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Día de Venus, décimo tercero del mes de Ngetal

Viernes, 9 de noviembre

Quedaban unas horas para saber los resultados de la prueba del ADN de Nagorno, pero había tomado todas las precauciones posibles por si me encontraba ante la peor de las opciones.

La noche anterior, después de que el museo cerrase las puertas al público, Dana y yo habíamos entrado por última vez en el laboratorio de Kyra antes de sellar su entrada. Una parte de él había quedado destrozado por nuestra pelea, aunque el ordenador y la mayor parte del material seguían intactos.

—¿Pero cómo es posible que esté vivo? —rumiaba Dana una y otra vez—. Le he dado mil vueltas, y aún no me lo explico.

—Iremos paso a paso —le hice un discreto gesto recordándole que todavía no podíamos hablar. Si Nagorno seguía con vida, seguiría teniendo acceso a los micrófonos.

Dana calló y nos pasamos la noche eliminando todos los archivos del ordenador, luego extrajimos el disco duro y lo guardé para destruirlo. Vacié todas las muestras orgánicas de la nevera. No eran seguras, aunque tal vez nunca lo fueron, y si Nagorno hubiese tenido alguna vez la intención de llevárselas, ya lo habría hecho.

—¿Por qué te acercaste tanto a Nagorno en el laboratorio? No lo entiendo, fue un gesto inútil que te puso en peligro —le pregunté en cuanto salimos al aparcamiento.

—Se guardó un pendrive con toda la investigación en el bolsillo de su chaqueta. Me acerqué a él para robárselo —contestó, con un gesto serio.

—¿Lo conseguiste?

—Sí, aquella noche lo destruí. Tú no estabas en condiciones de hacerte cargo de nada —dijo, sin llegar a sonreír en ningún momento.

Volvimos a mi casa, sin ganas de hablar, arropados por la oscuridad de una noche de luna menguante. Desperté antes del alba, por suerte sin soñar con nada ni con nadie. Los espíritus del pasado tuvieron la decencia de respetarme. Dana seguía dormida a mi lado, así que le dejé una nota diciéndole que nos veríamos en el museo.

Aún no había amanecido. Aparqué bastante lejos de la entrada y escalé el muro del cementerio. Saqué la botella del interior de la cazadora de cuero y la coloqué sobre la lápida de Lyra. Whiskey irlandés. El mismo sabor. El del olvido. Si me sirvió con Gunnarr —más o menos—, ¿por qué no con Lyra?

Sería fácil.

Beberla y olvidar.

Que aquella tortura parara por un momento.

Pero quería que, si yo caía, ella me viese caer.

Me senté sobre una tumba polvorienta y pasé varias horas mirando fijamente la botella, en una batalla muda entre mi debilitada voluntad y un dolor crecido que me estaba ahogando desde el día en que ella murió.

No volvería a pelearme con ella, no volvería a ver en sus ojos azul cobalto los de Bryan, no volvería a preocuparme por sus días grises ni a vaguear tendidos en un sofá de cualquier ciudad del mundo.

Poco después llegaba a la lengua de roca, cuando los colores deslavados del amanecer anunciaban otro día oscuro de noviembre. El tacto de la piedra estaba frío al bajar, como si me intentase persuadir de no volver a aquel lugar, pero yo no dejaba de pensar que allí, precisamente, tenía que estar la clave de todo.

Volví a recordar la imagen del Big Bastard cayendo, y el cadáver de Nagorno emergiendo frente a mí, o más bien, si mis peores presagios se cumplían, el cadáver de otro. ¿Cómo pudo nadar, volver a tierra, matar a otra persona parecida a él, vestirla con su propia ropa mojada, y arrojarla de nuevo donde se suponía que él debería haber muerto? ¿Cómo, si nadie perdió de vista aquel acantilado las horas siguientes al accidente? No pudo nadar mar adentro, ¿hacia dónde? Le habríamos visto desde la altura del aparcamiento del museo. Tuvo que esconderse entre los perfiles irregulares de las rocas, ¿y luego qué? No pudo subir por el estrecho sendero que Dana y yo usábamos. La policía llegó enseguida y acordonaron la zona. Sin embargo, nadie vio nada.

Llevaba un rato sentado devanándome los sesos, cuando vi pasar delante de mis ojos los animales pintados de la cueva de Lascaux. Pensé que había dormido muy poco aquella noche. Después de restregarme los ojos y comprobar que se trataba de un objeto real, alargué el brazo para hacerme con la camisa del libro que reconocí por las letras doradas: «Prehistoria de Europa».

La fotografía mojada de la portada se adentró en el mar sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo, pero no me importaba: aquel papel había salido de la pequeña cueva que tenía a mis espaldas. Corrí hacia adentro, avanzando hacia una oscuridad casi absoluta, pero pocos metros más adelante pude oler algo. Un matiz distinto al salitre. Unas notas metálicas, como las del hierro oxidado.

Algún objeto olvidado, pensé.

Unas monedas, tal vez.

Pero según me acerqué a ciegas, tanteando la pared con las manos, palpé una superficie lisa de metal, pese a que era muy irregular porque estaba casi corroída por el tiempo y por el agua del mar. Algo inverosímil: una puerta. Una puerta antigua.

Empujé con el hombro y cedió a la primera. Había sido abierta recientemente, porque los bordes del óxido estaban rotos. Seguí guiándome con las manos, y descubrí un orificio. Palpé las paredes del túnel y me aferré a un peldaño metálico. Cuando pasé por el estrecho orificio que me permitió la puerta oxidada, noté que pisaba algo más blando entre los bloques rotos de cemento que me llegaban por los tobillos. Me agaché y recogí a oscuras un objeto cuadrado. Era el libro que Dana había perdido meses atrás. Así que tomé impulso y subí a ciegas por la escalera vertical.

Llegué al punto más alto del túnel y me apoyé en la rodilla para entrar en un minúsculo cuarto de madera. Pude ver una rendija de luz entre las dos puertas del armario de roble. Pegué el oído y escuché la voz de Dana y de Javier, el encargado de los diseños.

—¿Entonces Iago no ha llegado todavía? —preguntó él con impaciencia—. En cuanto lo localices, dile por favor que me llame al móvil. Es urgente.

—No te preocupes, estará al llegar —dijo Dana.

—Pues entonces acompáñame tú, tengo al del camión de los expositores en la puerta, y no tengo muy claro que hayan traído las medidas que pedimos.

—De acuerdo. Te acompaño —dijo, y salieron del despacho.

Abrí el armario y me dejé caer sobre la alfombra, donde la claridad del día me cegó de nuevo. Entonces escuché otra vez la voz de Dana y de Javier, y me oculté bajo la pesada mesa de nogal. No es que mi presencia en el despacho de Dana no habría estado justificada en caso de encontrarme allí, pero el hecho de estar cubierto de polvo habría sido más difícil de explicar.

—Creo que tengo aquí el pedido original. Espero que el error sea del proveedor, Javier, porque estamos casi fuera de plazo.

—Lo sé, ¿lo has encontrado? —preguntó él desde la puerta del despacho.

Entonces ocurrió algo precioso. Dana no me vio, pero me olió. Desde mi posición bajo la mesa pude verla aunque ella no podía verme, pero se quedó rígida por un momento y miró alrededor con disimulo. Alargué un poco la mano y la saludé. Ella se giró y salió de la habitación con Javier.

—Lo tengo, vamos a comprobarlo —dijo mientras cerraba la puerta.

Mientras me quedé agazapado bajo la mesa, me fijé en la alfombra clara a mis pies. Intuí unas pisadas de barro que no eran las mías. Pasé la mano por el tejido. Estaban casi secas, pero eran recientes. Pertenecían a un par de zapatos planos, con la horma mucho más ancha que la de Dana.

Al cabo de diez minutos, ella entró de nuevo y cerró el pestillo de la puerta del despacho tras de sí.

—Ya me explicarás —dijo desconcertada.

—¿Recuerdas el túnel que salía del armario? No acababa metros abajo, a la altura del laboratorio, como tú y yo creíamos. Rompiendo un falso suelo de cemento, continúa hasta la cueva de nuestra lengua de roca.

Se sentó en la butaca para asimilar lo que le estaba contando.

—Creo que no necesitas esperar al ADN. El marqués de Mouro escapó por mi despacho, ¿verdad?

—Una vez más —asentí—. Hemos resuelto un par de misterios de una sola vez. Creo que tengo una idea de la identidad del cadáver, ¿no has notado ninguna ausencia destacable en el funeral de Jairo?

—No, creo que estaban todas las rubias de Cantabria y alrededores.

—Faltaba Patricio. De hecho, he intentado localizarlo desde la noche del accidente, pero no responde al móvil. De todos modos, es una suposición. La última vez que le vimos fue antes del exilio de Nagorno, y nada nos prueba que volviera con él ese fin de semana, pese a que, como te dije, creí verlo en el Mercado de la Esperanza.

Dana se tapó la boca con la mano, recordando algo.

—Sí que lo viste —dijo convencida—. Sí que volvió a Santander. Cuando estábamos en el cementerio, Jairo nos invitó a cenar en su casa y dijo que tenían comida de sobra para aquellos días festivos. Dijo «tenemos», en plural. Asumimos que hablaba de Patricio.

Me miró con un interrogante pintado en la cara.

—¿Y ahora qué, Iago?

Buena pregunta.

—Ahora tengo que confirmar el resultado de las pruebas, y luego voy a tener la conversación más difícil de mi vida.