Día de Saturno, décimo cuarto del mes de Duir
Sábado, 23 de junio
A decir verdad, no fui consciente de cuándo murió la noche y cuándo nació nuestra primera mañana. Sé que en mi sueño Dana no tenía ropa que le anclara ni le identificara a ninguna época, pero su nombre y su rostro permanecían invariables. Sé que rodamos en la duermevela sobre nosotros mismos, medio dormidos, medio despiertos, bajo la luz limpia del alba, abrazados para no caernos del lecho. Yo, pendiente de la herida de su espalda. Ella, desgastándome la mirada sin que a mí me molestase. Los dos atentos al siguiente paso. Y fue como debía ser, porque nos lo debíamos.
Llegaron primero los besos en las comisuras de los labios, besos de ojos abiertos. Sus muslos eran suaves y se estremecieron como yo recordaba. Mis manos navegaron por el estrecho de su cintura, y Dana recorrió de nuevo mi nuca, los hombros, retomando el camino que inició nuestra primera noche. Pero ahora no era triste. Ahora era cálida y no llevaba prisas, aunque también resultaba apremiante.
Pero le debía un tributo a mi dama, así que la senté al borde de la cama para que no apoyase la espalda sobre el colchón. Entonces besé el vientre tenso y liso de quien nunca ha sido madre, descolgándome hasta la parte interna de sus muslos. Mojé en su boca el pincel de mi lengua y fui dibujando pictogramas de saliva y soplando después, mientras ella aguantaba la respiración a medida que mis besos la acercaban al maremoto.
Entonces me susurró:
—Imagina que somos vírgenes de nuevo.
Le obedecí, y aquella nueva realidad terminó de volverme loco.
Sé que le hablé en mil lenguas, porque me juré no volver a ponerme barreras con ella, y que ella las comprendió todas. Sé que poco después ninguno de los dos tuvo suficiente, que las dos piezas del pijama habían desaparecido y que no recordé la secuencia en la que aquello ocurrió. Solo sé que dos guerreros plagados de cicatrices luchábamos en el mismo bando en aquel campo de batalla.
Dana gimió en mi oído haciéndome olvidar todo lo anterior a su presencia en mi vida. Me abrí paso en ella sujetando sus caderas, mientras los cuerpos tomaron por nosotros su propio ritmo, como dejándonos aparte a nosotros y a cualquier cosa que hubiéramos hecho en el pasado. Y allí sentados en nuestro trono, con Dana sobre mi regazo, ella se descubrió por fin como la diosa que siempre fue, y yo como el inmortal que siempre fui.
Y como tales llegó el orgasmo, y con él se llevó la conciencia. Por un momento me desubiqué de nuevo y sentí vértigo de no recordar quién era. Pero ella lo intuyó en mis ojos, me sujetó la cara, y me susurró mil veces mi último nombre. Entonces gritamos al unísono, sin importarnos vecinos de otros edificios, ni paredes ni transeúntes que giraran sus cabezas hacia arriba, una mañana de sábado por el Paseo de Pereda.