77

Domingo, 18 de noviembre

Iago y yo nos habíamos pasado la noche anterior hablando. Todavía me costaba asumir que Lyra era su hija y no su hermana, pero cuando me lo contó, por encima de todo, comprendí su alivio. Había algo más humano en su mirada, ahora no resultaba tan dura sino algo más vulnerable. Reconozco que me sentí más a gusto y menos intimidada con el nuevo Iago.

—Dana, esto va a pasar muchas más veces —me había dicho—. He vivido diez mil años de conflictos. Hoy es una hija, mañana los hombres que maté… No he sido un dechado de virtudes, bastante con que he sobrevivido. Habrá momentos en que prefiera no contarte mi pasado.

—Empiezo a entenderlo, sí.

—¿Crees que lo nuestro resistirá?

—No tengo ni idea —le dije.

Tal vez no viviésemos el «felices para siempre». Tal vez. Pero su existencia estaba ya imbricada en mi vida. Después de los últimos acontecimientos, estábamos fundidos, como metales después de una explosión nuclear.

Miré por última vez mi dormitorio vacío, y sonreí pensando en la cara que pondría mi padre al verlo de aquella manera si se le ocurría alguna vez acercarse por Santander. No quería seguir teniendo en casa de mi madre los muebles de su asesino. Así no había manera de que un alma descansase en paz. El resto de mis cosas aguardaban de nuevo en cajas de cartón, esperando ser trasladadas a la casona que Iago y yo habíamos encontrado a pocos kilómetros del MAC.

Escuché unas llaves a mi espalda, y un silbido cuando entró en la habitación.

—¿Y esto? —preguntó.

—Los de la mudanza se los han llevado esta mañana. ¿Adivinas adónde?

—Pues no.

—Al nuevo piso de Elisa. Tenías que ver qué cara ha puesto cuando le he contado mis intenciones, pero no los ha rechazado. Creo que es la única persona que sigue teniendo aprecio a todo lo que tiene que ver con Jairo.

—No la única —dijo en tono sombrío.

—¿Entonces es seguro ya que tu padre se va de Santander?

—Sí, apenas hemos coincidido desde nuestro paseo por la playa, y si lo hemos hecho, ha sido para finiquitar nuestras sociedades y concretar los asuntos prácticos.

—¿Crees que volverá algún día a convivir contigo?

Iago se encogió de hombros.

—Quién sabe, me imagino que sí. Si es capaz de perdonar a Nagorno una y otra vez, no dudo que acabará entendiendo también mis razones. Por mi parte, todo depende de si le cuenta lo que le confié. Si lo hace, a mí me será más difícil perdonarle.

Se sentó conmigo en el suelo, y nos abrazamos en mitad de la habitación desierta.

—No sé, Dana, estoy más que cansado de que nunca se acaben las historias de Nagorno. Es un ciclo sin fin, y esta vez había encontrado la manera de detener la rueda. Pero el precio ha sido demasiado alto, ¿te das cuenta? Ya no hay familia. La TOF ya no existe.

Tal vez yo pueda hacer algo al respecto, pensé.

—Podrás crear otras nuevas —le dije, desviando la conversación.

—Quisiera que fuera contigo —susurró, apoyando su cabeza en mi hombro—. No sería una familia al uso. ¿Hasta cuándo te importaría, hasta dónde llegarías?

—¿Te refieres a qué haremos cuando yo envejezca y tú sigas así de fresco? Pues depende de los dos. Me imagino, hipotéticamente, que nos tendríamos que mudar en una década.

—O dos, si sabemos fingir bien que yo también envejezco. Hipotéticamente hablando, claro.

—Claro. Después vendría una etapa incómoda en la que ni aparentas tener edad para ser mi pareja, ni para ser mi hijo. Tendríamos que asumir que la gente murmurase que soy una asaltacunas, hasta que pasasen los años y tuvieses que fingir ser mi hijo, o sobrino, lo que cuadre en cada momento.

—¿Y los hijos, te lo has planteado? —preguntó.

—Preferiría que supieran en todo momento de tu naturaleza. Quisiera que te acompañaran cuando no esté yo, no tienes por qué renunciar a ellos nunca más.

—Por una vez… —dijo mirando más allá de la ventana—. Por una vez verlos crecer y no abandonarlos.

—Buscaríamos la manera de que todo encajara —concluí.

—¿Te das cuenta de que nuestros planes suponen que no tengamos una residencia fija?

—Tú y yo siempre hemos sido seminómadas. Además, hay un montón de yacimientos por ahí esperándonos. Espero que, aunque tu padre se vaya por un tiempo, siga en pie eso de montar una empresa de Arqueología de urgencia —sonreí, mirando el reloj—. Y hablando de trabajo, ya queda poco para el gran día. Voy a acercarme al MAC, quiero repasar todos los detalles antes de la inauguración.

Me levanté del suelo, y me despedí de él.

—Nos vemos allí en un par de horas. No tardes, ¿vale?

En cuanto bajé a la calle, escarbé en mi bolso y saqué el móvil.

—Héctor, soy Adriana. Necesito hablar contigo, dime dónde estás.

—Saliendo de mi casa, iba hacia el museo ahora mismo —respondió, con un matiz de sorpresa en la voz.

—Prefiero que nos veamos en otro sitio, espérame en el mirador frente a la Playa de los Peligros —le dije y colgué, sin darle tiempo a ponerme objeciones.

Héctor era demasiado considerado como para no acudir a una cita, así que me monté en mi coche y crucé Castelar. Pocos minutos después aparqué en el Paseo de la Reina Victoria, y vislumbré su silueta sentada en el banco. Tenía bolsas bajo los ojos, y se había dejado algo de barba. Me tendió la mano, como el primer día que lo conocí, pero no vi atisbo alguno de sonrisa.

—Me siento incómodo en tu presencia, Adriana. Siento que te he fallado, y entiendo que estés muy molesta conmigo —dijo, a modo de saludo.

—¿A qué te refieres?

Me senté a su lado y nos quedamos los dos mirando la bahía de Santander, como si pudiéramos abstraernos de nuestros problemas reales.

—A mi decisión de marchar tras Nagorno. Es el asesino de tu madre, lo normal es que le odies a él y me odies a mí porque voy a intentar salvarle la vida.

—He venido a hablar de Nagorno, pero no del asunto de mi madre. Respecto a eso…, me voy a dar tiempo para asumirlo. Han pasado demasiadas cosas que tardaremos tiempo en digerir, todos los que estuvimos allí. Lyra está muerta, yo no volveré a ver a Nagorno, tú te vas a ir a buscarlo… Esto me viene grande, y lo que voy a hacer a continuación puede que también —suspiré.

—¿De qué se trata, entonces?

—He venido por Iago, pero él jamás ha de saber de esta conversación. Ni mientras yo viva, ni después de que haya muerto. ¿Te sientes mal conmigo por perdonar a Nagorno? Entonces cumple esta promesa y consideraré que todo está bien entre nosotros, ¿de acuerdo?

Me escrutó durante un buen rato, tratando de calcular los posibles escenarios, y finalmente asintió.

—Sea, pues.

—Hace un tiempo te pedí que me contases lo que ocurrió en Escitia entre Iago y Nagorno, y así lo hiciste, me contaste tu versión. Lo que tú viste, lo que tú sabes, pero hoy voy a contarte algo que ambos te han ocultado durante tres mil años, y deberías conocer. Nagorno me lo reveló en el laboratorio de Lyra, imagino que porque esta vez sí que tenía la intención de matarme. También sé que Iago jamás me lo habría contado. Espero que cuando lo sepas, veas a tu hijo Iago de manera diferente. Tal vez entonces entiendas de una vez la lealtad que te ha guardado, todo lo que ha tenido que pasar por seguir a tu lado, todo lo que ha soportado en silencio.

—Habla de una vez —dijo, impaciente—, ¿qué ocurrió entre ellos que yo no sepa?

—Cuando los propios escitas empezaron a acosar a Nagorno por ser hijo de un esclavo, él encontró el modo de hacerse respetar. Pidió permiso a su madre para que le permitiera que os matase, a ti y a Iago, pero ella se lo prohibió. Así que buscó otra manera.

—¿Qué manera?

—¿Recuerdas los tres esclavos que compró y siempre le escoltaban?

—Sí, cómo olvidarlos. Eran inmensos, unas moles humanas. Mi hijo hizo bien en buscar protección, solo así los escitas le dejaron de atormentar. ¿Qué tienen que ver con la historia?

—¡Qué ciego estuviste, Héctor!, ¡qué ciego! —Resoplé. Él me interrogó con la mirada, sin comprender—. Cada noche que Olbia te requería, ellos entraban en la tienda de los esclavos que tú abandonabas y se llevaban a Iago. Luego le sodomizaban y le torturaban, bajo las órdenes de Nagorno. Ninguna marca que Olbia o tú pudieseis ver. Así ocurrió durante diez años. Si te ibas con Olbia, ellos le forzaban. Si te quedabas en la tienda, le dejaban en paz. Ese fue el verdadero modo en que se ganó el respeto de los escitas.

Sus ojos me miraron horrorizados, suplicándome en silencio que no fuera cierto lo que acababa de escuchar.

—No puede ser, nunca vi nada. Nunca hubo nada que me hiciera sospechar lo que me estás contando —negó, con voz alterada.

—Lo sé, creo que has menospreciado durante milenios la astucia de Nagorno y la lealtad de Iago. En todos los sentidos, no solo en este caso.

—¿Y Póntico, por qué calló?, siempre se comportó como un amigo. ¿Por qué ocultarme aquella atrocidad?

—Tal vez su silencio os salvó la vida a ambos. Imagina qué habría pasado si tú te hubieras enterado, ¿no se lo habrías reprochado a Olbia?, ¿no os habríais enfrentado? ¿Habrías podido seguir con ella sabiendo lo que suponía para Iago cada noche de placer vuestra? Olbia se habría desentendido de ti también. No creo que hubieseis sobrevivido, ni a Olbia ni a Nagorno.

Aquella verdad tan rotunda le cambio el semblante. Respeté su silencio durante unos minutos, porque necesitaba que mi historia dejara su poso.

—Y ahora viene mi petición. Estoy traicionando a Iago, pero no lo estoy haciendo de manera gratuita. Te pido que no vayas a buscar a Nagorno, te pido que si él te encuentra no le cuentes que su corazón envejecerá.

Tensó la mandíbula, pero continué hablando.

—No sigas engañándote, Nagorno no va a cambiar. Es un producto de sus circunstancias, de su primera infancia. Iago y tú seguís vivos porque os habéis adaptado a los tiempos. Él no, tu hijo menor sigue anclado en un mundo violento de hace tres mil años, y sus actos ya no tienen cabida en el presente. Es un fósil, Héctor. Deja que muera, renuncia a él.

—¿Eres consciente de lo que me estás pidiendo? ¿Sigues sin entender que quiera mantener unida a mi familia, que me niegue a estar solo de nuevo? Nadie puede llegar a comprender lo que significan 18.000 años de soledad, buscando en un mundo casi deshabitado gente que no envejeciera como yo.

—¿Cómo fue?

—¿Pasar la última glaciación de Würm solo?

Asentí.

—Hacía frío. Siempre. Dentro y fuera. Mucho frío.

Pensé en Iago. Me obligué a seguir hablando.

—Te estoy pidiendo justicia. Vosotros los longevos estáis al margen de nuestras leyes. Tenéis que estarlo para seguir siendo invisibles, y lo entiendo. No puedo ir a una comisaría a decir que tengo la confesión del asesino de mi madre, ni pretender que vayan a buscarlo y que lo encierren. No tengo pruebas, y aunque las tuviera, ¿qué serían para Nagorno treinta años en la cárcel por homicidio? Siempre le va a compensar asesinar a alguien. Tú eres el único que puede impartir justicia en este caso. Por mi madre, por la familia de Lyra, por Iago. ¿Y qué me dices de Patricio, su familia no sufrirá?

—Patricio era un niño de las favelas. Nagorno lo recogió y se encargó de él.

Qué más da, pensé. Estaba harta de las incongruencias de Nagorno.

Me levanté del banco y no me despedí. Creo que ni siquiera se dio cuenta de que me fui.