Jueves, 1 de noviembre
Día de los Difuntos
—Vamos mal de tiempo —había dicho Kyra al aterrizar en Santander, pasadas las seis de la tarde—, no llegaremos al cementerio.
—Si queréis, dejadnos a Héctor y a mí en casa de cada uno, y os vais Adriana y tú —se ofreció Iago.
Luego se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—Estoy muy cansado. No te importa, ¿verdad, Dana?
Yo le di mi rápido beneplácito sin dejar de mirar el reloj. Apenas quedaban un par de horas para que el cementerio de Ciriego cerrase, así que Kyra se quedó con el todoterreno después de dejar a Héctor y a Iago, mientras que yo cogí mi coche del aparcamiento del aeropuerto y me apresuré hacia el barrio de San Román.
El tiempo no era mejor que el que habíamos dejado en Londres, una tarde desapacible de viento frío y molesto.
Cuando llegué a la entrada del cementerio me encontré con que toda Santander había tenido la misma idea que nosotras. La carretera se había estrechado debido a los coches aparcados a ambos lados de la cuneta, apretados como abuelas en un día de rebajas. Así que dejé el Clío donde pude y llamé a Kyra para averiguar por dónde iba.
—Ahora llego. Por cierto, Jairo viene detrás —me informó.
Y efectivamente, el dueño del Big Bastard aparcó junto a su hermana. Jairo, que aquel día vestía el mismo traje de terciopelo granate con el que le conocí, salió con varios crisantemos blancos.
—Es la flor de la inmortalidad en Asia —me explicó mientras me tendía uno de ellos con ademanes florentinos—. No puedo permitir que compréis uno de esos horribles ramos preparados que venden en los puestos de la entrada. Son demasiado vulgares, a mi entender.
—Jairo, ¿qué se supone que estás haciendo aquí? —le exigió Kyra.
—Voy a serte sincero: no tengo nada que hacer, así que prefiero integrarme cuanto antes en las rutinas familiares. Más tarde podemos ir a cenar a mi chalet, tenemos comida de sobra.
Miré de reojo a Kyra, que le hizo a Jairo un gesto bastante parecido a un «de acuerdo, me rindo». Jairo sonrió complacido y nos escoltó hasta la puerta del cementerio, donde un enjambre de santanderinos salía ya, dando por terminada su jornada del Día de los Difuntos. Logramos avanzar contra corriente entre rostros serios, niños aburridos y coronas. El aspecto de las tumbas ese día era radicalmente distinto al anodino gris granito del resto del año. Las flores crecían como un sarpullido mal controlado, como si a los muertos les reconfortara aspirar el aroma de un lirio de invernadero.
Me pregunté dónde estaría enterrado el marido de Kyra, aunque pronto me di de bruces con la respuesta.
Frente a nosotras, tres tumbas se levantaban impolutas y más cuidadas que las de alrededor. En el centro, Fénix. A un costado, una más pequeña de mármol blanco, Vega. Al otro, de idénticas proporciones, Syrio. Kyra se agachó y repartió las flores equitativamente.
—¿Son… tus hijos? —ella asintió—. Creí que solo habías perdido a tu marido.
—No, murieron los tres en un estúpido accidente de coche. Nunca te he hablado de ellos, lo sé. Aún soy incapaz de pronunciar sus nombres en voz alta, necesito algo más de tiempo. Puedes entenderlo, ¿verdad?
Asentí con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.
—Iban por la carretera de Santander a Somo, por el tramo peligroso. Fénix continuó recto cuando debería haber tomado una curva.
Cuando me incliné a leer sus lápidas, con Jairo y Kyra a mis espaldas, noté que un escalofrío me recorrió el cuerpo de arriba abajo como un trueno, dejándome inmóvil en el sitio como a un árbol partido. Algo eléctrico y fulminante que cambia la naturaleza de los elementos. En las letras labradas de bronce leí la fecha de sus muertes. Era la misma que la de mi madre: 9 de diciembre de 1997.
—¿Qué pasa, Adriana? —me preguntó Kyra—. Te ha cambiado la cara.
—Es solo una casualidad un poco macabra. Mi madre murió el mismo día que tu familia, mira —le señalé el nicho de mi madre, a pocos metros en la siguiente calle. La inscripción se podía leer desde donde estábamos.
Kyra puso cara de extrañeza y luego se acercó para ver mejor la placa. Jairo y yo también nos acercamos.
—¿Tu madre se llamaba Sofía Almenara? —dijo frunciendo el ceño.
—Sí, ya lo estás viendo. No me digas que la conociste.
—¿Era psicóloga? —insistió, apartándose el flequillo de la cara.
Yo asentí.
—Es extraño. Tu madre me hizo una llamada el día que murió mi familia. Estaba muy nerviosa y apenas se identificó y empezó a hablar, cuando la llamada se cortó. Yo no tenía ni idea de quién era, ni manera tampoco de devolverle la llamada, aunque durante un par de horas me dejó bastante intrigada. Después me llamó la policía contándome lo del accidente de coche de mi familia, y no volví a acordarme de tu madre. Hasta hoy.
—¿Mi madre te hizo una llamada? —la miré incrédula.
Mierda, mierda, mierda.
Pero las piezas del Tetris ya habían empezado a colocarse por ellas mismas en mi cabeza, como cuando llegas a la pantalla número veinte y caen deprisa llenando filas, y tienes ya reflejos para ir encajándolas todas.
Me giré hacia Jairo, pero había desaparecido en algún momento de nuestra conversación. Exactamente en el momento en el que había atado cabos antes que yo.
Kyra también se giró extrañada buscando a su hermano, sin entender aún.
—¿Dónde está Jairo…?
Me apoyé sobre la foto descolorida de mi madre, ella me miró a través del viejo cristal con la cara tensa. El crisantemo que Jairo me dio para ella cayó al suelo.
—Dime, ¿Jairo tuvo una hija que murió por aquella época?
—Sí, Olbia falleció el año anterior debido a un cáncer.
Le di un cabezazo seco al nicho.
—¿Pero Jairo no era estéril? —pregunté con la voz destemplada.
—Sí, pero acudió a una clínica privada de reproducción asistida. Se casó con una de sus muchas candidatas e interpretó el papel de esposo devoto. En aquellos años aún era complicado recurrir a los vientres de alquiler y prescindir del todo de la madre. De todos modos, es la primera y única hija que ha tenido, porque después de perderla ya no intentó tener más. Por eso vino a nosotros para iniciar la investigación en busca de hijos longevos, no quiere volver a pasar por ese trance. ¿A qué viene este interrogatorio?
—¡Vamos! —le cogí del brazo y le obligué a seguirme por las callejuelas del cementerio, esquivando a la gente que aún quedaba rezando a los suyos.
Pero Kyra se negó a continuar y tuve que parar al llegar a la calle principal, mientras veía cómo Jairo sorteaba a los visitantes rezagados varios metros por delante.
—No, hasta que me cuentes qué está pasando —me dijo con la voz cascada que usaba cuando se ponía seria.
Busqué a Jairo por encima de sus hombros desesperada.
—Mi madre tenía un paciente, meses antes de su muerte, que acudió porque había perdido a su hija por una leucemia. El paciente tenía ideas delirantes acerca de asesinar a parte de su familia política y mi madre creía que realmente tenía la intención de hacerlo, aunque la policía no la creyó. Sé que localizó a alguien de su familia, y que tenía pensado llamarle para advertírselo. Eso ocurrió precisamente el día que murió.
Los rasgos de Kyra se endurecieron como un pergamino y salió corriendo hacia la salida, donde vimos a Jairo entrando de un salto en el descapotable y perdiéndose carretera adelante.
—¿Adónde va? —le pregunté a Kyra, mientras ella montaba en el coche de Iago, y yo apretaba el mando del mío.
—Irá al laboratorio del MAC. Si ha vuelto por la investigación, intentará robar todo el material que pueda antes de desaparecer, pero no pienso dejar que lo haga —me gritó, dando un portazo y arrancando el motor.
Intenté seguirlos con mi coche, pero después de respetar el primer semáforo, cosa que ninguno de ellos hizo, les perdí. Aun así, me dirigí por la carretera de la A-71 hacia el museo, mientras marcaba el número de Iago.
—Jairo va en dirección al MAC —dije soltando lo primero que salió del avispero de ideas que era en aquel momento mi cerebro.
—¿Y por qué me llamas para decírmelo? —contestó, con un deje de inquietud en la voz.
Me di cuenta de que tenía que empezar por el principio, como mandaba el sentido común.
—¿Recuerdas la llamada que quería hacer mi madre a la familia del paciente deprimido? Fue a Kyra a quien llamó. Jairo estaba con nosotras en el cementerio, escuchando nuestra conversación, pero ha salido corriendo antes de que pudiéramos preguntarle nada.
Iago tardó un segundo en contestar, escuché algo que se hizo añicos al otro lado de la línea. Tal vez estaba bebiendo agua y se le cayó el vaso al suelo. Tal vez estaba cenando y lanzó los platos contra la pared, quién sabe.
—¡Ahh…! —soltó un gemido para mi sorpresa—, ¡esto no tenía que haber ocurrido así!
—¿Lo sabías? —pregunté con la garganta seca.
—Lo sospechaba. Escucha, Dana —dijo con voz entrecortada—, ya sé que nunca me haces caso cuando te lo pido, pero espera a que yo llegue, sé cómo acabar con esta situación. Voy a tomar un taxi y voy a llegar ahora mismo al MAC pero, por favor, no te enfrentes tú sola a Jairo.
—¿Lo sospechabas? —le grité, reprimiendo el impulso de arrojar el móvil por la ventanilla.
—Te lo contaré todo, te lo juro. Pero ahora no interverg…
—Necesito saber si fue él quien mató a mi madre antes de que vuelva a desaparecer —le corté.
—Lo sé, lo sé, y hablarás con él, te lo juro. Pero espera a que yo esté contigo.
—No puedo arriesgarme a que se marche.
—Tienes que hacerlo, de lo contrario te vas a jugar la vida. Escucha, si yo no llegase a tiempo, te prometo que lo encontraré. Sé dónde estará, siempre he sabido cómo encontrarle —me rogó.
—¿Y si es uno de tus faroles? Entiéndelo, Iago, no puedo arriesgarme. Y por cierto, tú y yo tenemos una conversación pendiente.
Dejó de perder el tiempo en cuanto se dio cuenta de que no iba a convencerme y colgó. Lo único que ocupaba mi mente en aquellos momentos era llegar antes de que Jairo huyera, así que acabé también saltándome todas las señales de stop que encontré por el camino.
Cuando llegué al aparcamiento del MAC, el coche de Jairo destacaba con su rojo brillante frente a la planta de lavanda de Iago como un insecto venenoso. Kyra había dejado la puerta del todoterreno abierta unos metros más allá, pero no había rastro de ninguno de los dos. La explanada estaba desierta, era día festivo y el museo permanecía cerrado al público.
Corrí hacia la puerta de entrada del edificio, que estaba entornada también, y me abalancé hacia las escaleras que bajaban al laboratorio. En el suelo de la entrada pude distinguir el cuerpo inerte de Kyra.