Miércoles, 27 de junio
—Un café solo —pidió Héctor nada más entrar en el BACus.
Sentados en nuestra mesa, algo apartados del resto de la plantilla del MAC, que almorzaba simulando no estar pendientes de nosotros, Iago, Kyra y yo charlábamos ajenos a los dardos que nos enviaba Elisa y compañía. Héctor se nos unió murmurando una excusa, con el rostro serio. Llevábamos un rato hablando cuando los Waterboys reclamaron a Iago por el móvil. Él se levantó de un salto y se precipitó hacia la salida del BACus después de un preocupante «ahora vuelvo».
Cifuentes, el de contabilidad, se adentró en nuestro feudo armado con varios documentos urgentes y nos robó a Héctor de nuestras filas, así que nos quedamos Kyra y yo a solas.
El día había amanecido desapacible, con el viento ese del noroeste que tan claramente anunciaba lluvia para Iago y para Héctor. Tal vez me había contagiado de la pesadez de las nubes, no lo sé. El caso es que me sentía como Sísifo subiendo su mole de piedra por la ladera empinada.
—Héctor me puso al día del último numerito de mi hermano —dijo removiendo su café con leche—. Siento que le hayas visto en plan medieval. No sé si lo sabrás, pero lo ha exiliado por un tiempo.
—¿Exiliado? —pregunté atónita.
—Sí, digamos que lo ha puesto fuera de nuestras vidas una temporadita. En realidad Héctor es el único que tiene cierta autoridad sobre él. Y nos vendrá bien no tenerlo cerca hasta que todo se normalice un poco. También será bueno para la mentecata de tu prima.
—Veo que conoces todos los detalles.
—Sí, aunque apuesto a que ella bien se cuidará de hundirte en el MAC sin que nadie sepa su desliz con Jairo. En fin, hay cosas que nunca cambian —resopló—. Por eso quería hablar contigo. Ahora estás viendo lo que supone estar cerca de esta familia. ¿Por qué crees que quiero tener mis propios hijos longevos? ¿Por qué crees que apoyo que Jairo los tenga? Con ellos siempre ha sido así: conflicto, conflicto y más conflicto.
Se perdió en las espirales del café al que daba vueltas.
—No quiero vagar sola de nuevo por el mundo, pero a duras penas los soporto cuando están los tres juntos.
Yo me mantuve en silencio, algo incómoda al escuchar sus confidencias.
Por cierto, ¿dónde demonios se había metido Iago? Íbamos a perder toda la mañana en el BACus, y ya íbamos muy retrasados. Llevaba un rato dirigiendo miradas intermitentes a la puerta, pero nadie entró.
Héctor se nos unió de nuevo, después de zafarse de Cifuentes, y los tres abandonamos el BACus en silencio. Después de despedirnos de Kyra, Héctor me acompañó a la Sala de Prehistoria, y tras varios intentos de ponernos en contacto con Iago por móvil, decidió quedarse y ayudarme con los paneles.
Cargó con uno y lo llevó al fondo de la estancia, yo le seguí.
—Hay un par de temas de los que quiero hablar contigo —me dijo.
Asentí, resignada. Eso de mantener conversaciones trascendentales con un longevo estaba adquiriendo dimensiones de pandemia.
—Ahora que sabes lo nuestro, no voy a engañarte, el MAC durará unos años. Luego, simplemente, desapareceremos con una excusa convincente. Pero en el caso de que sigas con nosotros, podríamos montar una empresa de arqueología de urgencia. Iago, tú y yo. Nos podías ayudar a recuperar nuestro pasado, y por tu parte, podrías evitar que muchos restos arqueológicos quedasen sepultados para siempre bajo el hormigón. Nada de yacimientos agotados después de décadas de campañas cavando. Tendrías material fresco al alcance de unos pocos golpes de pico.
—Desde luego, conoces el arte de tentar a la gente.
—A veces es útil, lo reconozco. Espero que no me veas como un manipulador. En realidad, Iago y yo tenemos la idea de realizar ese proyecto para cuando lo del MAC ya no dé más de sí. Quiero decir que lo haremos con o sin ti, y disculpa mi franqueza. Pero serías una aportación valiosa. Te estoy proponiendo una salida digna para que sigas con la familia cuando el MAC se acabe. No dudo que tu carrera de arqueóloga brillará también sin nosotros. Nadie lo ha dudado nunca, créeme.
—Pero me estás proponiendo algo casi ilegal. Que después nos quedemos con las piezas…
—Solo con nuestras piezas, con las que un día nos pertenecieron —recalcó—. Lo legal sería que saliéramos del armario, que en nuestro DNI pusiera nuestra edad verdadera, y que se crease una ley que nos permitiera recuperar lo que es nuestro, si podemos demostrarlo, o lo que en el futuro encontremos. Esa es mi aspiración, aunque dudo que lo consigamos en este siglo, y tal vez no en este milenio. Los indígenas de todo el planeta están luchando para que devuelvan los restos de sus antepasados a sus tierras y los saquen de los museos, pero sabes el resultado. Nada nos asegura que no seamos tratados igual, además de la malsana curiosidad que recaería sobre nosotros por parte de gobiernos, u otras organizaciones. Seríamos cobayas, créeme. Así que no me des lecciones de ciudadanía ideal, estamos al margen de la ley porque no hay ley que nos ampare.
Me pasó unas puntas de flecha de sílex y prosiguió.
—Desde que vi cómo te implicabas con mi hijo, dejé de exigirte que nos consiguieras convenios. No quería perjudicarte, y permití que os centrarais en la Sala de Interpretación, previendo que acabarais juntos. Iago tampoco te apretó al respecto desde el principio, motivo por el que me di cuenta mucho antes que él de lo enamorado que estaba.
Vaya.
—¿Estáis falsificando piezas de los museos con los que colaboráis? —pregunté con la cara pálida. No podía ser cierto, ahora que lo sabía, eso me convertía en cómplice de un delito en tropecientos países.
—Cada vez es más difícil cambiar originales por falsificaciones. Por eso ahora mismo evitamos las colaboraciones con los museos importantes, como el Británico o el Hermitage. Siempre comprueban sus piezas y no podemos permitirnos un escándalo. El plan es dar el cambiazo a esos museos al final de nuestro ciclo aquí, antes de desaparecer.
Vale, adiós carrera. Adiós Arqueología.
No te pongas nerviosa, Dana, es solo una broma pesada. Tu jefe te está tomando el pelo, luego soltará una carcajada, te dará una palmadita en la espalda y le obligarás a invitarte a unas rabas para compensarte por el mal rato.
Pero no, Héctor hablaba en serio y yo lo sabía.
—¿Y cómo lo hacéis para falsificar piezas antiguas? No es tan sencillo.
—Se encarga el resto de la T.O.F. Fue la contrapartida a cambio de colaborar con la investigación del gen longevo. Nagorno es el artista, el experto en Historia del Arte, no porque haya pisado una universidad en su vida, sino porque él es sujeto activo de esa historia del arte. Lyra se encarga de la alquimia.
—La alquimia —repetí.
—Los materiales, hacer mezclas sintéticas que simulen, por ejemplo, el esmalte de una pieza dental, o el electro, una aleación de oro y plata utilizada en las colonias griegas alrededor del Mar Muerto en el siglo VII antes de Cristo. Siempre se le dio bien la fragua. Ella crea la materia prima, Nagorno la moldea y convierte la copia perfecta en arte. Luego vuelve a manos de Lyra para envejecerla. Debes saber que es tan diestra para su trabajo oficial en el MAC, en el Laboratorio de Restauración, dejando en buen estado una pieza, como para el proceso contrario, darle una pátina de vejez.
»Y hablando de Nagorno, te debo una disculpa —me dijo, después de sentarse sobre una de las cajas sin abrir.
—Me la debe él, no tú —le corté.
—Aun así, me siento responsable en cierta medida de lo que ha ocurrido —insistió, tomando una réplica del bastón de mando del ciervo de Monte Castillo y cambiándolo de mano con un gesto mecánico.
—Pues no veo la manera, Héctor. Puede que sea tu hijo, pero es un adulto. No comprendo cómo te haces responsable de sus actos.
—No de sus actos, pero sí de empeñarme en mantener unida esta familia, cuando nunca lo ha estado. Urko permanece a mi lado por lealtad y porque hemos estado tanto tiempo juntos que tenemos entre nosotros una camaradería que va más allá de la que tienen padre e hijo en circunstancias normales. Dudo que dos seres humanos hayan convivido tanto tiempo como nosotros, a no ser que existan otras familias longevas por ahí, cosa que nunca he podido encontrar hasta ahora. Pero lo cierto es que, desde que nació Nagorno, su vida ha sido en ocasiones un calvario por culpa de su hermano, y ha resistido siempre por mí. Lyra, como ves, tiene tantas ganas de perdernos de vista que apenas nos considera de su sangre. Estoy intentando mantener unido lo que nunca fue una familia, y creo que mi empeño lo está pagando demasiada gente a la que aprecio, entre ellos tú.
En el fondo, hasta el hombre más viejo del mundo se niega a aprender de sus errores, pensé.
De todos modos, no quise desaprovechar la oportunidad.
—¿Qué pasó en Escitia, Héctor? ¿Qué ocurrió entre Iago y su hermano?
—¿Cuánto sabes?
—Iago me contó que os hicieron esclavos, y que dejaste embarazada a la madre de Nagorno. Más allá de eso, solo me contesta con vaguedades. Ya lo conoces, si no quiere hablar de algo, no hay manera de sacárselo.
—Entonces déjame que te hable de la primera juventud de Nagorno y de los tormentos que tuvimos que pasar hasta escapar y salvar la vida.
Me senté y desconecté el móvil. Por una vez, deseé que Iago no traspasara la puerta de la Sala de Prehistoria con su metro noventa y sus preocupaciones. Porque era tan evidente como que iba a llover, que Iago traería malas noticias de nuevo.