LIII

7608 d.a., Escitia

690 a.C., actual Ucrania

Los dos muchachos se acercaron en silencio al niño que buscaba concentrado piedras trasparentes en la orilla del agua. Nagorno se pasaba el día persiguiendo al orfebre para que le enseñase sus artes y poder fabricar placas de animales, pendientes cónicos o collares que luego regalaba a su madre. Olbia, en cambio, se mostraba cada día más resentida con su hijo, pues no mostraba mucho interés en las horas de entrenamiento que todo varón escita debía cumplir desde antes de hacerse hombre: equitación, tiro con arco, manejo del akinakes.

—Domino todas las artes del guerrero, madre. Deja que ocupe mi tiempo en lo que me gusta, para eso soy el hijo de Kelermes —contestaba siempre, absorto en el golpeteo del pequeño martillo sobre las chapas de oro.

—Es hora de que abatas a tu primer enemigo. La próxima batalla que se nos presente, habrás de venir conmigo. Será tu bautismo de combate, y no voy a permitir que vuelvas sin ninguna cabeza que lucir ante tu pueblo.

—Madre, deja de pensar en los muertos, de eso ya se ocupa mi padre. Deberías preocuparte solo en lucir lo más bella posible. Ven, pruébate estos pendientes.

Entonces Olbia se acercaba a regañadientes, según contaba Póntico, y se colocaba las joyas que su hijo le ofrecía, subido a un taburete.

Habían pasado más de diez años desde que Kelermes marchó, y ya nadie creía en su regreso, así que los escitas comenzaban a preguntarse si aquel muchacho que tan poco interés mostraba por la guerra sería un buen caudillo para ellos. Los dos vástagos del difunto Sirgis, que había muerto después de unas fiebres difusas, eran ya adolescentes, y el contraste entre sus músculos, trabajados por las horas de entrenamiento, y el cuerpo todavía infantil de Nagorno no dejaba lugar a dudas acerca de quién iba a ser mejor guerrero. Todos habíamos oído que solían mortificar a Nagorno, pero a ningún esclavo se le habría ocurrido intervenir.

Aquella mañana aparecieron de la nada y se lanzaron encima de Nagorno, hundiendo la mitad de su cuerpo en el río. Yo me ocupaba de mis plantas de aloe varios metros corriente abajo, casi oculto tras los tallos. El ruido de la lucha del crío por zafarse de los otros dos llamó mi atención y observé la escena con cautela, pero cuando vi que llevaba demasiado tiempo sin respirar, y que las intenciones de los jóvenes eran más serias que otras veces, corrí río arriba para ayudarlo. Antes de llegar, Nagorno se había desprendido de su chamarra de cáñamo y había conseguido librarse de ellos. Semidesnudo, se encaró con rabia a los dos hermanos.

—¡Dejadme en paz! —chilló el niño—. Mi padre os castigará en cuanto vuelva.

—¿Tu padre, bastardo? —se rieron—. Pregúntale a este esclavo por tu padre.

—¿Por qué debería hacerlo? —preguntó, desconcertado.

—Kelermes ha olvidado ya el camino que lleva a la tienda de tu madre. El hermano de este esclavo, en cambio, conoce muy bien el trayecto.

—¡Eso es mentira!, soy el primogénito de Kelermes y vais a pagar por lo que habéis dicho.

Pero los jóvenes ya se habían marchado corriendo, dejándome junto a un niño magullado y fuera de sí.

—Aparta, esclavo —susurró sin mirarme, retirando el brazo que le ofrecía ayuda de un manotazo.

—Sí, amo —contesté. Me giré y volví a mis quehaceres.

Jamás había estado tan cerca del chico antes, pero no pude evitar fijarme en los moretones que sombreaban su espalda.

Aquel mismo día, Olbia me hizo llamar. Se había herido con un espino en la planta del pie al bajar del caballo, así que fui a por el aloe y comencé a curarla en silencio. Nagorno llegó cuando yo casi había terminado, calado hasta los huesos y todavía alterado.

—Madre, andan diciendo mentiras de ti.

—¿Quiénes?

—Araxes y Aristeas, los hijos de Sirgis. Dicen que Kelermes no es mi padre, que es uno de los esclavos helenos. Solo te lo voy a preguntar una vez: ¿soy hijo de un esclavo?

Olbia se había mantenido sentada mientras yo le ajustaba el calzado, pero enderezó la espalda y se puso de pie, y vi que su rostro se encendía hasta deformarle las facciones. Tragué saliva y esperé su reacción con el cuerpo en tensión.

Agarró al niño por el cuello con una mano y lo alzó por encima de su cabeza, impidiéndole respirar.

—¿Cómo te atreves a hacerme semejante pregunta? Eres el hijo de Kelermes y estás llamado a sucederlo. A partir de ahora se acabó la orfebrería, te entrenaré yo misma día y noche hasta que seas un digno caudillo al que todos respeten. He sido muy laxa contigo, pero eso se va a acabar.

Dejó caer al chiquillo, mientras yo miraba fijamente al suelo, arrodillado entre madre e hijo. Nagorno tosió hasta que recuperó el aliento y apretó la mandíbula. Fui testigo de cómo aquella conversación acabó con su niñez. A partir de entonces, su tono de voz se volvió ronca y monocorde ya para siempre, y sus gestos perdieron un poco de humanidad.

—Así será, madre. Pero deja entonces que muera.

—¿Quién debe morir?

—El esclavo heleno. Si para ti no es importante, deja que yo mismo lo mate. Y también a su hermano, este de los ojos extraños —dijo, dándome una patada en las costillas—. No me gusta cómo me mira.

Escuché la sentencia sin separar la cabeza del suelo ni moverme de mi forzada postura, pero busqué con la mirada cualquier objeto que pudiera servirme para matar allí mismo a aquel niño y a su madre. Maquiné cien planes en un segundo para acabar con ellos, avisar a mi padre antes de que los cuerpos fueran descubiertos, intentar huir antes de que alguien diese la voz de alarma… Sería difícil, casi imposible, pero mejor intentarlo que morir allí mismo, postrado ante ellos dos.

—El esclavo no va a morir —susurró Olbia—. Es más, si alguien daña al esclavo, morirá en mis manos, incluido tú, ¿has entendido? Y su hermano vivirá mientras nos siga curando satisfactoriamente. Ahora vuelve a tu tienda, de madrugada saldremos a montar.

Nagorno guardó silencio varios segundos. Luego contestó con un «sí, madre», y desapareció sin hacer ruido.

Al día siguiente los susurros de Póntico me despertaron al alba.

—Parece mentira cómo duermes, ¿no te has dado cuenta del trajín de esta noche?

—No —dije desperezándome—, ¿qué ha ocurrido?

—Nagorno le ha llevado a su madre dos cráneos forrados de oro —contestó—. Eran de los hijos de Sirgis. Mayátide, la copera, me lo ha contado. El niño ha dicho que eran dos enemigos dignos y que ya está listo para su bautizo de batalla.

Lo miré medio dormido, intentando hacerme una idea de lo que me estaba contando, pero callé porque intuí que aún no había acabado.

—Hay algo más, deberías ir a ver tu plantación de aloe.

Me levanté de un salto y corrí desnudo hasta el lecho del río, donde tenía cultivado todo el aloe para el siguiente año. Alguien había pasado con un caballo por encima de todas las plantas, pateándolas y arrancándolas luego de raíz. Encontré a Héktor intentando salvar todas las que podía. No le dije nada, sentía tal rabia que ira incapaz de articular palabra. Me apresuré a amontonar todas las hojas que pude y extraerles la pulpa para que no se secasen. El destrozo había perjudicado seriamente la mitad de mi cosecha.

A lo lejos pude ver a Nagorno con Olbia, montados en sus caballos, dirigiéndose hacia la estepa abierta. A pesar de la desesperación que sentí en aquellos momentos, los peores días en Escitia estaban aún por llegar.

Poco después, Nagorno marchó al mercado de la carne de Borístenes, y volvió escoltado por tres esclavos saurómatas. Eran mercenarios que habían perdido la libertad debido a sus crímenes. Los tres eran altos y corpulentos como árboles centenarios, y por primera vez en mi vida tuve que alzar la cabeza para dirigirme a un hombre. Desde la primera noche que pasaron en el campamento, jamás se separaron de Nagorno, jamás se mezclaron con el resto de los esclavos y yo jamás olvidaría sus rostros animales.