62

Día de Júpiter, décimo noveno del mes de Duir

Jueves, 28 de junio

—Disculpe que le llame a estas horas, soy la madre de Rebekka Petersen. Mi hija ha fallecido a lo largo de la pasada noche, la hemos encontrado muerta esta mañana en su cama. Por lo visto, le ha fallado el corazón.

Apreté los párpados con fuerza y tomé aire.

—Siento mucho su pérdid…

—¡Es horrible, horrible! —me interrumpió entre sollozos—. Apenas nos habíamos instalado, pobre niña. Primero mi exmarido y ahora ella.

Esperé pacientemente a que dejase de llorar, mientras intentaba encajar la noticia. El día anterior había recibido una llamada de la empresa de mudanzas concretándome la fecha de entrega del laboratorio. Por lo visto, Rebekka lo había dejado todo bien atado antes de morir.

—Le llamo porque Rebekka me habló de usted y me dio a entender que eran buenos amigos… —me tanteó, como si buscase las palabras apropiadas.

—Así es, señora. Los tenía en gran estima, tanto a su padre como a ella.

¿Qué quería, exactamente? Algo en su tono de voz empezó a molestarme.

—Verá, después de lo ocurrido me he planteado vivir aquí con mi actual marido y mi hijo pequeño, este paraje tan tranquilo nos vendría muy bien a todos. Quisiera hacer algunas reformas, como cambiar la habitación de la cámara frigorífica que tenía mi hija. Está llena de esculturas, y no sé muy bien qué hacer con ellas, ¿sabe usted qué intención tenía Rebekka?

—Sáquelas al jardín —le corté. Aquella mujer había agotado mi paciencia en apenas dos minutos. Todo un récord.

—¿Disculpe?

—Sáquelas al jardín, a Rebekka le gustaba ver cómo se derretían en el césped.

—Qué chiquilla más extravagante —creo que susurró. Luego se acordó de que yo estaba aún al teléfono y se aclaró la voz—. Bueno, Isaac, gracias por sus consejos. Me ha sido de mucha utilidad.

Entendí que no tenía la mínima intención de cumplir los deseos de Rebekka.

—Son tóxicas —me apresuré a decir antes de que colgara—. Las esculturas llevan un compuesto químico, un derivado del amoniaco. Según me explicó Rebekka, se utiliza para lograr mayor transparencia —improvisé, mintiendo sobre la marcha—. Yo que usted las sacaba hoy mismo al jardín. Deje que se derritan, en estado líquido pierden su toxicidad.

Escuché como tragó saliva en la otra punta de Europa.

—Ah, bueno…, en ese caso las sacaré enseguida. No quisiera que contaminaran la casa.

—Sí, hágalo hoy mismo —le apremié—. Ha sido un placer haberla conocido, y le reitero mi más sentido pésame.

Y sin más florituras, colgué. La había reconocido enseguida: ella era uno de los míos, de los que militábamos en las filas de los malos padres. Y aun así, nada me obligaba a soportarla un segundo más de lo necesario.

De todos modos, mientras ella hablaba, yo había comenzado a perfilar un plan. Un plan que enlazaba lo que acababa de ocurrir en Dinamarca con el descubrimiento del cuaderno de Sofía Almenara. Un plan que podría, con suerte y de una santa vez, terminar con todos los problemas que para mí suponía la T.O.F.