Día de Mercurio, décimo octavo del mes de Duir
Miércoles, 27 de junio
Cuando salí del BACus para escuchar mejor la voz de Rebekka, el viento me palmeó la espalda, igual que haría un amigo traidor. Alejé mis pasos del rumor del bar cuanto pude. Sabía lo que iba a venir a continuación. Eché un último vistazo al cielo encapotado antes de recibir las malas noticias.
—Mi papá ha muerto, Isaac —me dijo una voz apagada que en su día fue chillona.
—Lo siento mucho, Rebekka —y era verdad.
Las muertes no me suelen afectar más que las separaciones o despedidas, porque en mi caso el resultado viene a ser el mismo: no vuelvo a ver a esa persona. Peor aún: aunque esté viva, no vuelvo a saber de ella, que a veces es más doloroso, porque hay una posibilidad real de reencuentro que mis circunstancias han sesgado de raíz.
—Estoy allí en cuatro horas, si quieres —me ofrecí.
—No, prefiero que no. Papá murió hace dos días, y ayer lo incineramos. No te avisé porque no quería que me vieras pasándolo tan mal.
—No tienes por qué darme explicaciones. Te agradezco mucho que hayas llamado —le dije sentándome junto al matorral de lavanda. El gallego soplaba más que molesto, metiéndome algunos mechones de pelo en la boca, obligándome a gritar una conversación que debería mantenerse en susurros.
—El médico le fue a dar otra sesión de quimio, pero dijo que se le había extendido a todo el cuerpo. Lo enviaron a casa a morir, como él quería.
Escuché en silencio todos los detalles que quiso contarme, preguntándome si Rebekka en el fondo no estaría pensando exactamente lo mismo que yo: que si su padre no me hubiera conocido, ahora estaría vivo.
Era difícil saberlo.
—Papá dejó algo para ti, necesito que me des una dirección para enviártelo.
—No es necesario, sea lo que sea, prefiero que te lo quedes tú —contesté, incómodo.
—Pues yo no lo quiero en mi casa, así que si tú no quieres su laboratorio, se lo donaré a la Fundación, por mucho que mi padre me lo prohibiese el día antes de morir —me soltó sulfurada.
—De acuerdo, tranquila, envíamelo —me apresuré a hacer planes sobre la marcha, cualquier cosa menos que la Fundación pudiera encontrarse con los descubrimientos y el desaguisado de Flemming—. Mira, voy a darte una dirección en España, que es donde mi empresa me ha destinado este último mes. Envíamelo a mis iniciales: I.C.
Luego le di la dirección del Paseo de Pereda, y la de una empresa de transporte especializada en ese tipo de mudanzas. Pensé en las muestras que guardaba aquella nevera, sintiéndome un carroñero por comenzar a perfilar experimentos mientras hablaba con la huérfana de mi amigo.
—¿Está tu madre contigo? —quise saber.
—Sí, ha venido con su marido y su hijo. Quieren instalarse en esta casa, le ha faltado tiempo para empezar a cambiar todo.
—Rebekka, ¿de verdad no quieres que vaya? Puedo hacerte compañía los primeros días y ayudarte en lo que necesites.
—Estaría muy bien… —dijo por primera vez con voz risueña. Luego carraspeó y volvió a ponerse seria—. Pero estoy muy, muy cansada. Estos días solo quiero meterme en la cama y olvidarme de todo. Ya te diré algo, ¿vale?
Me tomé mi tiempo una vez que Rebekka se despidió para decidir todas las implicaciones, y me dirigí a la Sala de Interpretación, donde encontré a Dana sola colocando los murales de los útiles de costura. Estaba pensativa, más que de costumbre, pero cuando llegué no me cosió a preguntas ni me interrogó con la mirada.
—Vamos a la lengua de roca —le pedí, cogiéndola de la mano—. Necesito contarte algo.
Me miró sin curiosidad, un poco ausente, como si ese día ya tuviera el cupo de curiosidad satisfecho.
—¿Te pasa algo, Dana? —le pregunté sentándome junto a ella, una vez que hubimos bajado.
La última vez que estuvimos allí, Jairo yacía tendido en el suelo, y reprimí aquel pensamiento porque nuestro lugar era demasiado sagrado como para que mi hermano lo manchase con aquel recuerdo.
—Acabo de enterarme de que he sido contratada por unos falsificadores.
Era eso.
—¿Y quién demonios te…? ¡Ah, ya comprendo! Héctor.
Asintió. Mi padre y su integridad.
—¿Enfadada?
—Menos de lo que esperaba. La confesión ha venido con una propuesta de lo más interesante. Me he quedado en aquello de «tendrías material fresco al alcance de unos pocos golpes de pico».
—¿Y te ha tentado?
Suspiró, recostando su espalda sobre mi pecho.
—Sois de lo peor, tú y tu familia.
No era tan grave, entonces, pensé aliviado.
—Y ahora cuéntame. Ha pasado algo, ¿verdad? —dijo.
—Así es. Hay algo que no sabe nadie de mi familia excepto Héctor, pero necesito compartirlo contigo para que sepas en qué ando metido. Además, creo que próximamente le voy a tener que dedicar bastantes horas en mi casa, así que quiero contártelo todo.
—Algo que tiene que ver con la investigación de vuestra longevidad.
—Sí. Tiene que ver con los telómeros, con la conversación que escuchaste hace unos meses, antes de que me fuera a San Francisco. Allí conseguí material de primera mano que me dio la pista para empezar a investigar, pero falsifiqué el informe cuando se lo pasé a mi familia, de modo que a Kyra no le pareció relevante y desechó esa línea de investigación, que era lo que yo buscaba.
—Recuérdame no tenerte como enemigo —susurró, mirando los nubarrones que venían ya a por nosotros.
—El caso es que a mí sí que me pareció relevante, pero no tenía manera de investigar a espaldas de Kyra en su propio laboratorio, así que eché mano de uno de mis contactos de Genética en Copenhague, Flemming Petersen —dolió nombrarlo por primera vez como un muerto, y no como un amigo vivo—. Flemming estaba obsesionado con encontrar la cura de la progeria, su hija Rebekka tiene quince años y ha superado ya la esperanza de vida de la enfermedad.
—¿La progeria? —alzó su ceja alada con interés—. Estuve viendo los efectos de esa enfermedad cuando os investigué. ¿Crees que tiene algo que ver con vosotros?
—Mi teoría era que la causa de la progeria son los telómeros cortos, y Flemming lo confirmó con las células de Rebekka. Pero luego se inyectó en su propio cuerpo cultivos de células con la telomerasa activada, con la esperanza de dominar su comportamiento. Corrió un riesgo que lo ha matado. Las células que se inyectó eran cancerosas y en pocas semanas se extendieron a varios órganos. La llamada de esta mañana era de su hija. Flemmimg murió el lunes.
—Por tu tono de voz parecía más un amigo que un contacto —me dijo pasando un brazo por encima de mi hombro, pendiente de mis gestos.
—Así es. Hoy no es un buen día —odiaba todas esas conversaciones estereotipadas que siguen a la muerte. Pero una vez más no me vi capaz de escaparme de los tópicos.
Me obligué a continuar hablando.
—El caso es que Flemming me ha legado su laboratorio, o lo que es lo mismo, sus experimentos y su material orgánico. Me lo van a enviar al Paseo de Pereda y voy a instalarlo en la cuarta planta. No quiero que Kyra sepa nada, pero voy a investigar por mi cuenta.
—Pensé que no querías descubrir la causa de vuestra longevidad, creí que estabas en contra de crear hijos longevos en un laboratorio.
—Y lo sigo estando.
—Pues entonces no lo entiendo.
—En primer lugar, quiero acabar lo que Flemming empezó para saber si los telómeros realmente tienen que ver algo con nosotros. Si no es así, destruiré todas las pruebas, y escribiré un artículo póstumo con la identidad de Flemming para que su descubrimiento respecto a la progeria no se pierda.
—Pero, ¿y si tiene que ver con lo vuestro?
—Destruiré las pruebas igualmente y me pasaré el resto de la eternidad alejando a Lyra y a Nagorno de todo lo que se le parezca a un telómero.
—Como pensabas hacer con la fuente de la Eterna Juventud
—Ese era el plan —¿para qué negárselo?
—¿La encontrasteis? —preguntó.
—Por supuesto que no.
Quién te ha visto y quién te ve, pensé.Hace apenas un mes ni siquiera me lo habrías preguntado en voz alta, simplemente te habrías ofendido.
Dana siguió preguntándome por los telómeros. Quería entender todos los detalles de mi teoría, y le fui poniendo al corriente. Hacía un rato que había empezado a llover, y tuvimos que resguardarnos bajo el techo de la cueva para no acabar empapados. A la tormenta le costó amainar, así que permanecimos sentados el uno al lado del otro en silencio, incluso cuando llegó el mediodía y con el mediodía, el hambre. Era peligroso subir por las rocas mojadas, así que Dana me acabó leyendo «El libro del Desasosiego», de Pessoa, que había escondido en el hueco de la pared de la cueva, sustituyendo al Trópico de Cáncer, de Miller. Su voz buscaba darme algo de consuelo, y aunque el libro tampoco mejoró mi humor ni cambió mi día, sí que pude darme cuenta, al escucharla, que Dana comenzaba a entendernos, con una sabiduría muy poco acorde para su edad:
…
He pasado entre ellos extranjero, pero ninguno ha visto que lo era. He vivido entre ellos espía, y nadie, ni yo, ha sospechado que lo fuese. Todos me han tenido por pariente: ninguno sabía que me habían equivocado al nacer. Así, he sido igual a los demás sin semejanza, hermano de todos sin ser de la familia.
Venía de prodigiosas tierras, de paisajes mejores que la vida, pero de tierras nunca he hablado, sino conmigo, y de los paisajes, vistos si soñaba, nunca les he dado noticia. Mis pasos eran como los suyos en los entarimados y en las losas, pero mi corazón estaba lejos, aunque latiese cerca, señor falso de un cuerpo desterrado y extraño.
Nadie me ha conocido bajo la máscara de la igualdad, ni ha sabido nunca qué era una máscara, porque nadie sabía que en este mundo hay enmascarados. Nadie ha supuesto que a mi lado estuviese siempre otro, que, al final, era yo. Me creyeron siempre idéntico a mí.