Solsticio de verano, décimo tercero del mes de Duir
Crucé todo el Paseo de Pereda y subí a trompicones hasta mi piso, intentando un ejercicio de control mental para que cada miembro de mi cuerpo no adquiriera vida propia y se rebelara. Entré como pude en el apartamento, y cerré la puerta a mis espaldas.
Por fin solo.
Tenía que calmarme, necesitaba calmarme.
Fui a la cocina con la estúpida esperanza de que una infusión pudiera templar mis nervios. Busqué en el armario los botes de plantas y mezclé tila, valeriana, lavanda y manzanilla. Lo que fuera, me daba igual.
Después puse a calentar el agua en un pequeño cazo y me senté sobre la isla de la cocina a esperar a que rompiese a hervir. Quería salir corriendo a casa de Dana, pero no podía hacerlo en ese estado. Por fin las burbujas me anunciaron que podía echar la mezcla, pero mis manos temblaban tanto que al sujetar el cazo por su mango, parte del agua hirviendo se derramó sobre mi mano derecha. Sofoqué el grito mordiéndome los labios. Dolía. Eso estaba bien, quería que doliese. Mientras mi cerebro estuviera ocupado en ese dolor, otro mucho más profundo y más atroz quedaría de momento en la retaguardia.
Pero miré mi mano y vi que estaba en carne viva, así que ese lado práctico que nunca desconectaba la puso bajo el grifo de agua fría para que no me saliesen ampollas. Sentí un alivio inmediato, y entonces volvió la otra angustia: aquellos minutos en los que creí que Dana estaba muerta. No sería la última vez, y eso me estaba matando.
Volvería a tener que enfrentarme con su muerte, tarde o temprano. Si alguna vez me planteé dejar la identidad de Iago del Castillo y desaparecer, aquella noche era el momento. Porque si me quedaba, era para ir a buscarla, darle todas las pruebas que me pidiese, y rezar para que la brecha que se había abierto entre nosotros se cerrara de una vez.
Y aun así… aun así acabaría perdiéndola. Antes o después. Por una ruptura, una enfermedad, o simplemente la vejez. Entonces me di cuenta de que había caído en la misma trampa que Lyra. No estaba arriesgándome a vivir, a amar, a perder.
Que necio, me recriminé. Había vivido los últimos milenios pensando que podía estar por encima de mi condición humana.
Así que me precipité sobre los cajones de mi dormitorio, buscando un gran sobre blanco que recordaba haber dejado allí. Lo encontré y examiné su contenido. Sería suficiente.
La mano quemada latía como si tuviera corazón propio, pero aparqué la sensación en alguna zona de mi cabeza que no molestase y me dirigí a la puerta, cuando en ese momento, alguien llamó al timbre del portal.
—Soy Adriana.
—Sube, ahora mismo iba a tu casa a buscarte.
Esperé los dos eternos minutos que tardó en llegar al tercer piso, y le abrí la puerta antes de que llamara.
La encontré tiritando, en pleno junio. Sujeté el pomo de la puerta con mi mano herida para controlar el impulso de abrazarla y darle calor.
Se había cambiado de ropa, y llevaba el pelo mojado pegado a la cara, por un momento acaricié la fantasía de que había llegado a su casa, se había duchado, y no había aguantado más para venir a hablar conmigo.
Tonterías.
Ilusiones.
Estaba preciosa, por descontado, a no ser por la mueca de dolor que intentaba disimular con una sonrisa.
—Se te han pasado los efectos del calmante —le dije. No era una pregunta.
—Sí, pero ahora no estoy atontada y puedo pensar con claridad. No quiero volver a tomar nada hasta que hable contigo.
Me está mirando, me mira de nuevo a los ojos.
Sus labios se movían y me obligué a concentrarme en su significado.
—Bien, habla pues —le indiqué el sofá con un gesto de la mano, pero entonces me di cuenta de que cojeaba.
Me agaché a sus pies y la descalcé.
—Adriana, estos primeros días vas a necesitar ayuda —le dije desde esa nueva perspectiva. Por primera vez yo quedaba más bajo de ella y tenía que alzar la cabeza para mirarla. Me gustó.
Me puso los dedos sobre los labios para obligarme a callar, y se sentó con la espalda muy recta en su lado del sofá. Me la quedé mirando de pie, desde la entrada del apartamento.
—Antes de que digas nada, quería que vieras esto —le dije tendiéndole el sobre—. Ábrelo, por favor.
—¿De qué se trata? —me preguntó sin abrirlo.
—Es mi ortopantomografía, una radiografía panorámica de mi mandíbula y mis dientes. Me la hicieron cuando me puse esta última dentadura. Quiero que te la quedes. El lunes enviaremos mi molar a datar, para que no te quede ninguna duda, y luego quiero que lo compares con la placa. De hecho podrías superponer la pieza y comprobar que corresponde al hueco que había. Vamos al MAC ahora mismo, si quieres.
Dana me devolvió el sobre sin abrirlo, dejándome estupefacto.
—No quiero verlo, de eso venía a hablarte. No quiero que tu padre y tú sigáis dándome pruebas.
Ha dicho «padre», pensé anonadado, pero aún no quise asumir lo que implicaba. Sería demasiado bueno para un hombre como yo.
—Pues yo insisto, Adriana. Hoy has estado a punto de morir, y nunca habíamos estado tan distantes. Si es esto lo que nos separa, si es mi orgullo por no mostrarte pruebas, eso se ha acabado esta misma tarde. Deja que intente que me creas antes de que ocurra algo irreparable.
—Y yo insisto en que no quiero ver ninguna prueba.
—Entonces no te entiendo —le dije, ya sin argumentos, sentándome junto a ella.
—Lo que intento decirte es que ya no necesitas probarme nada. Hoy he visto por primera vez al hombre que nació hace diez mil años. Ahora mismo te miro y estoy recordando todos y cada uno de los detalles de estos últimos seis meses y estoy reubicando todas las piezas del puzle, y por fin encajan. Todas, Iago, al milímetro, todas. Todas tus contestaciones, tus argumentaciones, tus enfados cuando yo me cerraba en banda a tus teorías.
Entonces abrió su bolso y me entregó un papel doblado.
—Toma.
—¿Qué es?
—«El mea culpa de un escéptico». No es el original, claro. Es una fotocopia del que tú mismo adquiriste hace un siglo. Te lo has ganado.
Al oírla, el nudo que agarrotaba todas las fibras de mi cuerpo dejó de apretar, y sentí que me relajaba como un títere al que cortan los hilos que lo mantienen erguido. Me recoloqué sobre el sofá y la presión insoportable de mi cabeza también cedió, como cuando una olla se aparta del fuego y deja de ser un potencial peligro.
Aguanté las ganas de hablar, me obligué a escuchar todo lo que Dana tenía preparado decir, aunque no pude dejar de pensar en el tiempo magnífico que habíamos perdido.
Cobardes.
Durante aquellos meses Dana y yo habíamos sido unos magníficos cobardes.
—Fue en la Sala de Prehistoria, ¿sabes? —continuó, y de nuevo volvía a mirarme a los ojos—. El día de la exposición del poblado cántabro, cuando entraste a conocerme. Yo estaba de espaldas y escuché tu voz. La reconocí. Por eso me di la vuelta tan lentamente. Me tomé unos segundos para despedirme del antes y atravesar el después. A partir de entonces, ya nada fue inocente. Antes de girarme, ya era consciente de que la guerra estaba perdida, de que poco me importaba a quien perteneciera aquella voz. Y no fue un flechazo adolescente, no fue una atracción física. Yo no elegí. Simplemente, como digo, te reconocí. Desde aquel día he luchado contra ese descontrol, hasta esta misma mañana. Nunca antes me pasó, no de esta manera. Entiéndeme, he estado antes enamorada, he vivido historias muy intensas, imagino que como tú. Pero nunca esto, Iago, nunca esto.
Entonces sí, entonces me permití creer que por fin estaba ocurriendo.
La alcé con cuidado por la cintura y la senté sobre mi regazo, frente a frente, apoyando mi espalda sobre el sofá y dejando sus piernas a ambos lados de las mías. Aquella postura nos daba por fin la intimidad que merecíamos y que tanto habíamos pospuesto.
Recuerdo aquel abrazo como si aún hoy estuviera entre mis brazos. Tuvo el poder de lo sobrenatural, una alquimia de la que pocos elegidos pueden gozar. Y quise inventar una máquina que detuviera el tiempo para quedarnos allí, suspendidos, en aquella noche cerrada en la que nada más importaba.
Miles de besos después, me obligué a hablar.
—¿Tienes idea de lo que he tenido que esperar hasta conocerte? Te he buscado a lo largo de trescientas generaciones. He conocido a todos tus antepasados, los he visto cambiar con los tiempos, he fingido adaptarme con ellos, para llegar hasta este día en que por fin conozco a mi compañera, a esa que me va a marcar con tinta indeleble… Porque sí, porque eres tú la que me estaba reservada —dije, sujetando su mandíbula—. Pero nada me preparó en realidad para esto. Hemos cometido todos los errores que podían cometerse, y aun así, aquí estamos. Debe de ser fuerte este vínculo que tenemos para que no se haya roto antes.
—Es cierto. No dejo de pensar lo cerca que hemos estado de acabar, antes siquiera de empezar nada —murmuró ella, con la voz avanzando hacia la duermevela.
Dana se había apoyado sobre mi tronco, con la cabeza reposando sobre mi pecho, y al mirarle a la cara me di cuenta de los esfuerzos que hacía por mantenerse despierta.
—Vamos —le susurré—, te llevaré a nuestra cama.
—Puedo ir por mi propio pie a mi casa, no te preocupes por mí —dijo entre sueños.
—No tienes por qué pasar por esto sola.
—No me importa, siempre he estado sola cuando he enfermado —contestó intentando dotar a su voz de algo parecido a la resistencia.
—Pues ahora ya no hay necesidad, Adriana.
—Por cierto, puedes llamarme Dana.
Como digo, aquella noche era para enmarcarla. Disimulé una sonrisa del tamaño del cosmos.
Entonces me miró con el ceño fruncido.
—¿Qué le pasa a tu mano?
—Nada en realidad.
—Pues tiene pinta de estar quemada —insistió, con un tono de preocupación en la voz que me encantó.
—Lo cierto es que no me duele nada. Somatizo muy bien.
—¿Y eso qué demonios significa?
Sonreí. Era mi Dana, de nuevo ella.
—Que estoy demasiado feliz como para que ninguna parte de mi cuerpo se queje. No me duele, en serio. Anda, vamos, amor.
Ella me sonrió con la mirada brumosa de quien no se entera de nada, así que la cargué en mis brazos y la llevé a mi habitación, donde la dejé acostada boca abajo con la parte de arriba de mi pijama. Si se despertaba aquella noche iba a notar mucho dolor en la herida. Salí al balcón, obligándome a cumplir antes con mis deberes aunque lo único que deseaba era tumbarme en la cama con ella y pasarme la noche mirándola. Pero antes arranqué de la maceta de aloe la hoja más antigua y la pelé, extrayendo toda su pulpa en un cuenco. Luego apagué las luces de toda la casa, me puse el pantalón del pijama que compartía con Dana, y encendí una vela junto a la mesilla de mi dormitorio. Me tumbé sobre mi costado y me quedé observándola. Le aparté la melena de caramelo de la cara. Había caído exhausta, y mi cuerpo también estaba pidiendo paso al descanso, pero aún tenía algo que hacer.
Le quité el pijama con todo el cuidado con el que fui capaz para no perturbar su sueño, y me concentré en despegar el esparadrapo que tapaba el zarpazo de la leona. Cuando la espalda quedó liberada la examiné de cerca. Quedaría cicatriz, una marca de guerra. Más de uno arriesgó su vida por conseguir una parecida. A ella no le hizo falta buscarla. Limpié con una gasa y agua el Betadine, y fui pasando la pulpa del aloe a lo largo de la herida a conciencia. Aproveché también para aplicarlo sobre mi mano, no porque me molestase siquiera, sino para que recuperara su aspecto normal cuanto antes y ella dejara de preocuparse. No me di prisa, era una prioridad que Dana no sufriera y que cicatrizara pronto aquella marca que iba a acompañarle durante el resto de sus días. ¿Sería yo capaz de igualar aquel mérito?
Horas después la vela se consumió, dejando de dibujar las paredes con las formas alargadas de mis dedos recorriendo su espalda. El aloe se había absorbido del todo y cuando su espalda estuvo seca, la vendé de nuevo con cuidado, y volví a vestirla. Me mantuve velando su sueño todo el tiempo que pude, guardando cada palabra pronunciada aquella noche para no olvidarlas durante los próximos diez mil años. Sabía que necesitaría recordarlas, que serían el combustible de los malos momentos.
Con ese pensamiento, subí el cuerpo de Dana a lo largo del mío, para que descansara sobre mi pecho y le entregué por fin mis sueños a la noche.