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Viernes, 22 de junio

—¿Puedes dejar de hacer garabatos en la servilleta? —me había recriminado Elisa días antes, mientras desayunábamos en el BACus—. No sé qué te pasa últimamente, nena, pero estás de lo más ausente.

—Tienes razón, perdona. Te escucho —dije obligándome a concentrarme en lo que me estaba contando. Miré de reojo mis rayajos y me di cuenta de que llevaba un buen rato dibujando cuadraditos reticulados sobre el logo del MAC: los malditos tectiformes.

—Decía que necesitas evadirte de tanto trabajo, ¿por qué no vienes el fin de semana a Cabárceno? Estará tu primo, así arregláis vuestras cosillas —había dicho, mojando con fingida inocencia un sobao en el café con leche.

Así que aquel viernes por la tarde me había decidido a pasar una jornada en familia, visitando junto a Marcos, su mujer y sus tres niños el parque natural de Cabárceno, una especie de zoo al aire libre donde los visitantes recorrían en coche kilómetros de carreteras viendo elefantes, avestruces, jirafas y todo tipo de animales salvajes que vivían en un estado de semilibertad en el macizo de Peña Cabarga, apenas a veinte minutos de Santander.

Llegué pasado el mediodía al chalet de mi primo en Puente Viesgo, con el sol cayendo a plomo sobre la espalda de mi coche. Antes siquiera de que hubiese llamado al timbre de la puerta, Marcos ya la había abierto y me esperaba con un sentido abrazo.

—Eres mi prima del alma, ¿vale? Dime que lo de la nota de tu madre no nos va a separar.

Asentí y me dejé abrazar. No tenía ganas de seguir levantando muros a todo el mundo. Sobre todo a todo el mundo que me importaba.

Mientras nos poníamos al día, aliviados, Elisa bajó por las escaleras con un bebé de un año en los brazos y dos niños revoloteando entre sus piernas.

—Saludad a vuestra tía —les ordenó, aunque no me hicieron ni caso.

Esa soy yo, la amiga de los niños.

En un segundo, la tranquilidad y el silencio al que me había acostumbrado en mi nueva vida de Santander se hicieron añicos al verme rodeada de toda aquella chiquillería.

—Ayudadme a meter todos los trastos en el coche, por favor —nos pidió Elisa, mientras iba y venía agobiada de la cocina al salón con botes de papillas y biberones.

Me sentí algo intimidada ante el despliegue de carritos. Era imposible que todo aquello cupiese en el maletero del monovolumen.

—Es como hacer un Tetris —me aconsejó Marcos, guiñándome un ojo—, piensa en figuras y en llenar los huecos.

En esas estábamos cuando sonó su móvil.

—Lo siento —dijo entrando en la casa para encararse con su mujer—, pero he de irme. Una vaca se ha puesto de parto en Colindres.

—Marcos, prometiste que hoy vendrías a Cabárceno con todos —le bufó Elisa, cargada de bolsas como un sherpa.

—Intentaré volver en cuanto pueda. Venga, no te pongas así —la disculpa iba dirigida a ambas, en realidad. Antes de que pudiéramos poner cara de circunstancias ya había desaparecido.

Una vez en el coche, Elisa condujo sulfurada por la autovía, haciendo caso omiso de los berridos de sus hijos, amarrados a las sillas traseras.

—Es que siempre me hace lo mismo, Adriana. Los estoy criando sola —dijo, echando humo negro por las orejas.

—No tenía ni idea.

—No es solo el trabajo. Es que si no trabaja, los fines de semana se va con los amigos al monte, y yo me quedo con los niños en casa de mi madre.

—No sabía que estuvierais pasando por un bache —contesté, incómoda.

—Me imagino que Marcos no te ha dicho nada porque creo que ni él mismo se da cuenta de todo lo que se está escaqueando —comentó sin dejar de mirar la carretera—. Para serte sincera, estoy tan quemada con él que lo normal es que discutamos el poco tiempo que está en casa, casi prefiero no verle.

Perfecto, estaba en medio de una crisis ajena, y yo que había accedido a pasar el día en familia para olvidarme por unas horas de mis propios demonios.

De todos modos, había quedado a media tarde con Héctor y Iago para visitar la Neocueva de Altamira, así que esperaba su llamada para que se acercaran a Cabárceno a recogerme. Iago había desaparecido un par de semanas antes, y aunque la versión oficial fue que se reuniría con una empresa de montajes, lo cierto es que ambos sabíamos que hasta septiembre no había nada programado con ellos. Iago ni se molestó en mentirme, aunque tampoco me dio, ni le pedí, ninguna explicación. Con qué aspecto de sus otras identidades estaría relacionado su viaje esta vez. Qué más daba.

Accedimos en coche por la entrada sur de Sobarzo, recorriendo la carretera del parque que cruzaba entre montañas rojas de aspecto marciano. Elisa me contó que en la antigüedad aquellos montes fueron en realidad una mina de hierro, de ahí el extraño color parduzco del paisaje. Mientras me iba explicando el recorrido que haríamos en coche, los chiquillos empezaron a ponerse pesados después de varios kilómetros sin ver ningún animal. Me imaginé que con la solanera que estaba cayendo, todos se habrían refugiado bajo alguna sombra. Para ser un viernes, el parque estaba muy tranquilo, y no había coches a nuestro alrededor, así que Elisa decidió aparcar en un bordillo de la carretera.

—Mira, no puedo más —dijo apagando el motor—. Vamos a bajarlos para que se desfoguen un poco, y después seguimos en coche hasta el área del restaurante.

—No sé si deberíamos parar en medio del parque, Elisa. No está permitido —le dije, mirando a ambos lados del estrecho carril.

—No te preocupes por eso, lo hemos hecho más veces. Hay vallas por todos lados, y los nenes no se van a escapar.

—Como quieras —le dije, no muy convencida. Pero mi amiga estaba de pésimo humor y no me apetecía contrariarla.

Liberé al mayor del arnés de la sillita y salió corriendo hacia la campa cercana a donde habíamos dejado aparcado el coche.

—No corras, Álex —le chilló su madre, mientras se ocupaba del bebé—. Te diré lo que haremos: vamos a estar un rato tranquilas en este prado, que nos lo hemos ganado —me dijo volviéndose hacia mí.

Estuve de acuerdo con ella y nos sentamos con el bebé y la nena correteando a nuestro alrededor. De repente, Elisa miró alrededor y al ver que Álex no se veía por ningún lado, se levantó de un salto y comenzó a llamarlo a gritos.

Nada.

Le hice un gesto para que se quedara en el sitio, sujetando a su hija y controlando la sillita del bebé. Yo me acerqué a la carretera, por si lo veía.

Tampoco.

Recorrí la pequeña llanura gritando su nombre, pero no aparecía por ningún lado. Intenté recordar la imagen de la última vez que le vi corriendo, cuando saltó del coche, y me dirigí en esa dirección. Entonces vi un cartel que me heló la sangre: «Zona de leones». Estábamos en un área de leones sueltos. Maldita sea, habíamos saltado las vallas sin mirar la señalización. Volví corriendo hasta Elisa, sin tener ni idea de lo que hacer en aquella situación.

—¡Tenemos que recoger!-le grité—. ¡Esta es la zona de los leones!

—¿Qué? —contestó en un hilo de voz, poniéndose blanca—. No puede ser, la zona de los leones está mucho más adelante. Todavía queda el reptiliario. Mira, lo pone en el plano.

Abrió el mapa como pudo con las manos temblando, y cuando por fin se situó en el plano, alzó la vista y no necesitó decirme nada.

Cargué con la silla del bebé en volandas y la metí como pude en la parte de detrás del coche. Ella introdujo a su niña, haciendo caso omiso de las quejas de la criatura.

—Vuelve a la entrada del parque —le ordené, tomando el mando al entender que ella no lo haría—. Tienes que hablar con el personal y que vengan cuanto antes. Yo voy a intentar encontrarlo, te iré llamando al móvil.

La miré un segundo, el motor se quejó al girar la marcha sin apretar el acelerador. Elisa estaba bloqueada.

—¿Crees que podrás conducir?

—S-sí —acertó a decir. Al ver en su cara el terror en estado puro, me alegré de no ser la madre de aquel niño.

Crucé de nuevo la valla y volví corriendo hacia los pequeños montículos que, como termiteros, hacían de frontera entre el prado llano y el comienzo de un terreno más escarpado. No se veía a nadie, ni a Álex ni a ningún león u otro animal. Todo estaba silencioso, tal vez demasiado.

Comencé a gritar su nombre. Me subí a los promontorios para tener una perspectiva más amplia. Entonces me pareció ver, cerca de los árboles, algo de color amarillo.

Corrí hacia esa dirección hasta que lo encontré. Álex estaba acosando a un cachorro de león, que se defendía con una garra, visiblemente molesto con el intruso.

El niño, feliz por su descubrimiento, me oyó llegar.

—¡Mira, tía, un peluche de verdad! —me gritó emocionado.

Sin pensármelo dos veces salté hacia él. Me lo coloqué en un costado y comencé a huir del claro de aquel bosque. Pero entonces me paré en seco. Frente a mí, una leona se había plantado a unos veinte metros, cerrándome el paso. También ella había estado buscando a su cachorro. Comencé a retroceder poco a poco sin mirar hacia atrás, cargando con Álex que también se había quedado sin palabras. La leona no se movió y llegué a pensar por un momento que podríamos salir de allí sin algo más que un buen susto.

Qué equivocada estaba.

La leona me dio la ventaja de varios pasos, pero luego se colocó de un salto a pocos metros de nosotros. Yo me giré, no sé ni cómo, y corrí con todas mis fuerzas hacia el bosque protegiendo con mi brazo libre la cabeza de Álex. Sorteé troncos caídos y los desniveles del terreno, pero al meterme en el bosque perdí velocidad. Busqué algún árbol con ramas bajas para encaramarme a ellas. Por suerte, lo encontré. Era un castaño grueso que sobresalía por su forma, corta y frondosa, diferente a los pinos alargados de alrededor.

Tomé impulso en una roca a los pies del tronco. Haciendo malabarismos, conseguí subir mi cuerpo y el del niño un metro por encima del suelo. Me permití girar la cabeza hacia atrás por un segundo, y vi que el cuerpo dorado de la leona se acercaba entre los árboles. Aún teníamos que subir más. Cogí a Álex, y lo alcé por encima de mis hombros para tener los dos brazos libres.

—No te sueltes, ¿vale? —le susurré, no porque quisiera guardar silencio, sino porque la voz no me salía.

El niño obedeció y trepé a otra rama gruesa, hasta que nos pudimos acomodar allí. Le coloqué junto al tronco, para que pudiera sujetarse por sí mismo. Después hice palanca con mi cuerpo sobre una rama larga y la arranqué de cuajo. Pensé usarla a modo de lanza para mantener lejos a la leona, que ya había alcanzado la base del árbol e intentaba subir por la corteza rugosa del castaño. Por suerte, al llegar a un metro de nuestra rama resbalaba hacia el suelo.

En ese momento, escuché mi móvil en el bolsillo trasero del vaquero.

Por favor, que sea Elisa diciéndome que ya vienen.

Pero, por una vez, no me alegré al ver el nombre de Iago en la pantalla. Aun así lo cogí.

—¿Te queda mucho? Héctor y yo llevamos un rato esperándote en la entrada de Cabárceno —su voz sonaba fría, como ya me tenía acostumbrada en las últimas semanas.

—¡Iago, avisa al personal del parque, por favor!, estoy en la zona de los leones con el hijo de Elisa. Tenemos a un leona detrás de nosotros —le dije con una voz ronca que sonó extraña incluso para mí.

Iago cambió de registro en menos de un segundo.

—Descríbeme dónde estás exactamente, ¡ya!

—Estamos subidos a un viejo castaño que sobresale, dentro del bosque junto a la carrete…

Colgó antes de que hubiera terminado. Lo último que necesitaba es que más gente se pusiera en peligro, pero tenía problemas más acuciantes.

La leona había cambiado de estrategia y ahora saltaba, levantando una pata cuando conseguía altura. Azucé con la rama que había arrancado, intentando que no la cogiera para que no me hiciera perder el equilibrio. Solo se oían los gemidos de Álex. Estaba tan aterrorizado que no se atrevía a llorar.

Entonces la cabeza de la leona se acercó demasiado a nosotros y me pareció grotescamente grande. Había saltado más alto esta vez. Intenté alejarla con mi ridícula rama torcida, pero se astilló en contacto con su cuerpo y quedamos agachados en la rama, protegiéndonos las cabezas, al alcance de su zarpazo. Abracé a Álex con mi cuerpo contra el árbol, y le susurré:

—Aunque la tía se caiga, tú no mires abajo, quédate en la rama hasta que mamá vuelva.

Era una buena última frase, digna de la madre que nunca fui ni quise ser. Dicen que la ironía está presente muchas veces en el momento de la muerte.

Fue entonces cuando escuché un zumbido cerca y el gruñido de la leona. Después, el ruido que hizo su cuerpo de ciento veinte kilos al caer en bloque al suelo. Y luego, cuando me atreví a alzar la vista y mirar al frente, vi lo imposible: un cazador prehistórico en posición de lanzamiento. Daba igual que estuviera vestido con ropa contemporánea, jamás había visto lanzar de aquella manera. Precisa, segura, certera. Tenía la pierna izquierda adelantada, el brazo derecho echado hacia atrás, con el codo flexionado y sujetando un propulsor, nada parecido a como hacíamos en las prácticas de tiro de los talleres didácticos de Atapuerca. El brazo izquierdo estaba extendido paralelo a la lanza, como si le indicara el camino a seguir. Aquel detalle era inusual, nunca antes lo había visto. El cazador volvió a arrojar una lanza y después avanzó hacia nuestro árbol como si él mismo fuera un felino.

Recordé que había una leona a mis pies, y vi que las dos lanzas le habían alcanzado en el lomo y en una pata delantera. El animal estaba tirado en el suelo, pero aún respiraba. Las lanzas eran ridículas para su tamaño. Por suerte Iago llegó al árbol en dos zancadas.

—¡Lánzame al niño! —me gritó, mientras se ponía con los brazos extendidos, demasiado cerca de la leona.

Arranqué a Álex del tronco del árbol y lo dejé caer sobre Iago, que lo cargó a un lado y comenzó a correr hacia el macizo rocoso que se veía detrás de los árboles.

¿Pero qué hace? Por ahí no hay salida, recuerdo que pensé.

—¡Dana, salta ya y sígueme!

Miré con aprensión a la leona, que intentaba levantarse furiosa, sobre su pata sana. Tomé impulso, salté y caí rodando entre dos árboles, haciéndome daño en el tobillo derecho. Pese al dolor, comencé a correr al darme cuenta de que la leona se había conseguido levantar y enfilaba hacia nosotros. Iago iba bastantes metros por delante y estaba a punto de llegar a la pared de piedra.

—¿Hacia dónde vamos? —le grité.

—¡Hay una grieta detrás del primer montículo, cabemos los tres! —me contestó sin mirar hacia atrás.

Pero entonces el dolor me alcanzó y me partió, literalmente, en dos.