Solsticio de verano, décimo tercero del mes de Duir
Llegué a la grieta que se abría en la pared de roca y metí al niño al fondo. No me quedaban lanzas, pero llevaba el propulsor colgando de la muñeca y no me lo quité por si acaso aún me era útil. Esperé a que Dana apareciera para que ella se metiera en la rendija antes que yo y así poder protegerlos a ambos.
Esperé.
Esperé.
Dana no llegó.
Comencé a llamarla, no me fiaba de que hubiera más leonas por los alrededores. En su hábitat siempre cazaban en solitario, pero en un espacio reducido como aquella antigua mina de hierro se habrían vuelto gregarias por necesidad.
Dana no respondía. Algo le había pasado, y yo estaba desarmado con un niño a mi cuidado. Me metí en la grieta arrastrando el cuerpo por el suelo y llegué hasta el pequeño.
—¿Cómo te llamas?
—Alejandro —me dijo, entre hipidos.
—Muy bien, Álex, necesito ir a buscar a Adriana. Tienes que prometerme que no vas a moverte de aquí, ¿me has entendido?
Movió la cabeza de arriba a abajo. Estaba demasiado asustado como para hablar.
Me llevé la mano al bolsillo de mi pantalón y comprobé que no había perdido mi móvil. Marqué el número de mi padre, que había parado el primer coche que se cruzó y se había ido a buscar al director del parque. Yo había salido conduciendo como un loco con el Jeep hacia la zona de los leones. Por suerte nos quedaban lanzas para jabalí del fin de semana anterior. Ya pensaríamos después en las explicaciones.
—Iago, ¿dónde estáis? —preguntó mi padre, con voz expeditiva.
—Estoy con el hijo de Elisa en la grieta de Inar, aunque he perdido a Adriana. Venía detrás de mí, pero tenía a la leona herida encima. La he alcanzado dos veces, pero ahora estoy desarmado.
—Nosotros llegamos ya, llevamos dardos tranquilizantes. Tú quédate ahí con el niño.
—Héctor, voy a salir.
—No salgas, estamos llegando.
Le colgué, no había tiempo.
Salí de la grieta sin hacer ruido, haciéndole señales al niño para que no se moviera. Desanduve mis pasos y trepé sobre la pared hasta subir varios metros para tener más perspectiva. Habría preferido no ver lo que vi.
En el suelo, Dana empuñaba una de las lanzas ensangrentadas. Llevaba el pelo revuelto, y la camiseta blanca estaba abierta mostrando una herida que le cruzaba la espalda de arriba a abajo, manando sangre que teñía la prenda. La leona estaba frente a ella, moviéndose rabiosa de un lado a otro, todavía con la otra lanza hundida en su pata delantera. Estaban empatadas, ambas heridas, ambas alerta.
La leona no se acercaba más a Adriana porque ella le amenazaba con la lanza, pero estaba demasiado furiosa. Era una cuestión de segundos que atacara. Me lancé al suelo hasta llegar donde Dana y le arrebaté la lanza, apuntando a la leona. Sabía que me tenía que acercar más si no quería fallar. Asumí que me iba a llevar algún zarpazo, pero calculé que sobreviviría.
Rodé hacia el animal hasta quedar prácticamente bajo su cuerpo. Mi brazo tomó todo el impulso que le permitió esa postura tan forzada. Entonces escuché el grito de mi padre y el dardo clavándose en el lomo de la leona, que cayó sobre mí aplastándome con su cuerpo. La lanza se quebró sobre mi torso, pero la punta no me hirió. El propio peso de la leona la había desviado. Tuve suerte. Noté su cuerpo caliente sobre mi pecho. Cerré los ojos para concentrarme en oír mejor. El corazón le latía, solo estaba dormida. Aun así, quedé sin aliento durante unos segundos, hasta que unas manos conocidas apartaron la cabeza de la leona de mi cara.
Los operarios del parque levantaron el cuerpo dormido y me liberaron. Mi padre me quitó el propulsor discretamente, y de una patada lo ocultó entre los arbustos.
—Hacía tiempo que no estabas tan cerca —me susurró en nuestro dialecto.
—Nalungivara —dije. «Lo sé».
Pero mi mente estaba en otra persona. Me levanté sin comprobar si tenía alguna parte de mi cuerpo herida y me giré para encontrar a Dana. No la vi.
—Se la han llevado a la enfermería —me dijo mi padre—. Tranquilo, Iago, está bastante bien. Por lo visto la leona le alcanzó y le ha arañado la espalda. Yo me quedo aquí. Adriana nos ha dicho que había un cachorro, estamos buscándolo.
Le indiqué a Héctor cómo llegar al niño y salí corriendo hasta la carretera buscando el todoterreno, que me esperaba con la puerta abierta, tal y como lo dejé. Arranqué y conduje hasta la enfermería del parque, una cabaña hecha de troncos de madera junto al reptiliario. La puerta estaba cerrada, pero no me importó.
—Señor, no puede entrar —me advirtió la enfermera inútilmente.
Dana estaba sentada de espaldas en la camilla sin la camiseta, y llevaba un zarpazo que le cruzaba la espalda en diagonal, desde la clavícula derecha hasta donde acababa el costado izquierdo, a la altura de su cintura. Cuando entré se cubrió el pecho con la ropa ensangrentada. Me acerqué y examiné la herida. Era muy larga, aunque no profunda. Se la habían desinfectado con Betadine y no iba a necesitar ningún punto. El vial de la antirrábica estaba vacío y la enfermera estaba desechando la jeringuilla en la caja amarilla de residuos.
—¿Puede dejarnos solos un momento, por favor? —le ordené sin dejar opción a que protestase.
La mujer me miró con cara de pocos amigos, pero acabó abandonando la estancia.
Dana se giró al oír mi voz.
Debió de ver mi cara de susto, porque sonrió un poco al verme, como si tuviera que animarme.
—Tengo que darte las gracias —me dijo, aunque su mirada estaba un poco perdida. Dana aún no estaba del todo allí.
—¿Te duele? —le pregunté ansioso, sentándome en la camilla junto a ella. Pasé mi mano con toda la suavidad que pude junto a la herida.
—No, me han dado una dosis letal de Nolotil —me dijo guiñándome un ojo.
Negación. Bien, su cerebro estaba bloqueando la última hora. Aún no era consciente del peligro que había corrido. Pero yo sí. Yo sí, y notaba como mis nervios estaban creciendo en mi interior. Tenía que irme de allí, no quería que ella me viera en ese estado.
Salí de la enfermería después de despedirme de Dana y en el rellano de la cabaña vi que Elisa estaba abrazada al niño, hablando con Héctor. Por lo visto, se habían acercado también para preocuparse por Dana.
—¿Se puede saber por qué estaban Adriana y tu hijo en la zona de los leones? —le espeté, sin ocultar mi enfado.
—Iago, lo siento. Tu hermano me ha dicho que tú también ayudaste a encontrar a Álex.
—No me has contestado.
—Verás, paramos el coche para sacar a los nenes y Álex se escapó. Yo pensaba que estábamos ya en la zona del merendero. Adriana no ha tenido la culpa —Elisa se movía hacia adelante y hacia atrás con el niño entre los brazos, como si estuviera acunándolo. El movimiento estaba a punto de hacerme estallar, por suerte Héctor se anticipó.
—Elisa, creo que deberías volver a tu casa, nosotros arreglamos todo esto con el director del parque. Ya llevaremos a Adriana a su piso, no te preocupes.
—Gracias —susurró ella agradecida y se metió en el monovolumen con su hijo.
En ese momento, Dana salió de la enfermería cojeando con la camiseta puesta, dejando ver la espalda al aire y la herida tapada con gasa y esparadrapo.
—Te acercamos a tu casa, Adriana —le dijo Héctor—. Aunque, ¿seguro que no quieres ir a urgencias?
—Han dicho que no es necesario. Tengo que ir a curarme al ambulatorio cada dos días, y me lo irán controlando —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Elisa se ha ido?
—Sí, la hemos enviado a casa. Estaba muy alterada y le hemos dicho que nosotros te acercamos a la tuya. Espero que no te importe —le tanteó mi padre.
—Tengo que llamar a Marcos —murmuró para ella misma—. O tal vez sea mejor que no.
Otra vez Marcos, ¿quién demonios era?
—Bien, pues dejadme en casa, si os parece —accedió.
Nos montamos los tres en mi coche, con Dana de copiloto y Héctor detrás.
La miré de reojo mientras salíamos del parque y nos metíamos por la A-70 hacia Santander. Iba sentada con la espalda muy recta, sin apoyarla en el asiento. Supuse que, aunque no le doliera por el calmante, debía de estar incómoda con el vendaje. Aun así estaba muy calmada, demasiado. Mientras que yo solo pensaba en llegar a casa y desahogarme.
—¿Qué le habéis dicho al director del parque? —preguntó en cuanto arranqué.
—Me imagino que lo preguntas por las lanzas —dijo Héctor.
—Y por el propulsor —señaló ella.
—El propulsor no lo han visto —dijo Héctor, sacándoselo del interior de la camisa y pasándoselo por encima del hombro—. Lo ha tallado Iago. Como ves, está bastante perfeccionado. Esta curva —señaló con el dedo— lo hace mucho más aerodinámico, y no molesta en el antebrazo.
Dana lo examinó como si fuera un exvoto.
—¿Y las lanzas? —insistió.
—Las lanzas eran para jabalí, solemos cazar a nuestra manera algunos fines de semana. Hemos tenido mucha suerte de llevarlos encima cuando Iago te llamó. En cuanto a Lorenzo Herrera, el director del parque, le hemos dicho que eran de atrezo para la Sala de Prehistoria. No sé si lo habrás visto antes por el MAC, pero es socio de los Amigos del Museo, y tenemos una buena relación con él. Respecto a lo bien que tira Iago, me he inventado que fue campeón de jabalina en su etapa universitaria.
—Por cierto, hijo: le he dicho que nada estatal ni olímpico, solo a nivel local —dijo dirigiéndose a mí.
—Oído —le contesté.
—¿Y no ha sospechado? —preguntó Dana.
—¿De qué, de lo inverosímil? —le dijo mi padre—. No, por supuesto que no ha sospechado. Pero nos ha pedido discreción, cosa que nos favorece a todos. A él no le interesa que este incidente salga en la prensa, y a nosotros mucho menos. La leona está herida, pero no corre peligro, y a Elisa le hemos contado todo menos lo de las lanzas, ya que ella no ha visto al animal en ningún momento. Así que cree que tú encontraste a su hijo y la leona te dio el zarpazo. Luego Iago te ayudó a esconderos hasta que yo llegué con el personal del parque y durmieron a la leona. He estado hablando con el niño, y le he pedido que me cuente lo que vio, y él tampoco ha visto ninguna lanza, así que creo que todos hemos salido airosos.
Guardó silencio y luego le habló de nuevo.
—Disculpa que esté siendo tan poco considerado, tú te has llevado una cicatriz que posiblemente te va a acompañar toda tu vida.
—No te preocupes por eso —dijo con una plácida sonrisa—. No me la veo, así que no creo que me acompleje en absoluto.
Lo dicho. Dana seguía en estado catatónico: todo le parecía bien.