Día de Madre Luna, noveno del mes de Ngetal
Lunes, 5 de noviembre
Todos los que íbamos a estar presentes en la incineración de Nagorno habíamos pasado a una pequeña sala con un ventanal de cristal desde el que se podía ver el ataúd cerrado preparado para entrar en el crematorio.
—El horno alcanzará una temperatura de novecientos grados. La madera del ataúd se volatilizará, y si pudiéramos asomarnos en esos momentos al interior, veríamos que se ha mantenido la silueta del difunto pese a haberse convertido ya en cenizas. Si tocásemos esa silueta con el dedo, perdería la forma y quedaría un pequeño montón de ceniza blanca —había explicado el director del tanatorio.
El grito desgarrador de Elisa a mi espalda me había herido los oídos y la paciencia, pero opté por no fulminarla con la mirada. En ese momento sentí una vibración en el bolsillo de mi camisa.
—¿Qué quieres, Dana?, están a punto de incinerar a Jairo —susurré respondiendo al móvil pese al gesto de reproche de mi padre.
—No es Jairo —acertó a decir, con la voz deformada por los nervios.
—¿Cómo dices?
—No sé quién es, pero no puede ser Jairo. El cadáver que encontramos tenía los dos brazos extendidos. Con la metralla en el codo, ni siquiera estando muerto podría haber estirado el brazo izquierdo.
Colgué y me volví hacia mi padre:
—¿Llevas tu navaja suiza encima?
—Sí, claro. ¿Qué demonios está pasando?
Me acerqué a él y le susurré al oído:
—Creo que ese cuerpo no es el de Jairo, hay que parar la incineración.
Cogí la navaja con disimulo y abrí la puerta del horno.
—Necesito que me dejen un minuto a solas con mi hermano —le dije al empleado, que me miró horrorizado como si no se creyese lo que estaba viendo.
—Eso es imposible. El horno está programado para dentro de tres minutos y no se puede desprogramar.
—Pues entonces dese prisa en abandonar esta sala —le ordené.
—Señor, soy consciente de su dolor, pero entienda…
—¡Salga ya! —le grité, al tiempo que le expulsaba de la habitación, sin guardar ya las formas.
Por suerte había una cortinilla en el ventanal de la sala contigua y la corrí, aunque vi que mi padre se había inventado alguna excusa pertinente porque ya los estaba desalojando a todos. Lo que iba a hacer a continuación no necesitaba testigos.
Abrí el ataúd y arranqué con ayuda de la navaja varios centímetros del putrefacto cuero cabelludo detrás de una oreja, al modo escita. Lo escondí en el bolsillo interior de la americana y cerré la tapa del ataúd justo a tiempo para que la cinta transportadora comenzase a avanzar hacia la trampilla del horno.
Adiós, quien quiera que seas, me despedí. En ese mismo momento, el empleado volvió con dos vigilantes de seguridad.
—Está bien, está bien —les calmé—. Ya me voy, no quiero dificultar más su trabajo.
Atravesé a buen paso los pasillos de mármol cruzándome con los expulsados del crematorio, que sin duda habían llegado a la conclusión de que se me había ido la cabeza. Arranqué el coche de Dana en dirección al laboratorio del Paseo de Pereda con un pensamiento que se había llevado por delante todo lo sufrido los últimos días. Necesitaba comprobar, por encima de cualquier otra cosa en el mundo, si Nagorno estaba vivo en esos momentos o era un cuerpo que ardía en llamas bajo la atenta mirada de media Santander.