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Día de Madre Luna, segundo del mes de Tinne

Lunes, 9 de julio

Me ajusté el monóculo al ver aparecer a Lyra por la primera playa del Sardinero. Refugiaba su tez blanca de la luz de la tarde con un parasol de encajes a juego con un vestido almidonado que aún olía a agua de rosas. El paseo estaba atestado de puestos que ofrecían limonadas y artesanos que vendían barquillos a niños de pantalones cortos, gorrilla y aros gigantes de hojalata. Mi padre se llevaba la mano al sombrero cada vez que se cruzaba con un conocido, algunos de ellos vestidos sin pudor con trajes de baño de tirantes, con las rayas azules y blancas que se mimetizaban con las casetas de madera.

Eran todavía las cinco, pero le indiqué a Dana con un discreto gesto que debíamos marcharnos a casa.

—¿Por qué tienes tanta prisa? Me encantan los Baños de Ola, es como estar dentro de una novela de Scott Fitzgerald —me susurró, algo molesta. Lyra le había prestado uno de sus trajes restaurados y Dana estaba disfrutando de lo lindo con su viaje relámpago al pasado.

Cada año, a primeros del mes de julio, a la ciudad de Santander le daba por recrear el aire aristocrático de finales del XIX, cuando la realeza y la alta sociedad se dejaba ver cada verano siguiendo una agenda invariable. Por las mañanas, los nobles retozaban arrugados, sumergidos en las aguas milagrosas de los balnearios de las playas de la Castañeda, la Concha y la Magdalena. Por las tardes, arriesgaban sus ociosas fortunas en el Casino. Por las noches, perseguían a las ayas inglesas por los pasillos enmoquetados del Gran Hotel del Sardinero.

—Ahora te cuento —le dije al oído sin dejar de mirar sonriente la algarabía decimonónica a mi alrededor.

Aprovechamos el encuentro con Salva y Chisca, que paseaban de la mano vestidos de tenistas inmaculados, para despedirnos de mi familia con una excusa apresurada. Atajamos por Ramón y Cajal mientras yo no dejaba de mirar mi viejo reloj de faltriquera, que por algún bendito milagro funcionaba. Llevaba a Dana en volandas por las calles, pero ella me conocía ya lo suficiente como para no preguntar por el motivo de mi impaciencia.

Para cuando llegamos al Paseo de Pereda, ya había abandonado todo disimulo y subí de dos saltos al laboratorio que había montado tras la muerte de Rebekka.

—¿Por qué tanta prisa? —me preguntó por fin, quitándose el sombrero de hongo.

—Shh… —le indiqué con un gesto.

Desde que recibí todo el aparataje, había repetido paso a paso los experimentos que Flemming me explicó. Era un proceso complicado que jamás habría sido capaz de realizar correctamente sin sus indicaciones. Aunque tuve que hacer los ajustes necesarios. Él investigaba un caso de progeria. Yo, cuatro casos de longevidad radical. Dana había aportado también una muestra para comparar la fluorescencia de nuestros telómeros con el de una persona normal de treinta años.

En cuanto llegamos a la bancada, después de casi arrancar la bata blanca del perchero, me senté en el taburete y puse mi muestra cultivada en el potente microscopio de mi amigo.

Allí estaban mis telómeros brillando, exactamente con la misma intensidad que los de Dana. Teníamos la misma edad biológica, treinta y pocos.

Por eso no había envejecido hasta entonces, porque de momento, mientras se duplicaran sin acortarse, seguían siendo como las primeras, diez mil años atrás: células jóvenes sin taras.

Así que era eso, pensé mesándome el pelo. Intenté controlar la patada en el estómago, la garganta seca, el temblor de las manos y el leve mareo que me desequilibró por un momento de la banqueta.

Así que era eso.

El motivo estaba en mis células, en cada pelo, en la piel no desgastada. Así que era eso. Un regalo en forma de proteína. Ni la fuente de la eterna juventud, ni visitas de extraterrestres, ni la dieta rica en antioxidantes, ni el jade o la ambrosía o el oro en las venas… Era eso: una mutación que mantenía nuestra telomerasa activada, reparando una y otra vez los telómeros, haciendo que el extremo de las células nunca envejecieran.

Pero había una segunda parte en mi teoría, una parte necesaria para que fuese perfecta: teníamos que tener más mutaciones asociadas, una feliz combinación de telomerasa y supresor del cáncer, si no, habríamos muerto como Flemming. Ese fue su legado. Dejarme esa certeza.

Si buscaba, sabía que también encontraría el gen p53. O tal vez una mutación más potente y definitiva que mantuviera todos los tumores a raya. El regalo de mi madre, el de Olbia, y el de Bryan. Ellas habían aportado los supresores del cáncer, y mi padre la mutación de la telomerasa activa. Solo heredando ambas mutaciones los hijos sobrevivíamos a los tumores. Por eso los longevos éramos tan poco frecuentes, incluso dentro de nuestra propia familia. Puede que hubiésemos trasmitido el gen longevo a más descendientes de los que creíamos, pero si no les trasmitimos también el gen que inhibía el cáncer, habrían muerto, fulminados por cualquier tumor. Por eso nuestros hijos morían tan pronto. Nunca hasta entonces lo había visto de aquella manera. Siempre aquejé sus muertes a la alta mortalidad infantil que era la moneda corriente hasta mediados del siglo XX en el primer mundo. Jamás se me ocurrió hacer autopsias, buscar células cancerosas entre sus órganos. Las patas del cangrejo que describió Galeno en el siglo II y que dieron nombre a la enfermedad. Ahora estaba seguro de que mi doble hipótesis era correcta. El primer paso ya estaba comprobado. El segundo, lo sabía ya, vendría más rápido porque técnicamente no era tan complejo.

¿Cómo se supone que reacciona un hombre cuando, tras una búsqueda de milenios, encuentra el motivo de su longevidad y la de los suyos? No lo sé, porque yo era ese hombre, y tenía a mi lado a mi mujer. Lo primero que decidí era que quería compartirlo con ella.

Así que dejé de mirar como un idiota el microscopio, y me centré en Dana, que permanecía callada a mi lado. Había aprendido a esperar. Era muy distinta a la chiquilla impaciente que había llegado hacía siete meses al MAC.

—Lo has encontrado, ¿verdad?

—Parece que sí —acerté a decir.

Y no me sentí importante, más bien al contrario. Me sentí muy pequeño ante las implicaciones de mi hallazgo. Aquello se quedaba grande incluso para mí.

—Así que solo eras eso: un tío con los telómeros largos —bromeó—. Podías habérmelo dicho desde el principio, me habrías ahorrado unas cuantas migrañas hasta que te creí.

La miré y me di cuenta de que ella también estaba aliviada. En su cerebro de científica, por fin mi naturaleza tenía una explicación, ya no estábamos en el reino de la fantasía, en la zona gris de la especulación. Yo era ahora una mutación, o a lo sumo dos.

Para mi inmenso alivio, sentí que el último resquicio de la grieta que nos separó en su día acababa de desaparecer.

—Ya sé que no quieres que te lo pregunte, pero creo que soy la única en disposición de hacerlo: ¿qué vas a hacer con el descubrimiento, se lo dirás a tu familia?

—Se lo diré a mi padre, pero no a mis hermanos, tal y como había previsto.

—¿Vas a hacer desaparecer este laboratorio?

—Sí, quiero confirmar un par de detalles, pero una vez lo haga, es lo más sensato. No puedo correr el riesgo de que ellos sepan que he investigado a sus espaldas. Sospecharían.

—¿Sospecharían de qué? —preguntó con autoridad una voz de mujer a nuestras espaldas.

Me giré sabiendo que encontraría a Lyra. Inútil preguntar cómo había entrado al laboratorio, me hice un rápido esquema mental.

«Padre, dame las llaves de la casa de Iago, voy a acercarme para…», cualquier excusa inteligente que pasase desapercibida para Héctor.

Después la imaginé subiendo a la tercera planta y descubriendo que no había nadie, pero escuchando ruidos de banquetas que se arrastran sobre el suelo en el piso de arriba. Entonces habría llegado al ático y habría pegado el oído a la puerta, descubriendo nuestras últimas frases, por desgracia bastante implicatorias.

—¿Por las buenas o por las malas, Iago? —me exigió, con un brillo peligroso en la mirada.

—Por las buenas, ya me rebanaste el dedo una vez —dije para ganar tiempo. No tenía ganas de perder los genitales.

Miré a mi alrededor con el rabillo del ojo, buscando algún objeto cortante con el que Kyra pudiera amenazarme a mí, y sobre todo a Dana. Tenía que ponerla fuera de su alcance.

En la bancada que quedaba a su izquierda había una base de plástico que sujetaba una docena de tubos de ensayo de cristal. Le bastaría tomar uno de ellos, golpearlo contra la esquina del mueble y hacerse con un arma casera de filo cortante.

Así que me fui levantando poco a poco, consciente de que tenía que ir dándole alguna miguita de pan para el camino, porque Lyra adivinaría mis intenciones de poner a salvo a Dana.

—Estoy siguiendo la investigación de un amigo que falleció y me pidió que continuara con ella. Te puedo enseñar los papeles de su herencia donde me legaba su laboratorio, si quieres.

—¡Oh, sí! Claro que quiero, ¿de qué era la investigación y qué tiene que ver con nosotros?

—No tiene que ver con nosotros.

—Claro que tiene que ver con nosotros, de lo contrario no me lo habrías ocultado.

Lyra echó una mirada rápida hacia el lugar que ocupaba Dana que me puso en alerta. Luego cambió el peso de su cuerpo sobre su pierna izquierda, acercándose hacia ella de manera casi imperceptible. Casi.

Me fui acercando lentamente a Dana con la intención de ponerme como escudo entre las dos. En cuanto lo hice, Lyra, en un movimiento más rápido que el mío, se abalanzó sobre el microscopio y extrajo la placa de Petri con mis células que aún reposaba bajo el objetivo.

Me había engañado con sus intenciones.

Creo que juré en todos los idiomas que recordaba.

—Me parece que te ha perdido tu afán de proteger a tu chica —dijo alejándose unos pasos con la placa del cultivo entre las manos—. De todos modos, era innecesario. Yo no soy Nagorno, además, Adriana me cae muy bien, no tengo intención de hacerle daño. Harías bien en confiar en mí por una vez.

—¡Eso es difícil cuando te cuelas en mi propia casa sin avisar! —rugí fuera de control. La mano de Dana apretó la mía para tranquilizarme. Era bueno recordar que no estaba solo.

—No lo habría hecho si no te hubieras pasado todas las noches de las últimas semanas con las luces del cuarto piso encendidas, teniendo en cuenta que esto eran cuatro paredes en blanco hasta hace poco. Dejé de pensar que os estabais dedicando a hacer niños cuando vi que el tercer piso también estaba siempre encendido.

Yo, investigando los telómeros y Dana, dándole vueltas al cuaderno de su madre. La pareja de investigadores perfecta. Cada cual en su mundo de obsesiones persiguiendo sus objetivos por encima de cualquier cosa, incluso de la mutua compañía. ¿Habíamos sido, de nuevo, tan estúpidos como para desaprovechar nuestro tiempo juntos? A veces tiene que venir un foco exterior para iluminar tus errores, porque estás tan metido en tus oscuras circunstancias que no eres capaz de verlo.

—De acuerdo —dijo Lyra—. Voy a proponerte un trato: me cuentas lo que has descubierto, y yo no se lo digo a Nagorno. Fingimos que no lo hemos encontrado, que seguimos buscando indefinidamente.

—¿Y cuánto crees que durará nuestra mentira? —le espeté—. Pongamos, hipotéticamente, que lo que he descubierto fuera el primer paso y que acabas pudiendo elegir los embriones que contienen la mutación del gen longevo. Pongamos que empiezas a tener hijos longevos. Nagorno se dará cuenta, cuando quiera que sea que acabe su exilio.

—Hipotéticamente.

—Hipotéticamente, pero acabará dándose cuenta.

—Hipotéticamente, yo podría borrarme del mapa y desaparecer, no volver a ponerme en contacto con vosotros y tener de una vez mi propia familia, alejada de la vuestra.

—¿Eso es lo que buscas, hermana? —traté de que no se me notase la amargura en la voz.

—Es lo único que me persuade de no quitarme de en medio de una vez por todas.

Ya lo sabía, lo veía en cada uno de sus gestos y detrás de sus palabras desde hacía demasiados años. No era nuevo para mí, pero aun así, dolía escuchar la confirmación saliendo de sus propios labios.

—No vas a tener más remedio, Iago —la voz de Dana a mis espaldas me trajo a la realidad.

—Lo sé, Dana, lo sé —susurré. Lo demás era alargar sin sentido aquella situación que ya había durado más de lo necesario—. Asumo mi parte de culpa. Si no me hubiera empeñado en llegar al fondo de la investigación de los telómeros, no estaríamos los tres en estos momentos en mi laboratorio, pero me habría pasado el resto de la eternidad con la duda en mis espaldas, y conozco lo molesta que es esa pesada carga. Ha sido un riesgo mal calculado. Pésimamente calculado.

Y aun así, Lyra no tenía por qué adivinar siquiera la parte de los supresores tumorales. Ella no sabía nada de Flemming ni de las circunstancias en las que había muerto. Con contarle el descubrimiento de la telomerasa, tendría más que suficiente. Y yo sabía que la teoría se quedaba coja en la práctica. La segunda parte de mi plan estaba a punto: a partir de entonces, tendría que investigar contrarreloj.

Así que me saqué el móvil del bolsillo del viejo chaleco de mil rayas.

—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó Lyra, revolviéndose intranquila.

—Llamar a la única persona que falta aquí —le dije con una sonrisa tirante—. Creo que padre merece saber por fin por qué tiene 28.000 años.