!

—¿Y qué hacías?

—¡Era escritor, mi sargento!

La feroz mueca de Ruiz volvió a su cara: obviamente, detestaba a aquellos que trabajaban con palabras.

—Dime que escribías ficción, recluta —dijo—. Se la tengo jurada a los novelistas.

—¡No, mi sargento!

—¡Cristo, hombre! Pues ¿qué escribías?

—¡Publicidad, mi sargento!

—¡Publicidad! ¿Qué tipo de gilipolleces anunciabas?

—¡Mi trabajo más famoso en publicidad fue Willie Wheelie, mi sargento!

Willie Wheelie había sido la mascota de Neumáticos Nirvana, que fabricaba neumáticos para vehículos especiales. Había desarrollado la idea básica y el lema; los artistas gráficos de la compañía partieron de ahí. La llegada de Willie Wheelie coincidió con el revival de las motocicletas: la moda duró varios años, y Willie le hizo ganar a Nirvana un buen montón de dinero, tanto como mascota publicitaria como a través de licencias para muñecos de peluche, camisetas, vasitos y esas cosas. Se pensó incluso en hacer un programa infantil con él, aunque al final quedó en nada. Era una tontería, pero por otro lado, el éxito de Willie significó que nunca me quedé sin clientes. Salió bastante bien. Hasta aquel momento, al menos.

Ruiz dio de pronto un salto hacia adelante, se plantó justo ante mi cara, y gritó:

—¿Tú eres el genio creador de Willie Wheelie, recluta?

—¡Sí, mi sargento! —Había un placer perverso en gritarle a alguien cuya cara estaba a escasos milímetros de la tuya propia.

Ruiz se quedó allí plantado unos segundos, escrutándome, retándome a parpadear. Llegó a rugir. Entonces dio un paso atrás y empezó a desabrocharse la camisa. Yo permanecí firmes, pero de repente sentí mucho, mucho miedo. Se quitó la camisa, me mostró el hombro derecho, y dio de nuevo un paso adelante.

—¡Recluta, dime qué ves en mi hombro!

Miré, y pensé, «es absolutamente imposible».

—¡Es un tatuaje de Willie Wheelie, mi sargento!

—Así es —exclamó Ruiz—. Voy a contarte una historia, recluta. Allá en la Tierra, estuve casado con una mujer malvada y horrible. Una auténtica víbora. Me tenía pillado de tal forma que, aunque estar casado con ella era una muerte lenta, cuando me pidió el divorcio sentí ganas de suicidarme. En mi momento más bajo, estaba en una parada de autobús, pensando en tirarme delante del siguiente vehículo que pasara. Entonces miré y vi un anuncio donde aparecía Willie Wheelie. ¿Y sabes qué decía?

—¡«A veces hay que salir a la carretera», mi sargento!

Había tardado quince segundos en escribir el lema. Qué mundo éste.

—Exactamente —asintió él—. Mientras miraba ese anuncio, tuve lo que alguien llamaría un Momento de Claridad: supe que lo que necesitaba era salir a la puñetera carretera. Me divorcié de aquella hija de puta, entoné una canción de agradecimiento, metí mis pertenencias en unas bolsas y me di el piro. Desde ese bendito día, Willie Wheelie ha sido mi avatar, el símbolo de mi deseo de expresión y libertad personal. Me salvó la vida, recluta, y le estaré eternamente agradecido.

—¡No hay de qué, mi sargento! —grité.

—Recluta, me siento honrado de haber tenido la oportunidad de conocerte; eres además el primer recluta en la historia de mi servicio a quien no encuentro motivos inmediatos para despreciar. No puedo decirte cuánto me perturba y me enerva eso. Sin embargo, me consuelo con el conocimiento casi certero de que pronto (posiblemente dentro de las próximas horas) harás sin duda algo que me joderá. Para asegurarme de que lo haces, te asigno el cargo de jefe de pelotón. Es un puñetero trabajo desagradecido sin ninguna ventaja, ya que tienes que dirigir a esos tristes reclutas cabrones el doble de duro que yo, porque tú compartirás la culpa de cada una de sus numerosas cagadas. Ellos te odiarán, te despreciarán, planearán tu caída, y yo estaré allí para darte una ración extra de mierda cuando lo consigan. ¿Qué te parece eso, recluta? ¡Habla con libertad!

—¡Me parece que estoy bien jodido, mi sargento! —chillé.

—En efecto, lo estás recluta —dijo Ruiz—. Pero ya estabas jodido en el momento en que caíste en mi pelotón. Ahora, a correr. El jefe no puede no correr con su pelotón. ¡Muévete!

* * *

—No sé si felicitarte o temer por ti —me dijo Alan cuando nos dirigíamos al comedor para desayunar.

—Puedes hacer ambas cosas —contesté—. Aunque probablemente tenga más sentido lo segundo. Yo también estoy asustado. Ah, ahí están.

Señalé a un grupo de cinco reclutas, tres mujeres y dos hombres, que esperaban delante del comedor.

Un rato antes, cuando me dirigía a la carrera hacia la torre de comunicaciones, mi CerebroAmigo casi me hizo chocar contra un árbol al hacer aparecer un mensaje de texto directamente ante mi campo de visión. Conseguí esquivarlo y rozarme solamente un hombro, y le dije a Gilipollas que cambiara a navegación de voz antes de que consiguiera que me matase. Gilipollas obedeció e inició de nuevo el mensaje.

—El nombramiento por parte del sargento Antonio Ruiz de John Perry como jefe del 63° Pelotón de Entrenamiento ha sido procesado. Enhorabuena por tu ascenso. Ahora tienes acceso a archivos personales e información de CerebroAmigo referida a los reclutas del 63° Pelotón de Entrenamiento. Ten en cuenta que esta información es sólo para uso oficial: el acceso para uso no militar es causa de la eliminación inmediata del puesto de jefe de pelotón y de juicio en corte marcial a discreción del comandante de la base.

—Cojonudo —dije, saltando un pequeño barranco.

—Tendrás que presentarte al sargento Ruiz con tu selección de líderes de escuadrón al final del período de desayuno de tu pelotón —continuó Gilipollas—. ¿Te gustaría revisar los archivos de tu pelotón para que te ayuden en tu proceso de selección?

Me gustaría. Lo hice. Gilipollas fue escupiendo detalles de cada recluta a gran velocidad mientras yo corría. Para cuando conseguí llegar a la torre de comunicaciones, había reducido la lista a veinte candidatos; al acercarme de vuelta a la base, ya había repartido todo el pelotón entre los jefes de escuadrón y enviado un correo a cada uno de los cinco nuevos jefes para que se reunieran conmigo en el comedor. El CerebroAmigo, desde luego, estaba empezando a ser útil.

También advertí que había conseguido regresar a la base en cincuenta y cinco minutos, y que no había adelantado a ningún otro recluta en el camino de vuelta. Consulté con Gilipollas y descubrí que el más lento de los reclutas (uno de los antiguos marines, irónicamente) había hecho un tiempo de cincuenta y ocho minutos trece segundos. No correríamos al día siguiente hasta la torre, o al menos no lo haríamos porque hubiésemos sido lentos. Sin embargo, no dudé de la habilidad del sargento Ruiz para encontrar otra excusa. Sólo esperaba no ser yo quien se la ofreciera.

Los cinco reclutas nos vieron llegar a Alan y a mí y más o menos se pusieron firmes. Tres saludaron inmediatamente, seguidos con cierta torpeza por los otros dos. Les devolví el saludo y sonreí.

—No os apuréis —les dije a los dos que se retrasaron—. Esto también es nuevo para mí. Vamos, recojamos el desayuno y hablemos mientras comemos.

—¿Quieres que me marche? —preguntó Alan mientras nos poníamos a la cola—. Probablemente tendrás mucho que hablar con estos tipos.

—No —le dije—. Me gustaría que estuvieses presente. Quiero tu opinión sobre esta gente. Además, tengo noticias para ti, eres mi segundo en mi propio escuadrón. Y como yo tengo todo un pelotón que cuidar, eso significa que eres tú quien va a estar a cargo del escuadrón. Espero que no te importe.

—Podré arreglármelas —dijo Alan, sonriendo—. Gracias por ponerme en tu propio escuadrón.

—¿Eh, qué sentido tiene estar al mando si no puedes dispensar un poco de favoritismo sin ton ni son? Además, así cuando caiga, tú estarás allí para amortiguar mi caída.

—Ése soy yo —dijo Alan—. El airbag de tu carrera militar.

El comedor estaba repleto, pero los siete conseguimos apoderarnos de una mesa.

—Presentaciones —dije—. Conozcamos primero nuestros nombres. Yo soy John Perry, y por el momento al menos soy el jefe del pelotón. Éste es el segundo al mando de mi escuadrón, Alan Rosenthal.

—Angela Merchant —dijo la mujer que tenía justo enfrente—. De Trenton, Nueva Jersey.

—Terry Duncan —siguió el tipo que tenía al lado—. Missoula, Montana.

—Mark Jackson. Saint Louis.

—Sarah O’Connell. Boston.

—Martin Garabedian. Sunny Fresno, California.

—Bueno, sí que somos geográficamente diversos —dije. Eso arrancó una carcajada, lo cual era buena cosa—. Seré rápido, ya que si paso mucho tiempo con esto quedará claro que no tengo ni idea de qué demonios estoy haciendo. Básicamente, os he elegido a los cinco porque hay algo en vuestro historial que sugiere que podríais ser jefes de escuadrón. Angela porque fue directiva en su empresa. Terry porque dirigió un rancho. Mark fue coronel en el ejército, y, con todo el respeto hacia el sargento Ruiz, creo que eso es una ventaja.

—Me alegra oírlo —dijo Mark.

—Martin perteneció al ayuntamiento de Fresno. Y Sarah enseñó en un jardín de infancia durante treinta años, lo cual la convierte automáticamente en la más cualificada de todos nosotros.

Otra carcajada. Tío, estaba lanzado.

—Voy a ser sincero —dije—. No pienso ser un cabrón con vosotros. El sargento Ruiz ya cubre ese papel, y yo sólo sería una pálida imitación. No es mi estilo. No sé cómo será vuestra forma de ejercer el mando, pero quiero que hagáis lo que sea necesario para manteneros por encima de vuestros reclutas y hacer que éstos destaquen en los próximos tres meses. No me importa ser jefe de pelotón, pero sí me preocupa mucho que nos aseguremos de que cada recluta de este pelotón tenga las capacidades y el entrenamiento que van a necesitar para sobrevivir aquí. La peliculita casera de Ruiz llamó mi atención y espero que también la vuestra.

—Cristo, qué fuerte —dijo Terry—. Se zamparon a ese pobre bastardo como si fuera un plato de carne trufada.

—Ojalá nos hubieran mostrado eso antes de alistarnos —dijo Angela—. Tal vez hubiera decidido seguir siendo vieja.

—Es la guerra —comentó Mark—. Es normal.

—Hagamos lo que podamos para asegurarnos de que nuestros chicos consiguen sobrevivir a ese tipo de cosas —proseguí—. He dividido el pelotón en seis escuadrones de diez. Yo llevo el escuadrón A; Angela, tú tienes el B; Terry, el C; Mark, el D; Sarah, el E, y Martin, el F. Os he dado permiso para examinar los archivos de vuestros reclutas con vuestro CerebroAmigo: escoged a vuestro segundo al mando y enviadme los detalles hoy a la hora del almuerzo. Entre los dos mantened la disciplina y el buen nivel en el entrenamiento; desde mi punto de vista, el motivo de haberos seleccionado es para no tener yo que ocuparme de nada.

—Excepto dirigir tu propio escuadrón —objetó Martin.

—Ahí es donde entro yo —dijo Alan.

—Nos reuniremos cada día durante el almuerzo. Las demás comidas, las haremos con nuestros escuadrones. Si tenéis algo que consultarme, contactad conmigo inmediatamente. Pero espero que intentéis resolver tantos problemas como sea posible por vuestra cuenta. Como decía, no planeo hacerme el duro, pero para bien o para mal soy el jefe del pelotón, así que lo que yo diga es ley. Si consideráis que no estáis a la altura, dejaré que seáis vosotros quienes os deis cuenta primero, y si eso no funciona, os sustituiré. No será nada personal, sino sólo asegurarnos de que todos recibamos el entrenamiento necesario para vivir ahí fuera. ¿Todo el mundo está de acuerdo?

Todos asintieron.

—Excelente —dije, y alcé mi taza—. Entonces brindemos por el 63° Pelotón de Entrenamiento. Asegurémonos de que terminamos de una pieza.

Entrechocamos nuestras tazas y luego comimos y charlamos. Las cosas mejoraban, pensé.

No tardé mucho en cambiar de opinión.