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Lunes, 5 de noviembre

Llegamos a primera hora de la mañana al Tanatorio del Alisal, pasado el Puerto de Santander. Era un edificio pulcro, gris y aséptico, como solo pueden serlo este tipo de lugares. La sensación desagradable, incluido el vello erizado en la nuca, no me abandonó desde que traspasé el umbral con los dos hermanos del Castillo que quedaban. Ambos vestían trajes negros ajustados y corbata. Ambos estaban serios y apenas habían cruzado cuatro palabras entre ellos, pero cuando comenzaron a llegar los conocidos con sus condolencias, tanto Héctor como Iago se colocaron su máscara de afabilidad y atendieron a todo el que quiso acercarse. Me alegré de volverme invisible y aproveché la situación para salir del edificio a tomar un poco de aire.

El día era frío y oscuro.

A mí me daba igual.

Minutos después de salir me sobresaltó una melodía conocida, miré la pantalla y vi un nombre que mi móvil casi había olvidado.

—¿Qué tal, Dana? —preguntó la voz de mi primo al otro lado de la línea.

Era complicado resumir cómo estaba. Era complicado decidir en una fracción de segundo lo que podía contarle y lo que no, así que opté por dar una respuesta al uso:

—Estoy bien, me alegro de que por fin me llames, ¿cómo estás tú?

—¿Que cómo estoy?, pues no sé cómo debería sentirse uno cuando su exmujer está destrozada por la muerte del tío que ha roto tu matrimonio. No sé, Dana. Estoy preocupado, Elisa tiene un comportamiento muy errático, ¿tú cómo la ves?

—Conmigo no habla desde el día que te puso la cornamenta. De hecho, su pasatiempo favorito en el museo desde entonces ha consistido en poner a todo el personal en mi contra.

—¡Vaya!, se ha pasado al lado oscuro.

—Ni más ni menos.

—Siento que te haya salpicado de esa manera —murmuró con voz grave. ¿Eran ilusiones mías, o parecía más maduro?

—Sí, yo también lo siento.

—¿Sabes la última?, ha dejado el chalet. Ha alquilado un piso más pequeño en Santander, ¿tú te crees? Se está volviendo loca decorándolo, como si no tuviera suficientes gastos con los nenes… en fin.

—Marcos, siento interrumpirte, pero precisamente estoy viendo a tu ex entrando en el tanatorio y tengo que dejarte. Me alegro de que hayas llamado. ¿Nos veremos pronto?

—Sí, claro, nos llamamos —me lanzó un beso y colgó.

Vi a Elisa avanzar hacia mí con unas gafas de sol de pasta negra que le quedaban demasiado grandes. Iba vestida con un ceñido traje negro de la cabeza a los pies, como si fuera la viuda de algún capo siciliano. Por suerte pasó de largo, levantando la cabeza en un gesto de desprecio. El funeral de Jairo del Castillo estaba a punto de empezar y la incineración estaba programada para una hora después, pero yo no pensaba quedarme a despedir al asesino de mi madre.

Al velatorio previo había acudido una curiosa mezcla de gente. Por un lado, el personal del MAC en pleno, junto con algunas autoridades de Santander y compañeros del golf de Pedreña. Por otro lado, rubias de todas las complexiones y tamaños mojaban sus pañuelos compungidas. Era curioso que Elisa perteneciera a las dos categorías, aunque optó por colocarse en el lado de los empleados del MAC. Para sorpresa de todos los presentes, actuó como si fuera la viuda oficial, llorando sobre el ataúd cerrado sin ningún tipo de continencia ni de pudor, iniciando con ello una nueva oleada de rumores y teorías entre el personal del museo.

Por suerte Iago se acercó, tomándome por la cintura, y a la orden de un escueto «vamos», le seguí por los pasillos de mármol y cristal hasta un solitario jardín atrapado en el centro del edificio. Era sobrio y minimalista como el resto de aquel microcosmos, y el césped se asfixiaba rodeado de cemento. Un ciprés ejercía de recordatorio: seguíamos en el territorio de la Muerte.

—Sé que te has esforzado para que no lo notara, pero has estado distante conmigo desde el Día de los Difuntos. Creo que aún nos queda algo por aclarar.

Por supuesto que aún queda algo, asentí para mí.

—¿Estás seguro de que quieres que hablemos precisamente ahora? —le tanteé.

—Es un momento tan bueno como otro cualquiera. Vamos, Dana, dispárame tus reproches.

Como quieras…, suspiré.

—¿Sospechaste de Jairo desde el primer momento?

—Sí —asintió, con las manos en los bolsillos—, el cuaderno estaba repleto de pruebas incriminatorias que arranqué la noche que abriste la caja fuerte.

—¿Por qué, Iago, por qué me lo ocultaste? Llegué a sospechar de ti.

—Lo sé, pero era un riesgo asumible. Si tus sospechas hubiesen ido a más y nuestra relación hubiera peligrado, te lo habría contado.

—No me sirve.

—Sé que preferirías haberlo sabido desde el primer momento, pero mi plan era atraer a Nagorno en cuanto tuviera la manera de acabar con su longevidad, aunque no sabía cuándo llegaría ese momento. Sinceramente, no pensé que daría tan pronto con los inhibidores de telomerasa, pero había mucha literatura científica al respecto, solo tuve que adaptar lo que habían descubierto otros laboratorios a mi objetivo.

—Lo que me duele es que solo me contaste que continuabas con tus investigaciones a espaldas de Lyra porque a mí no podrías haberme ocultado las horas que pasaste después en tu laboratorio. Al igual que al resto de tu familia, me vas contado lo que te conviene, pero me sigues guardando secretos y ocultando tus planes. Lo de Londres fue una trampa para atraerlo, ¿verdad? —le reproché, dándole la espalda.

—Era el primer anzuelo. No sabía lo impaciente que estaría Nagorno por aparecer. Por eso dejé que Lyra viese que estaba investigando en el Paseo de Pereda. El riesgo era alto, pero precipitaría las cosas. Aunque podía haberme pasado años lanzándole cebos.

—Años mintiéndome, en realidad… —exhalé humo caliente que jugó con el aire helado.

—¿Y para qué debería habértelo contado, para que no vivieras? Lo que encontré en el cuaderno de tu madre eran sospechas, Dana. Sospechas que habrían mediatizado tu vida —estalló—. ¿Qué habrías hecho, buscar por todo el globo terráqueo, debajo de las piedras, en la estación espacial de la MIR? Habrías centrado toda tu existencia en una obsesión: encontrar a Nagorno y preguntarle si él la mató. Yo te lo he traído, te lo he puesto en bandeja, con un coste altísimo para mi familia.

Se interpuso entre mi cuerpo y la fea pared de hormigón, encarándose a mí con esa voz que no le pertenecía:

—Dime, Adriana: ¿qué más me puedes pedir?, ¿que haga las cosas a tu manera? Aprende de una vez que eso no ocurrirá. Y ahora, decide si quieres seguir a mi lado. Es el momento.

—Dame tiempo.

Sus ojos de hielo me fulminaron.

—El que quieras, tengo de sobra.

Abrió la puerta como si fuera a arrancarla y desapareció.

Genial. Nuestra segunda gran bronca, cuatro días después de morir sus dos hermanos.

Lo mío es tacto, pensé.

Lo cierto es que había intentado retrasar aquella conversación, pero a duras penas había podido disimular mi incomodidad ante Iago. Me faltaban milenios de rodaje.

Me dirigí a la salida del tanatorio con cara de circunstancias y allí me encontré con Salva, que vino a rescatarme haciendo honor a su nombre.

—¿Estás bien, chorbita? —me dijo, dándome una palmadita fraternal en la espalda—. Me han dicho que estuviste en el rescate de Kyra, tuvo que ser una experiencia muy traumática.

—Lo fue, te lo aseguro. ¿Vas a volver ahora al MAC?

—Sí, no me voy a quedar más.

—Yo tampoco, ya he tenido suficiente. ¿Puedo ir en tu coche?, quiero ultimar algunos detalles de la Sala de Interpretación.

Iago tenía las llaves de mi coche, y no me apetecía volver a verle de momento.

—No sé cómo Héctor y Iago se han empeñado en mantener la fecha de la inauguración, después de lo que han tenido que pasar —comentó mientras nos encaminábamos hacia su coche.

Me encogí de hombros a modo de respuesta y pusimos rumbo al MAC. Necesitaba despejarme un poco de flores, muertos, ataúdes y cadáveres flotantes. Una vez allí, me despedí de él y me encerré en la sala sin saludar a nadie. Si me concentraba lo suficiente, podría fingir por un rato que era una arqueóloga anodina ejerciendo en un Museo de Arqueología al uso, y no en un nido de inmortales que morían de dos en dos.

Me puse a trabajar con los maniquíes que nos habían traído a última hora y fijé toda mi atención en ellos. Se suponía que eran articulados, y que podía cambiarles de posición a mi antojo, pero empecé a dudarlo después de intentar durante un rato doblarle el codo a uno de los cazadores. Pero no había manera. Aquel codo estaba anquilosado y no cedería por nada del mundo.

Entonces caí en la cuenta.

Mierda.

Me había venido la imagen del cadáver de Jairo, con los brazos y las piernas extendidos balanceándose con las olas. No podía ser. Aquella imagen no estaba bien. Jamás podría haberse producido.

Me saqué temblando el móvil del bolsillo trasero del pantalón y tecleé el número de Iago.