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Miércoles, 31 de octubre

Noche de Halloween

Un sol tibio alargaba ya las sombras de los edificios cuando llegamos al centro de Londres. Héctor conducía con desenvoltura el coche que habíamos alquilado en el aeropuerto de Heathrow. Kyra, a su izquierda, ejercía de copiloto. Iago y yo, en los asientos traseros, completábamos el cuadro.

Tengo que reconocer que no me lo esperaba. Cuando vi que volábamos a Inglaterra, mi primera deducción fue que asistiría a una ceremonia en el claro de algún bosque de robles, con túnicas blancas como en esos ritos neopaganos en los que los druidas portan estandartes y se colocan con muérdago. Pero no en pleno centro urbano. No, desde luego que no.

Dejamos nuestros escuetos equipajes en el Hotel Lanesborough, en pleno Knightsbridge y enfilamos sin ninguna prisa hacia el palacio de Buckingham. Dejamos a un lado el Green Park, que aquella noche lucía toda la gama de colores menos el verde. Los londinenses habían colonizado todos los rincones, incluidos sus extensos parques, como un virus bullicioso.

Aquelarres variopintos de supuestas brujas, manadas de zombis toscamente maquillados, legiones de vampiros en sus distintos formatos. Todo era burla, todo era falso. El subconsciente colectivo occidental se reía de sus antiguos mitos. Londres exhibía su cara más grotesca. Tan solo un disfraz logró inquietarme. Varias veces. Engullido entre la marabunta de sangre falsa y disfraces alquilados a cuarenta libras la noche, me pareció ver la figura de la Muerte. La misma que recordaba en aquella película de Bergman, El séptimo sello, la que jugaba al ajedrez con el Caballero. Reconocí la capa negra, la capucha, y lo más perturbador: el mismo rostro blanco del actor que la había interpretado, décadas atrás. No llevaba guadaña, pero juraría que la gente dejaba cierto espacio al pasar a su lado, como si intuyesen, incómodos, que con solo tocarla caerían fulminados sobre la acera.

Me dejé llevar por la Abadía de Westminster, que a aquellas horas parecía una lápida gigante y por fin frenaron a los pies del Big Ben. Cruzamos hacia el puente de Westminster, siete arcos de metal verde troquelado, y nos detuvimos antes de bajar por las escaleras del embarcadero frente a un monumento de bronce oscuro. Sobre una mole de piedra rectangular se erguía una estatua de tres mujeres en un carro de guerra que un par de caballos encabritados alzaban hacia algún cielo. Las mujeres, lo sabía ya, llevaban la sangre de la T.O.F. La figura que más sobresalía llevaba una corona, tenía el gesto decidido que tan bien conocía, y vestía, al igual que las dos muchachas que le escoltaban, túnica clásica. En un lateral, unas letras grabadas en oro que traduje mentalmente:

REGIONES QUE EL CÉSAR NUNCA CONOCIÓ

TUS HEREDEROS DOMINARÁN

Héctor se puso a mi lado, sin dejar de mirarla.

—Estás frente al monumento a Boudicca, la reina de los icenios. Imagino que en tus libros de texto aparecía como Boadicea.

Guardé silencio pese a que en aquellos momentos se me estaba aclarando una duda. Durante varios meses, cada vez que Iago nombraba a Boudicca, comencé a sospechar que podría tratarse de aquella caudilla britana. Rebuscando en la surtida biblioteca clásica de Iago, encontré la Historia romana de Dión Casio y los Annales de Tácito. Había tenido tiempo para releer la cruda historia, y tragué saliva al darme cuenta de que iba a escuchar aquel relato de dos mil años en boca de sus protagonistas. A nuestro alrededor, la gente pasaba cruzando el puente en busca de fiesta, ignorando a cuatro tipos sin sentido del humor que alzaban sus cabezas ante otra atracción turística más.

—Creo que nunca te hemos contado su historia —prosiguió—, pero esta noche es la adecuada. Nuestra familia celebra la noche de All Hollow’s Eve desde el Neolítico, ya que entonces fue cuando comenzó a celebrarla la humanidad. La noche en que el verano se daba por finalizado y el ganado volvía a los establos de las casas. Esa noche siempre se ha considerado la más cercana entre vivos y muertos, de ahí su nombre: la Víspera de todo lo Sagrado. Los celtas lo llamaban el Samhain, y la celebración duraba en realidad diez días. Durante ese periodo, se abrían las tumbas de los antepasados y se conversaba con ellos, porque la muerte no estaba tan separada de la vida como ahora. La muerte no era tabú. Ahora se tiene por un rito pagano, divertido. Los disfraces, el truco o trato, las calabazas como farolas… Como sabes, toda costumbre comienza con un mito, pero hay mitos que no son dignos de recordarse, porque no enseñan nada bueno a las nuevas generaciones. Por eso duele que una y otra vez se recuerde esta fecha, porque nuestro Samhain debería ser olvidado, y se niega a desaparecer.

Suspiró y tuve la impresión de que se obligó a continuar.

—Boudicca fue mi cuarta hija longeva. Desde la cuna fue diferente, a su manera. Era una niña grande, y no tardó en alcanzarnos en estatura cuando llegó a la adolescencia. En su madurez, era prácticamente tan alta como Iago, salvo que Boudicca era mucho más imponente. Siempre se peinaba con unas trenzas pelirrojas que se negaba a cortar, pese a que podían delatar su edad, ya que en ocasiones se las dejaba crecer hasta que le arrastraban por el suelo, y solo se las recortaba cuando le molestaban para montar. Boudicca nació después de doce lunas, y cuando llegó su quinta década de vida, era evidente que era como nosotros y que no envejecería. Por entonces nos habíamos integrado en el modo de vivir de los celtas. El territorio era amplio, dominado por tribus con costumbres más o menos parecidas, que nos permitía ir cambiando con las décadas y movernos a nuestro antojo. Por primera vez estábamos los cinco conviviendo de manera estable durante varios siglos. Boudicca tenía un gran sentido de la familia. Pese a su carácter de mil demonios, era también una mujer muy maternal, y creo que ese fue el rol que desempeñó entre nosotros. Fue la argamasa que nos mantuvo unidos, a pesar de nuestras diferencias. Pero nada dura eternamente, ni siquiera para una familia como la nuestra.

»En el año 61 después de Cristo llevábamos casi un siglo en Britania. Vivíamos en el actual Norfolk, al este de la isla. Boudicca, que ya había vivido por entonces más de doscientos años, quedó viuda de su último marido, Esuprastus —Prasutago según las crónicas—, jefe de los icenios. Dejó dos niñas que Nagorno crió como propias, enseñándoles a montar siguiendo la antigua costumbre escita, y preparándolas para el combate como se hacía con los varones. Esuprastus había nombrado sucesoras a Boudicca y a sus hijas, conjuntamente con el emperador Nerón, como era costumbre en la época, en un intento de preservar parte de su patrimonio. Pero los ayudantes del procurador romano desobedecieron las órdenes de hacerse pacíficamente con la provincia y fueron extremadamente brutales con Boudicca y mis nietas.

Cuando pronunció la última frase, Héctor se quedó callado durante un rato y dudé si continuaría con su relato.

—Ya sigo yo —intervino Iago—. Ocurrió durante los preparativos de Samhain. Eso no te lo contará Tácito porque los romanos despreciaban e ignoraban nuestros ritos. Habíamos ido a buscar al ganado a los pastos, con la intención de que regresaran al poblado para la noche, dejando a Boudicca y sus hijas con algunos campesinos. Pero cuando volvimos, los encontramos atados a unos postes que habían construido los romanos, aunque vivos. Recuerdo que ninguno fue capaz de contarnos lo que había pasado. Aún no sé si no encontraron palabras, o no se atrevieron. En el centro del poblado estaban nuestras sobrinas, o lo que quedaba de ellas.

Tragó saliva, pero mantuvo su voz monocorde.

—Las niñas fueron violadas hasta la muerte, no quedó mucho de sus cuerpos. A Boudicca la ataron desde el principio como al resto y le obligaron a presenciarlo. Una vez que sus hijas murieron, la azotaron salvajemente hasta dejarla irreconocible y la dejaron allí mismo, dándola por muerta. Cuando llegamos, supimos que ella era aquella masa de carne abierta por la mata de pelo rojo que la rodeaba, y aun así, todavía le quedaba un aliento de vida. La rabia es una fuerza poderosa. Yo la llevé al interior de mi cabaña, y apliqué todas mis artes curativas aprendidas durante ocho milenios para salvar a mi hermana. Boudicca se restableció pronto, y organizó a los icenos para vengarse de los romanos. No fue difícil. Muchas de sus mujeres habían corrido la misma suerte que mis sobrinas, y el pueblo había soportado con indignación los saqueos de las aldeas, las subidas de impuestos y toda suerte de tropelías sin justificación. Boudicca era hábil con la palabra, arengó también a otras tribus vecinas, como los trinovantes, que se unieron a su causa contra los romanos, cansados también de décadas de abusos.

Iago me daba la mano, pero aquella noche, el calor había desaparecido. Conforme hablaba, su mano se había ido quedando cada vez más fría, como si la sangre estuviera lejos. Kyra tomó el testigo y continuó el relato.

—Mientras Boudicca dirigió la venganza, Nagorno se ocupó de los restos de nuestras sobrinas. Las lavó, las vistió, las peinó y las cubrió de flores. Las enterramos según la costumbre en la que ellas habían nacido. Después, partimos rumbo a Camulodunum, la antigua capital de Trinovantia, que se había convertido en una colonia romana para soldados veteranos. La devastamos, no quedó nadie con vida. Después le tocó el turno a Londinium. Lo que hoy conoces como la City antes era un puerto comercial habitado por romanos desprotegidos. Convertimos todo esto en una bola de fuego, con ellos dentro. Si se te ocurriese excavar, encontrarías una capa de arcilla quemada de veinte centímetros, monedas fundidas, huesos carbonizados… Y aun así, no tuvimos suficiente, y arrasamos también Verulamium. Pero para entonces, el gobernador de Britania, Cayo Suetonio, se había organizado y nos esperaba con sus tropas en mitad de nuestro camino hacia el norte. Pese a que estaban en inferioridad numérica, cinco a uno, me atrevería a decir, nos dieron una lección de estrategia militar.

»Nosotros éramos ganaderos y agricultores, estábamos cansados debido a las batallas anteriores y no llevábamos las armas ni el equipamiento adecuado. Ellos eran el primer ejército profesional que el mundo conocía. A la postre, nosotros marchábamos en carros con niños, mujeres encintas y ancianos que quedaban a nuestras espaldas para ser testigos de nuestras victorias. Aquello resultó ser aciago para nuestro pueblo. No pudimos romper las filas de la infantería, que avanzó implacable en formación contra nosotros. Los celtas no tuvimos más remedio que retroceder. Se produjo una avalancha que aplastó nuestros propios carros y a nuestras familias.

»La masacre fue total: murieron 80.000 de los nuestros, y apenas 400 romanos. Los heridos fueron rematados uno a uno en el mismo campo de batalla, porque esta vez los romanos no querían esclavos, tan solo acabar con todos los rebeldes. Nosotros quedamos heridos, tendidos allí mismo. Nagorno, una vez más, nos salvó a todos. Cuando ninguno de nosotros podía siquiera ponerse en pie, nos cargó sobre sus hombros y nos alejó del peligro. Gracias a él pudimos huir hacia los bosques y escondernos, con los romanos siguiéndonos los talones. Allí descubrimos que Boudicca se había llevado la peor parte, a los recientes latigazos se le unían los daños de las últimas batallas, y pese a que había disimulado frente a su pueblo, lo cierto es que su cuerpo no podía seguirnos. Durante días viajamos arrastrándola, en busca de un lugar seguro donde escondernos, pero Boudicca retrasaba nuestra huida. Queríamos dirigirnos hacia la Isla de Mona, al oeste, un centro druídico al que los romanos habían renunciado conquistar y donde sabíamos que conseguiríamos protección. Mi hermana nos convenció para que nos adelantásemos sin ella y la escondimos en lo más profundo del bosque, donde ningún romano sería capaz de entrar. Lür y Urko improvisaron una pequeña cabaña y la dejamos allí.

—Yo también marché con ellos —intervino Iago, con la voz ronca—, dejando sola a mi hermana y cometiendo un error que jamás será reparado. Estaba fuera de mí, como Nagorno, como Lyra, como Lür. Estaba fuera de mí y quise escuchar lo que ella me dijo: «Ve con ellos, hermano, estaré bien», pero no quise ver que en realidad se estaba despidiendo. Porque nada más abandonar el bosque, me di cuenta de que me faltaban las semillas de tejo que siempre llevaba encima. Se las administraba a los heridos cuando me rogaban que querían morir, entre los celtas era costumbre usarlas para suicidarse. Volvimos corriendo desesperados a buscar a Boudicca, pero ella se había arrastrado hasta un claro del bosque. No me digas cómo un cuerpo humano puede hacerlo en el estado en que yo la dejé, porque no he dejado de preguntármelo desde entonces. Creemos que, una vez allí, tomó las semillas y dejó que las alimañas del bosque olieran su sangre y acabasen lo que los romanos habían empezado. En realidad quedaron sus trenzas, jirones de carne, algunos huesos. Eso fue todo.

—¿Qué pasó con vosotros? —pregunté, en un hilo de voz. Al otro lado del Támesis, el London Eye me guiñaba su ojo azul, pero yo me había quedado en el claro de aquel bosque britano.

—Después de aquello —continuó Iago—, la familia se desmembró. Cada uno de nosotros se dispersó lo más lejos posible de los otros. Hastiados de nuestro destino, avergonzados también de nuestra contribución a aquella barbarie. Nagorno se dirigió hacia Roma, en busca de más batallas y de más venganza, aunque acabó formando parte del Imperio, vendiendo a los patricios romanos antigüedades, curiosidades naturales, rarezas exóticas, fósiles… En aquella época ya eran codiciadas. Fue el origen de su fortuna. Lyra marchó hacia el continente de nuevo, buscando otra familia menos bélica que la nuestra en la que sentirse una mujer normal durante al menos unos años, con un marido y unos hijos que envejecieran. Yo quería volver a los montes que me vieron crecer, pese a que tenía noticias de que las tribus cántabras luchaban contra Roma desde hacía un tiempo, y era previsible, después de lo visto en la Galia y en Britania, que acabarían también doblegando a los montañeses que llevaban mi sangre y la de Lür. Pero me daba igual, tal vez buscaba también la muerte, y si ocurría de una vez, quería tener mis montes y mi mar cerca. Mi padre, por su parte, decidió darse un tiempo, y cruzó más allá de Europa, dirigiéndose hacia Asia siguiendo las rutas comerciales. Por una vez, Lür no insistió en mantenernos unidos. Únicamente nos hizo prometer que volviéramos al Monte Castillo en el solsticio de verano, un siglo celta después. Ninguno de nosotros apareció hasta pasados trescientos años. Primero Lür y yo, luego Nagorno, y finalmente Lyra. Pero nunca fue lo mismo. Nos juntábamos, nos poníamos al día, convivíamos un tiempo, y nos despedíamos incómodos con cualquier excusa. Así hemos ido haciendo malabares con el tiempo, hasta hoy.

Todos guardamos silencio. En realidad, nadie tenía ganas de decir nada más.

Entonces el hombre disfrazado de la Muerte pasó por nuestro lado y levantó una ráfaga de aire gélido. A mí se me congelaron las venas.

Por las escaleras del embarcadero subió una sombra conocida.