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Lunes, 25 de junio

La mañana siguiente me enclaustré en la Sala de Interpretación, recepcionando y desembalando la cartelería de los expositores. También anduve ocupada decidiendo sobre catálogo qué maniquíes pediríamos. Había varios modelos, algunos rígidos y otros articulados que duplicaban el precio, pero ninguno me acababa de convencer, me resultaban demasiado insulsos. Ahora me los imaginaba a todos tatuados, con ropas de colores vivos y peinados más elaborados. Pensé en acercarme por el despacho de Héctor y que me ayudase a elegir. Siempre podríamos personalizarlos una vez que fueran nuestros. En esas estaba cuando Elisa me llamó al inalámbrico de mi despacho por su extensión, apenas diez metros siguiendo recto por el pasillo. Habíamos estado evitándonos, incluso en la hora del almuerzo. Yo preferí sentarme con Paz y sus dos becarios.

—¿Puedes pasarte por mi despacho, por favor? —dijo, intentando sonar fría.

Le contesté secamente, sin necesidad de fingir.

—Claro, en cuanto acabe con mis cosas voy para allá.

Estaba a punto de golpear su puerta con los nudillos, cuando me percaté de que estaba dentro de su despacho hablando con alguien. Me quedé con el gesto congelado cuando escuché algo que no me esperaba en absoluto.

—Entonces te pasas con el Big Bastard a las diez. Sí, creo que podré arreglarlo todo.

¿Estaba Jairo en aquella habitación? Presté atención. Deduje que era una contestación telefónica, ya que no escuché la voz de nadie más, salvo la de Elisa despidiéndose con la risa floja.

Volví a mi despacho, intentando no hacer ruido con los zapatos, una tarea complicada con aquel suelo entarimado de cien años. Me senté en mi silla, frente a la mesa, y fingí que leía los pedidos que tenía delante de mí. Imposible, lo que acababa de escuchar me había descolocado demasiado.

Poco después entró ella, bastante cambiada con respecto a la Elisa enfurruñada que me había llamado hacía poco rato. Ahora una sonrisa exultante animaba su cara y se acercó a mí para darme dos besos demasiado efusivos.

—¿No venías a mi despacho? —dijo, cerrando la puerta a sus espaldas.

—Sí, ahora iba a ir para allí —contesté incómoda. No sabía muy bien de qué iba todo aquello—. ¿Qué querías?

—¿Te podrías quedar esta noche a dormir con los nenes? —me rogó—. Tengo cena con las amigas del gimnasio y volveremos tarde. No te lo pediría si no fuera necesario, pero Marcos está en la Feria de Ganadería de Monreal y no volverá de Teruel hasta mañana.

—¿Tienes cena de amigas un lunes? —le pregunté.

—Sí, es que Luisa se está separando. Lo está pasando muy mal, y queremos animarla…

No pude seguir escuchándola, simplemente exploté.

—¡Oh, vamos! Déjalo ya. Te he escuchado quedando con Jairo, así que no me uses de niñera y me vengas con cuentos chinos.

Se quedó pálida por un momento, con los labios apretados.

—¿Me estabas espiando?

Qué manía con que espío a todo el mundo, pensé. Si la gente se preocupara de hablar de sus secretos en un lugar que no fuera el trabajo, yo no me pasaría la vida encontrándome con las miserias ajenas.

—No te estaba espiando, iba a abrir la puerta de tu despacho y te he oído desde el pasillo. Por cierto, si vuelves a tener ese tipo de conversaciones, sería bueno que bajases la voz, por mucho que te emociones cuando Jairo del Castillo te habla.

Me había puesto de pie y le mantuve la mirada. Ella la aguantó por un momento, pero luego se derrumbó en el sofá donde Iago solía sentarse durante nuestras reuniones.

—No es lo que crees —murmuró, con un mohín casi infantil.

—Sí, sí que lo es. Con otra persona podría dudar, pero no con Jairo. —Hizo un gesto de derrota que me lo confirmó.

—Hay cosas que no te he contado —empezó, descalzándose y poniendo los pies sobre el sofá.

—Para variar.

—Verás, Jairo lleva cuatro años enamorado de mí —me dijo solemnemente, como si acabara de desvelarme la existencia de la Atlántida.

—¿Eso te lo ha dicho él o lo has deducido tú solita? —imagino que la ceja se me arqueó sin mi consentimiento.

—Ambas cosas.

—De acuerdo, cuéntame lo que tengas que contarme, esto promete ser interesante —le animé con el brazo, mientras me sentaba como un buda sobre mi mesa.

—Verás, cuando se abrió el MAC y me contrataron, yo estaba recién casada con tu primo, y acabábamos de tener a Álex. Aun así, Jairo siempre se mostró encantador conmigo. Demasiado, para mi gusto, y hacía que me sintiera incómoda, porque no entendía bien qué buscaba en alguien como yo que acababa de ser madre. Cuando la nena nació, recibí un ramo de orquídeas más grande que la cuna del hospital. Era de Jairo del Castillo. Cuando pregunté en la floristería por un ramo similar, me dijeron que costaba algo así como seiscientos euros. Marcos no se dio ni cuenta, ya sabes cómo es tu primo con los detalles. Tampoco se dio cuenta cuando le regaló para el bautizo un conjunto de Armani para bebés. El caso es que hizo lo mismo cuando nació Álvaro. Dime, ¿qué querías que hiciera?

—Uhm, no sé… Se me ocurre, por ejemplo: devolver los regalos amablemente, no dejarte comprar ni impresionar con halagos…

Ella despreció mis opciones con una mueca.

—Pero eras consciente de que mientras tanto se estaba acostando con media Santander —insistí.

—Sí, pero siempre pensando en mí —se apresuró a contestar—. Al menos eso es lo que me dice.

Qué artista, Jairo, tuve que admitir.

—Y lo de la anterior conservadora de Prehistoria, ¿también te ha dicho que pensaba en ti?

—Me ha contado que empezó a ir detrás de ella para ponerme celosa —bajó la voz como en una confesión—. Y debo admitir que lo consiguió. Te juro que la odié: por irse con él y, sobre todo, por atreverse a romper con todo y hacer lo que le apetecía.

—Muy bien, pues ya tienes una heroína a la que imitar.

—Deja que acabe —me cortó—. En la fiesta de Carnavales nos perdimos los dos solos durante un rato. Lo cierto es que nunca habíamos llegado tan lejos, pero fue cuando me dijo que llevaba todos estos años enamorado de mí, y que había dejado de estar con ninguna mujer desde lo de Nieves, porque vio que no resultó conmigo, y que estaba harto de juegos.

—Y tú le creíste —murmuré desesperada, atándome la coleta en un gesto que pretendía calmarme.

—Mira, no soy una cría que se lo crea todo, pero fue muy convincente —se defendió, apuntándome con el tacón de uno de sus zapatos.

—De todos modos —continuó—, aquella noche me pilló desprevenida, así que le di largas. Él me dijo que lo entendía, y que me tomase mi tiempo, que me esperaría.

»Hasta este domingo, que me llamó preocupadísimo por mí y por Álex. Por lo visto, sus hermanos le contaron lo que ocurrió con la leona en Cabárceno. Me insistió para quedar a desayunar esta mañana juntos, y quiere que nos veamos esta noche. Cuatro años, Adriana, lleva cuatro años enamorado de mí, esperándome.

Lleva cuatro años tejiendo su red para ti y para otras doscientas. Tú serás la cena de hoy, nada más. Es su ventaja, cuatro años para él son cinco minutos de atención en un bar para cualquiera de nosotros.

Pero, ¿cómo explicárselo?

—¿Y eso en qué lugar deja a Marcos?

—Es que tu primo se ha vuelto tan… previsible —suspiró.

—Jairo sí que es previsible, créeme —murmuré entre dientes.

Previsible que te seduzca, previsible que te deje tirada, previsible que te quedes enganchada porque nunca has conocido a nadie igual ni lo harás en el resto de tu corta vida.

Me di cuenta entonces de que ya había empezado a pensar como un longevo.

—Elisa, aunque Jairo fuera el mismísimo dios del sexo —probablemente lo sea, pensé-, esa no va a ser la solución de tus problemas con Marcos.

—Marcos no se enterará —respondió rápida y convencida.

—Pero tú sí.

—Podré manejarlo.

—Jairo te manejará a ti.

—¿Desde cuándo eres una experta en la Santísima Trinidad? —exclamó, saltando descalza del sofá—. Qué pregunta más estúpida, desde el principio. Podías haberte cortado un poquito.

—¿De qué demonios estás hablando?

—De que te advertí de los rumores, pero tú no te has separado de Iago y de Héctor en ningún momento. Tendrías que oír lo que va contando de ti Paula.

—No tengo ni idea de lo que dice por ahí, pero esa chica me miró mal desde el primer día que entré en el despacho de Iago.

—Precisamente por ello —me confirmó—, ¿sabes por qué nadie te ha preguntado a qué veinticinco por ciento perteneces? Porque llevas un cartel con la cara de Iago pegado en tu espalda desde el primer día.

—No era mi intención tener nada con mi jefe, y te aseguro que lo he evitado, pero más allá de eso, no te debo ninguna explicación.

—Yo tampoco de lo que haga con Jairo.

—Es cierto, pero no cuentes conmigo para que cuide de tus hijos mientras le pones los cuernos a mi primo.

—Ya me buscaré la vida entonces. De todos modos, me debes un favor: yo te traje a este museo, así que no le cuentes a Marcos nada de lo que hemos hablado.

Me lo temía.

—¿Me estás pidiendo a mí que también lo traicione?

—Eso es precisamente lo que estoy haciendo —dijo, midiéndome las fuerzas con la mirada.

—Pues piensas cobrarte bien tu favor.

—Míralo como quieras.

Comprendí que Elisa estaba decidida, pero pensé que aún podía hacer algo por evitarlo, aunque era consciente de los riesgos. No lo hacía por ella, sino porque me reventaba lo que iba a salpicar a mi primo y a sus hijos. Suspiré y lo intenté.

—Por lo que veo ya tienes muy claro que vas a seguir adelante con esto, aunque creo que deberías saber un par de detalles.

—Sorpréndeme.

—¿Recuerdas a la camarera rubia de la noche de Carnavales?

—¿La Barbie aquella? Sí, la recuerdo, parecía una gogó.

—Jairo acabó con ella esa noche.

—No te creo.

—Pues deberías. Cuando fui a por el coche al aparcamiento, a las tres de la mañana, más o menos, los vi liándose en un coche cerca del mío. Creo que esa misma noche te dijo que te esperaría, ¿verdad?

Apretó los labios hasta que se le pusieron blancos.

—Eso es mentira, además, no tienes manera de probarlo.

—No, claro que no la tengo. No se me ocurrió sacar fotos con el móvil para persuadir a la mujer de mi primo de que no se acostase con él. Aunque, si quieres, puedes comprobar por ti misma que Jairo no se ha convertido en un santo que te va a esperar eternamente. Todos los viernes queda con tres tías a la vez. A nada que salgas de marcha ese día o preguntes por ahí, sabrás que no miento. Lo cierto es que no se esconde demasiado.

—¿Con tres a la vez? —repitió poniéndose lívida—. Pero ¿cómo puedes tener una mente tan retorcida?

—¿Retorcida yo?, pues no te queda nada por ver con Jairo —dije sacudiendo la cabeza.

Elisa se calzó de nuevo sus tacones imposibles y se levantó de mi butaca con toda la dignidad de la que pudo echar mano.

—No quiero seguir escuchándote. ¿Vas a quedarte esta noche con mis hijos o no?

—No, desde luego que no.

Abrió la puerta y se fue dando un portazo que retumbó en toda la planta. Sus tacones resonaron por el pasillo como si aplastase pequeños crustáceos.

Me quedé mirando al vacío que dejó en mi butaca, ¿debería llamar a Marcos? ¿Para decirle qué, que su mujer iba a ponerle los cuernos aquella noche? Elisa lo negaría, además, ya me estaba metiendo demasiado en sus problemas maritales.

Pero había algo que me preocupaba aún más: ¿por qué ahora, justo ahora, Jairo lanzaba toda su artillería pesada contra Elisa? Después de cuatro años sin hacer otra cosa que merodear, precisamente aquel domingo había comenzado la campaña definitiva de acoso y derribo. Tenía que ver con lo ocurrido la noche de San Juan, con Iago y conmigo. En la mente de Jairo no había nada casual. ¿Qué se proponía?

Me pasé el resto de la mañana en la Sala de Interpretación, intentando no pensar en lo ocurrido. ¿Qué es lo más complicado?, pensé mirando la sala desordenada. Los paneles, los paneles de los campamentos itinerantes me traían de cabeza. Bien, eso era lo que quería. Dejar de pensar en Jairo, en Elisa, en el inepto de mi primo que estaría analizando sementales a quinientos kilómetros sin sospechar siquiera que su mujer iba a dormir aquella noche con un escita de tres mil años.