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Martes, 26 de junio

Cerré la puerta cuando Iago entró y nos quedamos en el pasillo de mi piso con cara de circunstancias. Apoyé la espalda en la pared y me dejé caer hasta quedarme sentada en el suelo. Él también se sentó, y esperó a que yo hablara.

—¿Cómo puedes? —le pregunté.

—¿Cómo puedo qué?

—¿Cómo puedes hacer para callar tantas cosas que te incumben? ¿Cómo haces para no contar la verdad y dejar que la gente te malinterprete?

—Porque me juego la vida si hablo. El instinto de supervivencia es más fuerte que el de hacer justicia. No hay ningún mérito en eso, amor.

—Marcos me cree culpable de lo que ha pasado con Elisa.

—Qué miope —comentó.

—Lo que sea. Pero lo que quedará de este incidente es que le he fallado, que me he cruzado de brazos mientras veía venir lo que iba a hacer su mujer.

—Os estáis acercando demasiado a Jairo —me advirtió—, esto no va a acabar bien. Tienes que mantenerte al margen, Elisa ha elegido y tu primo tendrá que salir del paso como pueda, pero deja de meterte en sus asuntos.

—No entiendo la actitud que tenéis tu familia y tú con él, es como si le tuvieseis miedo —estallé.

—Sé que no te dirá nada, pero tú no has visto a Nagorno en estado puro. Y no mezcles esto con el valor. Me da igual si me tomas por cobarde, eso no cambiará mis actos, ni pasados ni futuros. Te hablo de que sois como moscas molestando a un rinoceronte. Simplemente os barrerá de un plumazo. Mantente alejada, llegado el momento, ni yo mismo podré pararlo.

—¿Por qué dices eso?

—Porque ahora yo sí que tengo algo que perder —me dijo mientras me daba un beso—. Eso le da ventaja.

Se levantó y me tendió el brazo para ayudarme a incorporarme.

—Me temo que vamos a seguir hablando de mi hermano durante la cena —me dijo con cara de resignación.

—Intentaremos que no sea así —respondí.

Después me alzó como solía hacer, dejando que yo rodease su cintura con mis piernas, y nos trasladamos sin prisas por el pasillo hasta llegar a la cocina.

Cenamos casi en silencio, comentando las novedades del día en el MAC en un intento de darle cierta normalidad a la jornada, pero no resultó. Iago asentía distraído, mientras yo trataba de centrar la conversación una y otra vez. Al final dejé el lomo a medio comer y le retiré el plato de la mesa.

—¿Qué pasa, Iago?

—Me estoy preguntando si no te estás arrepintiendo ya.

—¿De qué tendría que arrepentirme?

—De lo nuestro, de que nunca vayamos a tener una relación normal, de mi extraña familia, de mis problemas con Nagorno, de que mis preocupaciones son mucho más antiguas que tus preocupaciones —se mesó el pelo, como hacía siempre que estaba preocupado—. No sé si estamos preparados.

—No tengo ni idea si estoy preparada o no, Iago. Es la primera vez que estoy con un tío de diez mil años. ¿Lo estás tú? Quiero decir: ¿has vivido antes una situación parecida, o todas tus parejas desconocían tu fecha de nacimiento verdadera? La noche que me revelaste vuestro secreto dijiste que era la primera vez que se lo contabas a alguien.

—Y así es, nunca antes lo he dicho.

—Entiendo entonces que lo nuestro es diferente para ti.

—Ni te lo imaginas —murmuró.

Me tomé un momento para pensarlo, aunque en realidad no tenía nada que decidir.

—No lo sé, Iago. Me ha costado mucho dar el paso, no quiero tirar la toalla tan pronto. Además —añadí, tratando de arreglar la noche—, eres la fantasía sexual de toda arqueóloga que se precie. Déjame disfrutar de un sapiens arcaico un poquito más de tiempo.

—No soy arcaico, anatómicamente soy tan moderno como tú, y creo que te lo he demostrado.

—El cromañón se me pone digno —él ni siquiera sonrió.

Inútil, pensé rindiéndome. Estiré la broma lo que pude, pero Iago no estaba para mis payasadas. Estaba en otro lugar, en el centro de un nubarrón.

—Dana, ¿no te asusta lo que ha ocurrido esta mañana con Nagorno?

Esa sí era una pregunta normal.

—¿De verdad crees que intentaba matarme, o era solo un farol?

—No lo sé, con mi hermano es difícil saberlo. No dudo que habría sido capaz de hacerlo pero, por otro lado, creo que solo busca hostigarme a través de ti.

—¿Por algún motivo en especial?

—Por lo que te comenté: no aguanta que me vayan bien las cosas, es cuando se pone más insoportable. Y también porque me quiere centrado en la investigación, y tal vez tema no controlar la influencia que puede tener en mí el hecho de estar contigo. ¿Has oído hablar de la vendetta traversa, la venganza colateral?

—No, y no estoy muy segura de que quiera saberlo.

—Es una costumbre que supuestamente nació en la isla de Córcega, hace varios siglos. Aunque mi hermano suele aplicarla desde que nació —tal vez él la inspiró, quién sabe—. Cuando alguien se sentía agraviado por una persona, se vengaba de toda la familia. Le ha dado buenos resultados en el pasado, para mi desgracia. Debí imaginar que empezaría por algo así.

—¿Crees que volverá a intentarlo?

—Creo que no, esta tarde le he dado un ultimátum: si vuelve a acercarse a ti, voy a dejar la investigación, y en su lista de prioridades, está más alto que fastidiar a su hermano. Creo que sabrá controlarse a partir de ahora, pero no te haces una idea de lo que me duele que tengas que estar metida en medio de nuestros líos.

—Hace unos días me salvaste la vida y arriesgaste la tuya por mí. Hoy has vuelto a salvármela. De momento me compensa.

—Pues avísame cuando te deje de compensar —dijo en tono sombrío, como si se estuviera peleando con las palabras.

—No creo que llegue ese momento, pero si así es, lo haré —le prometí, fingiendo un aplomo que en absoluto sentía.

Aquella noche nos acostamos abrazados, pero me costó mucho dormirme y juraría que a él también, pese a que permaneció muy quieto a mi lado. La penumbra no podía ocultar que sus ojos miraban fijamente el techo de mi dormitorio.

Nunca me he considerado una persona demasiado valiente, y el recuerdo de la mano de Jairo en mi cuello me ponía la carne de gallina cada vez que cerraba los ojos. Lo quería lejos de mi vida, de la de Iago, de Santander, del MAC. Durante todo el día no me había dolido la herida de la espalda, ni me había acordado de ella, como si me hubieran pasado una goma de borrar y la línea ya no existiera. Pero al tumbarme en la cama, el dolor había vuelto con toda su crudeza. También la sensación de asfixia en la garganta que me había dejado mi cuñado sociópata.

Era raro eso de vivir siendo superada por los acontecimientos. A mi lado, podía escuchar el engranaje de los pensamientos de Iago en mitad de la noche, protegido por la oscuridad. ¿En qué pensaba un hombre de diez mil años cuando un hermano se empeña en castigarle durante milenios? ¿Qué planes era capaz de maquinar? ¿Hasta dónde podría llegar sin traicionarse a él y a su familia? Odiaba estar en medio, ser la pieza débil del juego. Pero estaba empezando también a entender la carga de Iago, la tensión de la mandíbula cuando su hermano aparecía, el constante control en las reuniones sociales, el conflicto permanente esperando siempre lo peor de él. Me forcé a dejar de darle más protagonismo a un individuo que probablemente estuviera durmiendo en esos momentos a pierna suelta, cuando no probando posturas circenses con tres amazonas.

Un par de horas después, aburrida, decidí romper el incómodo silencio.

—Iago…

—¿Qué? —susurró.

—¿No puedes dormir?

—Mmm…

—Anda, ven —le dije.

Me puse a su espalda, pegando mi pecho y mi estómago a su cuerpo y abrazándolo desde atrás. Empecé a tomar aire y a expulsarlo lentamente hinchado el diafragma.

—Concéntrate en respirar cuando yo lo hago, ¿vale?

El obedeció, acoplando su cuerpo aún más al mío, como si fuéramos dos cucharas soldadas. Le fui llevando poco a poco por los senderos del sueño, y un rato más tarde ambos dormíamos con los alientos acompasados.

A veces los días nacen prometiendo besos y abrazos. A veces estos besos y abrazos llegan, y no puedes reprocharle nada al día, pero no son de ningún modo como tú los esperabas. A esos días solo puedes pedirles un poco más, y por suerte ese deseo es siempre concedido: que mueran cuanto antes y que llegue un nuevo día.