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Mes de Coll

Agosto

Una noche de verano, Dana acabó el cuaderno de su madre. Me leyó en la cama las últimas páginas, intentando sacar alguna conclusión, mientras yo escuchaba atento:

5 de octubre de 1997

El paciente se ha limitado, al igual que las últimas consultas, a elaborar planes fantasiosos en voz alta, haciendo caso omiso de mis intentos de volver a centrar la terapia. Hace unos días le pregunté por sus motivos para seguir viniendo a la consulta, pese a que es evidente que no estamos avanzando en su recuperación, sino más bien al contrario, cada vez está más metido en el papel que se ha asignado en sus ideas delirantes. Pero es un perfeccionista y describe sus planes de asesinato con una minuciosidad escalofriante. Estoy convencida de que no es una simple fantasía, sino que va a intentar llevarla a cabo. Como terapeuta, me siento en la obligación de averiguar si esa familia política a la que planea matar realmente existe o se trata de una fantasía más.

Le pregunto por qué comparte sus planes conmigo, y me contesta que sabe que no le creo, y que eso es precisamente lo que le da libertad. Hablamos de nuevo de la terapia, y argumenta que no está enfermo, pero ha descubierto el desahogo que supone poder hablar en voz alta de lo que él llama «su secreto». Afirma que jamás lo ha compartido con nadie. Me desprecia como terapeuta, pero me encuentra útil como alivio.

He de decir que profesionalmente nunca me he sentido tan humillada. No dejo de preguntarme: ¿es todo una burla, es tan inteligente que se está riendo de mí?, ¿he caído en su sutil tela de araña? Hasta hora he ejercido con el convencimiento de ser útil a mis pacientes, pero no de divertirles o de alentar sus fantasías. Me planteo remitirlo a algún otro colega que resulte más adecuado.

De todos modos, lo que resulta cada vez más inquietante es que ha construido todo un mundo particular a la medida de sus historias inventadas, y que actúa en consecuencia, como si fueran reales. Por desgracia, esto tiene como consecuencia que tenga que escuchar cómo prepara en voz alta un asesinato y sus planes posteriores. El pasado martes me puse en contacto con el inspector de policía con el que colaboré para los peritajes grafológicos de la herencia de la familia Vargas. Le consulté el caso, pero se mostró muy poco interesado. En primer lugar, porque no era su Unidad, pero también se negó a ponerme en contacto con nadie más, aduciendo que no van a iniciar una investigación de intento de asesinato por los desvaríos de un paciente en una consulta psicológica.

27 de noviembre de 1997

He decidido cambiar de táctica, hoy mis preguntas han ido dirigidas a extraer información del entorno real del paciente, nombres y apellidos de familiares, profesiones, lugar de residencia. Él, tan hábil y astuto como de costumbre, me ha dado una lección de cómo contestar con vaguedades y seguir siendo elegante. Pero ha tenido un pequeño fallo y he conseguido un dato del que tal vez pueda extraer algo más.

5 de diciembre de 1997

Tengo un número de teléfono. Me he planteado durante estas últimas semanas si intervenir o no, pero hay algo en la determinación de mi paciente que me alarma. Creo que realmente va a cometer esos asesinatos. Le he citado para dentro de cuatro días, pero antes necesito hacer esa llamada.

Eso era lo último que había escrito la madre de Dana, pero seguía siendo humo espeso para ella. La observé en silencio, pasando las hojas del cuaderno una y otra vez, como si no aceptara que terminase ahí y esperase que hubiera más anotaciones para buscar nuevas pistas.

—Se acabó, no hay nada más —dijo tratando de no sonar decepcionada—. Me voy a dormir, ¿vale?

—Claro, descansa —le dije. Después me acosté a su lado y la abracé por la espalda.

Sabía que para ella estaba acabando una etapa. Si su madre hubiera podido explicárselo, le habría hablado de la momificación. Toda la casa, en realidad, había quedado momificada desde su ausencia. Lo había visto en la silla que dejaba ladeada en el mismo ángulo junto a la mesa de la cocina, o cada vez que cerraba la puerta de su dormitorio cuando hacíamos el amor, como si no estuviéramos solos en su piso.

A la mañana siguiente se levantó pensativa, y aquella fue la tónica durante varios días. Paseaba sola por Santander, antes de que yo me levantara de la cama. Yo aprovechaba los momentos que me brindaba para acercarme a mi casa y pasar varias horas concentrado en mis quehaceres en el laboratorio. Entonces, más que nunca, necesitaba darme prisa.

Y llegó por fin su renuncia.

—Siento haber estado tan ausente —me dijo.

Me senté junto a ella en el sofá y dejé que hablase.

—Voy a dejar de investigar lo de mi madre. Esto no me lleva a ningún lado. Tengo que asumir que nunca voy a saber lo que le pasó por la cabeza en el momento de morir, pero no puedo seguir centrando mi vida en aquella fecha. No sé, pero estar contigo me ha hecho darme cuenta de lo corta que va a ser mi vida, y ya he perdido la mitad de lo vivido dándole vueltas a su muerte. Tengo que seguir adelante. De hecho, ya no quiero seguir viviendo en casa de mis padres, me apetece tener un piso donde nada me recuerde a ellos y a mi primera vida en Santander. Estoy cansada de escarbar en el pasado.

—Pues has elegido mal tu profesión.

—Sabes que no me refiero a eso. Tengo ganas de vivir, simplemente, el presente contigo, sin la carga de mi familia.

—Si supieras todo lo de acuerdo que estoy con esa frase…

—Necesito pasar página, Iago.

—Y lo vas a hacer —le dije—, tienes voluntad para eso y más.

—Claro —contestó mirando más allá de mí.

Cuando alguien se queda sin objetivos necesita un tiempo para reordenar las prioridades y suplir el vacío que deja su obsesión en sus pensamientos y en sus rutinas. Pero Dana tenía autodisciplina, acaso más que yo mismo a su edad. Lo cierto es que no temía por ella. Conmigo o sin mí, con sus obsesiones o sin ellas, Dana seguiría hacia delante.

—Yo también debería hacer lo mismo, dejar de reutilizar los mismos inmuebles una y otra vez —no sé si era el momento, aunque ¿por qué no?—. Dana, ¿y si buscamos a la vuelta de este viaje un piso o un chalet donde vivir los dos? Algo nuevo, que no tenga nada que ver con el pasado.

—¿Me estás pidiendo que vivamos juntos? —preguntó con cautela.

—Eso es exactamente lo que estoy haciendo, ¿qué me dices?

—No sé si sabes dónde te estás metiendo. La última vez que viví en pareja salí huyendo. Todas mis historias suelen acabar con un abandono por mi parte.

—No vas a intimidarme con tu leyenda negra —me reí—. Todas las mías acaban con resultado de abandono o de muerte.

—Pues entonces tendremos que averiguar cómo acaba esta.

—Eso es lo que te estoy pidiendo.

—De acuerdo, entonces —dijo, sonriendo por primera vez en varios días.

—Solo te pido que desde nuestra casa se pueda ver el mar, por lo de los ojos. Ya sabes lo que creía el clan de mi madre.

—Claro, no sea que cambien de color.

—Ajá.

—Y eso no debería ocurrir nunca —sentenció.

La llevé a la cama en volandas, y su cara de felicidad fue lo último que vi antes de dormirme.

Los meses del estío pasaron rápidos como si un viento con prisas se los llevase del calendario. Fueron días puros, sencillos como respirar. Aprendí de Dana que tenía la risa fácil, risa de metralla que se me quedó en el alma. Pero jamás vivimos aquellos primeros tiempos de pareja con la inocencia de los amantes risueños, de los que creen que no habitan más humanos en el mundo. Ojalá hubiéramos tenido nuestro Edén primigenio, con árboles frente a los que dirimir el Bien o el Mal, sin saber aún el nombre de las cosas ni tener prisa por darle uno. No, aquello no ocurrió nunca, pero lo consideré un tributo a pagar.

Una tarde, Dana y yo nos dirigimos hacia el Mercado de la Esperanza, como una pareja más que necesitaba comprar provisiones para el fin de semana. Entramos en el edificio dispuestos a lidiar con los carritos de la compra de las señoras, las ofertas del día voceadas por los pescateros y la mezcla inverosímil del olor de los encurtidos con la repostería recién horneada. La misma, con enormes variaciones locales, que tantas veces había aspirado en cualquier lonja, zoco, bazar, feria o plaza de este ancho mundo.

—La próxima semana es Halloween —me sondeó, despreocupada—, ¿tenéis la costumbre de hacer alguna fiesta para el personal como la de Carnavales?

Reprimí un gesto de fastidio. Creo que no lo registró.

—El Halloween que conoces y que tan de moda se está poniendo en estos últimos tiempos es un grotesco recordatorio de la noche del Samhain celta, el fin del verano. Y contestando a tu pregunta, por supuesto que mi familia y yo lo celebramos durante los siglos que vivimos como celtas. No te preocupes, tendremos Halloween, o All Hallow’s Eve, la víspera de todos los santos. Ahora hasta se pronuncia mal —gruñí sin poder evitarlo—. Prepárate para hacer un viaje, pero no me pidas ahora que te de la versión completa porque no quiero estropearme el día.

—Si el viaje es a algún lugar lejano no voy a poder ir —me dijo—. El 1 de noviembre tengo que estar en el cementerio, quiero ir a ponerle flores a mi madre.

—Kyra tiene los mismos planes que tú, así que no te preocupes. Vamos a ir un poco lejos, pero haremos un viaje relámpago y volveremos para el día uno. Yo también respeto tus ritos. ¿Y ahora podemos cambiar de tema?

Dana asintió. Entonces me pareció ver algo entre la gente que salía del mercado, una cabeza morena repeinada hacia atrás. Dana se dio cuenta de mi turbación.

—¿Qué pasa, Iago, qué has visto?

No estaba seguro, así que me limité a contestar:

—Nada, un fantasma.

Supuse que me creyó, porque no insistió ni vi extrañeza en su rostro, así que volvimos a su casa charlando como si nada hubiera ocurrido.