64

Viernes, 20 de julio

Después del almuerzo subí sola a mi despacho. Una vez allí, abrí el cajón de mi mesa, donde guardaba las últimas semanas el cuaderno de mi madre. Lo cierto es que aprovechaba cualquier momento libre para avanzar en la lectura.

Pasé por encima las últimas páginas que había leído, ya que se centraba en los sentimientos del duelo del paciente así como en su negación por mostrarlos, y en los intentos de mi madre por forzar algún tipo de catarsis sin lograrlo. Pero varias consultas después, el tono de la terapia dio un giro inesperado. Lo pude apreciar también en que la letra uniforme de mi madre se volvía algo descuidada en las formas, sobre todo al final de las frases, donde los latiguillos se alargaban más de la cuenta, escapando de su férreo control, indicando cierta prisa por dejar plasmada la mayor cantidad de información posible, como si no quisiera que se le olvidase nada de lo escuchado.

2 de septiembre de 1997

Consigo que confíe en mí lo suficiente como para que se sincere conmigo y me cuente por fin que la «desgraciada tragedia familiar» fue la muerte prematura de su hija pequeña debido a una leucemia, pero después de esa confidencia, su actitud ha cambiado. El paciente se muestra más abierto, más relajado y menos hermético.

5 de septiembre de 1997

Nuevo giro en el caso:

El paciente presenta ideas delirantes persistentes no propias de la cultura del individuo. Fantasías históricas claramente inverosímiles. Alucinaciones muy estructuradas. Neologismos. No observo conducta catatónica ni excitación cuando habla de ellas. No presenta apatía propia de fase depresiva del duelo, ni empobrecimiento de la expresión verbal, ni incongruencias. Rumiaciones obsesivas sin resistencia intensa, con contenidos agresivos hacia parte de su familia en aras de un plan que se me antoja surrealista y muy enfermizo.

Propuesta de terapia:

En los trastornos delirantes persistentes rara vez se consiguen remisiones espectaculares o estables, así que trabajaremos los síntomas depresivos.

Posible nuevo diagnóstico:

Episodio depresivo grave con síntomas psicóticos. Genera riesgo para la vida del entorno familiar del paciente. Busco casos de otras depresiones atípicas, pero la casuística clínica es escasa.

Estaba tan enfrascada en la lectura que el roce de la mano de Iago me hizo dar un pequeño bote en la silla.

—No quise asustarte —se disculpó.

—Perdona, no te había oído llegar.

—Últimamente es difícil separarte de ese cuaderno —comentó, apropiándose de la mesa de mi despacho con su eterna postura de las manos en los bolsillos.

—Tienes razón, debería estar centrada en acabar los detalles de la Sala de Prehistoria ahora que solo quedan unos días para las vacaciones.

—No te estaba hablando como jefe, y lo sabes.

—¿Crees que me estoy obsesionando?

—No más que yo con mis investigaciones —dijo, encogiéndose de hombros—. No, lo cierto es que no me preocupa porque tarde o temprano acabarás el cuaderno y sacarás tus conclusiones. Después de eso, creo que no tienes más donde buscar. Así que ponme al día, ¿cómo va nuestro paciente depresivo?

—Nuestro paciente depresivo acaba de convertirse en un paciente depresivo con delirios.

—¿Y eso?

—En el cuaderno no aclara qué tipo de delirios —mentí—, pero el pobre debía de estar como una regadera, porque mi madre no tiene ni idea de qué estrategia seguir con él.

Puse un marcapáginas del MAC y cerré el cuaderno antes de continuar.

—Lo cierto es que me parece un caso cualquiera, tal vez algo más complicado de lo habitual, pero poco más. Aunque sigo sin entender por qué fue el único caso que mi madre guardó en la caja fuerte. Y como bien dices, apenas me queda medio cuaderno, así que espero averiguarlo pronto —le cogí las manos y me las llevé al rostro—, y te juro que después me dedico solo a ti.

—No te he recriminado nada —dijo acariciándome las mejillas sin prisas.

—No lo has hecho, pero si te das cuenta, desde que estamos juntos nos estamos limitando a ser como un equipo de bomberos que apaga los fuegos que surgen a nuestro paso, por no hablar de las horas que estamos metiendo cada uno de nosotros con nuestras investigaciones. Estamos siempre posponiendo los ratos de estar juntos y disfrutar de lo nuestro —le dije mientras le merodeaba por la nuca.

—Pensé que no me lo dirías nunca —ronroneó como el gato en el que a veces se convertía.

—¿Has cerrado con pestillo? —dije pendiente de la puerta.

—¿Cuándo no lo hago?

—Volviendo a lo que estábamos hablando, ¿por qué no lo has planteado antes tú?

—Porque no vas a estar al cien por cien conmigo ni con nadie hasta que no te quites de la mente el asunto de tu madre, así que, cuanto antes acabes el cuaderno, antes te darás permiso para vivir, y lo mismo ocurre conmigo. Mientras no solucione los problemas de mi familia…

—Eso puede no ocurrir nunca —le interrumpí—, o puede ocurrir dentro de quinientos años cuando yo no esté.

—Soy consciente, así que descuida. Por mi parte, confío en que las horas extras no tardarán mucho en acabar.

—¿Y lo que me contaste…?

—Shh… —me interrumpió, acercándose a mi oído y susurrando—, no hables de nada de eso en el museo. Siempre al aire libre, ¿de acuerdo?

Asentí con un leve gesto de cabeza. Era evidente que Iago temía que hubiera micrófonos o cámaras en todas las estancias del MAC. Desde que Kyra le pilló con los telómeros en la mano, se había vuelto mucho más paranoico que de costumbre. «Discreto», «prudente» o «sensato», lo llamaba él.

Poco después descendíamos por la pendiente del acantilado en busca de un lugar tranquilo donde seguir hablando.

—¿Entonces ya tienes el material suficiente como para seguir? —le pregunté, aspirando el olor a salitre que me ofrecía el aire.

—Ha sido sencillo, una vez saqué las muestras de toda la familia del laboratorio de Kyra y las trasladé a mi laboratorio.

—Así que para eso querías llevar tú mismo el camión frigorífico.

—¿Crees que Kyra sospechó algo? —dijo a modo de respuesta.

—Estuve con ella durante todo el traslado, y estaba de buen humor —dije, encogiéndose de hombros—, pero es difícil saberlo. Además, con todas las precauciones que estás tomando últimamente cada vez que subes al laboratorio, tendría que haber iniciado una verdadera campaña de espionaje para descubrirte de nuevo. De todos modos, ¿estás seguro de que eso es lo que quieres?

Me indicó que me sentara a su lado sobre la roca.

—Necesito estar seguro de que mi doble teoría es cierta. Ya que he llegado tan lejos no puedo quedarme con la duda, Dana. ¿Puedes entenderlo?

—Puedo entenderlo, y te apoyo. De hecho, si yo estuviera en tu lugar, haría exactamente lo mismo que tú. No soy de dejar las cosas a medias. Bueno, de eso ya te habrás dado cuenta.

—¿Y ahora podemos seguir con lo nuestro? —sugirió, perdiéndose en mi pelo y poniéndose gatuno.

—No seré yo quien te lo impida —dije cerrando los ojos. En cualquier otra ocasión, habría bendecido mentalmente los ronroneos de Iago. Pero una señal de alerta parpadeaba en mi cerebro desde que leí aquello de «fantasías históricas» en el cuaderno de mi madre.

—¿Sabes? Últimamente me he aficionado a un juego mental. No dejo de preguntarme qué hacías tú el día que yo nací, o el día que me gradué, o cuando me iba de excavaciones.

—Interesante divertimento —comentó distraído.

—O en los momentos duros, ¿y si hubiésemos coincidido? ¿No es una posibilidad hermosa?

—Sin duda —murmuró sin dejar de dedicarse a mi cuello.

—Dime, ¿dónde estabas hace quince años, cuando mi madre murió? ¿Puedes recordar tu identidad?

Qué poco sutil, por Dios, pensé, cerrando los ojos.

Iago dio por finalizados sus jueguecillos preliminares y suspiró.

—Veamos, supongo que estuve viajando por el norte de España, o tal vez arreglando mis negocios en Estados Unidos.

—¿Supongo? ¿Tú, la mente enciclopédica, supones?

—Hay identidades en las que me muevo bastante, no me paso diez años en un domicilio fijo ni manejo un solo pasaporte.

—¿Y qué haces?

—Ocuparme del papeleo, las inversiones, encargarme de poner al día mis propiedades inmobiliarias para no preocuparme por el dinero las siguientes décadas. No hay Gobierno que se encargue de pagarme la jubilación, Dana, y eso que llevo toda mi vida trabajando. Me ocupo yo mismo.

Entonces se sacó el móvil del bolsillo y miró la hora.

—Oye, tengo prisa —dijo de repente, cambiando de tono—. Javier Sanz me espera y ya sabes lo puntual que es. Vamos a cerrar el diseño del panel de la caza, ¿alguna indicación de última hora?

—No —murmuré—, te ha quedado muy conseguido, la verdad.

—Entonces nos vemos luego.

Y desapareció, después de darme un beso echando mano claramente de su experiencia.

Pero ni los arrumacos de Iago ni sus respuestas vagas me habían sacudido la desagradable sensación de incomodidad. Un piloto rojo se había encendido en mi cabeza al leer el último giro en el historial del paciente de mi madre. Lo cierto es que se me habían disparado todas las alarmas, como cuando una niña cruza un descampado y varios muchachos se le acercan con sonrisas extrañas.

Algo perturbador me rondaba por la cabeza.

¿Podría haber pasado mi madre, quince años atrás, por la misma situación que yo?

No, no podía ser. Iago me lo habría dicho, ¿verdad?

«No más mentiras», me dijo nuestra primera noche, «no quiero ocultarte nada más».

Aunque, ¿y si ni él mismo era capaz de acordarse de lo que hizo con su vida por aquel entonces? ¿Me lo ocultaría, Iago me lo ocultaría?

Le bufé al viento como si estuviéramos compitiendo. ¿Qué absurdo, verdad?

¿Por qué ser tan paranoica, por qué fastidiar con dudas imposibles los mejores días de mi vida? Conjuré mis recelos, los encerré bien dentro. Cada vez me apetecía menos leer el cuaderno, no me llevaba a ningún lado, le estaba cogiendo manía. Solo mi empeño de acabar las cosas me hacía continuar. Y respecto a Iago… No, no iba a dudar de nuevo de Iago. Recordé la noche, no muy lejana, en la que decidí confiar en él. Sin fisuras, sin peros. Iago no podía ser el anónimo paciente de mi madre, no pudo serlo.

Y punto.