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Miércoles, 27 de junio

Creo que Iago nunca entenderá el amor que me unió a Olbia durante casi veinte años. Ella nos degradó a la condición de esclavos, es cierto, y era la primera vez que perdíamos la libertad de aquel modo, pero éramos hombres curtidos en penurias y yo sabía que sobreviviríamos a aquel trance. En la antigüedad, la esclavitud formaba parte de los posibles destinos que te podían tocar en la vida, y nosotros mismos habíamos tenido esclavos en más de una ocasión. La relación desigual que manteníamos Olbia y yo durante el día se convertía en pasión y en agradables charlas por la noche. Me enamoré de su curiosidad por el mundo, de su sentido de la responsabilidad hacia su gente, de una fortaleza a la que nunca vi fisuras. Iasón, en cambio, no dejaba de maquinar planes suicidas para escaparnos, pese a que yo le disuadía de que no lo hiciera. Ya ves, yo tenía la esperanza de que el carácter de Olbia se ablandase con los años y nos convirtiera en libertos. Pero me equivoqué, aquello no llegó a ocurrir jamás.

El nacimiento de Nagorno, a las doce lunas de concebirlo, vino a empeorar la situación entre Iasón y yo. Olbia se empeñó en tener un hijo para continuar su legado por si Kelermes no volvía, pero todo su pueblo estaba al tanto de su secreto: que Nagorno era mi hijo. Nagorno fue martirizado desde muy temprana edad. Los escitas adultos lo despreciaban, por considerarlo una deshonra, y los chiquillos de su edad aprendieron pronto a atormentarlo.

Hay algo que debes saber de Nagorno y que no he visto en ningún otro ser humano: su resistencia. Mi hijo sufrió palizas que habrían matado a un guerrero bien entrenado, pero él siempre se reponía, y ni siquiera reclamaba los cuidados de Iasón. Por otro lado, Olbia fingía no enterarse cuando torturaban a su hijo, siguiendo una lógica retorcida por la que creía que todo aquello le hacía más fuerte. Tienes que entender que por aquel entonces ni siquiera nosotros sabíamos si éramos inmortales, o tan solo longevos. Simplemente sabíamos que no envejecíamos y que no habíamos muerto, por eso, al ver a Nagorno curar una y otra vez de sus heridas, asumí que era uno de los nuestros, y me sentí en la obligación de no abandonar Escitia sin él, aunque debía de pasar tiempo aún hasta que estuviese preparado para asumir su naturaleza y aceptar que dos esclavos éramos su familia. El regreso de Kelermes, cuando Nagorno tenía casi veinte años, vino a truncar los planes de todos.

—¿Kelermes volvió? —le interrumpí sorprendida—. Iago no me lo contó nunca.

—Sí —afirmó en tono sombrío—, Kelermes volvió. Lo precedió días antes un mensajero. Preguntó por Olbia y le anunció el triunfo definitivo de los escitas sobre los maságetas. Después de tantos años, daban por concluida su campaña, tras no dejar ninguna tribu del norte con vida. Algunos de los hombres que marcharon se habían adueñado de las tierras y se habían asentado allí. Otros, junto a Kelermes, volvían a recoger a sus familias y llevárselas al nuevo territorio ocupado, hacia el oeste del río Tyras. Hoy lo conoces como el Dniéster. Cuando Nagorno se enteró, asumió él mismo la organización del banquete de bienvenida. Hizo sacrificar docenas de caballos y supervisó todos los detalles para estar a la altura de la fama de Kelermes. Por aquel entonces Nagorno se había convertido ya en un joven temido por todos. Era el más refinado de los escitas, pero acompañó a su madre en todas las incursiones a tribus enemigas, y se ganó también la fama de astuto y despiadado. Yo creo que lo hizo por contentar a su madre. Olbia, por su parte, no quiso verme las noches anteriores al regreso de su marido. Todos estábamos nerviosos y expectantes ante la llegada del caudillo.

El día, por fin, llegó. Kelermes hizo su aparición montado en un caballo de crines oscuras, que contrastaban con la piel blanca de los cueros cabelludos que colgaban de su montura. Desde mi posición, en segundo plano junto a Iasón y el resto de los esclavos, pude ver a un hombre que ya se acercaba a la vejez, pero se empeñaba muy bien en ocultarlo. Llevaba un yelmo de escamas de pezuñas animales que jamás había visto y que le conferían una presencia imponente. Tenía los ojos pintados de negro, lo que ensuciaba una mirada malhumorada y la hacía más desagradable aún.

Nagorno se acercó a pie al caudillo, varios pasos por delante de su madre, con un cinturón trenzado entre las manos, adornado de placas de ciervos cosidas al cuero. Era un trabajo fabuloso que él mismo había cincelado, robándole horas al sueño de las noches anteriores. Hizo una reverencia y se dispuso a hablar, cuando Kelermes le interrumpió:

—¡Aparta, muchacho! Quiero que sea mi esposa quien me reciba.

—Y te recibirá como mereces, hemos sacrificado los mejores animales y disfrutarás de una fiesta como nunca se ha visto. Pero antes debes saber que soy tu hijo, y que me he preparado toda la vida para ser digno de ti.

—¿Mi hijo, dices? —le interrumpió riéndose.

Se acercó con el caballo a Olbia y le gritó:

—¿Quién es este pequeño bastardo, mujer?, ¿y por qué dice que es mi hijo? ¡Habla!

—Así es, quedé encinta antes de que marchases. Ni yo misma sabía que estaba preñada de ti hasta que se hizo evidente.

Kelermes desmontó del caballo, y antes de que todos pudiésemos darnos cuenta, la agarró por el cuello con una mano. Nagorno intentó interponerse, pero varios de los guardias personales de Kelermes le sujetaron por los brazos y le pusieron un puñal en la garganta.

—¡Embustera! Durante toda mi vida he poseído a todas las mujeres que se me han cruzado por el camino, estuvieran ellas de acuerdo o no, y nunca he engendrado un solo hijo. ¿Y ahora me intentas hacer creer que ese crío es mío?

Se giró hacia el resto de la tribu, que contemplaba la escena con la cabeza baja para no enfrentarse a la ira de Kelermes.

—Haremos que el sacrificio de esas reses no sea inútil —se acercó a Nagorno, que seguía sujeto por seis de los guerreros. Le miró de arriba abajo por primera vez.

—Mañana celebraremos tu funeral, pequeño bastardo —y dicho esto, rodeó su cuello con ambas manos, descargó sobre el muchacho toda su rabia y lo estranguló.

El cuerpo de Nagorno cayó inerte al suelo. Yo intenté correr hacia él para auxiliarle, pero Iasón me sujetó el brazo con fuerza y se puso disimuladamente delante de mí.

—Si te mueves, nos matará a todos —susurró.

—Que los esclavos comiencen ahora mismo a construir un kurgán. Con ochenta pies será suficiente. Olbia, entremos en tu tienda, que nadie nos moleste.

Recogieron el cuerpo de mi hijo y se lo llevaron. Nos obligaron a golpe de látigo a comenzar a amontonar tierra y césped. Aquella noche, exhaustos, Iasón me convenció por fin para intentar la huida. Yo accedí, ya no quedaban motivos para permanecer allí. Con Kelermes de vuelta, Olbia no se arriesgaría a volver a reclamarme. Es más, sospechábamos que todos los esclavos y los escitas en edad de procrear que habían quedado en el campamento íbamos a ser sacrificados una vez acabásemos la tumba de Nagorno.

Iasón, por su parte, tenía un plan brillante. Imagino que se había pasado los últimos veinte años rumiando los detalles. Compartimos nuestras intenciones con Póntico, un esclavo que nos brindó su amistad desde el día de nuestra llegada.

—Iago me habló de él —le dije, con la boca seca.

Póntico era ya anciano por aquel entonces, y sabía que su cuerpo no soportaría una huida a través de la estepa, pero era tan consciente como nosotros de que al día siguiente iba a ser sacrificado, así que él se prestó a huir hacia el sur, en dirección opuesta a la nuestra, para despistar y entretener a los escitas. Todos sabíamos que acabaría con varias flechas en la espalda, pero prefirió esa muerte a ser estrangulado como el resto. Al día siguiente, nos despertaron de madrugada para continuar excavando. Cuando pasamos frente a la tienda de Olbia, Kelermes salió cargando al hombro el cuerpo destrozado de su mujer. Dejó el cadáver en el suelo y se limitó a decir:

—Olbia ha muerto esta noche, enterradla junto a su bastardo.

Iasón me salvó de caer de bruces, porque dejé de sentir el suelo a mis pies y todo a mi alrededor dejó de ser real. Obedecí las indicaciones que me dio cuando llegamos al túmulo, donde ya habían depositado el cuerpo de Nagorno en una de las cámaras laterales. Los kurganes estaban construidos como masas de tierra y capas sucesivas de césped invertido, dispuestos alrededor de una o varias cámaras, que albergaban a los muertos, los caballos sacrificados y la servidumbre más cercana al difunto. Nadie había sospechado que la cámara central se había construido para enterrar a Olbia. Póntico nos ayudó a introducirnos entre dos capas de césped, y se encargó de que la tierra prensada sobre nuestros cuerpos no nos aplastase con su peso. Cada uno de nosotros llevaba una caña hueca cuyo extremo salía del túmulo y nos permitía respirar. Confiamos que con las celebraciones nadie nos echara de menos hasta el día siguiente, cuando estuviéramos fuera del alcance de sus caballos. Entonces ocurrió algo: desde mi posición, cercana a la cámara de Nagorno, escuché una respiración. No era Iasón, que estaba situado en la parte más exterior del kurgán, así que removí la tierra con mis manos, hasta acceder al minúsculo habitáculo que era su tumba. Toqué su cuerpo, que no tenía la temperatura de la muerte, y comprobé que su corazón latía. Intenté que hablara, pero en su estado fue incapaz. Entonces volví arrastrándome hasta donde Iasón podía oírme.

—¡Hijo, está vivo! ¡Nagorno está vivo!

—No puede ser, lo vimos morir —susurró.

—Eso demuestra que es uno de los nuestros. Tenemos que llevárnoslo de aquí.

—No, padre, no me pidas eso. No puedo aceptarlo en la familia.

—Debes hacerlo, el tiempo limará nuestras diferencias —insistí.

—No sabes lo que me estás pidiendo. Déjalo, si sobrevive, él mismo saldrá. Pero no lo traigas con nosotros, no lo quiero a mi lado.

Ya por entonces conocía bien a mi hijo. Por su tono de voz, sabía que no podría convencerlo.

—Entonces yo también me quedo. Escapa tú solo esta noche —le dije.

Durante un buen rato, apenas se escuchó el silencio. Después, Iasón se despidió.

—De acuerdo, padre. Me voy sin ti. Que tengas una larga vida. Si volvemos a vernos, que sea en nuestra montaña alguna noche de solsticio.

Me quedé en la cámara de Nagorno, dándole calor con mi cuerpo e intentando que despertase porque me veía incapaz de arrastrar el peso de su cuerpo inerte.

Horas después, Iasón regresó, sin decir ni una palabra, y me ayudó a sacarlo y a huir.

Alguna vez, cuando habla de la noche más dura de su vida, creo que se refiere a aquella noche, cuando desanduvo sus pasos en mitad de la estepa para volver a por mí y ayudarme a sacar a Nagorno de su tumba. Aun así, Iasón vino preparado. Lo mantuvimos inconsciente durante varias jornadas a base de hacerle inspirar semillas de adormidera —hoy lo llamáis opio—, hasta que estuvimos fuera de peligro y lo suficientemente lejos como para no temer que los escitas nos siguieran. Después, cuando despertó y le hablamos de quienes éramos y de nuestra verdadera naturaleza, tuvimos que dejarlo atado durante meses. Cuando viajábamos hacia el norte, ya con caballos, en dirección a la actual Siberia, lo dormíamos con el opio. Cuando acampábamos, lejos de toda presencia humana, teníamos que mantenernos alerta, porque Nagorno rechazó desde el primer momento considerarse hijo y hermano de esclavos. Fue a lo largo del tiempo cuando dejamos de temer que intentara matarnos, y creo que Iago aún no se fía del todo.

—Y eso es todo lo relevante que puedo contarte —dijo soltando un largo suspiro—, como ves, todavía no ha pasado el tiempo suficiente como para que los tres superemos aquella etapa. Yo aún sigo añorando cada noche mis charlas con Olbia, Iago sigue sin perdonar a su hermano porque su madre nos esclavizó, y Jairo sigue creyéndose un bastardo incomprendido. Por eso rechaza antes de ser rechazado y ataca antes de ser atacado. Le tocó vivir un tiempo duro en el que nadie estuvo a su lado. No creo que nunca llegue a confiar en nadie, salvo en sus propios hijos, si es que consigue tenerlos.

La mirada de Héctor se quedó perdida entre las paredes a medio pintar. Yo había perdido las ganas de hablar, así que continuamos en silencio colocando paneles y escondiendo cables mientras esperábamos la llegada de Iago.

Estaba empezando a darme cuenta de que saber tantos detalles de su pasado no era la orgía de conocimientos por las que un historiador mataría. Eran recuerdos reales, dolorosos, cuyas consecuencias perduraban a lo largo de los milenios.

Estaba empezando a entender que una larga vida, el sueño de la inmortalidad con el que todo humano fantasea, no hacía sino alargar los conflictos, las desavenencias, el sufrimiento.

Por mucho que Jairo lo negase, todos ellos estaban marcados.

Tan marcados como yo.