47

Sábado, 23 de junio

Noche de San Juan

Estaba ya anocheciendo cuando llegamos a la ensenada de Arnía. Desde que yo recordaba, la gente acudía en masa a las playas de toda Cantabria y encendía las hogueras de San Juan, pero cuando aparcamos junto a otros coches, Iago me guio de la mano hasta una cala recogida más hacia el oeste.

Enseguida los vi. Estaban Héctor, Kyra y Jairo, o más bien Lür, Lyra y Nagorno. Al resto de su familia podía asumirla, con sus primeros nombres. Pero no a Iago. Ahora sé que él habría agradecido que le llamase Urko en la intimidad, pero para mí siempre fue Iago, Iago «el del Monte Castillo», a lo sumo. Si asumir a Iago me vino muy grande, a Urko —con sus diez milenios a las espaldas—, se me hizo, de momento, inabarcable. Tal vez por eso no le acribillé a preguntas desde el primer momento y, en cambio, tenía todo un listado pendiente para su padre y hermanos.

Todos ellos iban vestidos con ropa informal, incluido Nagorno, que parecía mucho más joven en vaqueros que con sus eternos trajes caros. Lyra se había soltado el pelo, y me sorprendió ver que lo llevaba más largo que yo, bajando hasta la mitad de la espalda. Lür se acercó a nosotros, con una sonrisa que no cabía en aquella playa.

—¿Debo entender que habéis arreglado vuestras diferencias?

—Sí —le contesté riéndome—, creo que es una manera resumida de contarlo.

—No tenéis ni idea de lo feliz que me hacéis —dijo dándonos una palmadita a ambos en el hombro—. Pero acercaos, estábamos ultimando los detalles.

Llegamos a la hoguera, que había comenzado ya a crepitar, pese a que aún quedaba un rato de sol, y Lyra se me acercó corriendo como una chiquilla, menos rígida que en el museo. Eché un vistazo rápido y comprobé que habían llevado algo de carne para asar a la brasa, así que coloqué el salmón marinado junto al resto de la comida. Iago se quedó rezagado con su padre, aunque pude entender parte de la conversación.

—No temas por tu hermano, se lo ha tomado muy bien —le dijo Héctor.

—Entonces va a ser peor de lo que pensaba —me pareció oír que murmuraba entre dientes, aunque no estuve segura.

—Vaya, vaya, ¿ese tío sonriente es mi hermano? Si lo llego a saber, os echo yo misma a los leones —dijo Lyra, con un guiño cómplice—. Padre nos ha contado lo de Cabárceno, ¿cómo estás?

—Se me pasará —le dije, encogiéndome de hombros. Oculté el dolor que me producía aquel inocente movimiento.

—Debo admitir que estoy impresionado —susurró Nagorno a mis espaldas.

Me di la vuelta de un salto. Me ponía nerviosa que me hablase en la nuca, pero cuando me volví, me encontré con su rostro relajado, y juraría que su expresión facial corroboraba lo que había dicho.

—Es raro ver en estos tiempos a alguien que se enfrente con valor a una pieza de ese tamaño —añadió, como si estuviera orgulloso de mí.

—Los hombres de mi familia y la dichosa caza —intervino Lyra, arrastrándome del brazo hacia la hoguera—. No sabes lo que voy a agradecer tener de nuevo una presencia femenina cerca. ¿Has probado el hidromiel alguna vez? Me sale genial.

—Espera que me siente, porque adivino que tu receta tiene algo así como ¿veinticinco siglos?

—Sí, algo así —hizo un gesto con la mano para quitarle importancia—, ya te acostumbrarás a nuestras medidas de tiempo. Cómo me recuerdas a mi último marido. Para él también fue como entrar en un nuevo mundo —dijo risueña—. En fin, volviendo a tu pregunta, lo aprendí durante mi primera vida, en la Galia, Iago ya te habrá puesto al día de los detalles. Mira —se inclinó sobre el recipiente y sacó una pequeña bolsa empapada dentro del líquido de color dorado. Abrió la tela y vi que tenía varias especias machacadas—, hay que tener cuidado con el clavo, le da demasiado sabor.

—Prueba —me animó tomando un cuenco de madera y llenándolo del líquido. Tenía apariencia de cerveza, aunque algo más clara y menos espesa.

—Voy a beber solo un sorbo, espero que no te lo tomes a mal. No quiero mezclarlo con los calmantes —le dije cogiendo el cuenco y mojándome los labios.

Sabía muy dulce y tenía bastante graduación, pero entraba de maravilla. Así que me obligué a devolverle el cuenco, no fuera que acabase leyéndoles la mano a cuatro milenarios.

Iago llegó entonces y se sentó a mi espalda, poniendo sus piernas flexionadas alrededor de las mías, después de haber acercado varias abarras a la hoguera, que se avivó hasta alcanzar un metro de altura.

—¿Cómo va la integración familiar? —murmuró risueño.

—Para estar pasando la noche de San Juan con cuatro ancianitos, no va mal —respondí acomodándome en el hueco que me ofrecía.

Él se puso a ronronear en mi melena.

—Puedo hacer que retires cada una de tus palabras, ¿lo sabes, verdad?

—Permiso para molestar —interrumpieron Lür y Nagorno, sentándose junto a nosotros.

—Concedido —respondió Iago.

—Te he traído hidromiel, hermano. Está delicioso —le dijo Nagorno sonriente, poniéndole el cuenco a pocos centímetros de la cara para que pudiera olerlo—. Reguemos la noche. La ocasión lo merece, sin duda.

—Gracias, hermano, daré buena cuenta de él —le respondió Iago con un guiño. Parecía como si se hubiera propuesto que nadie le iba a estropear la noche.

—¿Por qué no le contáis a Dana alguna de esas historias por las que una arqueóloga mataría? —les animó. Mientras, dejó discretamente el cuenco de hidromiel sin probar en un costado.

—Elige la época, Adriana —dijo Lür.

—Más que una época, tengo miles de «¿cómo funciona?» rondándome por la cabeza.

—Dispara, pues —intervino Nagorno, con su voz ronca, acercándose a mí—. Esta es tu noche.

—¿Cómo ve un longevo la vida de alguien que envejece? —pregunté.

—Es como si fueseis a cámara rápida —dijo sin apenas pensarlo—. Pasan unos pocos años y os arrugáis, os encorváis, perdéis fuerza, y ya no estáis. Es un proceso tan… fulminante. ¿Sabes por qué nadie tiene a un animal como la mariposa como mascota? Son criaturas bellísimas, pero apenas viven unas semanas. No da tiempo a tomarles cariño.

Evité mostrar el impacto que me causaron sus palabras. Él prosiguió, con su voz hipnótica. La llamas anaranjadas recortaban su perfil aguileño, y apenas podía distinguir una sombra oscura desde donde él hablaba.

—Puedo ver el rostro de la anciana que serás, si es que llegas a vivir para ello —continuó Nagorno—. Tienes la piel delicada, una bendición para ti hasta ahora, pero en veinte años tendrás miles de finas arrugas junto a los ojos y la boca. Esas cejas que ahora se arquean cada vez que mi hermano entra en una habitación también caerán. Eres muy expresiva, cualquier buen observador puede saber si te sientes feliz, aliviada, o incómoda, como en este preciso momento. Eso te creará varias líneas horizontales muy profundas en la frente. Perteneces a la estirpe de las delgadas, tu cuerpo apenas se redondeará las próximas décadas, salvo por una más que probable maternidad. Pero tu rostro se afilará, esos pómulos altos de reina caerán y se hundirán. Evita maquillarte en exceso cuando llegue, te pondrá años encima.

—Es suficiente —dijo Iago a mi espalda. Su voz fue como un latigazo, dos palabras rápidas lanzadas con una autoridad inusual.

Nagorno obedeció, guardando silencio, pero aun así yo insistí.

—De acuerdo, yo envejeceré, pero no sois tan diferentes. Los traumas también os marcan, como a cualquiera de nosotros.

—Te equivocas —repuso—. Precisamente en eso somos diferentes. Mira mi brazo izquierdo, puede que te hayas dado cuenta de que no puedo extenderlo.

Me había percatado de aquel detalle, pero lo había achacado a una manía personal o a una pose fruto de la coquetería. De todos modos, no le di a entender que me había fijado.

—Se me metió metralla hace pocos años en la Guerra Civil española. El médico de campaña me abrió el codo y me dijo que no podía hacer nada, que el polvo del metal estaba alojado entre los huesos y era demasiado pequeño como para extraerlo. Cuando acabó la contienda, acudí a mi hermano para que eliminase todo resto. Iago hizo un trabajo muy fino, pero no recuperé la movilidad. Como ves, he de llevarlo siempre doblado, no puedo estirarlo. Tú ahora mismo estás pensando que esto me convierte en un manco de por vida, y lo sería, si fuera un efímero como tú. Pero para mí esta discapacidad es temporal, no lo dudes. Antes de un siglo, dos a lo sumo, la nanotecnología habrá avanzado lo suficiente como para que puedan extraerme todas y cada una de las partículas de metralla y mi brazo volverá a recuperar la movilidad.

Guardó silencio para dejar que sus palabras hicieran mella en mi cabeza. Luego remató:

—Lo mismo ocurre con una muerte cercana, violaciones, torturas, o cualquier tipo de violencia que los cuatro hemos sufrido. A cualquiera de vosotros os marca durante toda la vida. Nosotros tenemos más tiempo para rumiar ese dolor, es cierto, pero con el paso de los milenios, la mayoría de las experiencias se quedan en la bruma del olvido, del hastío o de la indiferencia. Y en cambio vosotros sois tan leves…, y es tan fácil que un simple acontecimiento os marque de por vida, a vosotros y a los que os rodean —dijo con su voz de serpiente.

Iago se revolvió y miró hacia otro lado, incómodo por el rumbo que había tomado la conversación. Lür y Lyra se apresuraron a ir al rescate de una velada magnífica que se torcía.

—Ha llegado el momento —dijo Lyra, levantándose y sacudiéndose la arena—, todos arriba. Tú no, claro. Mantente sentada y contempla lo que hacen cuatro viejecitos.

Eso hice. Lo que no esperaba es que los cuatro se desnudasen delante de mí con la naturalidad de quien lo ha hecho varios billones de veces antes.

Todos ellos se dejaron observar mientras se colocaban alrededor del fuego como si cada uno fuera un punto cardinal. Al norte Lyra, Lür al sur. Nagorno y Iago, enfrentados al este y oeste. Las llamas aún crepitaban bastante altas, pero aquel detalle no retrasó su baile. Porque fue un baile lo que presencié. Lür empezó, corriendo hacia la hoguera y lanzándose hacia ella. Le siguió Lyra. Después Nagorno dio un salto acrobático, el más felino y el más alto de todos ellos, como si la gravedad le afectara menos que al resto. El ritmo aumentó. Lür, Lyra, Nagorno, Iago. Lür, Lyra, Nagorno, Iago, mientras los saltos se sucedían cada vez más rápido, sin chocarse los unos con los otros hasta que yo misma casi perdí la conciencia intentando seguirlos, mareada por el espectáculo de llamas y cuerpos en la oscuridad.

Iago me explicó más tarde, cuando llegamos a su casa de madrugada, que se trataba de una ceremonia de purificación, una manera de limpiar sus faltas año tras año, siglo tras siglo, milenio tras milenio. ¿Por qué esa ceremonia en concreto? Él se encogió de hombros cuando se lo pregunté. A lo largo de sus viajes se encontraron con cientos de variantes de la celebración por toda Europa. Aquella era tan buena o tan mala como cualquier otra, comentó distraído.

Dejé de hacerle preguntas y nos dormimos, agotados otra noche más y maldiciendo cada uno de nosotros en silencio el veneno que Nagorno había deslizado en nuestros pensamientos.