Día de Mercurio, décimo octavo del mes de Duir
Miércoles, 27 de junio
Me desperté con las primeras luces del alba pensando intensamente en Lorena. Dana dormía a mi lado, después de una larga noche en la que apenas había descansado. Me vestí en silencio y le dejé una nota con una excusa creíble. Con un poco de suerte, tal vez siguiese dormida a mi vuelta, y ni siquiera necesitara leerla. Llevaba demasiadas semanas sin ver a Lorena, y una urgencia me llevó escaleras abajo, en dirección a su apartamento.
Lorena me abrió la puerta con un pijama de raso granate.
—¡Qué agradable sorpresa que hayas venido aquí! —sonrió a modo de bienvenida—. Pensaba dejarme caer uno de estos días por el Paseo de Pereda.
Precisamente por eso.
—No he venido a pasar un rato en tu cama —le advertí antes de que se hiciera una idea equivocada de mi visita.
Cuanto antes acabemos con esto, mejor.
—Ah, de acuerdo —eso no se lo esperaba—. ¿Un trago entonces?
—Sí, eso puede estar bien —asentí.
—¿Para qué has venido entonces? —dijo dirigiéndose hacia el mueble bar.
—Para decirte que no vamos a volver a vernos —dije, cruzando el umbral con las manos en los bolsillos y cerrando la puerta a mi espalda.
Sopesó mis palabras por un momento.
—Es por otra, ¿verdad?
—Sí.
Para qué negarlo.
—Bueno, eso lo explica todo. Las últimas veces has estado muy ausente. Pensaba que estabas estresado con el museo, pero no te dije nada. Además, tú y yo nunca hemos tenido una relación basada en las confidencias —meditó en voz alta.
Así era.
—Lorena, jamás nos hemos exigido nada, y mucho menos exclusividad. Ahora te pido que acabemos con esto sin grandes dramas.
Se giró, tal vez para que no pudiera leer la decepción en su rostro. Luego se recompuso y se volvió hacia mí.
—Tienes razón, perdona, me estoy comportando como una colegiala enamorada. Es solo que, no sé, no había pensado que esto pudiera acabarse sin más.
Incredulidad. Allí estaba: la primera fase del duelo.
—Ella tiene que ser muy especial… —intentó sonsacarme.
No tienes ni idea, callé.
—¿Y se puede saber qué le hace tan distinta? —me increpó.
El olor a lavanda en la punta de sus dedos, la coz en la frente que no esconde, su forma de repetir mi nombre cuando hacemos el amor, que lo primero que busque al entrar en una habitación sean mis ojos… podría seguir enumerando pero tu vida pasaría y yo seguiría dándote motivos.
Pero callé de nuevo, y a ella le exasperó mi silencio.
—¿No merezco una explicación siquiera? —me gritó.
Rabia: habíamos pasado a la segunda fase en menos de un minuto. Aquello prometía ser rápido. Bien por ella.
—Lorena, por favor, no te metas en esos jardines, no es tu estilo. Vamos a dejar esto en un buen recuerdo.
Apuró su vaso en un último sorbo. Yo fingí paladear el mío.
—Es una auténtica pena, Iago, lo hemos pasado muy bien juntos estos años —se volvió hacia la ventana y disimuló un gesto para secarse las lágrimas.
Yo simulé no darme cuenta. Aquello se parecía bastante a la tercera fase: depresión. Esperé en silencio a que se recompusiera.
—De acuerdo, de acuerdo. Lo he captado —me dijo cambiando de táctica—. Es solo que tenía un regalito guardado para ti, un juguete nuevo que probar. Vamos a tener una despedida digna.
Se desabrochó los botones del suave pijama con sus modales de pin-up de los años cuarenta que tan buenos resultados le habían dado conmigo y con todos los hombres que ella elegía. Me mostró sin prejuicios el contenido que ocultaba el raso: un precioso sostén, marca La Perla, modelo transparente con un encaje en forma de rosa cubriendo estrictamente el pezón. Talla 105. Copa C. Magníficamente operadas.
Vístete, por lo que más quieras, le rogué en silencio.
Lo valoré por un segundo. Habíamos llegado ya a la cuarta fase: negociación. Habría sido una pena volver hacia atrás para luego tener que empezar de nuevo.
—Buenos días, Lorena —dejé el whisky sin probar sobre el elegante aparador de la entrada, y abandoné su apartamento sin mirarla.
La última fase del duelo, la aceptación, se impondría por sí misma con el paso de las semanas. Yo no podía ayudarle.
Tenía un par de llamadas que hacer del mismo cariz. Cuanto antes empezara, antes evitaría posibles coincidencias incómodas con Dana. Me dirigí al paseo marítimo y fui marcando los teléfonos que me sabía de memoria. Después pasé por el Mercado de la Esperanza, y regresé a casa de Dana con una barra de pan recién hecha bajo el brazo, algo de pescado para variar y varios kilos de fruta fresca.