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Jueves, 1 de noviembre

Día de los Difuntos

Me agaché y acerqué mi oreja la boca de Kyra. Por suerte respiraba, tan solo estaba inconsciente. Imaginé la dura pelea que había tenido lugar entre ellos, minutos antes de que yo llegara. Más inquieta de lo que estaba dispuesta a reconocer, empujé la puerta del Laboratorio de Restauración, y corrí hacia el despacho. Más inquieta, más nerviosa y muerta de miedo, debo decir.

Despacio, puede estar en cualquier lado.

La segunda puerta, la puerta secreta en la que nadie reparaba, estaba abierta. Todo estaba oscuro y silencioso, como si el propio edificio se empeñase en ocultar a su dueño, protegiéndolo. Nunca había sentido ese aire maligno que aquel día se respiraba. Encendí las luces para orientarme y pude ver a Jairo tecleando furioso sobre el ordenador. Me fui acercando poco a poco, mientras él se afanaba en copiar material en uno de los pendrive del MAC.

—Solo quiero una confirmación —le grité, sin atreverme a acercarme más a él.

Para mi sorpresa, no encontré a un Jairo soberbio y frío, el asesino al que reprochar su crimen. Encontré a un hombre apesadumbrado, tan impactado como yo por el último giro de los acontecimientos.

—Ojalá pudieras comprender mis motivos, todo lo que tuve que hacer para implicar a Lyra. Estaba desesperado por tener hijos, Adriana. ¿Crees que fue fácil, asesinar a dos niños de mi sangre y a mi terapeuta? Y ahora resulta que era tu madre… —dijo, sacudiendo la cabeza en un gesto de impotencia—. Te puedo jurar que hasta hoy no sabía que eras su hija. Ha sido una dramática coincidencia. Ahora, y ya para siempre, es tu madre a quien maté y no sabes lo que me duele. Eso nos distancia definitivamente.

—¡Por supuesto que nos distancia! —le interrumpí—. Deja ya de justificarte, solo eres un asesino.

—¿Pero estás escuchando lo que te estoy contando? —soltó desesperado—. No… Estás empeñada en que sea el villano de esta historia.

Y vi dolor, dolor por no ser comprendido.

Luego hubo un cambio al ver mi obstinado silencio.

Creo que asumió su rol.

—Bien, así será —susurró—. Quieres ver al Nagorno que han fabricado tus prejuicios, al bárbaro que nació en las estepas. Creí que tú habías llegado a algo más que a rozar la superficie, pero no, ¿cómo podrías? Solo eres una efímera.

—¿Fuiste capaz de matarla cuando descubriste que iba a avisar a Lyra?

Si alguna vez le vi algún gesto humano, había desaparecido del todo.

Ya era él, era Nagorno, con su voz gélida de serpiente.

—Ambos sabemos que esa es una pregunta retórica, aunque te has ganado el derecho a conocer los detalles. ¿Sabes?, la carrera me ha hecho recordar aquel día, cuando subí a su despacho antes de la hora de la consulta, y la sorprendí metiéndose en mis asuntos. Me imagino que tú eras la chiquilla que iba a caballo en la foto de su mesa, ¿no es así?

Asentí con la cabeza, porque no quería que notase cómo me temblaba la voz.

—Pues debo agradecerte que me facilitaras tanto las cosas. Al principio tu madre se negó a tomarse el frasco de pastillas. Sabía que guardaba uno en su cajón porque alguna vez la vi tomarse un par disimuladamente mientras yo llegaba a la consulta. La habría matado de igual manera, pero lo del suicidio me pareció una solución plausible y mucho más limpia para ambos. La tuve que amenazar con que me llevaría el retrato e iría a por ti si no me obedecía. Fue muy digna, debo decir, no suplicó ni se derrumbó. Sabes que siempre he admirado a las mujeres fuertes. Tu madre, allá donde sea que la envié, tiene todos mis respetos.

Me guardé toda la rabia en un sitio bien protegido de mi cabeza al que poder acceder cuando todo pasase.

Iago no llegaba, Kyra estaba fuera de combate y Jairo acababa de robar la investigación de los telómeros antes de salir huyendo. Creo que lo único en que pensé era que no quería un mundo con su estirpe podrida correteando por ahí. Tenía que quitarle el pendrive sin que él se diese cuenta. Pero ¿cómo acercarme a la araña siendo yo el insecto?

Primero elimina barreras, me ordené.

—¿Sabes lo que siento ahora? —le dije, todavía sin acercarme—. Sí, ya lo sé. No te interesa lo más mínimo, soy una efímera. Pero concédeme al menos el derecho a desahogarme.

—Como quieras —aceptó.

—Alivio, mucho alivio. No te equivoques, te odio por lo que hiciste, pero me he pasado la mitad de mi vida creyendo que mi madre se suicidó por las diferencias que tenía conmigo cuando yo era una adolescente insoportable. Ahora el mundo me resulta más ligero.

—No conozco esa sensación —admitió, encogiéndose de hombros, mientras se guardaba el pendrive en el bolsillo interior de la americana granate.

¿Y ahora qué?, pensé.

Jairo tenía que irse, y yo estaba en medio, obstaculizándole la salida. Se imponía un cambio de estrategia.

Busca afinidades.

—Sé que te vas a ir, y que probablemente no vuelva a verte más en mi vida, así que, ¿por qué no sincerarme? Tú también tienes derecho a saber ciertos detalles.

—¿Qué detalles? —preguntó, acercándose sin prisas hacia mí.

—Desde el principio dudé entre tú y Iago —le dije.

—¡Lo sabía! —susurró, mientras se le escapaba un gesto de triunfo.

—Lo peor fue cuando te fuiste con Elisa, los celos que sentí. Y tú lo liaste todo con tu escenita en el acantilado. De no ser por aquello me habría ido contigo.

—Habrías hecho bien, con Iago te vas a aburrir toda tu vida.

—Lo sé, sigue siendo tan solo un salvaje.

Estaba ya tan cerca de él que la última frase fue un susurro junto a su rostro sin arrugas. Entonces se produjo un momento ambiguo, en el que pegué mi cuerpo al suyo y en el que podría haber pasado cualquier cosa entre nosotros.

Objetivo cumplido. El pendrive ya era mío.

—Siempre lo fue —continuó él, ajeno a mi último movimiento—. Y como un salvaje gritaba en Escitia cuando lo forzábamos durante las noches que mi madre requería a Héctor. Tu Iago fue una magnífica ayuda para ganarme el respeto de mi gente —se dio cuenta de que yo había palidecido—. ¿No te ha contado nada? ¿Para qué crees que usaba su planta milagrosa?, al final le hizo más falta a él que al más viejo de los jinetes de mi pueblo.

Madre de Dios. Con diez añitos y ya ordenando sodomizar a su hermano-tío de siete mil.

—Serás hijo de perra… —le escupí entre dientes.

En un segundo, tenía su mano aprisionando mi garganta como la primera vez, salvo que en esta ocasión, me levantó del suelo y me lanzó contra la pared por encima de su oscura cabeza.

—Nadie, ¿has oído? ¡Nadie!, ha sobrevivido a ese insulto en tres mil años.

—Eso es cierto —dijo una voz desconocida a mi espalda—. Hasta ahora.

Alguien había venido por fin, pero no pude averiguar quién era, porque el cráneo me rebotó contra el hormigón y no pude escuchar nada más.