Sábado, 3 de noviembre
El inspector de policía llamó con los nudillos a la puerta del despacho.
—Pase —dijo Iago, acercándose a la entrada e invitándole a entrar.
—Oh, no sabía que estaba ocupado. Si lo prefiere, puedo esperar fuera —dijo cauteloso, al reparar en mí.
—No se preocupe, es mi mujer. Estuvo presente en el accidente y ya le tomaron declaración. Puede hablar con total libertad, ella está al tanto de todo.
—Comprendo —se atusó los pelos que intentaban cubrirle la calva, en un gesto de coquetería. Parecía demasiado bonachón como para dedicarse a asuntos tan desagradables. Su figura oronda y su barriga más que incipiente bajo la apretada camisa blanca de oficinista me recordaban a los frailes de las etiquetas de cerveza alemanas.
—Veo que se está recuperando de la caída satisfactoriamente —comentó.
—No crea, todavía me duelen algunos órganos que ni sabía que tenía —dijo Iago, fingiendo moverse con cierta dificultad—. Por suerte los calmantes que me prescribieron son muy efectivos.
—Me alegro mucho por usted. Bien, lo que había venido a decirle es que por hoy vamos a concluir la búsqueda del cadáver de su hermano. Los buzos no tienen mucha visibilidad a estas horas de la tarde, así que se han retirado. Han pasado cuarenta y ocho horas desde el accidente, por lo que el cuerpo debería emerger ya. Mañana volveremos y continuaremos. Vamos a dejar la zona acordonada. Entiendo que sea un fastidio para su personal prescindir del aparcamiento…
—No se preocupe —le interrumpió Iago—, usted continúe con su trabajo. Haga lo que deba.
Iago se esforzó en sonreír para el inspector. Alguien que no le conociera bien pensaría que no llevaba del todo mal lo ocurrido el Día de los Difuntos. Caminaba, hablaba y se movía igual que Iago del Castillo, aunque yo sabía que no era él. Había sido sustituido por un autómata, alguien duro por fuera y vacío por dentro. Iago decía que los longevos no envejecían, pero no era cierto. Yo lo vi: vi cómo unas horas le sumaban años y aparentaba más edad que el día que le conocí. Algunas arrugas finas y poco profundas, pero que le endurecían el rictus se instalaron en su rostro y ya nunca se fueron.
—Hay algo más —dijo el inspector, sentándose después de esperar una invitación que no llegó—. La grúa ha remolcado lo que queda del coche de su hermano. ¿Qué deberíamos hacer con él?
—Enviarlo al desguace.
—Pensé que tal vez la familia prefería conservarlo por motivos sentimentales. Por lo que han dicho los técnicos, es un vehículo bastante antiguo, una pieza única. Quiero decir, que podrían reconstruirlo…
—No nos interesa —le cortó Iago de modo tajante—. Si no es problema para ustedes, les agradecería que lo enviaran al primer desguace que tengan en mente. Si no es procedimiento habitual, yo mismo me encargaré del trámite.
—Daré la orden enseguida, no se preocupe —dijo lanzando un largo suspiro mientras se encaminaba hacia la puerta. Cuando llegó hasta ella, se giró pesadamente para despedirse—. Mañana a primera hora volverán los buzos.
Iago esperó un par de minutos hasta escuchar como los pasos del grueso policía se perdían escaleras abajo.
—Vamos —me dijo, tendiéndome la mano.
—¿Adónde se supone que vamos? —quise saber.
—A la lengua de roca, quiero ver por mí mismo cómo van las tareas de rescate.
—¿Y tú crees que es buena idea? —dije, sintiendo un pequeño escalofrío solo de pensar en volver al lugar donde Kyra había fallecido tan solo dos días atrás.
—Escucha, Dana. Sé que va a resultar duro, pero cuanto antes volvamos mejor. Ese lugar era único para nosotros, y quiero que lo siga siendo pese a lo que ha ocurrido. No quiero que desarrollemos ningún trauma con el escenario. Además, cuantas más horas pasan, más preocupado estoy con el hecho de que no aparezca el dichoso cadáver de Nagorno.
—¿Tú crees que sobrevivió? —sabía que detrás de todo aquello, aquel era su mayor temor, pero quería que me lo dijera por él mismo.
—No lo sé, cualquier persona habría muerto por el impacto con el agua, pero Nagorno no es, ni mucho menos, cualquier persona. De todos modos, aunque hubiera sobrevivido a la colisión, tendría que haber nadado hasta la orilla y haber subido por la roca para escapar, y ninguno de nosotros vio nada, tampoco el personal de la ambulancia, ni la policía cuando llegó.
—Iago, siento actuar como una madre, pero deberías estar en el hospital o en la cama descansando y recuperándote de la paliza.
El autómata apretó la mandíbula, y siguió andando, sin apenas mirarme.
—No lo hagas, no actúes como una madre. Nunca voy a hacerte caso en ese tipo de cuestiones. La mayor parte de mi vida he transitado por épocas en las que una persona era malherida y seguía su camino sin reposar.
—La civilización trae privilegios como esté, no los desprecies. Se les llama adelantos en la calidad de vida. Deberías probarlos, por una vez.
—Como te he dicho, deberías dejar de insistir —dijo dándome un beso mecánico y cogiéndome la mano—. De todos modos, puedes seguir intentándolo el tiempo que creas conveniente, ya te cansarás. Vamos.
Le seguí a regañadientes. De todo su argumento, lo único que me convencía era lo de no dejar que nuestra lengua de roca dejase de ser un lugar especial para ambos.
Cuando bordeamos el edificio y llegamos al aparcamiento desierto, las furgonetas de la policía ya se habían ido, aunque habían dejado la cinta amarilla acordonando la zona para persuadir a los curiosos de que no se acercaran.
Me colé por debajo de la cinta, mientras que Iago pasó por encima de una zancada. Pensé en lo que le dolería aquel gesto, pero él no mostró en el rostro ninguna incomodidad. Llegamos al matorral de lavanda, que había quedado destrozado y aplastado porque era el lugar donde los dos vehículos se habían precipitado al vacío.
—No sé qué tiene Nagorno contra mis plantas —creo que le escuché susurrar.
—La volveremos a plantar, no te preocupes.
—No lo dudes.
Me quité los zapatos y bajamos. En realidad el paisaje no había cambiado mucho. Sobre la roca que pisábamos había quedado la huella del impacto del coche de Iago. Pero la marea había subido varias veces desde entonces, y se había llevado los restos de los faros rotos y la sangre de Kyra. Por suerte, ya no quedaba nada de la mancha que yo recordaba. Era un alivio.
—Iago, con respecto a lo que Jairo me contó de lo que te hizo en Escitia…
—Prefiero no hablar de eso. Posiblemente tú le des más importancia de la que tuvo —dijo escrutando la línea del horizonte.
—Pero, ¿vuestro padre nunca se enteró?
—Mi padre no debe saberlo nunca —me cortó tajante.
—¿Por qué?
—Porque tomé esa decisión desde la primera noche en la que ocurrió.
—No has contestado mi pregunta.
—Tus preguntas me agotan. Solo intento seguir adelante.
—Sí, pero…
—¡Hay que seguir adelante, Adriana! —me grito, sin mirarme ni un momento—. Hay que seguir. Simplemente déjalo pasar y sigamos adelante.
Pero no le hice caso.
—No, Iago. No voy a dejarlo pasar. Si quieres que me considere tu mujer, necesito que me cuentes lo que te hizo Nagorno, necesito entender vuestra relación de una vez por todas. Es una parte importante de quién eres. No quiero que me lo ocultes, es como si yo no te hubiera contado nunca el trauma de la muerte de mi madre. No me habrías conocido del todo, estaríamos juntos, pero yo me estaría guardando mucho de mí. Solo una vez, Iago, cuéntamelo solo una vez, y no volvamos a hablar de esto.
Cerró los ojos y se mordió los labios, ni yo misma sabré nunca el esfuerzo que tuvo que hacer aquel día cuando me lo contó. Me relató con lentitud todos los detalles, lo que quería oír y lo que nunca habría querido escuchar porque esas imágenes no se han ido nunca de mi cabeza. Me hizo una descripción fría, casi médica, de lo que aquellos bestias le hicieron durante años, ordenados por su hermano. Varias veces estuve a punto de vomitar y me reprimí, pero el regusto agrio duró todo el día en mi boca.
Ahora creo que Iago jamás me lo habría contado si no hubiera sido porque, tras los acontecimientos del Día de los Difuntos, todos nosotros, los tres que sobrevivimos, superamos los primeros días un estado de conciencia diferente. No estábamos muertos, pero tampoco estábamos del todo en este mundo. Después de su relato vino un espeso silencio, el llanto silencioso de un hombre de moral destrozada, tal vez el rumor de las olas golpeando, no lo sé, no lo recuerdo.
Estábamos a punto de irnos cuando lo vimos.
Primero, algo informe de color granate emergiendo. Era el traje que llevaba Jairo del Castillo el Día de los Difuntos. Un ciclo que se inició el día de la exposición del poblado cántabro y que por fin terminaba. Después, mecido por las olas a varios metros de nosotros, el cuerpo entero de Jairo salió a la superficie formando un aspa, con la cabeza metida en el agua mirando al fondo del mar. Su cuerpo era como una X macabra en el plano de un tesoro pirata. Iago se lanzó de cabeza al agua y lo trajo a la orilla de cuatro brazadas. Reprimí el asco al tirar de la manga mojada de la chaqueta de terciopelo para ayudarle a traerlo a tierra firme. Toda la piel, que había adquirido un tono entre azul y verde oscuro, estaba hinchada y tirante, deformando sus facciones hasta dejar la cabeza más parecida a un balón que al rostro humano que un día fue. Aun así, reconocí el pelo negro, que por una vez se extendía libre como un manojo de algas, en lugar de mantenerse invariablemente repeinado hacia atrás. Iago, empapado y extenuado, me pidió el móvil y llamó al inspector, que estuvo con nosotros en veinte minutos, mirándonos severamente como si hubiéramos cometido una falta. Luego recordé que sí que lo habíamos hecho, saltándonos el cordón policial. Pero tanto a Iago como a mí una mirada de reproche nos traía sin cuidado.
Nagorno, «el inmortal», había muerto. De nuevo había cambiado el plano de la realidad, otro edificio de creencias se había derrumbado y necesitábamos algo de tiempo para asumir el nuevo presente libres de él.