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Día de Júpiter, quinto del mes de Ngetal

Jueves, 1 de noviembre

—Lo que hiciste ese día es indigno incluso para ti —le dije, sin dejar de controlar el cuerpo de Dana, que había caído desmadejado a sus pies.

—Dime, hermano, ¿qué me habrías dicho si os lo hubiera pedido? Llevo veintisiete siglos viendo como padre y tú creáis nuevas familias, las despreciáis y abandonáis a vuestros hijos como si fueran bastardos. Yo jamás haría algo así. ¿Cuánto tengo que esperar para tener lo que a ti se te ha dado y desprecias?, ¿la posibilidad, una y otra vez, de no estar solo?

Se me escapó un leve gesto de sorpresa.

—Nunca dijiste que quisieras eso.

—Nunca preguntaste. Reconócelo, Urko. No habrías accedido a investigar si te lo hubiera pedido como un favor. Tuve que implicar a Lyra para que tú corrieras a salvarla. Es el único resorte que pones por delante de tus propios intereses.

—Eran tus sobrinos, Nagorno. ¿Cómo pudiste hacerle eso a tu sangre?

—No te atrevas a juzgarme. Syrio y Vega se me aparecen cada noche, y asumo mi condena. Pero Lyra me acabará perdonando. Dentro de varios milenios, cuando sus hijos longevos lleven todo ese tiempo a su lado, ella olvidará a los últimos caídos.

—No los olvidará, ningún hijo se olvida. Y el hueco que dejó tu hija, Olbia, tampoco será llenado nunca, pero aún eres joven para saberlo.

—Deja de acercarte, Urko. Tu novia estará a salvo si me dejas huir.

Nagorno estaba a pocos metros de mí, tanteando por dónde escapar, pero no tenía intención de ponérselo tan fácil.

—¿Huir con qué, Nagorno? Por eso has vuelto precisamente ahora, ¿verdad? Porque este laboratorio está hasta arriba de micrófonos —y contaba con ellos para atraerte aquí—. Por cierto, ¿cómo te las has arreglado para entrar?, cambiamos la contraseña.

—Aficionados… —masculló, sacudiendo la cabeza—. No esperaba que me fueseis a contar lo que habéis descubierto.

—Por una vez te va a tocar investigar por ti mismo.

—Encontraré la manera —me confirmó, apartando la mirada en un gesto de impaciencia.

—No lo dudo.

—¿Empezamos ya?

—Sea.

No acabé de pronunciar la última palabra, cuando se lanzó sobre mí con una pierna estirada. Me golpeó la boca y la mejilla, y me desestabilizó hasta hacerme caer hacia atrás, aunque tuve el reflejo de agarrarle la pierna durante mi caída e hice que se golpeara con la cara sobre una banqueta.

Empatados.

De momento.

Al entrar, la había dejado sobre la primera bancada con disimulo, así que mi objetivo en realidad era acercarme con Nagorno hasta la entrada, aunque eso supusiera varias fracturas de más para mí. Lo asumí. Nagorno se mantenía entrenado, con su forma limpia y coreográfica de combatir. Se despejó antes que yo y saltó sobre mis costillas. Algunas se hundieron bajo el impulso de su peso, pero no quebraron. Aun así, no dejó que recobrara el aliento y me golpeó con la banqueta. Él sabía dónde eran más dolorosos los golpes, más eficaces, más letales.

Estaba probándome. Estaba probando mi inmortalidad. Quería saber si yo era solo un longevo, o alguien como él, a quien las heridas mortales no le afectaban. Pero yo seguía fijo en un único pensamiento, llegar con Nagorno a la primera bancada. Dejé que me siguiera golpeando, arrastrándome por el suelo a pesar de los estertores. Siempre me había ocurrido lo mismo: cuando el dolor era tan intenso, mi cuerpo y mi mente se disociaban, y comenzaba a pensar en otro plano de la realidad. Esperé pacientemente a que llegara ese momento, golpe tras golpe.

Y llegó.

Dejó de doler.

Había visto a Nagorno matar muchas veces antes. Era silencioso y eficaz, y la mayor parte de los cuerpos no habían aguantado tanto como estaba aguantando el mío. Eso le exasperó, pero yo seguía ganando centímetros con esfuerzo hasta llegar a mi objetivo. Por suerte los huesos de la mano estaban intactos. Pude agarrarme a la banqueta para ayudarme a subir y los dedos se cerraron alrededor de las patas, respondieron a las órdenes que les dio mi cerebro, algo que de por sí ya era un mérito.

Nagorno, aquel maldito escita que mi padre engendró tres mil años atrás, me dio un respiro, preparándose para su golpe final. Algo contundente y teatral, imaginé. Dejó que me incorporara, aunque no reparó en la jeringuilla que yo había dejado al entrar en el laboratorio. Eché mano de las fuerzas reservadas, y en un movimiento más rápido que el suyo, agarré el pequeño cilindro de plástico y se lo clavé en el corazón. El impulso de mi cuerpo lo tumbó, y caímos los dos sobre el suelo. Apuré todo el contenido hasta que no quedó nada.

—¿Qué me has hecho? —gritó horrorizado en su lengua original.

«No tengas prisa por averiguarlo, acabarás dándote cuenta», estuve tentado a decirle.

Pero callé. Callé porque parte de su calvario y de mi venganza pasaba por que él no supiera lo que acababa de hacerle.

Tal y como alguna vez afirmé, siempre fui mejor estratega. Fue necesario engañar a Lyra, y hacerle creer que había descubierto mi laboratorio clandestino, cuando lo que hice fue exponerlo a la calle más transitada de toda Santander. Acceder a llevar mis descubrimientos a la guarida de la bestia, donde era previsible que Nagorno continuaría espiándonos. Todo para atraerlo de nuevo y confirmar lo que sospeché desde el día que Dana abrió su particular caja de Pandora: que mi hermano era el paciente que mató a la familia de Lyra, que de esa forma la implicó en su objetivo de tener hijos longevos, que de un solo movimiento maestro nos implicó a todos. Ese día decidí acabar, de una vez por todas, con su inmortalidad, o su longevidad extrema. El precio, estaba por ver, tal vez iba a resultar demasiado elevado y se iba a llevar por delante la única relación auténtica que había tenido en toda mi vida, la de Dana.

Entretanto, Nagorno se arrancó la jeringuilla con el espanto deformándole el rostro, y salió huyendo del laboratorio. Noté entonces el cuerpo tibio de Dana abrazándome, tosiendo, mirándome angustiada como si fuera a morirme. Tuve que mentirle para tranquilizarla.

—No te preocupes, me han dado palizas peores muchas veces, mañana estaré mejor. Deja que Nagorno se vaya, nosotros ya hemos hecho lo que teníamos que hacer.

Se incorporó con dificultad, dando traspiés mientras se dirigía hacia la puerta del laboratorio, y me gritó con la voz desafinada:

—¡El cuerpo de Kyra no está!

—Ven, ayúdame. Vamos a salir a pedir ayuda.

Por suerte mi padre acababa de llegar. Le había puesto al corriente mientras tomaba un taxi que me llevara al museo. Él, acostumbrado a todo, como solo podía estarlo un hombre de su edad, me pasó el brazo sobre su hombro y me ayudó a salir del edificio. Pensábamos que lo peor había pasado ya, pero el verdadero infierno estaba a punto de desplegarse ante nuestros ojos.

Cuando llegamos los tres a la explanada del aparcamiento del MAC vimos cómo Lyra, montada en mi todoterreno, embestía al descapotable de Nagorno, que había dado marcha atrás en un intento de escapar. Lyra arremetió con tal fuerza que el pequeño Porsche rojo dio un elegante salto en el vacío, atravesando el cielo como si fuera el hombre-bala de un circo, y se sumergió en el mar, a veinte metros del acantilado. Pero aquello no fue lo peor. Lo peor fue que mi coche, con Lyra dentro, se quedó colgado entre el risco y el aire, luchando contra la fuerza de la gravedad mientras Lür corría hacia ella, en un intento de sacarla del vehículo antes de que este se precipitara por la pared rocosa.

Demasiado tarde.

Mi padre no llegó a tiempo. El coche cayó, y Lyra con él, dando varias vueltas de campana contra las rocas antes de quedar clavado sobre nuestra lengua de roca. Mi padre y Dana se descolgaron, gritándome que me quedara arriba y que llamase a una ambulancia. Hice la llamada, pero después les seguí, aunque a duras penas. En realidad el cuerpo no me dolía, estaba entumecido por los golpes. Los miembros no me obedecían del todo, o lo hacían torpemente. Mientras bajaba pude ver las maniobras desesperadas de mi padre y Dana por auxiliar a Lyra. Su pequeño cuerpo había atravesado la luna delantera y su cabeza quedó durante demasiado tiempo debajo del agua. Miré durante un solo instante las figuras concéntricas que dibujaba el mar en el lugar donde impactó el coche de Nagorno, pero Nagorno había muerto ya para mí y no era asunto mío nunca más.

Pero sí de Lür. Lo vi en su mirada, la silenciosa súplica para que me hiciera cargo de Lyra y él pudiera lanzarse al agua e intentar rescatar a su hijo. No quise darle réplica, dejé que él tomara su propia decisión, y así lo hizo. Se tiró de cabeza y se perdió bajo la superficie de la fría masa del Cantábrico.

Entonces presté toda mi atención a Lyra, que yacía inerte sobre el suelo irregular de roca. Evalué la situación, pero enseguida me di cuenta de que no respiraba, y aquella evidencia se llevó por delante a Iago del Castillo.

Aún no sé cuál de mis identidades tomó el control.

Está en parada cardiorespiratoria. Procedo a reanimación cardiopulmonar. Primero, sigo la línea de las costillas hasta que localizo punto de masaje. Segundo, abro las vías aéreas, hiperextiendo la cabeza con maniobra frente-mentón. Tercero, comienzo el boca a boca: sello nariz con mejilla, lateralizo cara, insuflo aire dos veces. Cuarto, cuento a ritmo rápido mientras comienzo compresiones torácicas. Y uno, y dos, y tres, y cuatro… y treinta. Dos insuflaciones más.

Observa.

Su tórax no se eleva.

Continúa.

Dos insuflaciones. Y uno, y dos, y tres, y cuatro… y treinta. No se eleva. Y uno, y dos, y tres… ¿Dónde está padre? No puede haberse ahogado también, no puedo perderlos a todos en este día aciago. Dos insuflaciones, aún no se mueve. Y uno, y dos, y tres, y cuatro… y treinta. Dos insuflaciones. Nada ha cambiado. Dana grita algo, no entiendo su extraño idioma. Concéntrate. Dos insuflaciones. Y uno, y dos, y tres, y cuatro… Padre vendrá, no se ha ahogado. Padre vendrá. Lyra vivirá.

Cuando volví a mirar hacia el mar, mi padre volvía a la orilla con el gesto derrotado. No había encontrado a su bastardo. En ese mismo momento, Lyra comenzaba a toser aparatosamente, y yo me derrumbé, aliviado.

Estaba viva.

Una vez más, había cumplido la promesa que me hice cuando nació de mantenerla con vida.

Mi padre se la cargó a su espalda y subió con ella por el estrecho camino de la pared de piedras, mientras nosotros le seguíamos. La ambulancia no tardó mucho en llegar, la estabilizaron, la montaron en la camilla, y le pusieron oxígeno.

Luego, ya relajado, me volví hacia Dana. Nos tocamos las caras como ciegos, nos besamos pese al gusto oxidado de la sangre que resbalaba por mi cara, nos abrazamos fuera del tiempo como si no hubiera ni un ayer, ni un hoy, ni un mañana. Solo nosotros.

Pero entonces se apagó. La pantalla de la torre de monitorización cardiaca de Lyra dejó de dibujar una curva sinusal y dio paso a una línea recta y a un pitido que aún escucho. Su corazón no aguantó. Y no fue el impacto de la caída. El corazón de Lyra no aguantó la última revelación. La de la familia que asesina a la propia familia. La del hermano psicópata que a veces protege y otras ejecuta. La del padre indolente que lo pasa todo por alto. La del otro hermano que no soluciona nada.

Se acabó.

Tuvo suficiente.

No quiso más.

Y sé también que no habría soportado otra última revelación, traicionera, vergonzosa. La que nunca me atreví a que vislumbrara por miedo a perderla. Esa carga quedaría ya para siempre instalada en mi conciencia.

Mi padre salió de la ambulancia, dejándose caer de rodillas en la tierra, y comenzó a mecerse hacia adelante y hacia atrás, ajeno a todo, como si aquel movimiento le consolase. Por lo visto nos olvidamos de los extraños que teníamos alrededor, porque Dana me contó que Lür llamó a su hija por todos los nombres que ella usó. Lyra, Kyra, Tyra, Dyra, Eyra, Byra, Myra, Cyra… La llamó, en una letanía sin respuesta, salvo la mía. Dice Dana que ambos gritamos en mil lenguas distintas, y me preguntó una vez si tal vez usamos el primero, mi dialecto paterno. Y creo que sí, que lo hicimos. Que algo muy primario emergió en nuestras cabezas y Dana pudo ver al hombre primitivo que estaba amordazado bajo capas y capas de civilización. Por primera vez una arqueóloga del siglo XXI pudo escuchar el lenguaje del hombre prehistórico.

Taparon el cadáver de aquella diminuta mujer de 2.500 años, como se guarda un traje que no se va a usar hasta la próxima temporada.

Lyra tenía quien le esperase en el más allá. Deseé que Teutates, el guardián, le llevara al mismo puerto donde quince años atrás habían recalado su hombre y sus dos niños amados.

Al día siguiente hicimos una misa en la parroquia de su barrio para aplacar la curiosidad del personal del MAC, que acudió en masa buscando saber todos los detalles del cotilleo del año. El entierro que vino después fue íntimo y privado, solo acudimos tres personas, para evitar las preguntas realmente incómodas, como por qué la enterrábamos en la misma tumba que un hombre fallecido años atrás, o por qué en la inscripción no había referencia alguna a Kyra del Castro, sino un simple «Lyra».