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Día de Madre Luna, décimo sexto del mes de Duir

Lunes, 25 de junio

Miré el reloj antes de llamar al timbre de la casita roja y blanca.

Veintidós horas para volver con Dana.

Lo demás pasaría pronto. No sería importante, ni definitorio. Otro trámite. Era media mañana, y Flemming debería estar todavía en el trabajo, así que calculé que Rebekka estaría sola.

Pero Rebekka no abrió la puerta, sino su padre, que se quedó tan pasmado como yo en el rellano de su casa. Ambos nos interrogamos en silencio con los mismos ojos cargados de incredulidad. Flemming había perdido todo el pelo. Donde antes crecía aquella ensalada rubia de rizos, ahora solo quedaba una brillante calva. Las cejas ingobernables también habían desaparecido. Su piel tenía un aspecto cansado y cetrino, y tenía varios pliegues de bolsas bajo los ojos.

—¿Qué demonios te has hecho? —le grité horrorizado.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó él a su vez.

—Eso no importa tanto como mi pregunta, creí que siempre era bienvenido en casa de un amigo —le contesté fríamente, mientras mi cerebro encajaba teorías para explicar lo que estaba viendo.

—Pasa —dijo dándome la espalda y encaminándose hacia el interior de su casa—. No deberías haberme visto así.

—¡Sí que debería! —gritó una voz de pájaro desde el taller de hielo.

Rebekka salió más seria que nunca con los guantes puestos y la cazadora acolchada.

—Cuéntale lo que has hecho, al menos él debería saberlo —dijo cruzando los brazos todo lo que pudo sobre la ropa voluminosa.

Flemming se sentó en un pequeño aparador de madera clara que rellenaba el austero pasillo. Parecía cansado, más bien exhausto. Me di cuenta de que no quería seguir tratándolo con dureza, pese a que había hecho la tontería más grande que un padre podía hacer por su hija.

—¿Cuántas sesiones de quimio llevas? —le pregunté, cambiando de tono.

—Cinco, pero cada vez es peor —dijo apoyando las manos en las rodillas—. Cuando viniste hace un par de semanas llevaba dos, pero no te conté nada. En la tercera sesión perdí todo el pelo mientras volvía en mi coche a casa. Mi asiento quedó como si dos gatos se hubieran estado peleando ahí dentro.

No me reí, no me hizo gracia la imagen.

—La última me ha dejado tan cansado que pasé tres días en la cama, por no hablar de los vómitos —se miró los brazos como si no los hubiera visto nunca—. Me estoy quedando sin músculos, y no tengo fuerzas para dar los malditos paseos que me recomienda el oncólogo.

—Vayamos a tu laboratorio —le interrumpí—. Tienes mucho que explicarme.

Le cogí del brazo y le ayudé a cruzar el pasillo como haría con un anciano. Cuando pasamos junto a Rebekka, me pareció que ella también aparentaba más edad. Todos en aquella casa habían envejecido varios años en pocas semanas.

—¿Qué te has inyectado? —le pregunté después de sentarlo en la banqueta.

—¿Has oído hablar de las células HeLa?

—Claro, ¿y qué científico no?

Las células HeLa estaban en el noventa por ciento de los laboratorios de todo el mundo. Habían pertenecido a una mujer afroamericana, Henrietta Lacks, que había muerto en los años cincuenta de un carcinoma excepcionalmente agresivo. Su médico le extrajo una muestra de tejido sin su consentimiento, y por primera vez en la historia se pudieron cultivar células humanas fuera del cuerpo. Las células habían seguido multiplicándose a un ritmo desaforado y desde entonces se habían usado para descubrir desde la cura para la polio hasta ayudar con la clonación de la oveja Dolly.

—A raíz de lo que descubrí acerca de los telómeros cortos de mi hija, estuve estudiando todo lo que tuviera que ver con la telomerasa. ¿Sabías que en 1989 se encontró telomerasa en las células HeLa? Tenía sentido, esas células se multiplican una y otra vez desde hace sesenta años.

Cerré los ojos y me mordí el labio inferior. Me había imaginado algo así, algo estúpido y desesperado.

—Pensé que la solución de la progeria tendría que ver con inyectar a cada órgano cultivos de células con telomerasa, para que pudieran compensar los telómeros cortos con los que la genética ha castigado a mi hija, pero no me atrevía a experimentar con ella.

—¿Y te has inyectado células cancerígenas por tu cuenta?

—Sí, pero lo hice en un órgano del que pudiese prescindir en caso de que mi experimento saliera mal: un riñón. Y de hecho, ocurrió lo previsible. Los análisis detectaron enseguida que tenía un carcinoma en el riñón izquierdo. Me dieron cita para extirpármelo aquella misma semana, pero en las pruebas preliminares a la operación el oncólogo descubrió que había metástasis en todos los órganos adyacentes: pulmones, estómago, colon. Ya no tenía sentido operarme, así que me están dando quimioterapia, pero solo para intentar alargarme la vida unos meses. Estoy sentenciado, Isaac, pero necesito este tiempo para encontrar la cura de la progeria.

Se giró hacia el microscopio, que se había dejado con la luz encendida quién sabe desde hacía cuánto rato.

—¿Crees que esto es lo que necesitaba Rebekka, un padre enfermo que no se pueda ocupar de ella durante sus últimos años?

—A mi hija no le queda ni un año de vida. Ya te conté lo de sus accidentes coronarios. El doctor dijo que no superará el siguiente.

—¿Ella lo sabe?

—Ella es una adulta, nunca le he ocultado nada.

—¡Ella es una cría, por Dios, como mucho una adolescente! —Le grité levantándome de mi taburete—. Y tú eres tan culpable como su enfermedad de haberle robado la infancia.

Pero para eso ya no había vuelta atrás.

Veintiuna horas para volver. Simplemente resuelve. No te impliques, me ordené.

Pero era inútil. Cuando un hombre necesita recordarse a sí mismo lo que no ha de sentir, es porque sabe que tiene la batalla perdida.

—Creíste que cultivando células híbridas tuyas y HeLa podrías conseguir células con telómeros largos para inyectárselas a Rebekka.

—Sí, y estoy en ello.

—Supresores, Flemming. Te olvidaste de los supresores —le dije desesperado.

—No me olvidé, pero si pudieras darme una pista de cómo conseguirlos… —me dijo, sonriendo sin gracia.

—Pues claro que habría podido, si me hubieras consultado antes tu flamante idea.

Me miró atónito.

—¿Cómo, si puede saberse?

—No te documentaste bien, maldita sea. El INO, en España, ha conseguido ratones con la telomerasa activada pero sin cáncer. Les inyectaron un supresor tumoral, el p53. Están limpios.

Entonces me vino un fogonazo a la cabeza. La verdad, lúcida y clara, que me había estado rondando los últimos meses sin mostrarse del todo.

Están limpios, me repetí a mí mismo.

¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Estamos limpios.

La evidencia me dejó clavado y tuve que poner mi mejor cara de póquer para que Flemming no notase lo turbado que estaba. Pero mi amigo estaba también en su propia nube.

Se llevó las manos a la cabeza, abatido, y luego se fue apagando hasta que se quedó como dormido. Me acerqué a él, preocupado, y le toqué el hombro con una mano.

—Ahora es tarde para mí —dijo, mirando ensimismado al microscopio.

Sí, lo era. Necio…

Mi parte práctica tomó el mando, como acostumbraba a hacerlo cuando mi parte emocional se bloqueaba. Tal vez parezca demasiado frío, seguro que Freud tiene alguna explicación interesante.

—Enséñame todas las muestras que tengas —le pedí en el tono más neutro que pude.

Flemming se levantó y se dirigió hacia el refrigerador. Lo abrió y me fue enumerando su contenido: muestras orgánicas suyas, de su hija y células HeLa. Todas ellas manipuladas y sin manipular.

Después le pedí que me enseñara el proceso que había seguido. Como ocurre tan a menudo en la ciencia, los grandes saltos de conocimiento, los cualitativos —los que transforman una teoría en una certeza, en una nueva disciplina, en una nueva era— suelen ser los debidos al pensamiento transversal. Las noches de insomnio, los estados de conciencia alterados por una desgracia o el trabajo bajo una presión insoportable son los que dan lugar a las genialidades.

Pese a que aquel hombre se había provocado uno de los suicidios más lentos, dolorosos e innecesarios que la ciencia recordaría durante años, si es que aquello salía a la luz algún día, Flemming había dado no uno, sino varios pasos de gigante en cuanto a cómo se comportaban los telómeros en un cuerpo humano normal.

En ese momento, acababa de vislumbrar una doble teoría que comencé a esbozar la noche que pasé en San Francisco, aunque seguía atado de pies y manos sin poder investigar en el laboratorio de Kyra.

Dos horas más tarde mi cerebro estaba saturado de datos. Flemming había entrado en una especie de actividad febril y parecía empeñado en que conociese con exactitud todo lo que había estado investigando los últimos meses. Después se fue quedando sin fuerzas, y lo senté en un pequeño sofá que tenía bajo el ventanal que daba al jardín. Finalmente se quedó dormido mientras recitaba proteínas como en una letanía y le tapé con la manta de motivos étnicos vikingos que encontré junto al cojín. Imaginé que allí había dormido la mitad de las noches de su vida, desde que unas pruebas le anunciaron la progeria de su hija de dos años.

Aquella sería la última vez que lo vería. Lo sabía como otros saben que las acciones de la Bolsa de Londres van a bajar, o que aquel año la cosecha de vino no sería demasiado dulce porque el sol estaba calentando poco. Lo sabía porque hay un punto de no retorno en toda enfermedad que un longevo como yo ha tenido que presenciar tantas veces y con el mismo resultado, que no existe ni un pequeño resquicio para la duda, el milagro, o la esperanza.

—¿Qué va a pasar con Rebekka cuando no estés? —le había preguntado un par de horas antes.

—Va a tener que mudarse a casa de su madre con su nueva familia, aunque no le hace mucha gracia. Mi exmujer rehizo su vida y vive volcada en su nuevo hijo.

—¿Podría ayudar yo en algo?

Me miró un poco sorprendido por mi propuesta, pero luego su mirada me mostró un agradecimiento sincero.

—¿Un separado trotamundos como tú? Lo dudo, querido amigo. Rebekka tendrá que adaptarse a su nueva vida sin mí, pero es muy generoso por tu parte.

—Bien, pídeme lo que sea si puedo resultar útil.

Una vez que se durmió entré en el taller de hielo. Rebekka seguía trabajando la sirena, había avanzado bastante.

—Me alegro de que me llamases —le dije a su espalda.

—Creí que debías saberlo —contestó sin dejar el soldador.

Cuando acabó con la curva de la aleta, lo apagó y se giró hacia mí. No sonreía.

—Me gustaría pedirte un favor.

—Lo que sea.

—Que sigas investigando lo que mi padre va a dejar incompleto —dijo.

—No puedo, no tengo laboratorio propio.

Miró al suelo, frustrada, como si ya no le quedasen balas.

—Pues es una pena —creo que susurró.

Después me despedí y salí de la casa como salí de tantas otras antes, sabiendo que era poco probable que volviera nunca. Otra identidad que dejaba atrás. Isaac también moriría en breve.

Miré el reloj mientras cruzaba el jardín con grandes zancadas.

Dieciocho horas para Dana.

La noche en el hotel se me iba a hacer insoportable, sin mencionar la leve pero persistente preocupación por no tener otro apagón, aunque sabía que Héctor y ella estaban atentos y si me ocurría algo, vendrían a buscarme.

Marqué el número de teléfono amado y allí mismo, en un banco del parque junto a la casa de Flemming, me llegó la voz de Dana.

—¿Cómo va todo? —preguntó. La noté preocupada por mí, pero también percibí algo en su tono que me inquietó, aunque no supe definirlo.

—No muy bien. ¿Alguna novedad por ahí? —quise saber.

—Sería muy largo de contar, Iago —suspiró—, pero no estoy segura de que te lo pueda explicar por teléfono.

—¿Puede esperar a mañana?

Se lo pensó por un momento.

—Sí, creo que sí, ¿cuándo llegas a Santander?

—A última hora de la mañana, sobre la una —le mentí.

En realidad tenía algo pendiente en Madrid y no sabía muy bien el tiempo que me llevaría. Iba a retomar la identidad de Wistan Zeidan y usar de nuevo el recurso del hijo del antiguo colega. Tenía que visitar a la tal Mercedes Poveda y darle el cambiazo de la foto por una retocada digitalmente donde los rostros de Lür y Lyra ya no podrían identificarse nunca más. Se lo oculté a Dana porque aún no sabía si era muy quisquillosa con los asuntos que bordeaban la ley.

—¿Qué hay de tu viaje? No quiero preguntarte demasiado, pero estás muy serio.

—Mañana te lo contaré con más detalle, pero el caso es que un amigo está muy enfermo. Bueno, acabo de soltarte el eufemismo del siglo. Se está muriendo, no creo que le vuelva a ver. Necesitaba charlar contigo esta noche. No tengo prisas por llegar al hotel. Háblame de lo que sea.

—¿Museo, Prehistoria, trabajo, recuerdos personales, fantasías sexuales…? —tanteó.

—Me quedo con los recuerdos personales —le interrumpí—, y lo del sexo me lo apunto para cuando esté de humor —sonreí para mis adentros—. Aquí en una vía pública sería de lo más extraño.

Pensé por un momento algo que me despejara.

—Cuéntame, ¿cómo conseguiste que un caballo te partiera la ceja?

Me levanté y fui caminando hasta donde había aparcado el coche de alquiler mientras iba dejando que Dana me hablase de su adolescencia. Iago había tomado de nuevo el control, mientras que Isaac Castle se quedó para siempre sentado en aquel banco de la avenida Strandvejen.

Diecisiete horas para volver.