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Viernes, 15 de junio

Las semanas que siguieron a la revelación de Iago fueron tal vez las más duras de todas. Como si el aire pesase más, cada movimiento suponía un esfuerzo extra. Y pese a todo, continué adelante. Qué remedio.

Tal y como habíamos acordado, ambos intentamos que el trabajo en el museo no se viera influido por el nuevo status quo. Iago me trataba con su gélida corrección, indiferente a todo lo que no tuviera que ver con la Prehistoria. Yo, por mi parte, me centré tanto en resolver los asuntos prácticos que apenas levantaba la vista de lo que tenía delante.

Tuve que aprender a relajar el ambiente frente a su presencia, procurar que nuestras conversaciones no fueran tan tensas que dolieran todos los músculos de la cara. Hice acopio de mis habilidades sociales y aprendí a convivir con un nuevo jefe, un Iago del Castillo que no tenía nada que ver con el colega cercano al que había conocido meses atrás.

Gracias a Dios, Héctor estuvo allí para hacerme el tránsito más fácil. Se acostumbró a bajar a la sala donde montábamos el Centro de Interpretación, con la excusa de echarnos una mano. Su compañía, siempre acogedora, facilitó mucho nuestro día a día. A veces, cuando Iago se iba a alguna reunión, nos quedábamos solos y me preguntaba: «¿Quieres que hablemos?», a lo que yo siempre me negaba con una sonrisa. Otras veces lo hacía sin pronunciar palabra, con la mirada, y yo me seguía negando, aunque creo que también él sabía que le estaba agradecida.

Me convencí de que las rutinas y una descarada campaña de apertura al mundo exterior me mantendrían cuerda. Busqué aliados naturales en el MAC, recurrí a Salva cuando tenía ganas de pasar un rato riéndome de sus ocurrencias, me acerqué a la sosegada compañía de Paz, que me acogía siempre con su maternal sonrisa, y para mi sorpresa y la de toda la plantilla, Kyra se acostumbró a sentarse conmigo en el BACus, y tomamos por costumbre almorzar juntas casi todas las mañanas.

Descubrí que si era capaz de saltarme el muro que ponía en las primeras frases de cada conversación, Kyra gastaba también una ironía fina que la hacía adictiva. Cada día sentía más afinidad con ella, aunque yo creía que teníamos un acuerdo tácito: hacer como si nada hubiera pasado. Un mediodía, a mi pesar, ella rompió el pacto. Después de comprobar que el museo estaba libre de personal, me hizo acompañarla a su despacho.

—Anda, cierra la puerta y siéntate —me indicó con un gesto mientras encendía el ordenador—. ¿Tienes un estómago delicado?

—¿Vas a invitarme a marisco pasado? —intenté un chiste que no cuajó, así que me puse seria—. Vale, ¿de qué se trata?

—Lo que voy a enseñarte no es agradable. No son imágenes amables, pero quiero que las veas —encendió el ordenador y se conectó a Internet—. ¿Estás familiarizada con la Genética?

—Me empapé de todo lo que pude en el yacimiento de El Sidrón.

—No voy a hablarte de neandertales, pero me sirve. Anda, siéntate a mi lado y escucha. Voy a darte una clase magistral.

No, otra vez no. Intuía lo que vendría a continuación.

—Mira, Adriana, para empezar, todos nosotros nacemos con mutaciones. Tú, yo, tus padres, da igual a quien señales por la calle. Cada embrión crea por sí mismo tres o cuatro mutaciones nocivas para su salud, por si fuera poco, también recoge una media de trescientas mutaciones potencialmente dañinas heredadas de sus antepasados. En resumen: todos somos mutantes.

—Ya sé por dónde vas —le interrumpí—, Iago me larga el cuento de los inmortales, ahora tú el de los mutantes, pues muy bien. Vamos, Kyra, no me hagas esto. Estabas empezando a caerme bien.

Ella me ignoró olímpicamente.

—¿Te has leído «La Odisea»?

Puse cara de «¿y tú qué crees?», ella sonrió.

—Homero describe hace 3.000 años a los cíclopes. Dime, ¿crees que existían, o eran seres mitológicos?

—O sea, que tu historia no va de mutantes. Ahora vas a convencerme de que habitamos en un mundo de cíclopes.

Como respuesta pulsó el Intro y apareció un bebé muerto con una deformidad: tenía un solo ojo en la frente. La imagen era actual, y ella simplemente había tecleado «cíclope» en las imágenes del Google. Reprimí una náusea.

—Ciclopía, u holoprosencefalia, es decir: una trisomía en el par 13. Te he calado, Adriana, tú lo que necesitas es darle a todo un nombre científico, que una revista con factor de impacto bien alto le dedique un artículo, ¿verdad?

No respondí, la visión de la malformación de aquel bebé me había dejado mal cuerpo.

—Sigamos: las sirenas.

Tecleó «niña» y «sirena». Esta vez buscaba vídeos. Había una pequeña de unos seis años de edad que había nacido con las piernas soldadas.

—Es un problema con el gen que se encarga de ordenar que seamos simétricos. Es decir, otra mutación nefasta. Continuando con el tema de los sirénidos, puede que hayas oído hablar del hombre-pez de Liérganes, toda una leyenda urbana en la Cantabria del siglo XVII. Francisco de la Vega apareció un día en las redes de unos pescadores, confuso y con el cuerpo cubierto de costras: probablemente era un grado extremo de psoriasis. Mira esta foto, parecen escamas. Ahora mismo hay cientos de estudios que intentan identificar las mutaciones en los genes que regulan la piel y el sistema inmune. Tarde o temprano encontrarán la mutación que provoca la psoriasis.

De nuevo tragué saliva cuando me mostró más imágenes.

—¿Quieres más mitos: gigantes, enanos, monstruos de dos cabezas…? Bueno, aquí tenemos mucha casuística: los siameses bicefálicos.

Me enseñó un vídeo que estaba disponible en Youtube: dos siamesas compartían cuerpo de cuello para abajo, eran adolescentes que hacían una vida normal en un instituto norteamericano.

—Y eso que te estoy enseñando casos contemporáneos —continuó—, ¿tienes idea de lo que hemos visto a lo largo de nuestras vidas? Desde bebés deformes que nacieron muertos hasta los que superaron la infancia y fueron exhibidos, perseguidos, o adorados por sus extrañas mutaciones. Aún hoy sigue ocurriendo. Hay una niña en la India con ocho extremidades, su familia y su pueblo creen que es la reencarnación de una diosa y no tienen claro si operarle, mientras ella está postrada en una cama. Para la prensa occidental es la niña-pulpo. Para su aldea, la reencarnación de Lakshmi, la diosa de la abundancia. Para los médicos, es un caso de «gemelo parásito».

Vale, la cosa se estaba poniendo rara. Muy, muy rara. Casi prefería aquello de Héctor-Lür cazando al oso de las cavernas. En todo caso, hacía un buen rato que mi aguante ya había superado sus límites saludables. Me agaché a la CPU y apagué el ordenador.

—Ya he tenido bastante, Kyra, ¿qué me quieres decir con esto?

—Que la hipótesis que barajamos ahora, en el siglo XXI, es la de que tenemos una mutación que provoca que nuestro envejecimiento se paralice. Estoy convencida de que esa es la explicación, aunque si no encontramos nada ahora, tal vez la ciencia de dentro de cinco siglos nos resuelva el enigma con una respuesta que ahora ni sospechamos. Es lo mismo, hay una explicación a lo que nos ocurre. Adriana, tú necesitas ponerle un nombre científico a lo nuestro, y yo te lo daré: gen LGV. ¿Te suena suficientemente serio? Lo hemos bautizado Iago y yo, y espero que lo encontremos pronto. ¿Qué faltaría para convencerte, que lo publicásemos en el Nature Genetics? Porque sabes que si así fuera te lo creerías. Y no me vengas con que lo nuestro es imposible, somos un caso de longevidad extrema, nada más.

—Y nada menos —resoplé—, ¿porque me haces esto, Kyra? Necesito pasar página para seguir trabajando aquí, si seguís recordándome esta historia acabaré yéndome.

—Lo hago por Iago, en realidad. No me gusta ver cómo lo está pasando. Para mí, es la persona más cercana que he tenido en mi vida, mi hermano, mi sangre. Pero sobre todo, siempre ha sido mi apoyo y mi soporte. Verás, Iago es de ese tipo de personas que nunca te falla, ¿lo entiendes? Por encima de todo, del tipo atormentado y cargado de manías, Iago es un buen hombre. Pero estamos preocupados por él. No puedo ser más explícita, ni debería darte demasiados detalles, no tengo derecho y él no me lo perdonaría, pero no es bueno que esté tan alterado, y menos con la crisis que tuvo la última vez… Para el resto del mundo es un tiarrón que lo sabe todo. Lo veis muy seguro de sí mismo, y lo es, lo cierto es que lo es. Pero es muy hermético cuando lo pasa mal. No suele pedir ayuda, está acostumbrado a cargar con sus problemas y tirar hacia delante. Pero es que estabais tan cerca…

—¿De qué, Kyra, de qué?, si ni yo misma lo sé.

—Mira, Adriana, conexiones como la vuestra no ocurren muy a menudo. La notas tú, la siente él, la vemos todos a vuestro alrededor. Pero Iago te ha puesto en una tesitura muy difícil, y tu carácter no ayuda, dicho sea de paso. Solo intento echaros un cable. Dime que vas a pensar en esto, en que es posible. Para mí sería fácil demostrarte que soy una gala de 2.500 años, puedo convencerte sin pruebas, solo con mis palabras. Imagino que la experiencia con mi marido me ayudó. Pero no voy a hacerlo por respeto a Iago, porque sería entrometerme demasiado y él se lo tomaría mal. A partir de aquí, el camino lo tenéis que recorrer vosotros. Prométeme que harás los deberes, ¿vale?

Asentí en silencio, no muy convencida y me despedí de ella. Cuando llegué a mi casa, abrí directamente el portátil. Durante su clase acelerada de posibilidades imposibles, había una duda que me había surgido. Comencé a buscar en todas las plataformas de revistas científicas que conocía: el E-Revistas del CSIC, Revicien y demás. Después continué mi búsqueda paseándome por las bases de datos de tesis doctorales: TESEO y otros repositorios. Mi objetivo era encontrar todo lo que se hubiera investigado en los últimos tiempos que relacionara las mutaciones con el envejecimiento.

Cuatro horas más tarde, siguiendo pistas peregrinas que me llevaron a enlaces que me llevaban a fotos que me llevaban a vídeos, encontré tres nombres propios, tres casos reales, contemporáneos y documentados. El primero, el de una niña de dieciséis años cuyo envejecimiento se había detenido a los siete meses de edad. Otro caso parecido, de otra niña de seis años en el cuerpo de un bebé de cuatro meses. Y el más espectacular de todos: un hombre de cuarenta años que aparentaba diez. Es decir, envejecía un año por cada cuatro años. Así que había una pregunta que se imponía: ¿era posible envejecer un año por cada dos milenios, después de los treinta, como calculó Iago?

Pero a lo largo de mi búsqueda también me había topado con noticias en las que jamás había reparado. La mayoría de los medios de comunicación nacionales y extranjeros llevaban años escribiendo artículos de divulgación que trataban el tema del antienvejecimiento. Titulares como el del XLSemanal de enero de 2011: «Objetivo: vivir 130 años», o el Quo de junio de ese mismo año, haciéndose eco de la que llamaban la «Revolución de la longevidad», o un vídeo del programa Redes de 2009, «Camino a la inmortalidad» ponían sobre la mesa un debate que aún no había llegado al ciudadano de a pie, pero que en la comunidad científica parecía superado. Leí testimonios de varios premios Nobel, también de Universidades y laboratorios solventes y ninguno de ellos parecía tener dudas: en las próximas décadas, el ser humano podría romper la barrera del siglo. Lo que me hizo tragar saliva era escuchar la tranquilidad pasmosa con la que científicos serios manejaban expresiones como «posiblemente somos la última generación de centenarios», «nuestros hijos podrán elegir no morir nunca», «vivirán en una eterna y saludable juventud».

Si la ciencia estaba a punto de conseguirlo, ¿por qué no creer que la naturaleza lo hubiera conseguido antes?

«Haz los deberes», me había dicho Kyra. ¿Era eso lo que quería, que investigase por mis propios medios para que me topase con lo que cualquiera podría encontrar si sabía qué buscar?