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Domingo, 25 de noviembre

Me desperté en cuanto las primeras luces del día se derramaron sobre la cama de Iago, pero él ya no estaba a mi lado. Tampoco había dejado ninguna nota, así que me dispuse a desayunar sola, imaginando que habría ido, al igual que las semanas anteriores, al cementerio a pasar un rato junto a la tumba de Lyra. Por lo visto me equivoqué, porque volvió poco después de un humor excelente.

—¿Te apetece pasar el día por ahí? —me preguntó sonriente. Por un momento, creí ver en él un Iago sin preocupaciones.

Miré por la ventana y asentí. Era una mañana tranquila de invierno y un sol tibio abrazaba la bahía, invitando a abandonar la madriguera y salir a la calle. Nos montamos en mi coche y conduje hacia la salida de Santander.

—¿Tenías algún plan en mente? —le tanteé, aunque no estaba muy segura de que me hubiera escuchado. Miraba distraído por la ventanilla abierta, cerrando los ojos cuando la brisa se ponía demasiado molesta. Pese a ello, no había manera de que quitase esa misteriosa sonrisa de su rostro.

—¿Sabes?, una vez mi padre me dijo que le recordabas a Atalanta —comentó risueño, ignorando mi pregunta.

—¿El mito griego? Lo recuerdo vagamente, de cuando estudié Historia de Grecia en la carrera. Se pasaba la vida huyendo, ¿verdad? —sonreí.

—Cierto. Recuerdo que cuando la leona te atacó en Cabárceno, pensé que era la diosa Afrodita, que nos enviaba un aviso, igual que en la leyenda original.

—¿De qué debería advertirnos?

—Cuenta la historia que se enfadó con Melanio porque no consumaron su amor en suelo sagrado, por eso les convirtió en leones.

Así que era eso. Qué manía tenían los longevos con eso de divagar…

—¿Suelo sagrado? —le atajé—, ¿se te ocurre alguna idea?

—Bueno, ¿qué puede ser más sagrado para un cromañón y una arqueóloga que Monte Castillo?

—A Monte Castillo, pues.

Sonreí y di un volantazo.

Poco después, la montaña cónica hacía acto de presencia frente a nosotros, pero cuando aparcamos y me dirigí a la entrada de la cueva, Iago me retuvo del brazo.

—Vamos por aquí —me indicó.

Le seguí sin comprender por un pequeño sendero que se abría a la derecha, cubierto de tanta vegetación que disuadía de no intentar adentrarse en él.

—Monte Castillo, como bien te contaría tu abuelo, está horadado de galerías y cuevas. Lo que aún no sabes es que existen muchas de ellas que todavía no se han descubierto. Hoy voy a enseñarte una entrada que utilizamos mi padre y yo cuando queremos entrar en nuestra casa sin pedir permiso.

Caminamos durante casi media hora, alejándonos del camino cada vez más, hasta que no fui capaz de orientarme. Iago reparó en mi confusión, porque dejó de avanzar como un raposo entre la maleza y aminoró la marcha. Poco después, se paraba frente a una roca vestida de musgo que estaba tapada parcialmente por un tronco retorcido de un tilo.

—Es por aquí —dijo, enseñándome una estrecha grieta por la que creí que no pasaría.

Contra todo pronóstico nos colamos los dos, y le seguí de la mano a través de la penumbra de la galería hasta que varios metros más adelante pude ver la luz vacilante de una lámpara de aceite. Intrigada, seguí a Iago girando por recovecos y deslizándonos por cuestas empinadas, todas jalonadas de pequeñas lámparas como la primera. Finalmente llegamos al fondo de la galería. Para mi sorpresa, no estábamos solos. Allí nos esperaba Héctor, más Lür que nunca, con la barba ya idéntica a la del Monumento al Incendio y unas extrañas marcas de ocre en los brazos y en el torso desnudo. Círculos concéntricos alrededor del cuello y líneas paralelas desde los hombros hasta las muñecas. Puro Paleolítico.

Se dirigió a nosotros en la misma lengua que hablaron el día de la muerte de Lyra. Era la segunda vez que la escuchaba, pero sonaba tan diferente que enseguida la reconocí.

—Sed bienvenidos, hijos —me tradujo Iago.

Entonces reparé en que Lür llevaba una caña hueca en una mano, y un pequeño cazo con una papilla rojiza en la otra.

—Siempre hemos estado vinculados a la Madre Roca, y ella ha demostrado tener memoria —me explicó Iago, quitándose también la camiseta y mostrando los mismos dibujos que su padre—. El ocre ha quedado tatuado durante milenios y aquí seguirá. Dana, quisiera que nuestra unión quedara sellada en este lugar sagrado. ¿Estás de acuerdo?

Asentí, sin despegarme de sus ojos milenarios.

Extendí la mano hasta posarla sobre la pared. Estaba fría y húmeda, pero aun así me resultó acogedora, como si mi piel encajara con naturalidad. Nunca lo habría pensado.

Iago colocó su mano a la altura de la mía, y Lür sopló sobre ellas tiñendo nuestras palmas de rojo y dejando las siluetas impresas.

—Ahora Madre Roca sabe de vuestro vínculo: sed dignos de ella —recitó Lür, primero en su lengua, después en la mía.

Entonces Iago tomó un poco del ocre y lo pasó por encima de la cicatriz de mi frente.

—Ya eres uno de los nuestros —dijo.

No del todo, pensé.

Cuando acabó la ceremonia nos sentamos los tres, felices y relajados. Recuerdo que estuvimos charlando durante horas. Era consciente de que Lür se estaba despidiendo de nosotros. Era consciente también de que Iago y él habían tenido por fin esa conversación pendiente, y de que Lür había renunciado a ir a buscar a Nagorno. Lo notaba en el rostro relajado de Iago. Un hombre, por fin, enteramente feliz.

—Ha llegado la hora. Vosotros tenéis una Sala de Prehistoria que inaugurar y yo debo irme —dijo Lür, mirando de reojo el reloj de Iago—. Tengo la intención de estar ausente durante una buena temporada. Urko, hijo, nos veremos en el solsticio dentro de cien años.

Luego se volvió hacia mí.

—Supongo que no volveré a verte, entonces —le dije.

—Oh, yo creo que sí —contestó mirando a Iago, lanzándole una mirada cómplice que no entendí.

Aquella fue la última vez que vi a Héctor del Castillo. Contemplé su silueta perdiéndose en la cueva, como una sombra más, de esas que de niña me hipnotizaban cuando acompañaba a mi abuelo a visitar Monte Castillo.