Domingo, 24 de junio
Día de San Juan
Por la mañana despertamos como si hubiésemos dormido durante siglos, un poco embotados pero descansados, y bajamos a la calle en dirección a la Plaza de Pombo. Las familias acudían a la primera misa de la Iglesia de Santa Lucía, con sus retoños primorosamente planchados. Nos cruzamos con varios jubilados que intentaban hacer footing balanceándose como boyas sobres sus zapatillas de masáis. Sonreí sin darme cuenta, al observar su precario equilibrio. A mí siempre me han gustado los equilibrios precarios.
Una vez en casa abrí la puerta, y estuve a un segundo de gritar un «ya he llegado, mamá» por pura inercia, pero me corté a tiempo. Iago entró detrás de mí, recreando la vista con discreta curiosidad por el pasillo hasta que llegamos a mi habitación. Entonces se quedó mirando mis muebles nuevos con expresión divertida. Echó un vistazo rápido al tablero de ajedrez, pero por suerte no me preguntó por él.
—Así que compras en El Hombre de Java.
—¿Y tú cómo lo sabes? No es la única tienda de muebles coloniales de Santander.
—Jairo los compra a artesanos de Yakarta y los trae al puerto de Santander cada tres meses en un contenedor. Es un negocio redondo, de los que le gustan a mi hermano. Él paga por volumen todo lo que quepa en el contenedor. Una vez aquí infla los precios, y de paso, se hace un viaje a Indonesia cada poco tiempo. Respondiendo a tu pregunta, los artesanos javaneses dejan su firma en los muebles que tallan, mira —dijo, apartando la mosquitera y agachándose a los pies de mi cama.
Entonces vio la caja fuerte de mi madre escondida bajo el somier. Me miró con cautela.
—No tienes que contármelo, si no quieres.
Me acerqué hasta donde estaba Iago, sin comprender la cara de sorpresa que había puesto. No era mi intención hablar del tema tan pronto, pero imagino que tarde o temprano habría acabado saliendo.
—Digamos que no eres el único que tiene problemillas familiares pendientes.
Me animó a seguir hablando con un gesto.
—La caja fuerte era de mi madre. Estoy intentando dar con la combinación para abrirla, voy por el 795, y me quedan otros 9205 números. Cada noche intento hacer unos pocos, pero creo que tengo hasta finales de año.
—Sabes que no tengo ni idea de lo que estás hablando, ¿verdad?
—Ven, te lo enseñaré —cargué con la caja y llevé a Iago al estudio para mostrarle la estantería de los cuadernos negros.
—Al principio busqué entre ellos algún cuaderno personal o algún diario de mi madre, buscando un poco de luz de sus últimos días. No encontré nada, salvo los cuadernos de los pacientes a los que pasaba consulta. Miento, un día me topé con esta caja fuerte. Ni mi padre ni yo sabíamos que existía. Mi madre no era de guardar secretos. Creo.
Iago frunció el ceño, intentando seguirme, pero me di cuenta de que tendría que retroceder un poco más en el tiempo.
—Verás, cuando murió, ella y yo discutíamos muy a menudo. Yo estaba pasando la edad del pavo, y las dos teníamos mucho carácter. El día antes de que muriera tuvimos una discusión especialmente fuerte, algo acerca de los horarios de vuelta a casa. Se enfadó muchísimo porque llegué a casa ese fin de semana a la hora de la merienda. Yo exigía la libertad total, toda una ironía si pensamos que a partir del día siguiente nadie volvería a controlarme nunca más.
Tomé un poco de aire.
—Al día siguiente de tener aquella bronca monumental me avisaron de que había muerto por sobredosis de barbitúricos. Mi familia me dijo que la policía no concluyó si fue un accidente o un suicidio. Yo no hice demasiadas preguntas, imagino que estaba bloqueada, pero cada año la incertidumbre me ha ido pesando más.
—Conozco la sensación —comentó Iago.
—He vivido todos estos años desarraigada, intentando alejarme de Santander, pero hace unos meses, cuando decidí irme de Madrid, me di cuenta de que necesitaba volver aquí a investigar. Quería preguntar a mi familia, bueno, los que quedan vivos, a la policía, buscar entre sus cosas por si encontraba algo. Y vaya si encontré, ¿recuerdas la noche de la cena de trabajo? Mi primo me acababa de dar la nota de suicidio de mi madre. Todos: mi padre, mi abuelo, mis tíos, y él mismo, me lo ocultaron.
Estábamos sentados en el suelo, con las espaldas pegadas en la estantería. Yo dentro del arco de sus piernas, él apoyando su barbilla en mi hombro.
—Dana, lo siento muchísimo. No tenía ni idea de que ocurrió así.
—Entiendo que no hay nada más que investigar, pero aun así, me intriga saber qué hay dentro de la caja fuerte. Estoy convencida de que hay otro cuaderno. Escucha.
Levanté la caja y la zarandeé. El asintió, dándome la razón.
—Es cierto, parece un libro o un cuaderno. Dana…
—¿Qué?
—Sé que no te va a hacer gracia, pero alguien te lo tiene que decir.
Suspiré.
—Vamos, Iago, dilo. Soy una adulta, ¿recuerdas?
—¿Te das cuenta de lo poco probable que es que una psicóloga se suicidara por tener una discusión con su hija adolescente?
—Yo no estoy diciendo que se suicidara por eso —me defendí, desviándole la mirada.
—No, eso es cierto. No lo estás diciendo.
Apoyé la espalda en su pecho, mirando al vacío.
—No lo sé, Iago… nunca me cuadró su muerte. Siempre creí que ella era la más fuerte de nosotros tres. Que aquella etapa de gritos y silencios tensos era temporal, que mis hormonas se aplacarían. No me cuadró que no esperase, que no me quisiera.
—¿Cómo se llamaba tu madre?
—Sofía Almenara, ¿por qué?, ¿la conociste?
—No, era curiosidad. Sofía, «sabiduría». Es un buen nombre para una madre.
—Nunca lo había visto así —comenté, encogiéndome de hombros. No sé por qué, tuve la sensación de que intentaba desviar el motivo real de su pregunta.
Pero en ese mismo momento, Iago recibió una llamada. Puso cara de extrañeza cuando identificó el número en la pantalla y se levantó de un salto al escuchar una voz gritona de mujer, ¿o era una niña?
Yo me quedé sentada, fingiendo girar los pequeños discos de la caja fuerte, mientras Iago hablaba en la misma lengua que le escuché el día que Héctor me cedió su amuleto. Deduje que algo grave había pasado, porque se quedó quieto tapando la mano con la boca, en un gesto de consternación.
La llamada duró muy poco, enseguida colgó y se sumió en una actividad febril con su móvil, tecleando a una velocidad muy poco humana mientras yo esperaba intentando domar mi impaciencia, consciente de que no debía interrumpir lo que fuera que estuviera haciendo. Minutos después, hizo una llamada pidiendo un taxi a mi dirección. Cuando por fin colgó, se sentó a mi lado con una expresión muy distinta a la que tenía cuando entró en mi piso.
—Dana, tengo que irme. He de tomar un vuelo a Copenhague ahora mismo.
—¿Qué quiere decir «ahora mismo»?
—En hora y media. He reservado una plaza para Barajas, haré trasbordo y esta misma noche estaré en Dinamarca. No te preocupes, pasado mañana vuelvo. Será un viaje relámpago.
—¿Y el equipaje? No te da tiempo a pasar por tu casa y hacer una maleta.
—Esa no es mi mayor preocupación ahora. Compraré ropa y lo necesario en el aeropuerto, acostumbro a viajar ligero.
Podía ver cómo iba tomando decisiones según hablaba, así que dejé a un lado mis retóricas preguntas y le permití continuar.
—Escucha —me dijo—, el taxi estará ya esperando. Ahora no hay tiempo para que te explique nada como es debido. Simplemente has de saber que tiene relación con la investigación de nuestro gen longevo. Solo Héctor está al tanto, el resto de la T.O.F. está al margen, ¿de acuerdo?
Asentí.
—Hablaré con mi padre durante el trayecto en taxi. Después llámalo tú y concretáis una excusa convincente de cara al personal del museo y mis hermanos. Héctor me llamará cada tres horas. Si tuviera otra crisis de amnesia, él tomará el primer vuelo y me traerá de vuelta.
Me dio un beso totalmente indecente, de esos que te dejan toda la noche en vela, y se dirigió hacia la puerta. Supongo que diez mil años le aportan a uno ciertas destrezas. Antes de desaparecer, se giró hacia mí.
—Quiero que entiendas que me voy porque es necesario. No me hace ninguna gracia dejarte sola estos primeros días con la herida tan reciente…
—Anda, calla —le dije acercándome a él. Pasé el dorso de la mano por su mejilla, me bebí un poco de su iris líquido. Miré el sofá de reojo… no había tiempo. Maldito tiempo—. Me las arreglaré. Además, me encantan los reencuentros. El martes nos vemos.
—Así será —asintió sonriendo, aunque la preocupación estaba tan presente en sus gestos que no llegó a resultar una sonrisa creíble.
Escuché cómo cerraba la puerta y desapareció.
Apenas una hora después, Héctor me llamó y quedamos en la terraza de un palacete en Ramón y Cajal, a espaldas de la Avenida Reina Victoria. No conocía aquel lugar, pero entendí, por la discreción de su ubicación y sus vistas a la playa del Sardinero, que aquel era uno de sus cafés favoritos. Nos sentamos en el jardín rodeados de rosas prietas como puños cerrados. Después de transitar por todos los tópicos acerca del clima de Santander, la conversación, inevitablemente, decayó. Solo entonces emergió el motivo real de nuestro encuentro. Héctor era un hombre que manejaba los tempos con la sabiduría de un director de orquesta y a mí me gustaba dejarme llevar por su ritmo pausado.
Ambos estuvimos de acuerdo en fingir que Iago había tenido otra reunión sorpresa en Madrid relacionada con la Sala de Interpretación. A nadie le iba a extrañar. Pero había una sombra en su expresión que no le dejaba sonreír del todo, así que me armé de valor.
—¿Qué ocurre, Héctor?
—Que debo preguntarte algo y no me hace mucha gracia abordar el tema. Dime, la tarde de Cabárceno, ¿dirías que Iago había bebido?
—No, yo diría que no. Pero no entiendo la pregunta. Iago me contó su experiencia con el whiskey irlandés, pero me aseguró que lleva siglos sin beber.
—¿Eso te dijo?
—¿No debería creerle?
—No lo sé, realmente no lo sé. Estamos bastante preocupados desde su última crisis de amnesia, normalmente hay una reacción directa entre la bebida y los apagones… A decir verdad, el otro día, al verle tan alterado, me temí lo peor. Mira, Adriana, no sé qué creer. Yo no he vuelto a verle beber pero, por darte un ejemplo, él no es capaz de explicar cuál era su identidad durante los años anteriores a que ocurriera la desgracia de la familia de Lyra. Le localizamos para el funeral por un número de teléfono al que yo llamaba de vez en cuando y dejaba mensajes. El apareció en el entierro, desconocido, y se encargó de Lyra. La apartó del chalet donde había vivido hasta entonces, en Soto de la Marina, frente a la Isla del Castro, y se la llevó a Galicia. Allí cuidó día y noche de ella, tal vez eso fue precisamente lo que le asentó. El sentimiento de protección que tiene hacia Lyra es irracional, créeme, y es bueno que sea así. Pero me da miedo pensar que ni él mismo se acuerde de aquellos años, que los haya borrado de su memoria. Jamás nos dijo lo que hizo, sospechamos que fue una recaída y que nunca ha querido admitirlo. Siempre contesta con evasivas cuando le saco el tema. De todos modos, a él no le digas nada de esta conversación, ¿de acuerdo?
Asentí incómoda y miré el reloj en busca de una excusa convincente.
Pasé el resto del día descansando el cuerpo de noches agitadas y heridas de leonas. Fue una de esas mañanas perezosas en las que te limitas a retozar con el piloto automático. Había demasiado que digerir. Me di tiempo, pero al mediodía decidí ponerme al día en Arqueológika con mis contactos y después chatear un rato con Clara. La cicatriz de la espalda se quejaba de que me pasase tanto tiempo tecleando, así que por la tarde llamé a Salva y quedamos para tomar un café en el Argos, junto al campus de la Universidad de Cantabria. Necesitaba un poco de charla desenfadada, nada trascendente para variar. Necesitaba también sacudirme ese baño de irrealidad que me había acompañado las últimas cuarenta y ocho horas. Volvía ya a casa, despejada y relajada, cuando me llamó mi primo.
—Hola, Dana. ¿Cómo estuvo Cabárceno el viernes?
—Muy tranquilo, la verdad.
—¿Ves?, ya te dije que no me ibais a necesitar.
—Claro, ¿qué tal tu vaca?
—Muy bien, gracias, tuvo un hermoso ternero. Treinta kilos ¿qué te parece? —guardó silencio al ver que no le seguí la conversación—. Queda pendiente que nos veamos otro día entonces, ¿no?
—Claro, eso depende más de ti que de mí, tú siempre estás ocupado últimamente.
—Noto cierta ironía, ¿te pasa algo, Dana?
—A mí no, pero no tengo claro qué pasa contigo y con Elisa, ¿estáis bien?
—Bueno, ya sabes. Ella siempre está liada con los niños… ¿Por qué lo preguntas exactamente?
—Por nada en concreto, Marcos, pero me dio la impresión de que no tenéis muy buena comunicación últimamente. No lo sé, tal vez son cosas mías.
—Yo no le doy mucha importancia, es solo una etapa más. No seas quisquillosa, ¿vale?
—Como quieras, no voy a insistir, y ahora te dejo, voy a entrar en el ascensor —le dije, sin fuerzas para seguir mintiendo.
Iago llamó poco después. Había llegado a Copenhague, pero no parecía dispuesto a hablar de los motivos que le habían llevado a tomar un par de aviones una tranquila mañana de domingo, así que fingí que me interesaba el clima de Dinamarca y él fingió que le interesaban mis rutinas dominicales. Por suerte, aquella noche los calmantes me ayudaron a dormir.