18 de noviembre
Miré de reojo el pequeño bifaz que Iago me talló. El ruido que hacía su tintineo contra la luna del coche me recordaba innecesariamente que llegaba tarde al MAC. Tenía una entrevista en quince minutos y era casi seguro que no iba a llegar a tiempo. Una vez allí aparqué de mala manera, porque mi sitio estaba ocupado por una Harley Davidson embarrada, y subí las escaleras sin guardar las formas en cuanto me aseguré de que nadie me podía ver.
La secretaria me indicó con un gesto que el entrevistado había llegado ya, así que me recompuse el traje de chaqueta y entré. Quería causar buena impresión, aunque fuera yo en esos momentos la responsable de contratar a más personal para el museo. Había pasado un ciclo entero, un año para entendernos, desde que la T.O.F. se desintegró, y Iago había estado al frente desde entonces. Él también iba a estar presente en la entrevista, aunque una reunión le mantenía ocupado desde primera hora de la mañana. El candidato era brillante, estaba especializado en Edad Media, y sus trabajos habían dado la vuelta al pequeño mundo de la arqueología europea en el último año. Pero era bastante escurridizo, y nos costó localizarlo para hacerle la entrevista.
Cuando entré en mi despacho, lo primero que pensé es que había algún tipo de confusión. Sentado de manera demasiado despreocupada en mi sofá, con una pierna sobre el reposabrazos, y la otra sobre el cojín que yacía en el suelo, un joven alto y rubísimo, con el pelo hasta los hombros y los ojos exactos a los de Iago me miraba con una sonrisa descarada, embutido en una chupa de cuero y unas botas desgastadas de motorista.
En aquel momento también entró Iago. Lo escuché a mi espalda, aunque no pude ver su expresión cuando el presunto candidato, con un fuerte acento nórdico, le dijo:
—Hola, padre.